Kitabı oku: «Anatomía de las emociones», sayfa 3

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La culpa

De definiciones sobre la culpa, esta temida prisión emocional, encontramos una larguísima lista. Es como un peso que nos invalida y nos aplasta. Nunca duerme. Nunca descansa ni nos deja descansar. Se prolonga tanto que nos da demasiado tiempo para reflexionar. Una reflexión incluso persecutoria. ¿En qué pensamos cuando sentimos culpa? Sentir culpa por no haber hecho lo suficiente y evitar perder la pareja, un trabajo, un amigo...

¿Por qué sentimos esta losa tan desagradable que nos lo roba todo?: la libertad a sentir de nuevo, de producir nuevos sentimientos, de intentar nuevos proyectos. Roba el presente. Nos hace esclavos de nosotros mismos. Obedeciéndola. Venerándola. Como el mismo Dios judaico; recordando que la culpa es bíblica, «naturalmente». Bien sabido es que de natural no tiene nada. ¿Dónde nace? ¿Cómo podemos convertirla en tan omnipotente? Es nuestra deuda. Nos vigila, nos obliga, nos hace sumisos. Nos reprime fuertemente en nuestro anhelo de libertad. Estricta, exigente, petrificada: superyoica según el psicoanálisis.

¿Cómo explicar pues, el origen de este sentimiento? Recordamos la Biblia por ejemplo, en donde la culpa es contemplada bajo una pátina religiosa. La conocida mancha del pecado original. También puede tener un origen típicamente social: en donde una persona responsable puede transgredir una norma o ley (moral, civil o penal) de la comunidad en la que vive. Analicemos dos ejemplos que originan el sentimiento de culpa. En primer lugar, nombraremos la horda primordial como señalaba Freud, aquella tribu nómada, primitiva, donde mataron al líder y se lo comieron. Después la comunidad sufrió un gran sentimiento de culpa, individual y colectiva, que dio lugar como consecuencia al nacimiento de las normas, los preceptos, los mandamientos, las leyes, las constituciones, etc., para evitar la repetición del crimen. El segundo ejemplo estaría en la situación en donde el niño pequeño se siente desconsolado y culpable ante la posibilidad de que su rabia hubiera hecho daño a la persona que lo quiere, la madre. En estas dos situaciones vemos como se origina la culpa. Son las dos configuraciones en dónde encontramos sentimientos ambivalentes. Es decir, sentimientos amorosos y sentimientos de hostilidad.

Los dos ejemplos representan como todo vínculo pasa obligatoriamente por sentimientos ambivalentes de «doble corte». Aprecio al líder, incluso me gustaría ser como él pero a la vez me molesta para conseguir lo que quiero. Se ha de aniquilar o derrotar políticamente. Estos ataques, inevitables, a los objetos buenos, despiertan ansiedad y sentimientos ambivalentes (amor-odio) que se pueden traducir en una sola palabra: culpa. Un anhelo insatisfecho, proyecciones (fantasías) fallidas hacen surgir también este sentimiento cuando nos damos cuenta de que hemos destruido o hemos perdido a la persona (objeto) amado. Toda esta amalgama de dobles sentimientos tiene efecto igualmente en el tejido cultural y social. Por ejemplo, los independentistas catalanes tendrían de sentirse culpables de serlo, si lo miramos desde el punto de vista del constitucionalismo español.

¿Cómo curarse de esta angustia que nos deja respirar, que no nos deja vivir como querríamos? Nos ayudaría en gran medida ser conscientes de lo que se oculta en un nivel secundario —más profundamente que la fachada social— detrás de la culpa: la rabia. Rabia no expresada, no descargada. Reprimida. Esta rabia, en principio sana, no puede atravesar la armadura caracterológica (defensa muscular de W. Reich).

