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Kitabı oku: «Historia de la decadencia de España», sayfa 39

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Todo se lo debía al favor del pueblo, y en otro tiempo había escrito que en él se hallaban refugiadas las nobles calidades que faltaban en la nobleza y personas principales; mas ahora en el poder, no tenía con él cuenta alguna.

En su tiempo murieron las Cortes de Castilla, tan respetadas, á pesar de todo, por Felipe IV, y aunque poco consultadas por la reina Doña Mariana, no caídas hasta entonces en completo olvido. Cobraba los viejos tributos sin pedir su renovación, como se solía, y con tal de no reunir las Cortes, prefirió en los apuros de la guerra acudir á los Grandes por donativos. Alba, Astorga y Osuna dieron cada uno cien mil escudos, y él mismo, con loable conducta en esto, amonedó mucha parte de la vajilla que tenía en provecho del Estado. Pero cabalmente entonces, el pueblo agradecía menos que pudiera agradecer nunca el que se le perdonasen tributos á costa de no reunirse las Cortes. Los últimos disturbios y el abatimiento de nuestro poderío, y el continuo desgobierno que se veía, obligaba ya á los más indiferentes á pensar que sólo en las Cortes de la Monarquía, bien y legalmente reunidas, podían hallar remedio nuestros males. Hasta bullía en muchas cabezas aquella idea fecunda de que era preciso reunir en unas Cortes generales los brazos y estamentos de las diversas provincias, y en muchas partes la idea de que era preciso fundir de nuevo «esta campana rota de la Monarquía», según las palabras citadas, comenzaba á inclinar los ánimos á la revolución. Estos momentos críticos escogió D. Juan para poner en completo olvido las Cortes de Castilla, para no cumplir con los fueros de aquella Cataluña que tanto le había amado, y para permitir que el pueblo de Madrid, tan favorecedor suyo, en lugar de aquella abundancia en que le tuvo Valenzuela, padeciese hambre continua. Así, jamás una revolución general había estado tan próxima en España, ni hubo nunca Ministro más aborrecido que D. Juan. Las mismas esperanzas que había hecho concebir, ahora empujaban el odio y lo acrecentaban.

D. Juan perdió la Corona que ambicionaba con su propio Gobierno, cuando él siendo acertado y patriótico pudiera traérsela á las manos; la muerte, que le sobrevino tan pronto, no hizo más que apresurarle el desengaño. Tuvo tiempo, sin embargo, de tocarlo en sus propias obras. Como no ponía su atención sino en lo que se hablaba de él y en lo que contra él se hacía, supo que el pueblo le aborrecía, y que los Grandes, conjurados casi todos contra él, no cesaban de invitar á Doña Mariana á que volviese de pronto de Toledo, y con ayuda de ellos derrocase al bastardo Príncipe. Comprendió que todos le faltaban, hasta el Rey mismo, viniendo también infundados recelos á atormentarle. Porque hecha la paz de Nimega, el Rey, que se hallaba en los diez y siete años, determinó contraer matrimonio. Hizo cuanto pudo D. Juan por desbaratar este intento, temiendo que á pesar de la mala salud del Rey, le diese Dios sucesión para su daño. Desbarató el que estaba ya hablado con Doña Mariana, hija del Emperador y no hizo nada por lograr el de la Infanta heredera de Portugal, que tan lisonjeras esperanzas prometía de reunir otra vez los reinos. Por último, con propósito de evitarlo, á la última hora propuso D. Juan mismo el de Doña María Luisa de Orleans. Era hermosa esta Princesa y de dulce fisonomía, que daba á entender angelicales sentimientos; vió D. Carlos su retrato y prendóse de ella; dentro de aquel alma, abatida por los dolores penosos del cuerpo, no había lugar para otro sentimiento que el amor, no ardiente y licencioso, sino más bien fraternal, pero constante. Así, desde que vió los retratos, no apartó un momento su atención de este matrimonio.

