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JAUME CELA


© Ferran Forné

Jaume Cela Ollé (Barcelona, 1949) es maestro y escritor. Fue director de la Escola Bellaterra y ha tenido un papel relevante en la Associació de Mestres Rosa Sensat, la Federació de Moviments de Renovació Pedagògica de Catalunya y el Consell Escolar de Catalunya. De su amplia obra publicada en catalán, se ha traducido Con letra pequeña. Reflexiones de un maestro (1999), Tu me aprendes. Memoria y olvido de un aprendiz de maestro (2011); y, escrito junto a Juli Palou, Carta a los nuevos maestros (2005), entre otros. Su contribución a la literatura infantil y juvenil reúne unos sesenta títulos. En el año 2008 recibió la Creu de Sant Jordi.

23 de julio de 2014. Jaume Cela llega a la entrevista y recuerdo cuando él y Juli Palou, antes de que apareciera el periódico, me quisieron seducir para que dedicáramos atención a la educación, algo que hacemos en buena parte gracias a sus artículos. Recién jubilado oficialmente como director de escuela, pero incapaz de jubilarse de su vocación, Cela ha escrito mucho sobre el oficio de educar. Cada vez que he tenido la suerte de entrevistarlo me convenzo más de la fuerza que genera encontrar un buen maestro, uno de aquellos maestros que te cambian la vida, que no olvidas nunca y a los que cuando eres adulto buscas para darles las gracias.

En tu libro Tu m’aprens. Memòria i oblit d’un aprenent de mestre, dices que la acción de los educadores «se produce a través de las palabras y los silencios; pero, sobre todo, de la actuación en la vida cotidiana, de compartir nuestra experiencia sin permitir que se convierta en una losa que les impida respirar: de ayudar a los jóvenes a descubrir todo lo buenos que son, a sabiendas de que existen la vida y la muerte». Es decir, ¿el verbo que eliges para educar es «acompañar»?

Sí, es acompañar, y también acoger, mostrar y aprender a escuchar. Creo que son los cuatro verbos imprescindibles en cualquier acción educativa y que, además, curiosamente, cuando hablo con exalumnos –algunos ya mayores y de diferentes etapas de mi vida– y les pregunto qué es lo que recuerdan de la escuela es justamente eso. Son cuatro verbos que algunos de ellos detallan y valoran: acoger, evidentemente sin condiciones; mostrar, que es mostrar el mundo, y en el mundo se encuentra lo bueno y lo que no es tan bueno y está todo mezclado; intentar no adoctrinar, y aprender a escuchar. Creo que es muy importante que un maestro sea alguien que sepa escuchar lo que sus alumnos le piden, que posiblemente no será lo mismo en todos los casos.

Y la precaución consiste en no ser una losa, es decir, que tu experiencia no ha de condicionarlos demasiado.

No, no condicionar. Acompañar en el día a día y, después, saber colocarte a la distancia precisa que te exige el alumno, aquel chico, chica, niño o niña que está frente a ti. Con respecto a esto hay una película preciosa de los hermanos Dardenne que se llama Le fils [El hijo] y que tiene un argumento muy extraño. Mientras la veía me di cuenta de lo difícil que resulta colocarse justo a la distancia necesaria, porque hay una criatura que, si te colocas a una distancia determinada, puede pensar que le estás invadiendo el terreno, y si te sitúas a otra, que te estás quedando corto con respecto a la relación que él espera. Este plantearte siempre en qué distancia precisa debes colocarte es algo que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida como maestro. A veces aciertas, logras el pleno, y a veces descubres que no, descubres que te has quedado corto, que debías haberte acercado más o, al revés, que has invadido demasiado su territorio y que ese niño se ha protegido de tu entrada en su mundo. No ha salido como esperabas.

Tú has dicho: «Estoy contento de haber pasado más de cuarenta años de mi vida siendo maestro; con la esperanza de que alguien me reconozca este valor, porque no es el maestro el que elige al discípulo, sino el discípulo el que elige al maestro».