Esta energía no puede llegar a la superficie de la piel para obtener una respuesta emocional esperada. Por lo tanto, choca contra la armadura y vuelve a nuestro interior transformada en culpa y enojo. Este proceso se repite una y otra vez. Paralizando nuestras acciones: no dejo la pareja porque siento culpa, o aún más duro sería sentir culpa porque la pareja me ha dejado; no cambio de trabajo, no digo lo que pienso, etc. Empezamos a ser conscientes de que todo aquello no expresado y postergado en exceso nos hace volvernos neuróticos. Abruptamente, surgen en nuestro cuerpo contracturas, rigideces y otras somatizaciones. Existe toda una ciencia, la farmacología, para paliar y disimular las molestias colaterales de la culpa. Se ha de tener presente que nunca se trabaja la raíz del conflicto.

¿Nos salvaría quizás maquillar la culpa en un viaje o unas exóticas vacaciones en un «paraíso emocional»? Buscando sensaciones más que fuertes. Poniendo a prueba el propio cuerpo: mordiscos de serpientes, insectos venenosos, selvas peligrosas, la suciedad, el sexo por el sexo, elementos climáticos hostiles, etc. Todas estas situaciones (superyoicas) superadas y expuestas —envueltas— en forma de gesta, que a menudo enmascara una flagelación posmoderna de un alma en pena en un intento vacuo para eximirse de la culpa. ¿O bien me libero «olvidando» como sumergimiento de «salud vigorosa» según Nietzsche?

Una opción más razonable y con menos gastos económicos sería el retirar la inversión de energía en aquel objeto o vivencia que me hace sentir culpa; en esta situación es necesario construir distancia. Separación: atravesar un proceso de duelo del objeto siempre es una tarea lenta y ardua.

El silencio y la soledad (mental) son ahora buenos aliados en este «poner orden» interno. También un buen acompañamiento psicoanalítico (W. Reich). Lejos de distracciones, ellos nos ofrecen un espacio mental seguro en donde revivir ideas y sentimientos para «trascenderlos», superarlos. Un espacio de contención, de protección en donde pueda «pagar» simbólicamente la deuda de la culpa.

Analizar para deshacer y desmontar aquello que nos hace sentir culpables. Dejando salir la rabia que se oculta detrás. La consecuencia inevitable: quedarse solo. Esta soledad nos obsequia un territorio de orden para poder leer con una nueva luz y entender que ha pasado realmente dentro de nosotros. Es entonces, cuando se expresa la rabia terapéutica, que inicia el orden interno. El orden interno es capital para desvanecer y enjuagar la confusión. Licuando el movimiento de boomerang de la culpa; restaurando progresivamente la tranquilidad en uno mismo.

Es en este lugar de calma, separados del objeto, donde me regenero sin olvidar nunca. Esta consciencia, darse cuenta, comprender viviendo la propia tristeza rompe la «compulsión de repetición» (Freud). Sólo tomando consciencia pasando por un duelo del objeto se puede dejar de repetir. Lo que en lenguaje vernáculo expresa: dejar de tropezar dos veces en la misma piedra.

Quizás, la experiencia diaria sería más placentera si viviéramos en un tiempo más ligero, más etéreo, más helénico. Como lo orquestaban los maestros de la tragedia griega afirmando que al fin y al cabo la culpa de los males del mundo la tenían los Dioses.

La vergüenza

En primer lugar, el concepto de vergüenza lo podríamos definir como un mecanismo de defensa específico dentro de los diferentes que existen en el conglomerado organizativo del aparato psíquico. Es necesario tener presente que este tipo de defensa se despliega para hacer la experiencia más soportable y más ligera. Aunque el precio a pagar sea una pérdida sensible de la libertad. Sentirse expuesto, observado, ser visto, sentirse sin protección provoca sentimientos de turbación y de vergüenza. Incluso de humillación. Como si alguien nos mirara de forma crítica, juzgándonos de manera condenatoria. Recordemos que la vergüenza no es reflexiva, como explicamos al hablar de la culpa. ¿Son estos sentimientos interculturales, universales? Todo el mundo los padece. No lo es la timidez, por el contrario, que es adquirida y tiene que ver con el carácter.