Alarmóse D. Juan al ver cuán seriamente tomaba el Rey sus burlas, y procuró estorbar tal matrimonio, propuesto por él con más empeño que ninguno, y en esta lucha con el amor del Rey, perdió el poco afecto que ya éste, arrepentido de lo que había hecho con su madre, le tenía. El casamiento se efectuó, dejando al Embajador francés no poco resentido, y poco después el Rey, sin tener cuenta con las órdenes de D. Juan, alzó el destierro al duque de Osuna y al Príncipe de Astillano, diciendo con desusada firmeza: «aunque él se oponga, basta que yo quiera para que se haga.» Y con efecto, ya no consultaba el Rey sus determinaciones sino con el duque de Medinaceli y un cierto D. Gerónimo de Eguía, que de escribiente había llegado á secretario del despacho, y entendía mucho en los asuntos públicos.

Por algunos meses estuvo el Rey tan animado, que se llegó á esperar un desarrollo afortunado de su naturaleza. Comenzó á mostrar no sólo firmeza, sino ira y resolución muy grandes. Barrionuevo cuenta que cierto día tiró la espada, y estuvo á punto de matar á un paje porque contradijo levemente sus órdenes. – Fué un fuego fatuo aquel aliento y resolución; pero duró lo bastante para hacer temblar á D. Juan por su poderío. Susurrábase ya que la Reina madre había de venir para asistir á la entrada de la nueva Reina, y los enemigos de D. Juan se mostraban alegres y confiados, al paso que él se hallaba solo, sin un amigo apenas que le diese consuelo. Procuró divertir al Rey con comedias y fiestas que le daba ya en el Pardo, ya en la Zarzuela, esquivando llevarlo á Aranjuez, porque no estuviese tan cerca de su madre; mas no consiguió por eso recobrar su afecto. Trajo de Salamanca en tal extremidad para que le sostuviese, á un catedrático de la Universidad, por nombre Fr. Francisco Relux, muy partidario suyo en otro tiempo, elevándole al cargo de confesor del Rey. Pero éste se puso contra él al punto, llevándose antes de la conveniencia que presta el ir tras el vencedor, que de la gratitud que le exigía el seguir la suerte del vencido. Nadie dudaba ya que al llegar la nueva Reina, el resentimiento que tenía el Embajador de su nación con D. Juan y la vuelta de la Reina madre le derribasen, cuando el peso de los cuidados, de los temores, de las esperanzas burladas, la ambición y la ira de consuno postraron al bastardo en el lecho, de donde no se levantó jamás. Murió, dicen, de tercianas; otros dicen de veneno; pero, sin duda, el verdadero mal fueron sus pasiones desordenadas. Mostró la mayor conformidad en los últimos momentos, y sus funerales se confundieron con el regocijo á que se entregaba toda la corte por la próxima llegada de las dos Reinas. En la muerte de D. Juan termina, naturalmente, el primer período de la vida de Carlos II.

LIBRO DÉCIMO

SUMARIO

Vuelta de Doña Mariana á la corte. – Muerte de Valenzuela. – La reina Doña María Luisa. – Fiestas á su llegada. – Intrigas en la Corte. – Afrentas de los extraños. – Ministerio de Medinaceli. – Cuestión de Alost. – Guerra con Francia. – Flandes: pérdida de Luxemburgo. – Cataluña: defensa gloriosa de Gerona; hazañas de los miqueletes. – Bombardeo de Génova. – Treguas. – Más intrigas en la Corte; caída de la camarera y el confesor. – Miseria del reino. – Sosiego del Rey. – Caída de Medinaceli y Ministerio de Oropesa. – Lira. – Nuevas disposiciones. – Hostilidades de franceses, moros y filibusteros. – Liga de Augsburgo. – Muerte de la Reina. – Nuevo matrimonio del Rey. – Intrigas de Lira; su caída. – Guerra. – Flandes: batallas de Valcourt y de Fleurus. – Pérdida de Mons y de Hall; batalla de Nerwinde. – Italia: batallas de Saluces, de Coni y de Marsalla. – Cataluña: disturbios de los naturales; pérdida de Camprodón; recóbrase esta plaza; pérdida de la Seo de Urgel; bombardeo de Barcelona; pérdida de Rosas; disgusto de Cataluña; batalla funesta del Ter; pérdida de Palamós, Gerona, Hostalrich y otras plazas; levántanse de nuevo los miqueletes; sus hazañas; sitios de Hostalrich y Palamós; defensa de Barcelona y su pérdida. – Hostilidades de los infieles. – Paz de Riswich. – Intrigas de la Corte durante la guerra. —El cojo y la perdiz.– Caída de Oropesa. – Influjo de la nueva Reina. – Privanza de Montalto. – Gobierno de los Tenientes generales. Agrávanse los males del Rey. – Artificios del conde de Arcour, Embajador de Francia. – Pretensiones á la sucesión. – Partido alemán y partido francés. – Favor de Portocarrero. – Nueva privanza de Oropesa. – Motín de Madrid. – Tratado de repartimiento. – Supuestos hechizos del Rey. – Debates sobre la sucesión. – Pide el Rey consejos. – Su testamento. – Su muerte.