Sí, tienes que esperar. Para algunos, seguro que eres un elemento importante de su vida, para bien o para mal, y otros te olvidarán al cabo del tiempo y ya está, no tienes que esperar nada más. Creo que la relación que puedes establecer con los alumnos es una relación asimétrica porque eres responsable de ellos, pero ellos no lo son de ti; aunque, como humanos, siempre esperamos que nos reconozcan. Siempre esperamos que el alumno nos diga «yo también te quiero»; y, cuando puede concretarse, como por ejemplo hoy que he tenido la ocasión de ir a comer con dos exalumnos, te sirve para descubrir que esta asimetría inicial ya se ha modificado.

Te has equivocado, supongo.

Tengo mis fantasmas, como todo el mundo. En algunos momentos he pensado «aquí te equivocaste mucho», y esta impresión regresa de vez en cuando; y quizás algún exalumno te diga que todo aquello que tú imaginabas que pasaba, no pasaba en absoluto. La acción educativa es muy compleja y no hay recetas, lo que le conviene a unos niños no les conviene a los de al lado, y aquello que tú crees que ayudará a este, al otro lo estropea. Es complicado, y es apasionante.

Has sido maestro durante más de cuarenta años y ahora te has jubilado.

Desde los 18 años, y ahora tengo 65; haz la cuenta. Y me han jubilado, yo no quería; pero agradezco que me hayan obligado porque ¡morirte en clase debe ser tremendo! Al principio me enfadé y me preguntaba por qué me habían jubilado; pero luego pensé que estaba bien, porque podría hacer cosas en el mundo de la educación con más calma y tranquilidad. Si aquellos a los que nos gusta tanto nuestro trabajo no llegáramos a jubilarnos, los jóvenes estarían en su derecho de tirarnos por la ventana, de decir: «Os agradecemos los servicios prestados, pero ahora nos toca a nosotros».

¿Qué te ha producido más satisfacción?

Entrar en todas las clases para hablar de literatura y de relatos, explicar y leer cuentos, hablar de los libros que leían, de los que tenían que leer y relacionarlos con el cine, que es mi gran pasión. He sido muy feliz, he conocido a todos los niños de la escuela, he compartido el tiempo con ellos, han hecho una exposición sobre mí y me hicieron una despedida con una cantata que prepararon dos exalumnos a partir de uno de mis cuentos. Me siento feliz y contento con este final.

¿Conoces todos los ciclos?

No, nunca he estado en infantil. A veces he hecho algunos talleres con los pequeños, los del ciclo inicial. Sobre todo he trabajado con el ciclo medio, y mucho de 5º en adelante. Los niños con los que he estado más cómodo cursaban 5º, 6º de primaria, 7º y 8º de EGB o 1º y 2º de ESO. A mí me gusta lo que yo llamo «el tomate». Me gusta conversar con ellos, no de tú a tú, porque la relación nunca es simétrica; pero puedes hablar de muchos temas.

¿Nunca has tenido la tentación de pasar a ejercer de pedagogo y no de maestro? ¿Qué te ha mantenido en el aula?

A mí me apasiona ver cómo ayudamos a nuestros alumnos a construir conocimiento. Siempre me ha gustado estar con los chavales.

¿Y por qué esto no es demasiado habitual?

Porque los que están en la escuela siempre están poco considerados socialmente. Un profesor de universidad está más valorado que una maestra que trabaja en la etapa infantil, que es primordial. Esto es un error increíble y solo lo percibe la gente que tiene la sensibilidad de un Francesco Tonucci, que decía que los maestros de infantil son los que deberían cobrar más. A mí esto siempre me ha seducido. He hecho eso que llamamos ser maestro de maestros, en el sentido que he dado muchos cursos para maestros, conferencias y actividades por el estilo; pero nunca he querido abandonar la vida del aula.

¿Cómo empezaste?