Ver y ser visto, donde J. Steiner sugiere que en la suficiente distancia —fuera de la confusión con el objeto, como podría ser por ejemplo en el enamoramiento— es donde podemos apreciar tanto las cualidades buenas como las malas del objeto de amor. Este poder ver o que te vean hace surgir diversas ansiedades que se han de cotejar.La experiencia de ser vistos sería como una vivencia sin protección, desnuda, observada de manera crítica, provocando malestar. Este estado de incomodidad inicia un movimiento concreto de la energía interna, libido/impulso o agresividad sana de nuestro cuerpo. Esta energía se mueve desde el propio núcleo (self), que es nuestra parte más íntima, atraviesa la armadura caracterológica (defensa muscular) instalándose en la superficie de la piel y los ojos (segmento ocular). Este impulso libidinal pide un objeto contenedor. Busca una respuesta empática por parte de la madre o bien de una persona que ofrezca comprensión y amor.

Si existe una respuesta empática por parte de la madre como podría ser una mirada aprobadora, esta excitación libidinal desaparece al quedar satisfecha y contenida. Diríamos que la vergüenza es acompañada y desaparece. La mirada comprensiva de la madre actúa como un espejo (mirroring) donde el niño o el bebé pueden reflejarse, sintiéndose seguro. No juzgado. No experimenta turbación. Contrariamente, si no hay respuesta empática —quizás en forma de rechazo, de ignorancia, de indiferencia, etc.— o la respuesta es insuficiente, la excitación libidinal que se ha instalado en los ojos (segmento ocular) y en la superficie de la piel de la cara queda allí estancada y se manifiesta entonces como un afecto de vergüenza.

Dicho de otra manera, la energía interna (libido), que siempre se descarga de una forma o de otra, lo hace dentro de un vacío emocional por la falta de un objeto contenedor. Se puede experimentar una sensación de rechazo devastadora por falta de acompañamiento emocional. Niños y adultos pueden sentir vergüenza por haber mostrado sus necesidades y ser estas ignoradas o depreciadas.

Históricamente, se podría situar su origen en la conocida y romántica narración relatada en la Biblia donde la pareja es expulsada del Edén. En este preciso momento los dos protagonistas sienten, más bien, padecen la humillación y la vergüenza de ser mirados por un ser fantasioso y «superior». Juzgados por haber cometido una falta.

Desde un punto de vista comunitario, la expresión sentir «vergüenza ajena» la podríamos contextualizar en el caso en donde un objeto o un sentimiento son expuestos a la dura mirada de la comunidad. La vergüenza puede surgir en el ser humano como consecuencia de ser desposeído de una identidad grupal o de ser expulsado de un grupo primario. La vergüenza, que hace de guardián de la moralidad pública y de la ortodoxia (científica, cultural, política, religiosa, etc.) es básicamente un fenómeno social. Es capital recordar justo en este punto los matices entre moral (costumbre heredada y repetida) y ética (actitud adquirida, reflexionada, auténtica, a menudo alejada de la costumbre social).

La palabra hebrea bosh (vergüenza) significa ser expuesto a un cuestionamiento credencial dentro de un grupo. Ser excluido de la comunidad a la que uno siente que pertenece y con la que uno se ha identificado. La vergüenza interpretada desde la vertiente de la moral (repetir las costumbre sin trabajo de reflexión) tendría una importante función de seguridad, supervivencia y de cohesión social, pues el animal (la persona) expulsado del grupo o que decide abandonar voluntariamente el grupo será expuesto inmediatamente al ataque de los depredadores, cosa que no le pasa al animal que siempre vive en manada, bandada, en grupo y en comunidad. Otros autores creen que la vergüenza es una función social. Que en un principio puede ser producida por las expectativas o reacciones de la madre u otros significantes y después se internaliza como vergüenza. J. Lientenburg concluye que podría ser un afecto preprogramado, ya desde el mismo nacimiento.