Dos días después de muerto D. Juan, entró en Madrid en triunfo la reina Doña Mariana, acompañada del Rey su hijo (1679), que fué á buscarla á Toledo. Los Grandes más encarnizados enemigos suyos se apresuraron ahora á felicitarla, y el pueblo mismo, inconsciente como siempre, la vitoreó con entusiasmo. Olvidáronse las faltas de aquella mujer, de quien nunca se esperó cosa buena, comparándolas con las de D. Juan, que tantas esperanzas había hecho nacer en vano. Fué fortuna que ya que el pueblo y los mismos Grandes obrasen con tan escasa cordura, la Reina hubiese adquirido alguna, en el destierro y la expiación que había padecido. Mujer que aunque sin culpa había amenguado la honra del Trono poniéndose en lenguas del vulgo y que había traído á la nación á tanta anarquía, no podía ya intervenir con público provecho en el Gobierno. Conociólo la misma Doña Mariana, y apenas se ocupó en adelante sino en asistir á las ceremonias de la corte y practicar sus devociones, ó cuando más, en intrigas domésticas. No había puesto, sin embargo, en entero olvido lo pasado, porque su primera diligencia fué pedir al Rey que levantara el destierro de Valenzuela, y nunca dejó de instar en ello. Frustróse su deseo, á causa primero de la oposición del secretario Eguía, que veía en él un rival temible, y luego de la repugnancia del Rey, de modo que murió Valenzuela, desgraciadamente, sin tornar á España.

Había logrado con su afable trato que el Gobernador de Filipinas le sacase del castillo de San Felipe, donde al principio estuvo, y le permitiese vivir con holganza en Manila haciendo y representando comedias. Logró después que ya que no se le alzase el destierro, se le dejase pasar á Méjico, donde el Virrey, conde de Galve, hermano de su primer protector el duque del Infantado, le acogió cariñosamente. Con su amistad y una corta pensión que obtuvo, vivió allí algún tiempo ocupado, según se cuenta, en domar potros salvajes, hasta que uno de éstos, hiriéndole con una coz, le ocasionó la muerte. Vida y muerte extrañas en un hombre que tan alto había encaramado la fortuna; y hombre que no excita de sí tanto desprecio como lo excita la Monarquía, de que pudo ser por tantos años dueño. Más infeliz si cabe que la suerte de Valenzuela, era en tanto la de Doña María Eugenia de Uceda, su esposa. Debió ésta arrepentirse muchas veces de haber dado entrada con la Reina madre á su esposo; y mucho debió de padecer durante su privanza. Acabada esta, la persiguió el vengativo recuerdo de D. Juan tanto como á su esposo, privóla hasta de su dote, quitóla los gananciales en la confiscación de los bienes del marido, y la redujo á tan miserable condición, que andaba pidiendo limosna de puerta en puerta, recogiéndose de noche en un campanario. Algo debió de aliviarla la reina Doña Mariana cuando volvió á la corte; pero ello es que murió obscuramente sin que se sepa su último paradero. Todos motivos de remordimiento y de retiro para la reina Doña Mariana.