Empecé a trabajar de maestro sin haber acabado ni el primer curso de bachillerato. Yo había estudiado comercio, trabajaba en el Banco Vitalicio (que creo que ahora tiene otro nombre) y el sueño de mi familia –el mío, no– era que yo entrara a trabajar en La Caixa. La gente del Camp de la Bota* me propuso que diera clases, porque los sábados y los domingos yo me ocupaba de los niños en una especie de centro social y vieron que salía adelante. No tenía ni siquiera título, pero me dijeron que eso no era lo más importante, que lo que les interesaba eran personas que quisieran trabajar con aquellos críos. El primer año que ejercí de maestro no sabía nada de nada, simplemente reproducía lo que había mamado en la escuela, como ¡castigar a los niños poniéndolos de rodillas! Por eso ahora, cuando nos encontramos con los del Camp de la Bota, les digo que no deberían habérmelo perdonado… Pero ellos me responden con un: «Sí hombre, te lo hemos perdonado», y eso es magnífico. Fue entonces cuando me matriculé en bachillerato porque quería ser maestro. Nunca había pensado que me dedicaría al magisterio. En aquella época descubrí el grupo de Rosa Sensat, las escuelas de verano, los cursos de invierno. Y luego comencé oficialmente la carrera en la Autónoma.

Tú siempre hablas desde la práctica.

Es que no puedo hablar de nada más. Por eso tengo un «socio pedagógico», mi amigo Juli Palou. Además de que él tiene una gran experiencia en las aulas, ha trabajado muchos años como maestro, es el que mejor amueblada tiene la cabeza. Juli sí tiene un corpus teórico, además de una práctica excelente.

El trabajo de maestro, ¿tiene que ser vocacional?

Imagínate, ¡yo quería ser artista de cine!, y en las clases he hecho mucho teatro. Las vocaciones no tienen la misma intensidad a lo largo de tu vida profesional, hay momentos más altos o más bajos, fluctúan. Lo que es fundamental, y esta es una gran suerte, es que en las cinco o seis escuelas en las que he trabajado lo he hecho con un equipo de gente con el que he tenido muchas discusiones, pero que creía en lo que hacía. Es una suerte trabajar en escuelas donde se debate sobre lo que estás haciendo, donde puedes hablar, donde la gente respeta a la persona y se discute sobre lo que se está diciendo.

Dices que el maestro tiene que querer a sus alumnos, y si no hacerlo ver.

Sí, es un poco fuerte, pero es así. Es imposible que espontáneamente pueda querer a todos los niños y niñas que he tenido; cuando entro en una clase, después de un día, solo habiendo pasado una hora con ellos, puedo decirte qué chavales ya me han hecho suyos y cuáles me costará mucho incorporar. Pero he de tener la suficiente habilidad para que este niño o esta niña no lo sepan nunca, para que no lo noten. Eso es lo que hacen los grandes actores.

¿Eso es fingir?

Es hacer teatro del bueno. Soy muy socrático en el sentido de que me gusta mucho conversar e ir charlando. Hay niños que, en clase, se apasionan; y hay niños que al cabo de diez minutos bostezan como leones. No existe un maestro excelente para todos los contextos o para todos los chicos y chicas de una misma aula.

Tú debes transmitir que confías en que lo lograrán…

Que confío en ellos, que les apoyo cuando es necesario; que seré cariñoso con ellos cuando lo necesiten; que cuando sea necesario llorar con ellos, lloraré con ellos; y que cuando toque enfadarme, me enfadaré. Me tienen a su lado. Con algunos esto surge espontáneamente, sin ningún problema, y con otros debo hacerlo intencionadamente porque cuando este niño o esta niña lleguen a casa han de tener la sensación de que para mí ellos son importantes. Esto no significa humillar, significa aquello tan difícil de conseguir a lo que se refiere George Steiner. Steiner tiene una frase preciosa: «El buen maestro es aquel que incluso en la ironía transmite una leve sensación de amor».

Se ha de procurar no pasar de la ironía al sarcasmo.

Un maestro puede hacer mucho daño con la ironía. Si eres irónico y el alumno lo percibe en el campo de una relación afectiva, a este ya lo has conquistado para siempre. Y al revés, porque el maestro también necesita ser querido por sus alumnos. Que un maestro salga del aula y tenga la sensación de que no llega a sus alumnos es tremendamente frustrante. Cuando se habla del estrés docente, una de las causas fundamentales es la incapacidad para establecer vínculos con tus alumnos.