En este sentido, la razón de ser de las instituciones, de las sociedades y de los grupos científicos y culturales que protegen a sus miembros del gran poder depredador del tiempo, del olvido, de los nuevos paradigmas que van sustituyendo a los viejos, de los modelos culturales que se ofrecen y de los incesantes progresos sociales a los que serían inevitablemente expuestos si estos miembros decidieran abandonarlas. Estas instituciones protegen a sus integrantes, a través de la vergüenza, del ataque de los depredadores que toman forma de los constantes cambios científicos, culturales y sociales.

Padecer vergüenza, humillación, sentirse rechazado, no querido, etc. podría dar lugar a la aparición de la venganza y del odio. Pero..., ¿este odio, dónde nace? Y aún más preocupante, ¿cómo lo tratamos? Ahora indagaremos sobre el odio siempre tan presente en nosotros y a la vez tan peligrosamente ignorado.

El odio

Quizás uno de los sentimientos más primitivos y profundos que experimentamos. Pero, ¿cómo se origina y cómo nos afecta? Y lo más preocupante: ¿por qué lo ignora nuestra sociedad encubriéndolo con fachadas sociales nada genuinas de coloreadas variaciones; por ejemplo la ira, el menosprecio, etc.? A menudo, al final de un conflicto, en la hora de recreo se sugiere a los alumnos: «todos tenemos que ser amigos»... ¿Ah, sí? ¿Es saludable este consejo o simplemente políticamente correcto? ¿Cómo nace en nosotros esta aversión y repulsa profunda hacia alguien muy diferente a nosotros o por alguna cosa?, como por ejemplo hacia el olor del tabaco, para los que lo hemos dejado después de mucho esfuerzo.

¿Quién odia más? Mujeres, hombres, niños. De nuevo la diferencia. No olvidemos que el odio está desposeído de género. El odio tampoco es genético, como señalaba Nelson Mandela: «Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, origen o su religión».

Seguidamente nombramos cuatro situaciones en donde el odio nace:

En primer lugar, en el caso de niños pequeños donde aún no pueden expresar la rabia que sienten de manera oral, es decir, antes del habla. A menudo encontramos circunstancias en donde el segmento oral: la barbilla, la boca, la mandíbula, las mejillas y la garganta, descarga energía (libido). Al no tener aún la capacidad de expresar sus sentimientos con palabras aparecen los conocidos mordiscos de la guardería. Es en esta parte del cuerpo (boca) en donde se concentra la rabia. Es de recorrido o de elaboración más breve que el odio. Por lo tanto, se expresa más físicamente, más rápidamente. El odio, en cambio, necesita más tiempo para construirse. Habita en otro segmento corporal. Más cerca del corazón, compartiendo espacio con el amor. «Cuanto más pequeño es el corazón más odio aloja», decía Víctor Hugo.

Segundo, en una relación de pareja donde uno de los integrantes, independientemente de su género, tiene un carácter más autoritario que el otro y deja poco o nada que negociar a la otra parte. Obligando durante años a ceder constantemente. En el lenguaje vernáculo, diríamos que la persona más sumisa de la pareja se somete a una imposición a regañadientes (en contra del self) acumulando un sufrimiento de humillación y de angustia. Estas relaciones de dominio-sumisión, siempre inmaduras e infantiles, desembocan en un sentimiento de odio profundo a nivel inconsciente que va acumulando la persona sumisa hacia la persona dominante o autoritaria. La mayoría de las veces el sentimiento de odio es disimulado en la superficie.

En tercer lugar, el caso del odio envidioso relacionado con los celos. Aparece odio fruto de una experiencia vivida desde la confusión con el objeto de amor. Odio hacia un amigo, hacia el trabajo, hacia el cónyuge, hacia un hermano pequeño que acaba de aparecer en la tranquila y egocéntrica vida del hijo primogénito.

En cuarto lugar, situaciones relacionadas con la depresión. Recordamos que una de las diferencias entre las personas que viven un duelo normal y los deprimidos es que estas últimas guardan un odio hacia sus seres queridos que ya no están. Un odio que nace de la confusión de creer que la persona que ya no está o que te ha abandonado te pertenece, que no tiene vida propia fuera de ti.