Fijábanse por entonces los ojos del pueblo en la nueva reina Doña María Luisa, que entró en Madrid á principios de Enero de 1680, y era digna en verdad de amor por sus virtudes, que excedían aún á su belleza. Dedicóse desde el primer momento á tranquilizar y cuidar al Rey, y éste la pagaba amándola tiernísimamente y proporcionándola continuos espectáculos, toros, comedias y farsas donde recrease su espíritu, presentando la corte por muchos días el propio alegre aspecto que en los mejores tiempos de Felipe IV. No había visto ningún auto de fe Carlos II, y con objeto de proporcionarle este placer, dispuso la Inquisición general en 1680 en que viniese á celebrar uno en Madrid la Inquisición de Toledo, y para mostrar en él todo su esplendor siniestro y su terrible grandeza, vino el tribunal de aquella división con todos sus familiares y allegados y los de Ávila, Segovia y demás iglesias comarcanas. Reuniéronse las causas de hasta ciento veinte de aquellos desdichados que tenía el Santo Oficio en sus cárceles, y se mandó levantar un teatro en la Plaza Mayor de Madrid, mucho mayor y mucho más ostentoso que aquel con que se obsequió en 1632 á Felipe IV. El Rey, como tan supersticioso, acogió con júbilo el propósito del tribunal, lo propio que la reina Doña Mariana; y la misma Doña Luisa, amable y bien intencionada, por no disgustar á su esposo hubo de poner buen semblante á aquel espectáculo odioso que se la preparaba. Pero fué mayor aún el júbilo en la grandeza y pueblo. Hiciéronse para esta función familiares del Santo Oficio los más de los Grandes y de los títulos ilustres de España; y los Alencastre, los de la casa de Aguilar, los de Zúñiga, Osorio, Pimentel, Pacheco, la Cueva, Silva, Mendoza, Fonseca, Moncada, Cardona, Guzmán, Fernández de Córdoba, la Cerda, Toledo, Portocarrero, Guevara y Manrique de Lara, hubieron de presentar nuevas pruebas de nobleza para alcanzar el honor de ser familiares del Santo Oficio, y acompañarlo con su cruz al pecho, en el ejercicio de sus venganzas.

Los del pueblo, por no ser menos que los nobles en aquella demostración, acudieron presurosos á formar, para escolta de los reos, una compañía llamada de soldados de la fe. Hízose la ceremonia de llevar los haces de leña donde habían de ser quemados los que parecían más culpables al Alcázar real, y allí se ofreció uno de ellos al Rey, que éste ordenó cuidadosamente fuese el primero que en muestra de su piedad se echase al fuego. Paseáronse ostentosamente por Madrid las cruces llamadas de la fe, llevando en tales procesiones el estandarte de la Inquisición el duque de Medinaceli, de Cardona y de Lerma, D. Francisco de la Cerda Enríquez Alfán de Rivera, declarado ya primer Ministro, y asistiendo en la guarda del tribunal el noble marqués de Pobar y Malpica con cincuenta alabarderos de su casa. Por fin llegó el día del auto, que fué en Madrid de universal regocijo; el pueblo discurría por las calles desde el amanecer gritando ¡viva la fe de Cristo! Los Grandes y los nobles aprovechaban tal ocasión para hacer alarde de la grandeza que poseían; el clero, numerosísimo y lujoso, acudía á presenciar su triunfo; los Reyes fueron de los primeros que aparecieron en la Plaza Mayor para no perder un punto del espectáculo; y hasta las damas hermosas de la Corte, no queriendo ser menos, llevaban bordados en los vestidos el hábito y las insignias de la santa Inquisición. Al propio tiempo que este concurso brillante y alegre llenaba el gran teatro levantado en la Plaza Mayor, veíanse en ella también los miserables que habían de ser condenados; jóvenes, ancianos y mujeres, en la flor de su edad muchas, otras que apenas llegaban á la adolescencia. Los que habían muerto en las cárceles estaban allí en estatua con las cajas de sus huesos, los pertinaces con mordazas en los labios, otros sin ellas, pero todos con corozas y los hábitos horribles que la Inquisición acostumbraba: espectáculo de penosa recordación, pero que bien merece alguna descripción, porque solamente así ha de comprenderse á qué punto de degeneración había traído el fanatismo religioso las ideas y los sentimientos de los españoles.