Las escuelas han de innovar

Innovar es dialogar con la tradición. La tradición es muy importante e «innovar» significa pensar qué haría Célestin Freinet si entrara ahora en un aula con toda la tecnología de la que disponemos; o cómo defendería John Dewey su concepción de la escuela democrática en las condiciones actuales; o qué quiere decir la práctica educativa como práctica de la emancipación, que es algo de lo que Paulo Freire habla a menudo.

El maestro ya no tiene el monopolio del conocimiento.

No, ahora algunas lecciones te las dan ellos. Pero el maestro que crea que él es el centro del saber solo provocará risa, los niños lo pondrán en su lugar. Conviene saber cosas de las neurociencias que antes no sabíamos, como qué quiere decir enseñar y aprender. Cuando tú enseñas, estás aprendiendo con él. Por eso titulé mi libro Tu m’aprens. Es así.

Enseñas y aprendes al mismo tiempo…

Esta es la razón por la que es tan importante la charla, y que puedan equivocarse con tranquilidad. La escuela es un espacio donde los niños y las niñas vienen a equivocarse y donde saben que no serán sancionados por ello; al contrario, se les felicitará, porque se arriesgan, dan su opinión y, entonces, el maestro u otro compañero les cuestiona; y, desde ese momento, inician una investigación y saben que el conocimiento está incompleto. Me maravilla el niño que acude a ti y te dice «¿Me ayudas?». Igual que cuando te dice: «¡Ya está, ahora ya no te necesito!».

¿La escuela corrige la desigualdad social y garantiza la meritocracia?

Es una máxima del movimiento desde hace muchos años: la escuela como compensadora de la desigualdad social. Procuramos hacerlo, pero las cosas se complican. Estoy alejándome de la educación reglada. Cosas que parecían resueltas ahora vuelven a ponerse sobre la mesa. De nuevo estoy luchando por cosas por las que luché denodadamente cuando tenía 18 años. No por los comedores escolares, por poner un ejemplo, sino para que se garanticen todas las comidas que necesitan los niños.

El ascensor social se ha encallado.

Hay centros en los que el maestro no puede decir que su trabajo es enseñar matemáticas muy bien, también debe preocuparse porque haya un comedor escolar, porque haya becas; o debe buscar alguna manera para compensar los momentos en que un determinado alumno no recibirá ayuda en su casa. Hemos de ejercer de asistentes sociales y de lo que sea. No quiero decir que seamos responsables de todo, pero hemos de actuar. Y cuando ves que un niño necesita algo, debes encontrar la solución; nunca puedes decir que el problema que afecta a este niño o a esta niña que está en tu clase no es tu problema; un maestro nunca puede decirlo. Un maestro puede confesar su impotencia, pero no puede decir que este problema no es cosa suya.

Que un niño de una familia donde no hay cultura acceda a ella debe producir una inmensa satisfacción.

El gran sueño es que todos fuéramos como el maestro de Albert Camus, que recibiéramos una carta como la que él recibió después de que a su alumno le concedieran el premio Nobel: «Escúcheme, yo esto lo he conseguido gracias a usted». Después de esto, el maestro de Albert Camus podía morir tranquilo.

Sois idealistas.

El colectivo docente es muy idealista. Cuando preguntas a la gente que empieza magisterio por qué han elegido este camino, muy pocos te dirán que porque otorga prestigio o porque quieren ganar dinero; la mayoría te dirá que quiere ayudar a los demás.

Los padres y los maestros, ¿nos entendemos lo suficiente?

La relación debe mejorar todavía más. Siempre digo que los padres hacen lo que pueden. A veces es verdad que no acertamos con el tono a la hora de decirles las cosas a los padres; o, a veces, por ejemplo, damos visiones demasiado negativas de los chavales. Yo siempre les digo a los maestros, sobre todo a los más jóvenes, que si no son capaces de decir cinco cosas buenas de un alumno suyo no digan nada y esperen un tiempo, porque eso demuestra que todavía no conocen lo suficiente a ese niño. Porque, para los padres, sus hijos son lo que más quieren en este mundo. Y no nos gusta que nos digan según qué cosas de nuestros hijos. Si pueden decirte siete u ocho cosas buenas y luego añaden «pero también hay esto y lo otro», la visión es otra. Sobre todo si como maestros no nos presentamos como aquellos que lo saben todo; porque a veces los maestros tendemos a pensar que conocemos de un modo exhaustivo al niño o a la niña que tenemos enfrente. Y no, con los niños siempre hay cosas que quedan en la zona de penumbra. Creo que también se ha de saber transmitir a los padres que tenemos nuestras debilidades y que hay cosas que desconocemos; pero el padre y la madre se han de llevar la impresión de que estamos dispuestos a jugárnosla por su hijo o su hija.