Entonces encontramos el odio invadiendo el segmento torácico: los pectorales, el trapecio, el romboide, los escapulares, los músculos intercostales, los pulmones y el corazón. El odio se instala de forma profunda para quedarse «congelado» al menos durante un tiempo. ¿Qué tienen en común las situaciones previamente descritas que provocan el sentimiento de odio y de agresividad? La lucha de los instintos que cada persona libra en su interior se va acumulando en agresividad. Ahora ya sabemos que esta libido apilada se descarga de una forma y otra. No se puede postergar ad vitam pues engendraría aún más sentimiento de odio.

¿Cómo modificamos este sentimiento tan arraigado por otro más ligero y sano? Con diálogo. Analizando los objetos de amor para fragmentarlos. Dividiendo la mente en partes emocionales más simples y más sencillas para llegar a entender la situación. Conversando con uno mismo, con la otra parte o con otras partes y con paciencia.

Esto amplia nuestro umbral de tolerancia a la diferencia. Si el odio se construye durante años, ha de existir pues un diálogo largo y profundo para derrocarlo. Desmenuzar el odio hará brotar durante la larga etapa de deconstrucción de la mente toda una serie de inevitables emociones nada agradables a las que habremos de encarar. Empezaremos a sentirnos «perturbados, sensibles, vulnerables, desconcertados, incómodos, cansados, inadecuados, incorrectos, desfigurados, postergados, degradados, avergonzados, subestimados, difamados, desacreditados, deshonrados, humillados...».

Quizás tendríamos que aspirar a una sociedad que pueda coexistir con la pulsión de muerte (Freud). Dar salida de alguna manera a la agresividad sana, a nuestra «parte animal» que genera conflicto en lo social; no sólo negarla o controlarla sistemáticamente. Tener la oportunidad de poder descargar el exceso de energía en lugares controlados, como durante la práctica de una actividad deportiva. Más correcto sería trabajarlo psicoanalíticamente (W. Reich). Estudiar por qué esta parte animal —agresiva sana— rompe la armonía. Cuestionar los valores, probablemente obsoletos, que cuadriculan de forma sagaz nuestro tejido social y que aún decretan nuestra forma de vida.

El delito de odio está castigado en el Código Penal, igual que el fomento de la violencia entre grupos o personas por motivos de etnia, racistas, ideológicos o religiosos. Por otra parte, sentir odio genuino y expresarlo de una forma pacífica y creativa, como las narices rojas de los payasos o los gags humorísticos y las letras de las canciones de los raperos, no tendrían que ser considerados un delito. Aquí entraríamos en el campo de la psicopolítica y la utilización partidista del odio para fines de represión y de control social.

La envidia

Definiríamos la envidia como una forma de ataque y odio, entre otras formas de ataque existentes, que nace de un estado mental fantasioso. En esta fantasía nace un sentimiento destructivo que nos impulsa a atacar a un objeto: vecino, compañero de trabajo, jefe, hermano, etc. Hay que subrayar que esta agresión es diferente de la que se puede sentir hacia un rival. Esta agresión destructiva puede tener la forma violenta de posesión y control.

M. Klein describe la envidia como un ataque destructivo a un objeto bueno, no al objeto malo. Su postura sostiene que es de origen innato, de nuevo, sin género. Un instinto de arruinar a una persona precisamente por su bondad. De intenciones hostiles hacia un sujeto, expresado desde su fantasía, desde un estado mental de confusión y conflicto. Parece ser que esta fantasía agresiva es innata. O bien, se da en la primera infancia donde el primer objeto envidiado, por tanto, que se quiere destruir es el pecho de la madre por las frustraciones recibidas.

Es una sensación de confusión entre aquello que es bueno y aquello que no lo es; ante uno mismo y en el mundo externo más cercano. Recordemos que existe confusión cuando no hay la suficiente distancia entre el yo y el objeto de amor.