Tomó el Inquisidor general, que era D. Diego Sarmiento de Valladares, juramento al Rey, de que perseguiría siempre á los herejes y apóstatas, y de que los entregaría al Santo Tribunal sin omisión ni excepción alguna; juramento humillante en quien lo daba, osado en quien lo pedía. Luego un fraile probó en el púlpito, con no pocas citas de autores paganos, la justicia de castigar á los infieles. Leyéronse las acusaciones y las sentencias de todos los condenados, y por último salieron para el brasero, para aquella sola ocasión levantado, en las afueras de la puerta de Fuencarral de que escribió en sus Memorias el marqués de Villar, hasta en número de cincuenta y uno, los treinta y dos en estatuas, los otros en persona, que eran trece hombres y seis mujeres y de ellas una madre con dos hijas. Los demás padecieron diferentes castigos, todos durísimos, en los días siguientes. Lícito es creer que la buena reina Doña Luisa no quedaría muy contenta del obsequio que se la hizo; y que harto más agradecería las otras fiestas de toros y comedias con que antes y después del auto se celebró su venida.

En tanto continuaban, muerto D. Juan, las intrigas de la Corte. Nacidas de la debilidad del Rey, como esta era mayor que la de ninguno de sus predecesores, tampoco se conocieron jamás tantas y tan penosas en España. Húbolas muy grandes antes de que el duque de Medinaceli fuese declarado primer Ministro. Pretendían este cargo, á la par que Medinaceli, el Condestable de Castilla, duque de Frías, D. Iñigo Fernández de Velasco y D. Gerónimo de Eguía, hombre de bajos principios y de menores talentos, el cual, favorecido ya con el cariño del Rey, y habiendo contribuído no poco á desacreditar á D. Juan, levantaba sus pensamientos á ocupar el primer lugar de la Monarquía.

Era el D. Gerónimo, de los Ministros más indignos que hubiese tenido España; pero poseía la fácil destreza de adular, y el arte de sufrir y disimular; uno y otro de gran poder en las Cortes, sobre todo en épocas de debilidad en la Corona y de disturbios entre los cortesanos. Así hizo tanto, que si no lograse la privanza, entretuvo por más de medio año al Rey con diversos pretextos, para que no nombrase primer Ministro y en el ínterin estuvo gobernando á su antojo la Monarquía. Apoyaba la Reina madre al Condestable, á Medinaceli el cariño del Rey, y Eguía contaba además de este con la ayuda del confesor, que no quería ver de primer Ministro á hombre que fuese muy poderoso. Después de muchas idas y venidas y de muchos sutiles manejos de los pretendientes, en los cuales tuvieron que tomar alguna parte las dos Reinas, quedó por Medinaceli la victoria.

Era este magnate bien reputado, de quien se creía que superaban los talentos á la ambición; mas otra cosa mostró su conducta. Halló abandonados de Eguía todos los negocios públicos, y que el francés bajo pretexto de que se dilataba la entrega de la ciudad de Charlemont, según lo pactado en Nimega, había enviado á Flandes unos siete mil caballos, que subsistieron á costa del país hasta que el duque de Villahermosa, no pudiendo como debiera vengar aquel insulto, accedió á sus pretensiones. Al propio tiempo amenazaba á Italia entrando en Cazal, tantas veces disputada, por medio de un tratado con su señor el duque de Mantua, y fué preciso enviar algún socorro á Flandes y á Italia por temor de nuevos atentados, aunque el dinero faltaba tanto, que apenas para el gasto diario de la Casa real se encontraba, pues aunque en los mismos días del matrimonio había llegado la flota de Indias ricamente cargada, todo se gastó en los festejos, y luego no se discurrió otra medida para remediar la Hacienda, que el bajar de nuevo el valor de la moneda, lo cual originó, principalmente en Toledo, grandes tumultos.