¿Un abuelo maestro es un buen abuelo, o cuando haces de abuelo el maestro desaparece?

Mis nietos tienen una abuela tan superabuela que el abuelo queda muy disminuido. Es apasionante ver a tus hijos convertidos en adultos que son responsables de sus hijos; o ver cómo mis otros hijos ejercen de tíos y tías; esto es fantástico.

¿Algún consejo final para los padres?

¡Ver películas juntos es importantísimo! El cine es una herramienta todavía poco aprovechada.

A ti ¿cómo te educaron?

Tuve unos padres muy humildes. Eran personas que prácticamente no tenían estudios; pero eran muy trabajadores e intentaban transmitirnos las cosas que eran importantes para ellos. Mi abuela era una mujer dura, de zapatilla. He vivido en un mundo más femenino que masculino. Mi padre era un hombre que trabajaba día y noche, por tanto yo lo veía pocas horas; en cambio, con quienes tenía más relación era con mi abuela, mi madre y mi tía.

¿Hemos agradecido lo suficiente el trabajo del movimiento de renovación pedagógica de Rosa Sensat?

Rosa Sensat es una institución que ha resultado capital desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora; gracias a Rosa Sensat hemos logrado muchas cosas, pero como institución tiene sus claros, luces y sombras. Necesitamos miradas críticas; pero no miradas que nos reduzcan a una expresión simplista, como han intentado algunos ilustres articulistas al hablar de «la generación de la plastilina».

MARIA JESÚS COMELLAS


© Pere Tordera

Maria Jesús Comellas Carbó (Terrassa, 1943) es maestra, doctora en psicología, profesora emérita de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universitat Autònoma de Barcelona y dinamizadora del proyecto «Espais de debat educatiu», dirigido a las familias, que promueve la Diputació de Barcelona. Ha escrito Escuela para padres (2007), Carta a una mestra (2008), Educar en la comunidad y en la familia (2009), Nietos. Instrucciones de uso (2010), Familia, escuela y comunidad (2013) y Educar no és tan difícil como creemos (2016), entre otros libros.

16 de julio de 2014. Cuando veo llegar a Maria Jesús Comellas recuerdo que un día la llamó Antoni Bassas, cuando hacía El matí de Catalunya Ràdio, y colapsó la antena con una dosis de sentido común tan revolucionario que la acabaron fichando como colaboradora fija del programa. Con un pie en la formación de maestros y otro en entender a las familias, es una intermediaria que garantiza que dejemos de dramatizar la educación, que nos traguemos la actitud tremendista y substituyamos las angustias por la ilusión.

Educar no és tan difícil, dice el título de tu último libro. ¿Lo crees o nos lo dices a los padres porque quieres animarnos?

Creo en ello absolutamente, pienso que la sociedad nos ha dado demasiados eslóganes, angustia, normas y obligaciones y acabamos asimilando este mensaje frente a los niños. Tenemos a las criaturas angustiadas porque nos miran y somos tan altos, a diferencia de ellos, que se asustan y dicen: «No sé si cuando sea mayor tendré hijos porque es demasiado difícil, veo que mis padres están angustiados y no quiero pasar por ello».

¿Cómo te educaron?

Fui a una escuela clásica de la época, una escuela de monjas, y me castigaron desde los 6 años. «No hablaré en clase», me colgaban este cartel con unas pinzas de tender y tenía que pasearme por las clases para que todo el mundo viera que había hablado y que tenía que callar. El primer día lo pasé mal, pero luego me gustaba pasearme porque podía curiosear lo que hacían los mayores y, por tanto, el castigo les resultó poco eficaz. Miraba de reojo todas aquellas cosas difíciles que hacían y de alguna manera ya sabía lo que haría cuando fuera mayor y estuviera en aquellas clases.