Por ejemplo, en el enamoramiento fácilmente nos podemos confundir con la otra persona. Klein mantiene que la envidia llega como un obstáculo mayor en el desarrollo de un carácter sano. Es importante no olvidar que innato no quiere decir inmodificable pues, en el curso del desarrollo normal del niño la modifica suficientemente como para tener una psique de evolución sana.

Por otra parte, los psicoanalistas sostenemos que el bien no puede existir de forma aislada. De aquí la ambivalencia en los objetos, que son buenos y malos a la vez. Establecemos un vínculo entre los objetos que son más difíciles de tolerar, los cuales a pesar de sus cualidades positivas son vividos como humillantes, con la aparición de sentimientos de inferioridad. El ser envidioso no tolera la bondad del objeto. Esta singular forma de vivir un hecho positivo de forma angustiosa y dolorosa es debido a viejas experiencias, siempre a nivel inconsciente.

W. Bion propone que es el vínculo entre objetos aquello que es envidiado. Por ejemplo: la envidia de un niño pequeño mirando a su madre con un nuevo niño en sus brazos es fácil de reconocer.

La envidia también provoca las identificaciones proyectivas: creer que las cualidades buenas de otra persona son las propias. De nuevo, fruto de la confusión. La envidia tiene la tendencia a establecer relaciones hostiles con un objeto bueno. Atacar a quien da satisfacción. Esto es debido a vivir en un estado mental infantil y confusional. A creerse omnipotente, idealizándose uno mismo. La envidia no tiene fin. Se podría describir como un sentimiento de insatisfacción eterna. Una voracidad que puede tener como consecuencia una acumulación de objetos echados a perder, experiencias negativas, frustrantes. Provocando más voracidad y más ansia de apoderarse de un nuevo objeto bueno para calmar la angustia interna que no para de empeorar.

¿Qué no es la envidia? Cuando los amigos cercanos nos copian actitudes nuestras de una manera repetida y sistemática. Por ejemplo: comprar una bicicleta, unos zapatos, un vestido prácticamente idénticos al nuestro.

¿De qué depende que envidiemos unos objetos u otros? ¿Por qué uno llega a envidiar? La vergüenza y la envidia se originan en las comparaciones. La envidia es producida por un sentimiento vergonzoso de inferioridad. Parece ser que la superioridad y la inferioridad vienen a ser los temas importantes ya que son los elementos claves de una lucha competitiva infantil.

¿Cómo deconstruir esta fantasía llamada envidia? En primer lugar es necesario discriminar entre los estados psíquicos buenos y malos. Realizando esta separación sin un odio excesivo. Si el odio es excesivo hace que se prolongue el estado confusional y envidioso. Si el niño no puede salvar de sus ataques destructivos al objeto bueno, no tendrá una experiencia positiva de aquel objeto y no lo podrá introyectar adecuadamente. Es decir, no tendrá un buen referente para futuras situaciones. No podrá tener el orden interno necesario para sus nuevas experiencias.

Los elementos de la envidia pueden ser modulados poco a poco pasando por diferentes espectros de intensidad. Como por ejemplo, un estado persecutorio, llegando a los celos incontrolables. Esto deja lugar a la admiración por la misma persona por la que sentimos celos e inferioridad, hasta finalmente desembocar en un estado de competencia más franca y más sana en la persona envidiada desde un principio.

¿Es sano negarse la envidia a uno mismo? Quizás nos ayudaría, siempre desde la separación del objeto, la cual nos permite confrontar mejor la realidad psíquica, aceptarla como algo que ha de ser tolerado y poder seguir viviendo. Acogerla como una forma de hacer frente a nuestros verdaderos deseos. Reflexionar sobre aquello que uno envidia. La consciencia real de aquello que se desea lleva a una situación emocional incómoda. Demanda mucha energía psíquica y una gran determinación. Hay que saber «sólo» si uno mismo está dispuesto a hacer este dantesco esfuerzo a cambio de construir el propio yo. ¿Existe mayor recompensa o un final más satisfactorio?

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