Medinaceli, para apartar de sí una parte de aquella responsabilidad inmensa, acudió al remedio, tan usado antes y después en España, de crear una junta de consulta, la cual se compuso del Condestable, el Almirante, el marqués de Astorga, el confesor y otros dos teólogos. Y mientras él se entretenía en consultar con aquella junta, Nápoles andaba afligida de salteadores; los filibusteros desolaron á Portobello, y poco después á Veracruz, y dominaron completamente los mares de América; los Gobernadores de las provincias obraban cada cual á su arbitrio, y entre otros el de Buenos Aires D. José Garro, echó de la colonia del Sacramento á los portugueses, comprometiéndonos en nuevas desavenencias; Francia nos amenazaba insolentemente con bombardear á la menor ocasión nuestros puertos; y por último, dentro de Madrid mismo hubo un gran tumulto, que causó por algunos días grande inquietud al Rey y á toda la corte. Un cierto Marco Díaz, de oficio comerciante, escandalizado al ver la mala administración de los regidores de la villa, que aplicaban en su provecho todos los subsidios que pagaba el pueblo, hizo muy ventajosas proposiciones, si se le daban las rentas del Rey en arrendamiento. Regocijóse el pueblo, que había de ganar mucho con las proposiciones de Marco Díaz; pero de parte de los interesados en el cobro de las rentas fué muy mal oído el propósito. Y sea que ellos mismos pagasen la muerte de Díaz, sea que él tuviese otro género de enemigos, el hecho fué que acometido camino de Alcalá cierto día por unos enmascarados, le dieron varias heridas mortales. Fué tanta la ira del pueblo de Madrid, que se temió que faltasen al mismo respeto del Rey. La Providencia, no contenta con esto, señaló aún con hambres, huracanes y desolaciones producidas por los elementos, los primeros meses del gobierno de Medinaceli.

En tales circunstancias se rompió al fin de nuevo la guerra contra Francia. Cada vez más soberbio Luis XIV con ver que era mayor nuestra debilidad cada día, nos pidió el condado de Alost y la antigua y noble ciudad de Gante, con otras varias, sobre las cuales suponía tener derechos que España, antiquísima y libre dominadora de la provincia, le disputaba. No contento con bombardear horriblemente á Luxemburgo, ejecutándolo contra la fe de todos los pactos y del derecho de gentes, llevó á cima sus atentados invadiendo las tierras de Alost y los demás estados con numerosas tropas. Hubieron de rechazar la fuerza con la fuerza algunas partidas de españoles, y Luis XIV tomó de esto pretexto para dar por comenzada formalmente la guerra. Y enviando al mariscal de Humières con numerosísimo ejército, sujetó á su dominio las plazas de Courtrai y Dixmunda, sorprendidas y sin prevención alguna. Luego propuso que devolvería estas plazas si se le entregaba Luxemburgo ó Pamplona.

Á tan insolente conducta no pudo corresponder España sino con declarar la guerra (1683); y cierto que si alguna vez había sido justa, ahora lo era, porque del honor no pueden prescindir jamás las naciones. Pero nunca tampoco se había comenzado debajo de tan malos auspicios. No teníamos medios de ofender ni de defendernos, y causa maravilla que no se perdiese más de lo que se perdió. Consta de los despachos de los Embajadores franceses, continuos espías de nuestras cosas, que en 1680 no habían guarnición ni municiones en San Sebastián, Pamplona ni Fuenterrabía, y que no había ejército en toda Navarra para mantenerla un mes contra Francia. La Vauguyon, uno de estos Embajadores, denunció á su corte que en 1682 no había hallado más que unas cuatro compañías con doscientos hombres inútiles en Vizcaya y las Castillas. Todas las provincias estaban lo mismo.

Gobernaba la de los Países Bajos el duque de Villahermosa, D. Carlos de Guerrea Aragón y Borja, soldado de valor que había comenzado á servir en los puestos más bajos de la milicia, á pesar de su ilustre sangre, el cual levantó algunas tropas walonas, reorganizó las pocas españolas que tenía, y dispuso la defensa lo menos mal posible. Sin embargo, no pudo impedir que en el invierno de 1683 asolasen los franceses el Brabante, ni que Oudenarde fuese horriblemente bombardeada y destruída, ni que se perdiese la grande y fortísima plaza de Luxemburgo. Sostúvola valerosamente el Príncipe de Chimay con hasta dos mil hombres, en que había bastantes españoles, número desproporcionado á tan extensas fortificaciones como eran las de aquella plaza, y no la rindió sino al cabo de veinticinco días de trinchera abierta, después de haber apurado en salidas y defensas todos los recursos de la guerra.