¿Y en casa?

Mi padre era tejedor de medias, trabajaba en un telar por las noches y con mi madre montó una pequeña empresa de confección. Desde los 7 u 8 años, yo era la responsable de hacer la cena para toda la familia. Yo pelaba las patatas y las ponía a hervir con la verdura porque mi hermano llegaba más tarde y mis padres también. Cuando tenía 9 o 10 años, iba al mercado con mi hermano, que cargaba con la cesta porque pesaba demasiado, mientras yo llevaba el dinero, tomaba las decisiones y elegía las sardinas y la merluza. Un día me gasté todo el dinero de la semana en una merluza fantástica y, cuando se la enseñé orgullosa a mi madre, ella me dijo que otro día gestionara mejor el dinero porque ahora lo tendríamos difícil para pasar la semana.

Quizá por eso decidiste que no estudiarías económicas.

Exacto, no hubiese sido una buena idea. Por la noche le llevaba la cena a mi padre y veía cómo corrían por la calle las aguas de colores de los tintes y cómo funcionaban los telares.

¿Qué recuerdo tienes de la relación con tus padres?

Tenía más confianza con mi padre porque mi madre estaba muy liada con un montón de cosas. A mi madre la trataba de usted y a mi padre lo tuteaba, íbamos los cuatro de excursión y a buscar setas. Después, la abuela –que había tenido trece embarazos y parido a diez criaturas, de las cuales cuatro murieron, y que les dio estudios a las otras seis– me llevaba a mí, a su única nieta, al mercado de la Boquería y me compraba una ensaimada.

¿Te consideras bien educada?

Mucho. Creo que crecí en un ambiente muy agradable: nunca hubo demasiados gritos, teníamos muy poco espacio –¡pasaba el verano en el balcón!–, pintaba, cosía… Recuerdo una infancia muy plácida y haciendo travesuras.

¿Cuándo y cómo decidiste dedicarte a la educación?

Mi tía era maestra en una escuela unitaria, eso me gustaba. Me cuentan que cuando venían mis primos a casa quería encerrarlos a todos en una habitación para explicarles cosas, mientras dejaba que los mayores charlaran. Todos los primos querían venir el día del santo de mi padre o de mi madre para estar en aquella habitación. Les contaba cuentos y no recuerdo mucho más, pero me gustaba estar rodeada de críos.

Y decidiste ser maestra.

Decidí ser maestra a los 10 años, siguiendo los pasos de mi tía. La idea era que hiciera magisterio porque era una carrera corta y que después me quedara en el negocio familiar, pero las cosas no fueron así. Por la mañana tenía que tocar el piano y por la tarde estaba en el negocio; pero cuando acabé magisterio y entré en el movimiento scout les dije que lo sentía mucho pero que quería trabajar de maestra. Entré en la escuela Thalita, que fue un referente muy importante para mí. A mitad de curso, Teresa Codina, que era la directora, me preguntó qué me parecía todo y le respondí que no me veía explicando el amarillo, el verde y el rojo durante toda la vida. En aquella época trabajaba con Maria Antònia Canals, que era un referente en matemáticas, y me sugirió que fuera a la universidad y que continuara estudiando. En casa me dijeron que no podían hacerse cargo, que no había nacido en una casa rica, y continué trabajando como maestra en clases nocturnas para contribuir a pagar los estudios.

¿Y luego?

Estudié psicología y desde ese momento comencé a trabajar en escuelas de renovación pedagógica; monté una escuela de educación especial, L’Heura del Vallès, en Terrassa, y entré en todas las etapas educativas. He ejercido en infantil, en educación especial, en primaria, en secundaria, en nocturno… Por tanto, tenía alumnos de 17, 18, 19 y 20 años… y de 40.

Ahora estás jubilada, pero no paras.

¿Cómo puedo dejar de ser maestra? Encontré la carrera de mi vida y si después de cincuenta y tres años de dedicación descubriera que me he equivocado tendría una depresión muy grande. Hago postgrados, grupos en familia, grupos con el profesorado, claustros…

Después de estos cincuenta y tres años, ¿crees que nos tomamos la educación más en serio o menos?

