Kitabı oku: «Cien años de sociedad», sayfa 2

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Simenon

Lo descubrimos, si se puede decir así, al mismo tiempo Josep Pla y yo. Estábamos en Marsella hacia finales del año 1936, y los libros del escritor belga Georges Simenon se vendían solamente en los quioscos de las estaciones de los ferrocarriles. Aunque tal vez empezaban a apuntar en las librerías ya que Pla me dijo un día que André Gide había escrito que Simenon era el Balzac moderno. En todo caso, nosotros lo leíamos y comentábamos con fruición. Buscábamos sus libros de años anteriores, cuando de periodista de un diario popular de París se convirtió en novelista. Pasé en blanco alguna noche abstraído en su lectura, que en aquel momento consistía en la serie del comisario Maigret. Me marché pronto de Francia, pero Pla, que permaneció en Marsella, viajó una vez a la vecina isla de Porquerolles, donde sabía que se albergaba Simenon. Quería hacerle una entrevista. Si no recuerdo mal, la cosa no funcionó porque la conversación tuvo lugar mientras Simenon se interesaba por el juego de la petanca, y Pla se sintió desconsiderado.

Por mi parte escribí a Simenon desde Nueva York, cuando supe que se hallaba en el Cape Cod, en el norte de Estados Unidos, junto a Canadá. Le expliqué que estaba interesado en hablar con él sobre la posibilidad de editar en España alguno de sus libros. Me respondió muy rápidamente diciéndome que había hablado previamente con otro catalán y había pactado la edición de algún libro. Sin embargo existía la posibilidad de editar otro porque no quería dar ninguna exclusiva de su producción. La persona aludida era el egarense Ferran Canyameres, el cual, precisamente, enterado de mi contacto con Simenon, vino a encontrarme meses después cuando yo estaba en París. Recuerdo que lo recibí en la habitación de mi hotel, el Scribe, porque estaba en cama a causa de un resfriado. Canyameres, simpáticamente, dijo que podríamos llegar a un acuerdo, y nos citamos para vernos después de que yo regresara de un viaje que debía emprender en tanto que enviado especial de mis diarios. Desde los primeros tiempos de la Segunda Guerra Mundial hasta el proceso de Nuremberg y la Asamblea General de la ONU viajaba constantemente y no podía pensar en otras cosas que exigieran un tiempo de dedicación pausada.

Por otra parte, consideré que el éxito de Simenon no estaba asegurado entre los lectores de un idioma como el español, pues entonces no era posible la publicación en catalán. El idioma catalán es más permeable para recibir un estilo como el de Simenon, un poco retorcido, frente al español, más académico. Yo mismo realicé la prueba traduciendo un cuento breve que fue publicado en una revista literaria de Madrid y comprobé la dificultad de la traducción simenoniana al español. El caso es que no pensé más en ediciones y, eso sí, proseguí leyendo, aunque con menos interés, los Simenon que iban apareciendo, ya en época alejada del comisario Maigret, adentrada la nueva etapa en la novela psicológica donde el detectivismo no contaba para nada. Me enteré por amigos belgas de la manera de escribir de Simenon. Se medio encerraba y pasaba noches enteras tomando cafés y escribiendo en un estado de tránsito, que consistía en ponerse en la piel del protagonista o de otro personaje del libro. De todas formas, tanto como en el retrato literario, Simenon sobresalía en la evocación de atmósferas y de ambientes. Una vez estuve en un bar de Montparnasse donde él había situado gran parte de una novela psicológica titulada La tête d’un homme. El ambiente del bar era realmente idéntico al que había volcado sobre papel.

Más en Barcelona que en Madrid, Simenon gozó de un recorrido bastante destacado. Tal vez menos que el merecido. Entre el conjunto de libros de detectives, los suyos merecen un punto y aparte.

Sucedió, sin embargo, que a la larga Simenon se volvió repetitivo. Casi todas sus novelas eran parecidas y carecían de la calidad que habían mostrado al principio. Bajó de nivel al tiempo que se convertía en más famoso, en especial a causa de las películas que se rodaron basadas en sus novelas. En los años setenta, con mucho dinero proveniente de la tirada de sus libros y de la exhibición de sus películas, Simenon se alojó en una magnífica finca muy cercana a Ginebra. En aquella época lo conocí personalmente. Fue en el festival de cine de Cannes, al que yo acudía cada primavera y de cuyo jurado incluso formé parte en una ocasión. Coincidimos en una mesa de dirigentes del festival y tuvimos una conversación muy confortable en la que recordó la carta que había recibido en Cape Cod.

Carles Sentís y Josep Pla, que compartieron la admiración por Simenon, en el hotel La Gavina de S’Agaró


Después, bastante distraídamente, seguí la curiosa etapa en que dejó de escribir novelas por cansancio o agotamiento. Sólo de vez en cuando agarraba un micrófono y grababa lo que le pasaba por la cabeza. A continuación, una de sus secretarias lo ponía sobre papel. Con este método, produjo unos pocos libros. Gran error. Se equivocaba porque las cosas improvisadas y no noveladas que decía ante el micrófono eran banalidades. Se adivinaba un hombre poco culto y con ideas muy extravagantes. La realidad de Simenon era mucho más adocenada que su proyección novelesca. Incluso grabó el número de veces que había practicado lo que se llama hacer el amor. Y explicaba que lo había hecho con todas las secretarias y con todas las domésticas de la casa, así como con profesionales. Lo tenía contado y no hablaba ni una sola vez de ningún enamoramiento ni de personalidad femenina que lo hubiera atraído espiritualmente. Además, demostró una gran falta de discreción. Escribió que el suicidio de su hija se debió a que se había enamorado de él y la pobre chica no encontró otra salida. Tal vez era cierto, pero al escribirlo, hizo gala de una gran insensibilidad. Muchos años antes Simenon ya lo había dejado patente. En el libro Je me souviens explica recuerdos de su infancia y vida familiar. Cuenta que no quería en absoluto a su madre, que sentía preferencia por su hermano. Éste se inclinaba más por la tendencia flamenca, ya que su familia era mixta: valona y flamenca. Además, por lo que parece, había colaborado, mucho o poco, con los alemanes ocupantes de Bélgica. Pero una cosa es evocar recuerdos de infancia, incluso defectos de la madre, y otra es poner en juego el suicidio de su hija.

No sé si por los hechos de esa última etapa o por un cambio de apreciación literaria, el caso es que, de simenonista decidido, pasé a no ser su lector.


Vuelos de prueba y otros viajes exóticos

Dado que los temas de actualidad a tratar me obligaban a continuos desplazamientos durante la posguerra mundial, adquirí una cierta fama de viajero. Tal vez por eso, el jefe de prensa de Iberia me invitó a la inauguración del vuelo Madrid-Caracas. Hasta entonces Iberia tenía una sede en San Juan de Puerto Rico, pero quería extenderse a otros lugares del Caribe. Se trataba de un vuelo de escasa relevancia, pero me permitió planear un recorrido de vuelta y escribir sobre Haití y la República Dominicana además de, por primera vez para mí, viajar a Puerto Rico. Sobre esta última isla el diario ABC me publicó tiempo después un librito titulado Puerto Rico, puerto pobre.

La segunda invitación para un vuelo experimental me la hicieron en París. Era amigo del jefe de prensa de Air France, que me convocó en el aeropuerto de la capital francesa. El resto de invitados y yo subimos a un avión Caravelle –modelo que se estrenaba entonces– sin conocer nuestro destino. Solamente sabíamos que saldríamos del eje de París a 12 kilómetros de altura. Fue a esta altitud cuando pararon los motores –punto muerto– y dejaron que el avión demostrara la calidad de su diseño: planeaba, es decir, avanzaba conforme perdía altitud. De este modo llegamos hasta Dijon sin extremar la prueba, que nos podría haber conducido hasta Ginebra. La demostración que el avión, si se producía un fallo en los motores, podía llegar hasta un aeropuerto lejano había resultado satisfactoria.

También por el mismo conducto de la compañía Air France fuimos invitados, mi mujer y yo, a sumarnos a un pequeño grupo de periodistas para realizar un vuelo de un itinerario nuevo: Tahití. Normalmente los vuelos desde Europa a la Polinesia pasan por Los Angeles o San Francisco y desde allí descienden por el Pacífico hasta Papeete. El nuestro, en cambio, se dirigía hacia América del Sur; hacía escala en Lima y de allí saltaba a Tahití.

El viaje no tuvo éxito por un motivo técnico: la distancia de Lima a Papeete es muy grande y, por tanto, exigía demasiado tiempo. Pero gracias a esta prueba, conocimos la Polinesia. Deleitamos nuestros ojos con paisajes de ensueño y comimos cerdo asado entre palmas, o bien frutos del árbol de pan, tan diferente a nuestro pan de cada día.

Al llegar a Tahití, al pasar la aduana, el gendarme que abrió mi pasaporte me habló en catalán. Era de Perpiñán y no de las islas, como las vahinés que nos pusieron collares de flores en la misma aduana. Después de los años treinta, cuando escritores o pintores –Gauguin y más tarde la película Sombra blancas– divulgaron imágenes de los mares del Sur, se podía temer que un turismo masivo invadiría las islas. No ha sido así. La facilidad de ir a otros lugares con playas igualmente atractivas, más próximas y, por tanto, a mejor precio, ha permitido que la Polinesia se haya conservado bastante intacta. Además en algunas islas no se puede construir, y en la que pertenecía a Marlon Brando no es posible ni alojarse. Como nuestra estancia fue breve, nos consolamos con la idea de retornar para visitar más islas. No hemos vuelto nunca más.

El vuelo de prueba más importante que he realizado también llegó por la vía de Air France: el primer vuelo del avión Concorde, recién salido de los talleres. El trayecto del supersónico era París-Nueva York. Lo realizamos en tres horas. Cuando salimos de la capital francesa vimos coches que llevaban niños a la escuela. Cuando llegamos a Nueva York presenciamos la misma escena. Dentro del avión, además del aviador Mermoz, que había cruzado el Atlántico en solitario, estaba el padre del presidente de la República Francesa, Giscard d’Estaign, y otras personalidades parisinas.

Una de las primeras personas que vi a la llegada fue Gérard Gaussen, el cónsul de Francia en Nueva York, que poco antes lo había sido de Barcelona. Guardo un buen recuerdo de la estancia en el hotel Pierre y no tanto del avión. Disponíamos de poco espacio, seguramente porque el diseño tenía que dar prioridad a cortar el aire como un cuchillo. El ruido del arranque lo notaban todos los pasajeros, pero en especial los que se ubicaban cerca de la salida. Además, cuando rompía la barrera del sonido, se producía un chasquido muy desagradable.

A pesar de los inconvenientes, todos los pasajeros de aquel vuelo inaugural pensamos que el Concorde se convertiría pronto en una línea regular que cubriría grandes distancias por todo el mundo. Es sabido que no fue así. El elevadísimo gasto en combustible no resultó compensado por la reducción a la mitad en el tiempo de vuelo. Además, el estruendo que producía levantó quejas por todos lados.

El fracaso económico conllevó que al cabo de pocos años desapareciera el que se postulaba como el gran avión del futuro. Si hubiese continuado el servicio del Concorde hubieran aflorado otros defectos, como sus excesivas emisiones contaminantes, que hoy, a diferencia de años atrás, preocupan seriamente.

Otro viaje especial fue un vuelo de París a Los Angeles, organizado el año 1963 por Stanley Kramer, que había tenido la idea de contratar un chárter. Se trataba de asistir a la primera proyección de Un mundo loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World). El productor nos invitó a cenar a su casa. El invitado de honor era el actor cómico Buster Keaton, entonces ya retirado. Cuando anunciaron su presencia y unos proyectores lo enfocaron, el hombre que siempre había hecho reír, poniéndose en pie, lloró.


María Casablancas y su esposo Carles Sentís en Manhattan en 1965, en una terraza de rascacielos habilitada como heliopuerto


Curiosamente, un crítico de cine de nuestro país durmió durante la entera proyección del filme. Es decir, había cruzado el océano Atlántico y el continente norteamericano para visionar la película y marchó de Los Angeles sin haberla visto. Las largas horas de vuelo le habían trastocado el sueño.


Franco y las bicicletas

En el libro Memorias de un espectador ya explico que cuando Manuel Aznar, como embajador de la República Dominicana, me presentó a su presidente y dictador Rafael Trujillo, éste, en un momento dado, me formuló esta pregunta: “¿Y usted conoce a Franco?”. Al decirle que no, percibí su expresión de decepción. Deduje que había calibrado al alza los elogios que debía de haber escuchado sobre mí del embajador. Y no por ideologías políticas, sino porque debía de considerar que un periodista de cierta importancia estaba obligado a conocer al jefe de Estado de su país. Yo mismo nunca me había preguntado si tenía que conocer a Franco o no. Él estaba por encima de todo y muy presente en el ambiente, pero, en cambio, no eran muchos los que le habían visto fuera de sus apariciones hieráticas y envaradas.

A raíz del final de la Segunda Guerra Mundial, Franco tenía que cerrar el estado de guerra civil y conseguir que España volviese a ser, con todas las nuevas circunstancias, lo que había sido. Don Juan de Borbón era la solución para el gobierno del país, con una monarquía tradicional sin vencedores ni vencidos. Eso exigía que los republicanos, desde el exterior e incluso con los maquis, no emprendiesen acciones que sirvieran de pretexto a Franco, pues, contra lo que ellos pensaban, esas acciones le ayudaban. Franco venía a decir: si me voy, volverá la revolución con los anarquistas y comunistas que están en las puertas y, por tanto, debo proseguir en el poder, contando con la aprobación tácita de los aliados que temen la expansión de la URSS a través de cualquier país de la Europa meridional. En lo que a mí se refiere tan pronto terminó la guerra trabajé en múltiples terrenos para el advenimiento de la monarquía.

Sucedió que, en vez de restaurar la convivencia en nuestro país, se practicó una represión sangrante e inacabable. En un país y una época en que los asesinos habían proliferado por todos lados, Franco no quiso dejar de ser el gran represor. La firma, de rúbrica enroscada, la estampaba fríamente bajo las sentencias de muerte. Incluso firmó la de su primo hermano.

Estuve en Estoril trabajando con don Juan de Borbón, tan pronto como descendió del avión que lo trajo desde Lausana. Al final de la Segunda Guerra Mundial parecía que podía producirse un relevo y que una noche, desde Lisboa, don Juan se presentaría en Madrid. No fue así, pero mi posición respecto al franquismo quedó perfectamente reflejada. Escribí un opúsculo, distribuido clandestinamente, titulado Conversaciones con Don Juan, dirigido de una manera clara a los que podían restaurar la monarquía, que eran en primer término los generales del ejército, tan vigilados por Franco porque sabía que eran los únicos que le podían derrocar. El llamado franquismo fue una responsabilidad múltiple y no de Franco solamente. Barcelona, desde julio de 1936 hasta mayo de 1937 fue víctima del dominio anarquista, ya que la Generalitat catalana contaba muy poco en los primeros meses después del 18 de julio de 1936. El alzamiento militar, mal preparado y pésimamente dirigido, dio pie con su fracaso a la revolución que la FAI preparaba desde hacía años. Por tanto, el primer genocidio que se produjo en la Península tuvo lugar en Catalunya por parte de patrullas anarquistas, trotskistas y otros extremistas. Se mataba por matar, y no hace falta mencionar el caso de los curas o los monjes de Montserrat…

Franco se blindó en el poder, decidido a no dejarlo antes de morir. Lo consiguió al precio de mantener a España en una triste situación. En el marco de los dos males citados –prolongación del poder y represión– se produjeron dos detalles curiosos: no entrar en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la presión de su entorno, y no dejar como sucesor a un general dictador sino al hijo de su víctima, don Juan de Borbón. La dinastía continuó en la persona de Juan Carlos, heredero, también dinásticamente, de don Juan.

¿Era necesario buscar un pretexto para ver actuar a Franco tal como era? Tras su jubilación Charles de Gaulle realizó dos visitas –llamémoslas turísticas– a lugares que durante el ejercicio de su mandato no tuvo ocasión de conocer. Había tratado a todos los jefes de Estado de su época excepto a Franco y entonces proyectó un viaje a España, en especial para seguir sobre el terreno, como un estudio militar, un par de batallas de Napoleón. De paso veía a Franco.

Y así fue como, bajo las directrices del embajador francés, se organizó la visita de De Gaulle. Viajaba en un Citroën con los mapas Michelin y con su mujer, Ivonne, y un ayudante. Nadie más. En Madrid, para evitar a la gente, no visitó ni el Museo del Prado y, después de la entrevista con Franco, marchó directamente a la finca El Cigarral de Toledo. En la puerta, le esperaba la familia Marañón para recibirle y retirarse, dejando así solo al general para que pudiera descansar, corregir las pruebas de su último libro de memorias y pisar el terreno donde se libró la batalla de Bailén.


Carles Sentís recibido por Franco en 1963, en la visita protocolaria a raíz de su nombramiento como director de la agencia Efe


Eran momentos en que yo sabía de buena tinta que si Madrid pedía entrar a formar parte de la OCDE no se lo negarían, como la UNESCO aceptó a España el día 30 de enero de 1953 para sorpresa de todos. De eso hablé con el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, que me preguntó también si conocía a Franco. Le respondí que sólo lo conocía de vista. Él me replicó: “Mejor, así sus palabras, viniendo de alguien de fuera, quizás puedan ser más convincentes”. Se refería a que Franco, escarmentado porque en un par de ocasiones lo habían rechazado de una organización internacional, no quería arriesgarse más. Martín Artajo me dijo que me arreglaría una visita a El Pardo para el día siguiente y me anunció proféticamente: “Él le hablará mucho y, si usted no lo tiene muy en cuenta, al final de alguna parrafada dará por terminada la entrevista y usted no le habrá colocado lo que queremos”. Era un mes de julio, y yo, que estaba en Madrid de puro paso para iniciar las vacaciones, no disponía de la adecuada vestimenta protocolaria. Únicamente tenía un traje blanco, de muy buena calidad –eso sí– que había comprado en Puerto Rico. “Es igual –me dijo Martín Artajo–. Usted, al llegar, se lo dice al jefe de gabinete y nada más”. Y en efecto, se lo comuniqué al llegar a El Pardo, y ante mi sorpresa me respondió: “Ah, bueno, tú mismo se lo comentas al Generalísimo cuando entres”. De golpe entendí que el problema del traje, que yo había considerado insignificante, se convertía en algo abrumador.

Recuerdo que, al entrar en el gran salón, tantas veces reproducido en la prensa y el NODO, Franco estaba de pie al lado de aquella mesa repleta de papeles, y el visitante, en este caso yo, estaba obligado a cruzarlo de punta a punta. El suelo, reluciente como el mármol, parecía resbaladizo y todavía lo podía ser más en el punto en que se desplegaba una gruesa alfombra. Había que salvar, pues, esos pequeños obstáculos para llegar al lado de la persona, carente de la menor sonrisa de acogida.

Tras la salutación, empecé a explicar el porqué de mi traje, pensando que un gesto suyo mataría la cuestión. No fue así. Quedó callado esperando escuchar mis razonamientos, que hube de improvisar dado que anteriormente tanto el ministro como el jefe de gabinete lo habían pasado por alto. Pero Franco no. Esperó a que yo acabara mi trabajosa justificación de pie. Una vez sentados, me preguntó por París. Consideraba que Francia nos tenía una especie de envidia. Era conocido su entusiasmo por lo que él llamaba nuestra raza. Justamente se había exhibido una película, cuyo guión era del mismo Franco, que se titulaba Raza. Le dije que en Francia existían unos españoles muy esforzados y que hacía poco había visto en el Tour de Francia un corredor llamado Bernardo Ruiz, tercero de la clasificación general, que cuando llegó a Dax, mientras los franceses, alemanes, italianos, etcétera, eran acogidos por masajistas y otros auxiliares, él, con la mano en el vértice del manillar de la bicicleta, se dirigió a un pequeño hotel que estaba cerca.

Esta noticia de Bernardo Ruiz, tercero del Tour, y sin ayudas, le entusiasmó y dijo: “¿Ve usted la diferencia? Siendo nosotros menos, tenemos corredores muy bien clasificados. Porque, vamos a ver, ¿cuántas bicicletas cree usted que hay en España?”. Yo apunté la primera cifra que me vino a la cabeza. Creo que dije 40.000. “¡Más, muchas más! Sin embargo, en Francia puede haber el triple. ¿Sabe usted cuántas bicicletas hay en Mallorca?”. También evidencié mi ignorancia. Él lo sabía. Después me enteré que los capitanes generales de entonces –Franco lo había sido de las Baleares– cada año realizaban un inventario de toda la locomoción existente en su zona, de la que podían disponer en caso de movilización. Entre los vehículos figuraban los semovientes (creo que se llaman así a las bicicletas). Mallorca ha dado siempre excelentes ciclistas, y él citó tres o cuatro. Como si viajáramos en bicicleta por Mallorca, no había conversación propiamente sino un monólogo en el cual Franco se lucía. Marqué un punto de interrupción por miedo a que se precipitara la despedida, y yo me quedara, como me había anunciado el ministro, sin comunicar mi mensaje. Le expliqué lo que hacía el caso: la buena disposición de la OCDE para aceptar la entrada de España. Franco escuchó mi breve exposición sin hacer ningún comentario. En el momento de la despedida se daban unos pasos hacia atrás para no darle la espalda. Otro peligro de tropiezo.

Me despidió fríamente, actitud que no era de extrañar dado su complejo ante la gente de letras, lo que viví de cerca cuando fui secretario del ministro sin cartera Sánchez Mazas, intelectual puro, que Franco cesó sin comunicárselo directamente. Mandó retirar su silla del Consejo de Ministros. También debía conocer mis movimientos en Estoril, pues su hermano Nicolás no dejaba de producir fieles informes sobre las personas que se movían en el entorno de don Juan de Borbón.

Bastantes años después, en 1962, y como estaba establecido protocolariamente, al ser nombrado director de la agencia Efe, fui –esta vez con chaqué– a El Pardo. Había un tema único: hablar de los proyectos de desarrollo e internacionalización de la agencia. Franco escuchó mi exposición sin añadir apenas una palabra, y la visita acabó enseguida.


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