Habíanos ofrecido socorros Holanda, ajustándose un tratado de alianza; pero apenas nos envió algunos, y más desde que con la pérdida de Luxemburgo vió abiertas sus fronteras á las armas de Francia. Así fué que no pudimos una sola vez parecer en campo en Flandes delante de los escuadrones franceses.

En tanto en Cataluña, no bien publicada la nueva guerra contra Francia, levantó Barcelona algunos tercios para defender la provincia. Entró en ella el francés el mismo año (1684) al mando del marqués de Bellefont, con cerca de veinte mil hombres; llegó á Bascara y de allí se encaminó á Gerona. Acudió al opósito el virrey duque de Bournonville, con el pequeño ejército que había podido juntar, incapaz de resistir al enemigo en campo abierto, y le disputó encarnizadamente el paso del Ter; pero no pudo impedir que lo esguazase y abriese trinchera delante de Gerona. Entonces el Duque se volvió á Barcelona para atender al socorro y al reparo y fortificación de las demás plazas. Colocó once cañones el de Bellefont en sus trincheras, y batió tan furiosamente á Gerona, que á los pocos días estaban abiertos por todas partes los muros y arruinadas muchas casas. Antes de dar el asalto, que parecía ya fácil, envió el francés un trompeta á la plaza ofreciendo honrosos partidos para la rendición, y amenazando de lo contrario con entrarla á fuego y sangre; pero el Gobernador D. Carlos Sucre y los vecinos, llenos de entusiasmo, se negaron á oir toda proposición de concierto. Entonces dió el francés un asalto general con todas sus fuerzas, y los de la plaza lo resistieron de modo, que después de largas horas de combate quedaron dueños de sus muros, bañados con la sangre de nueve mil enemigos y de cuatrocientos de ellos. Tres banderas que osaron los enemigos clavar en las brechas, fueron tomadas de los nuestros, y, desalentados y rendidos, abandonaron sus líneas después del asalto, retirándose en completo desorden.

Aprovecháronse de este decaimiento de los franceses el marqués de Leganés y Trinchería para caer sobre Bascara y traerse prisionera á toda la guarnición francesa. Pero en su retirada, todavía muy superiores en número á los nuestros, tomaron con ayuda de su armada, que era muy gruesa, el puerto de Cadaqués, y amenazaron á Rosas, aunque hallándola bien prevenida, continuaron retirándose hacia Camprodón, vivamente perseguidos por el infatigable Trinchería y sus miqueletes, como siempre, tomándoles convoyes, matando á los extraviados y causándoles infinitos daños.

Así acabó aquella campaña, y con ella la guerra por esta parte. También amagaron durante ella los franceses al país vascongado, pero no pasó de amago; y aunque llegaron á embestir á Fuenterrabía, no lograron fruto alguno, defendiendo los naturales con su ordinario valor la frontera. Bombardearon con poderosa escuadra á Génova, por castigar la antigua alianza que con España tenía aquella república. Hubiéranse aún apoderado de la ciudad á no ser por la valerosa defensa que hicieron en varios puestos tres mil soldados que el Gobernador de Milán envió á socorrerla. Fué esto parte para que, lejos de conseguir su propósito, tuvieran que reembarcarse con mucha pérdida; pero hicieron con sus bombas tremendo estrago. No hubo lugar á más, porque interviniendo el Emperador y Holanda, se ajustó en Ratisbona (1684) una tregua de veinte años por la cual tuvo España que dejar en depósito en manos de Luis XIV las plazas de Luxemburgo, Bovines y Chimay, recobrando las demás que había perdido. Génova, temerosa de los franceses, se reconcilió también con ellos debajo de las condiciones humillantes que éstos la impusieron, apartándose de la amistad antigua de España.