Estamos en una montaña rusa y me duele. Yo entiendo a los profesores, me siento uno de ellos; pero con tantos recortes los maestros se han angustiado y están desanimados. Esto no nos lo podemos permitir y, no es la primera vez que lo digo, raya la inmoralidad. Una de las frases que repito más a menudo es: «Mirad a los ojos de un niño, y frente a ellos me dan igual los recortes, ahora estoy con este crío, con el grupo». Los niños necesitan gente implicada, gente que los seduzca para aprender. Y no es verdad que los niños no quieran aprender, no es verdad que los adolescentes no quieran aprender, no tenemos derecho a expulsar a los niños de los centros educativos.

Es decir, reivindicas la responsabilidad del maestro al margen de las circunstancias.

Sí. Porque los expulsamos y los ayuntamientos nos vienen con planes contra el absentismo. Queremos llevar al absentista a la escuela y al cabo de diez minutos vuelve a estar fuera. Porque, está claro, pregunta qué están haciendo y le responden que se calle o que lo expulsarán. Y como no se calla, le envían otro comunicado y a la calle. Los ayuntamientos tienen la voluntad de resolver parcialmente el tema con distintos modelos, como los PCPI (programas de cualificación profesional inicial), pero lo que no se puede hacer desde los centros educativos es echarlos a la calle con 16 años afirmando que no sirven para nada. En este punto estamos fallando.

¿Crees que es consecuencia del cansancio?

Del cansancio y de la falta de debate pedagógico. No hay una dinámica que repensar. Se deben hacer cambios, pero no los estamos haciendo. Las escuelas se han tecnificado demasiado. Enseñamos matemáticas, enseñamos esto y lo otro, y también enseñamos educación emocional… Pero, ¿sabemos a dónde vamos? Primero seducimos al profesorado joven para que se implique realmente. Hay profesores jóvenes que no quieren niños inmigrantes y otros que quieren un horario muy concreto. Yo también reivindico la cuestión laboral, pero hay un momento en el que han de hacer excursiones. Y salir al campo con un grupo de monitores para que tú puedas sentarte y ellos se ocupen de todo… El juego ha desaparecido de la escuela, ni tan siquiera se juega en la etapa infantil. Vigilamos a las criaturas y basta. Les sonamos los mocos, los vigilamos y ya está. Y es entonces cuando ves a un chaval que no tiene con quien jugar porque es de un color determinado.

Hay cosas de la educación del tiempo libre que encajarían bien en la educación reglada.

Es imprescindible. Por ejemplo, esta actitud del goce, de seducir a un crío para jugar a tocar y parar. No importa, lo que sea. Recuerdo que cuando estaba en el patio y sabía que había niños con dificultades me ponía a hacer de locomotora, los reunía y hacía que se cogieran de la mano detrás de mí. Y cuando se dejaban ir les decía que la locomotora se había soltado y que si volvían a cogerse de la mano se acabaría el problema. Es bueno jugar a pídola con los muchachos de 14 años. Algunos días me quedaba observando todo lo que habían aprendido. Les mostrabas tus ganas de implicarte, les llamabas por su nombre y los convencías. Y cuando entrabas en clase el grupo era diferente, existía una dinámica más relajada, se conocían de otra manera.

¿Es bueno salir más del aula?

No creemos lo suficiente en todo lo que es manual, en el descubrimiento sensorial. A los niños hemos de llevarlos al mercado, al bosque, han de hacer un herbario. Los chavales creen que todo está en internet y se asustan cuando van al bosque y escuchan un ruido. Y también cuando ven en el mercado un rape… No saben qué son las escamas de las sardinas, ni siquiera lo saben los que viven en la costa. Todavía hay luciérnagas… buscarlas es un buen juego para la noche mientras escuchan el canto de las lechuzas.

¿El trabajo de maestro debería ser vocacional?

Vocacional y, si no, estar dispuesto a que te seduzcan. Los niños nos seducen. Cuando ves sus ojos… ¿Cómo queremos que las familias seduzcan a las criaturas si además ellas son las encargadas de acostarlas? Y si escuchamos a un niño cuando empieza a hacer preguntas… es fantástico.

Hay un momento en el que dejan de hacer preguntas.

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