Lo mismo la guerra que la tregua se hicieron casi por sí solas, sin que la Corte tuviera ocasión de ocuparse de ellas. Porque á la verdad, si grandes eran los apuros de la Monarquía, mayor era la flojedad y la incapacidad política de Medinaceli. En lugar de atender á los peligros, ya que tomaba á su cargo los honores del Gobierno, no tardó en consagrarse enteramente á las intrigas en que ardía la Corte. Jamás jirones de poder y grandeza han sido más disputados ni por más pequeños medios. Figuraban ahora principalmente entre los contendientes frailes y mujeres; de ellos y ellas eran los instrumentos del primer Ministro y de los que procuraban sucederle; de ellos y de ellas los que empleaba todo el mundo para lograr sus planes. Señalábanse entre las mujeres la duquesa de Medinaceli, mujer de elevado talento y ambiciosa, que tenía dominado á su marido, y disponía de todo á su antojo, y la de Terranova, Camarera mayor de la Reina, dama de imperioso carácter, que apenas juzgaba por su igual á la Reina, ni reconocía derecho en nadie á competir con ella el influjo. De entre los frailes, era el principal el P. Reluz, confesor del Rey.

Hallábase un tanto en peligro la de Terranova, por andar disgustada con ella la Reina. No bien se traslució esto, comenzaron á disputarse ya el puesto la marquesa de los Vélez, la de Aytona, la duquesa de Alburquerque y otras muchas señoras principales, cada una apoyada por sus deudos y amigos. Declaráronse los duques de Medinaceli contra la de Terranova, que estorbaba todos sus propósitos, despreciando más que acatando su poder, y ella también se propuso derribarlos del mando. Y coaligados con la duquesa el P. Reluz, confesor del Rey, tan ingrato á D. Juan de Austria, y D. Gerónimo de Eguía, llegó á creerse que aquel suceso ocasionaría la caída del débil marido y la mujer ambiciosa. Tuvo el buen fraile una conferencia con el Rey, donde le probó con abundante copia de razones cristianas, que debía separar á Medinaceli y nombrar Ministro que fuese de su gusto; procuró llenarle de remordimientos, como llenaron sus antecesores en el cargo á Felipe III, y le amenazó seriamente con la eterna condenación, si no escuchaba sus consejos. Torpe empleo el que hacían aquellos frailes desalmados de su santo y consolador ministerio. En un Rey como Carlos no podía menos el confesor de lograr el efecto que esperaba; y no bien llegó Medinaceli, se apresuró aquél á darle sus quejas. Defendióse el Ministro como astuto y le aconsejó que para que más no le acongojase con aquellas predicciones terribles y anatemas, tomase confesor más blando. No oyó mal tampoco este consejo el pobre Príncipe, y vagando de una en otra incertidumbre, consultó el caso con Eguía, que, como aliado del confesor y de la camarera, parecía que hubiera debido esforzar los argumentos de aquél, perdiendo á Medinaceli. Pero éste Eguía no era hombre que se juzgase obligado con nadie sino consigo propio; y al ver al confesor y la camarera triunfantes, y al Ministro herido y decadente, prefiriendo al amigo poderoso el enemigo débil, se puso de repente de parte de Medinaceli, y aconsejó al Rey, como éste, que buscara confesor más blando y que jamás se entrometiese en las cosas de Gobierno. Entonces el P. Reluz fué separado del cargo de confesor, y la de Terranova, combatida por el Ministro y aun por la Reina madre, que recordaba en ella una de las más encarnizadas enemigas de su regencia, abandonada de Eguía y oprimida de tantos como por deudos ó amigos seguían el partido de las otras señoras que solicitaban su empleo, hubo de sucumbir. Ordenósela cortesmente que pidiese su retiro, cosa no vista jamás en damas de su empleo, que no solía acabar sino con la vida de las reinas ó la propia vida, y entró en su lugar la duquesa de Alburquerque, amiga de la Reina madre y del Ministro, mujer amable y de no vulgar talento.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
01 ağustos 2017
Hacim:
850 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain