Kitabı oku: «Meditaciones sobre la oración»
MEDITACIONES SOBRE LA ORACIÓN
CONFESIONES DE UN VIEJO CARDENAL
Carlo Maria Martini
INTRODUCCIÓN
He cumplido 82 años de vida y la enfermedad de Parkinson, así como los achaques de la edad, me lo recuerdan. Por lo que se refiere a la oración, sin embargo, todavía estoy probablemente solo a la mitad del camino. Siento que mi oración debería transformarse, pero no sé bien de qué manera; siento cierta resistencia a dar un salto decisivo. Sé que, como Isaac, puedo decir: «Ya soy viejo e ignoro el día de mi muerte» (Gn 27,2); pero lo cierto es que todavía no he sacado las debidas conclusiones.
En todo caso, trato de aclarar las ideas y de reflexionar sobre este asunto. Creo que se puede hablar de dos modos en la oración de un anciano. Por una parte puede considerarse al anciano en su progresiva debilidad y fragilidad, según hace la metafórica (y elegante) descripción de Qohélet:
Acuérdate de tu Creador
en los días de tu juventud,
antes de que lleguen los días malos
y se echen encima los años en los que digas:
«No me agradan».
Antes de que se oscurezca el sol,
la luz, la luna y las estrellas,
y retornen las nubes tras la lluvia;
cuando tiemblen los guardianes de la casa
y se encorven los robustos,
cuando cesen las que muelen,
porque ya son pocas,
cuando se queden a oscuras las que miran
por las ventanas,
y se cierren las puertas de la calle;
cuando se apague el sonido del molino,
y se extinga el canto del pájaro,
y enmudezcan las canciones
(Ecle 12,1-4; cf. hasta el v. 8).
En este caso, el tema será la oración (evocado aquí por las palabras «Acuérdate de tu Creador») de aquel que es débil y frágil, de quien siente el peso de la fatiga física y mental, y se cansa con facilidad.
La salud y la edad no nos permiten dedicar a la oración los largos tiempos que solíamos dedicarle en otros momentos: se dormita fácilmente, y no es infrecuente que en la oración nos adormilemos. Me parece necesario, por tanto, aprender a utilizar el poco tiempo de oración de que se pueda disponer de la mejor manera posible.
Al no poder dedicar a la oración el mismo tiempo que cuando se tenían más energías, y a menudo sintiéndola lejana y poco consoladora, es posible que el propio espíritu quede amenazado por un cierto desaliento. La tentación será entonces la de reducir los tiempos consagrados a la oración, limitándose estrictamente a lo necesario para sobrevivir espiritualmente.
Sin embargo, esta reducción de los tiempos dedicados a la oración puede ser muy peligrosa. Y ello porque la oración, para dar algún consuelo, debe ser normalmente prolongada. Si se reduce el tiempo, también los consuelos surgirán con mayor dificultad, y se creará un círculo vicioso que llevará a rezar cada vez menos.
Ahora bien, la oración del anciano podría ser considerada también como la oración de quien ya ha alcanzado cierta síntesis interior entre el mensaje cristiano y la vida, entre fe y cotidianidad.
¿Cuáles serían entonces, en ese caso, las características de la oración? No es fácil establecerlo abstracta y apriorísticamente: haría falta a este respecto que reflexionáramos sobre la experiencia de los santos, en particular sobre los santos ancianos. Para ello se necesita dedicar, con paciencia, algún tiempo a la investigación, sobre todo en la Biblia. De hecho, en muchos salmos se habla abiertamente de los ancianos y de su condición con expresiones muy significativas y sugestivas. Por ejemplo: «Fui joven, ya soy viejo, nunca vi al justo abandonado ni a su linaje mendigando el pan» (Sal 36,25). Véase también la exhortación del Salmo 148,12: «Los viejos, junto con los niños, alaben el nombre del Señor».
La Escritura también nos ofrece ejemplos de los ruegos característicos de los ancianos. El más conocido es el ruego del anciano Simeón en el templo, cuando acoge entre sus débiles brazos al pequeño Jesús: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación [...], luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29ss).
Nuestra búsqueda debería extenderse también a los Padres apostólicos, tales como Ignacio y Policarpo, así como a los Padres del desierto y a los grandes orantes de todos los siglos. Pero, obviamente, no es posible hacer aquí tal recorrido analítico y, por tanto, me limitaré a algunas reflexiones generales, para lo que me dejaré ayudar por el testimonio de algún compañero aún más anciano que yo mismo. Quisiera preguntarme cuáles podrían ser las características más positivas en la oración de un anciano.
De aquí podrán emerger, o eso espero, tres aspectos: una insistencia en la oración de agradecimiento; una mirada de carácter sintético sobre la propia vida y experiencia; y, en fin, una forma de oración más contemplativa y afectiva, así como un predominio de la oración vocal sobre la mental.
Para el primero de estos tres puntos me remito el testimonio de un compañero, como ya he dicho:
Respecto a los contenidos de mi oración, en estos años de vejez –y tengo 85 años– debo destacar la oración de agradecimiento. Hay principalmente dos motivos para dar gracias a Dios: ante todo por haberme concedido un tiempo para poder dedicarme (casi a tiempo completo) para prepararme para la muerte. Eso no es algo que se les conceda a todos. En segundo lugar, por haberme mantenido hasta ahora en el pleno dominio de mi capacidad mental y también en una buena forma física.
Cuando no existe este vigor físico y/o mental, en cambio, la oración se coloreará sobre todo de paciencia y de abandono en las manos de Dios, tomando como ejemplo al propio Jesús, que muere diciendo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Los salmos nos enseñan a rezar: «Tú salvas a los que buscan en tu diestra un refugio contra quienes les atacan» (Sal 16,7); «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás» (Sal 30,6); «Lo salvaré, porque a mí se ha encomendado» (Sal 90,14).
Quien ha alcanzado una cierta edad está en condiciones de tener una cierta mirada sintética sobre su propia vida, reconociendo los dones de Dios, incluso aquellos que le han llegado por medio de sufrimientos inevitables. Estamos invitados, por tanto, a una lectura sapiencial de nuestra historia y de la historia del mundo. ¡Dichosos quienes logran leer su vida como un regalo de Dios, quienes no se dejan llevar por juicios negativos sobre los tiempos presentes en comparación con los pasados!
La tercera característica de la oración del anciano debería ser, según ha quedado dicho, un crecimiento de la oración vocal (y, por tanto, una disminución de la mental) junto a la simple contemplación, expresada con medios muy pobres. La oración mental disminuye a causa de la menor capacidad de concentración del anciano. Pero al mismo tiempo debe aumentar la oración vocal. Aunque algo adormecida o despistada, la oración vocal es, en todo caso, un medio para acercarnos al Dios vivo.
Lo ideal sería llegar a contemplar, muy sencillamente, al Dios que nos mira: contemplarlo con amor o, más bien, pensar en Jesús como en alguien que tiene necesidad de nosotros para hacer plena su alabanza al Padre. Para ello, el Espíritu Santo será nuestro maestro interior. Y a nosotros solo nos quedará seguirlo con docilidad.
CARLO MARIA MARTINI
Gallarate, septiembre de 2009
Parte primera
APRENDER A REZAR
EN LA ORACIÓN
Deseo recorrer junto con vosotros un itinerario de oración de la mano del evangelio de Lucas. Y es que Lucas es el evangelista que más nos habla de la oración: escribe sobre la oración que Jesús recitaba al amanecer, en un lugar desierto (4,42), o la que dirigía al Padre por la noche, en la montaña (6,12), o aquella con la que rezó durante su propio bautismo (3,21). El evangelio de Lucas habla también de nuestra propia oración: cuenta la parábola del amigo inoportuno (11,5-8), aquella de la viuda y el juez deshonesto (18,1-8), y con ello nos dice que es necesario rezar siempre, sin cansarse.
Junto a estas indicaciones, Lucas presenta algunos ejemplos de oración sobre los que es conveniente que reflexionemos. Me refiero en concreto a tres oraciones de Jesús –el himno de júbilo, la oración en el huerto y aquella en la cruz–, a tres oraciones de los hombres –el Magnificat de la Virgen, la oración de Simeón y la oración del cristiano, el Padrenuestro– y a una oración de la comunidad cristiana, relatada por Lucas en los Hechos de los Apóstoles.
Pero, antes de empezar, deberíamos detenernos en las dificultades que puede encontrar nuestra oración, en aquello que puede impedir que nuestro espíritu esté en sintonía con el Espíritu de Dios. Una dificultad que yo experimento bastante es la de pensar en los sufrimientos de muchos de nuestros hermanos. Y todavía más cuando pienso en aquellos que, frente a los acontecimientos dolorosos, quedan desorientados en la fe y se preguntan por la razón por la que Dios no interviene.
Esta y otras dificultades que podemos advertir deberían ser superadas llevándolas a la oración. Si no lo hiciéramos así, la nuestra no debería ser considerada una verdadera oración, sino más bien una oración artificial y separada de la vida. En el silencio y delante de Dios expresamos lo que experimentamos, incluso la dificultad de ponernos frente a él y de conocer al Dios que se ha revelado en Jesús crucificado.
Podríamos iniciar así:
¡Señor, Dios misterioso, te conocemos tan poco! A veces tenemos la impresión de no conocerte en absoluto. Nos parece incluso que debemos luchar contra ti, como Jacob luchó contra el ángel; nos parece que debemos luchar contra la imagen que tenemos de ti. No podemos comprenderte, no logramos entenderte.
Oh, Señor, desvélanos tu rostro, manifiéstanos el rostro de tu Hijo crucificado. Haz que en este rostro podamos entender algo de los sufrimientos que se abaten sobre gran parte de la humanidad. Haz que podamos conocerte tal y como eres en verdad, en tu Hijo crucificado por nosotros, en su agonía, en su muerte y en su resurrección a la verdadera Vida. Amén.
EL CLIMA DE LA ORACIÓN
ORACIÓN DEL SER
Siempre siento cierto malestar y hasta fatiga cuando debo hablar de la oración, y ello porque me parece que es una realidad sobre la que verdaderamente no se puede hablar. Se puede invitar a rezar, exhortar, aconsejar... Pero la oración es algo tan personal, tan íntimo, tan nuestro, que resulta difícil hablar de ella a menos que nos pongamos verdaderamente en un clima de oración. Querría empezar, por tanto, justo con una oración:
Señor, tú sabes que yo no sé rezar; entonces, ¿cómo puedo hablar a otros de la oración? ¿Cómo puedo enseñar a otros algo sobre la oración? Solo tú, Señor, sabes rezar. Tú has rezado en la montaña, durante la noche. Tú has rezado en las llanuras de Palestina. Tú has rezado en el huerto de tu agonía. Tú has rezado en la cruz. Solo tú, Señor, eres el Maestro de la oración. Y Tú nos has dado a cada uno de nosotros, como maestro personal, al Espíritu Santo. Ahora bien, solamente en la confianza en ti, Señor, Maestro de oración, adorador del Padre en espíritu y verdad, y solamente con la confianza en el Espíritu que vive en nosotros, podemos tratar de decir algo, de exhortarnos recíprocamente, para compartir alguno de tus dones respecto a esta maravillosa realidad. La oración es la posibilidad que tenemos para hablar contigo, Señor Jesús, Salvador nuestro, para hablar con tu Padre y con el Espíritu, para hablar con sencillez y verdad. Madre nuestra, María, maestra de oración, ayúdanos, ilumínanos, condúcenos en este camino que también tú has recorrido antes que nosotros conociendo a Dios Padre y su voluntad.
Para afrontar del modo más familiar posible el tema de la oración he pensado en dos breves premisas teológicas y fundamentales a las que ahora quiero hacer referencia. Trataré luego de contestar a la pregunta sobre cómo ayudarnos a nosotros mismos y a los demás para avivar en el corazón la llama de la oración: una llama que es el propio Dios, que es el que la enciende, pero que nosotros tenemos que alimentar.
La primera premisa la extraigo del Salmo 8:
¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Tu majestad se levanta sobre los cielos.
De la boca de los niños de pecho
Levantas una fortaleza firme frente a tus adversarios,
para hacer callar al enemigo y al rebelde.
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano que cuides de él? (Sal 8,2-5).
La oración es algo extremadamente sencillo, algo que nace de la boca y del corazón del niño. Es la respuesta inmediata que nos sale del corazón cuando nos ponemos frente a la verdad del ser.
Esto puede acaecer de muchos y diferentes modos: puede suceder ante un paisaje de montaña, en un momento de soledad en el bosque, escuchando música y, en todo caso, cuando surge algo que nos hace olvidar, aunque sea por poco tiempo, la realidad inmediata, ayudándonos a separarnos por un instante de nosotros mismos. Son momentos de verdad del ser, en los que nos sentimos como fuera de la esclavitud de las intrusiones cotidianas, de la esclavitud de las cosas que nos reclaman continuamente. Respiramos más profundamente de lo habitual, sentimos algo que nos mueve por dentro; y no es raro, sino casi instintivo, que en estos momentos de gracia natural, en estos momentos felices en que nos sentimos plenamente nosotros mismos, se eleve de nosotros una oración: «Dios mío, te doy gracias», «¡Señor, qué grande eres!».
Cada uno de nosotros, creo, puede experimentar en su vida algunos de estos momentos. Quizá por una serie de circunstancias felices nos hemos encontrado en disposición de expresar este reconocimiento a Dios, a quien hemos llamado desde la profundidad de nuestro ser. Es la oración natural, la oración del ser. Toda nuestra oración, toda nuestra educación a la oración, parte de este principio: el hombre que vive a fondo la autenticidad de sus propias experiencias siente enseguida, instintivamente, la necesidad de expresarse mediante una oración de alabanza, de agradecimiento, de ofrecimiento.
La segunda premisa consiste en que, junto a esta oración del ser, hay otra realidad que conviene tener presente: la oración del ser cristiano. Esta oración no es sencillamente mi respuesta a la realidad del ser que me circunda o a la sensación de autenticidad que puedo experimentar en mí, sino que es fruto del Espíritu que reza en mí. El texto fundamental al que aquí debemos referirnos es el de la carta a los Romanos, en particular la segunda parte del capítulo 8, donde se dice que el Espíritu reza en nosotros (cf. Rom 8,14-27).
Se deben tener presentes, por tanto, estas dos verdades: de la boca de los niños de pecho, Dios ha hecho una alabanza (Mt 21,16) y, por ende, la oración es una realidad muy sencilla que brota cuando se han puesto las premisas justas, cuando la persona (también el chico, el niño, el adolescente) se encuentra de verdad a su gusto frente a la realidad del ser, a la verdad del ser, y en situaciones particularmente felices de calma y serenidad. Pero a esta verdad le sigue otra, y es que no somos nosotros quienes rezamos como cristianos, sino que es el Espíritu quien reza en nosotros.
La educación a la oración consiste, por eso mismo, tanto en tratar de favorecer aquellas condiciones que ponen a la persona en estado de autenticidad cuanto en buscar dentro de nosotros la voz del Espíritu que reza, para dejarle espacio, para darle voz. En efecto, sin esta premisa no hay oración cristiana: es el Espíritu quien reza en nosotros. Y esta es la característica propia, típica, de la oración cristiana.
Recuerdo que uno de los más grandes exegetas de san Juan, el padre Donatien Mollat, se preguntaba un día qué caracterizaba la oración cristiana respecto a las oraciones de las otras religiones, a todas las oraciones naturales que cualquier hombre puede hacer. La respuesta que dio remitía al capítulo 4 del evangelio de Juan: «La oración en espíritu y en verdad». Según el lenguaje de san Juan, «verdad» significa que Dios Padre se revela en Cristo. He aquí el núcleo de lo que caracteriza la oración cristiana, aquello que la distingue de la oración, por altísima que sea, de las otras religiones. Podemos aprender mucho de las oraciones de todas las religiones, podemos sacar muchas cosas sobre esta elevación del hombre hacia Dios, pero lo específico de la oración cristiana es el don directo que Dios nos envía por el Espíritu, aquello que nos permite rogar en la verdad, es decir, en la revelación que el Padre hace de sí mismo en Jesús. Eso mismo es lo que la liturgia produce cuando, al final de cada oración, se pronuncia la fórmula: «Por Cristo, nuestro Señor, en la unidad del Espíritu Santo». Esta es la oración en la que hay que educar. No habríamos educado de veras a la oración si solamente nos hubiéramos limitado a suscitar sentimientos de alabanza, de admiración, de gratitud, de pregunta, si no hubiéramos insertado esta realidad en el ritmo del Espíritu que ruega en nosotros.
La pregunta sobre cómo orar se torna ahora más concreta: ¿cómo ayudar a descubrir en nosotros mismos los movimientos del Espíritu? ¿Cómo ayudar a discernir los movimientos del Espíritu de Cristo que está en nosotros? ¿Cómo oír al Espíritu, que es el gran promotor de nuestra oración?
Presentaré aquí algunas sugerencias, sencillas y concretas, que cada cual podrá luego confrontar con su propia experiencia para ver después cuáles de ellas le resultan más adecuadas. Las indicaciones que ofrezco se refieren a tres actitudes:
1) la situación preliminar a la oración;
2) la entrada en la oración, es decir, el momento de comenzar la oración;
3) el ritmo de la oración, es decir, la permanencia en la oración.
SITUACIÓN PRELIMINAR
Es importante partir de este hecho: cada uno de nosotros tiene una situación de oración propia e irrepetible. Irrepetible no solamente porque es mía en cuanto que yo soy una persona diferente de cualquier otra, sino también porque es mía en este momento y, por tanto, también es irrepetible en el tiempo (aunque cada uno tenga sus módulos de oración que le son peculiares y a los que vuelve una y otra vez).
La pregunta sería esta: ¿cómo reconocer mi situación? ¿Cómo hacer que emerja mi estado personal de oración? Propongo ante todo algunas observaciones de carácter negativo, preguntándome qué no es ese estado.
No es un estado inducido por la oración ajena ni por modelos de oración predeterminados; tampoco por textos sobre la oración. Aunque todas estas cosas sean óptimas (los libros, como las hagiografías, nos ofrecen sus experiencias; las oraciones ajenas podemos aprenderlas y repetirlas), en último término pueden entusiasmar, pero solo por un momento. Leemos páginas bellísimas en santa Teresa de Jesús o en san Juan de la Cruz sobre la oración, y sentimos la necesidad de insertarnos en sus ritmos, de entrar en consonancia con tales experiencias; y hasta nos parece que estamos viviendo estas iluminaciones durante unos días o unas semanas. Alguna página maravillosa de las Confesiones de san Agustín o alguna espléndida de Madeleine Delbrêl pueden ser para nosotros oraciones que lleguen a suscitarnos una cierta consonancia afectiva y emotiva. Esto es muy positivo y forma parte de la educación; pero aún no conduce al descubrimiento de nuestro estado de oración. Incluso puede llegar a ser más bien ilusorio, haciéndonos creer que ya hemos alcanzado algunas capacidades para la oración y modos de rezar. Desvanecido el efecto, de esta lectura, de esta palabra escuchada y de esta oración ajena queda poco, y nos encontramos con nuestra pobreza y nuestra aridez.
Por tanto, aunque siempre sean modélicas e indicativas, las experiencias ajenas no son instrumentos suficientes, y a veces ni siquiera particularmente útiles, para ayudarnos a reconocer cuál es nuestro estado actual de oración. ¿Cómo encontrarlo entonces? ¿Cómo entender cuál debería ser nuestro punto de partida? Ofrezco tres breves indicaciones. Mi estado de oración es:
1) una postura del cuerpo;
2) una invocación del corazón;
3) una página de la Escritura en la que puedo encontrarme.
Una postura del cuerpo
Cuanto digo aquí tiene un carácter casi ideal y es difícil de poner en práctica, pero puede constituir un punto de referencia. Deberíamos hacer la experiencia de abandonarnos por un momento para así, relajados, preguntarnos poco más o menos esto: si ahora tuviera que expresar realmente lo que siento y lo que deseo en lo más profundo de mí, ¿qué actitud asumiría como la expresión más adecuada para mi oración?
Después deberíamos estar atentos para vislumbrar qué actitud se configura en nuestra mente: puede ser la actitud del orante, con los brazos alzados o las manos unidas en invocación; puede ser la actitud de Jesús en el huerto, de rodillas y con el rostro en tierra; puede ser la actitud de manos que acogen, la de quien mira a lo lejos y está en actitud de espera, como la del padre que aguarda la vuelta del hijo pródigo; tal vez la actitud de quien pregunta.
Parecen cosas sencillas, quizá incluso podrían parecer ridículas si tuviéramos que expresarlas en público; pero lo cierto es que nosotros nos expresamos así, también con los gestos. Jesús dice en el evangelio de Mateo (cf. Mt 6,6) que cerremos la puerta de la habitación y roguemos al Padre en lo secreto; tomémonos, pues, alguna vez la libertad de expresarnos también con el cuerpo: podremos caer de rodillas con la frente en el suelo, o levantar espontáneamente las manos, o abrirlas como quien está a punto de recibir algo, o bien ponernos en actitud de sumisión... Lo importante es que a través de la experiencia de nuestro cuerpo revelemos la profundidad de nuestros deseos.
Una invocación del corazón
Preguntémonos ahora lo siguiente: Si en este momento tuviera que gritar o expresar con una invocación lo que pido a Dios desde lo más profundo de mí, si tuviera que decir lo que late principalmente en mi corazón, ¿con qué palabras lo expresaría? Dejemos que salga libremente a la luz aquello que en este momento nos caracteriza. Podría ser la invocación: «Señor, ten piedad de mí»; o bien las palabras: «Ya no puedo más»; o «te alabo»; «te doy gracias»; «ven a socorrerme»; «estoy agotado». También el propio Jesús, en un preciso momento de su vida, exclamó: «Mi alma está triste hasta la muerte», y en otro momento: «Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas».
Entre todas las invocaciones del corazón, busquemos aquella que mejor responde a lo que sentimos, aquella que podría servir como punto de partida para nuestra oración, aquella que caracteriza la situación que estamos viviendo. Esta invocación obviamente podrá ser enriquecida con oraciones ajenas; podrá ser profundizada con la ayuda de otros que han rezado antes que nosotros y quizá mejor que nosotros. Esta invocación podrá parecer una realidad pobre, o muy simple, algo así como una pequeñísima brizna de hierba en comparación con los árboles gigantescos de la oración de los santos. Pero esta brizna de hierba es lo que yo pongo delante de Dios como mi sencilla oración.
Jesús nos recuerda las palabras de aquel publicano en el templo: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». Este hombre había encontrado auténticamente su estado de oración y, por tanto, volvió justificado: con una única expresión se había revelado a sí mismo por completo. Supo expresar el grito de su corazón.
Una página de la Escritura en la que puedo encontrarme
Planteémonos esta pregunta: si yo tuviera que expresar lo que siento, deseo o temo, lo que le pido a Dios o lo que querría pedirle, si tuviera que expresar mi situación ante él, ¿en qué personaje, en qué figura, en qué escena del evangelio me imaginaría? Podría situarme donde Pedro, en el lago, tras haberse tirado al agua y cuando dice: «¡Señor, no puedo!». Podría ponerme junto a los apóstoles, quienes, ante la gente que pide pan, dicen: «Señor, ¿adónde iremos, cómo hacemos?». Podría reconocerme en cualquier otra escena del evangelio o en las palabras de algún salmo que exprese realmente mi estado de ánimo en este momento.
Es importante averiguar cuáles pueden ser nuestros puntos de partida para empezar a trabajar sobre ellos, así como educar a otros para que puedan encontrarlos. Desde aquí pueden desarrollarse las aptitudes para la oración, así como una actitud auténtica de diálogo con Dios: un diálogo que no parta artificialmente de realidades inducidas, sino de la verdad de la persona.
ENTRADA
Quizá este sea uno de los casos en que nos equivocamos más fácilmente. A menudo creemos que es importante empezar a orar de cualquiera forma, a lo mejor con el signo de la cruz. Es erróneo entrar en la experiencia del diálogo con Dios lanzándose imprudentemente a esta aventura sin haberse preparado antes, aunque sea un poco.
Quizá esta sea una de las causas por la que la oración nos resulta tan difícil: no hemos entrado en ella adecuadamente. Así como en nuestras iglesias hay un atrio, así también en cada una de nuestras oraciones, sobre todo si son prolongadas, sería necesario anteponer un momento especial, un momento de absoluto silencio.
A los jóvenes deberíamos ayudarles para que aprendieran a hacer un instante de absoluto silencio, un silencio del que puedan partir para entrar en la oración. Y diría más aún. A este momento de entrada yo lo llamaría casi una forma de anulación; se trata de poner el cuentakilómetros de nuestra fantasía, y hasta de nuestro mismo ser, a cero. Y eso, ¿qué significa? En mi opinión es extremadamente importante empezar a orar no solo ya con un momento de silencio o de pausa, de respiración, sino también con el claro reconocimiento de que no somos capaces de rezar: «Señor, eres tú quien rezas en mí. Yo no sé cómo empezar; es tu Espíritu quien me conducirá». Es necesario quitar del diálogo con Dios toda presunción, cualquier cosa que creamos haber aprendido y poseer. Tenemos que entrar en la oración como pobres, no como poseedores. Cada vez que nos presentamos ante Dios, presentémonos como absolutamente pobres. Creo que todas las veces que no lo hacemos, nuestra oración se resiente. La oración se carga entonces de cosas que la entorpecen.
Es necesario que nos pongamos ante Dios en un estado de verdadera pobreza interior, de despojo, de ausencia de pretensiones: «Señor, yo no soy capaz de rezar; si tú permites que esté ante ti en un estado de aridez, de espera, bendeciré esta espera, porque tú eres demasiado grande como para que yo pueda comprenderte. Tú eres el Inmenso, el Infinito, el Eterno, ¿cómo puedo yo hablar contigo?». Este es el estado existencial que emerge en muchos salmos, que son auténticos modelos de oración y que deberían hacerse interioridad en nosotros.
De modo que la oración la empezamos con una cierta anulación de nosotros mismos, una anulación que puede expresarse en formas externas tales como un momento de silencio, de adoración de rodillas, un momento de reverencia, de respeto; con todo ello manifestamos ser conscientes de estar entrando en una situación a la que no tenemos nada que traer, sino que en ella todo lo recibimos.
Entro en un diálogo en el que la palabra, en mi pobreza, me enriquece. Entro como un enfermo que necesita del médico, como un pecador que necesita ser justificado, como un pobre que necesita ser enriquecido: «Derribado del trono a los poderosos, a los ricos los despide con las manos vacías» (estas palabras apuntan también a aquellos que creen que saben orar, a quienes piensan haber adquirido de una vez por todas esta capacidad).
Es necesario que cada vez nos pongamos en la situación bautismal del ciego que suplica: «Señor, que yo vea». Señor, que yo pueda comprender, que pueda pronunciar las palabras que el Espíritu me sugiere.
RITMO
La oración, como la vida, tiene su ritmo que la sustenta y que permite que pueda prolongarse sin fatiga. Hoy tenemos ejemplos realmente extraordinarios de jóvenes y adolescentes capaces que han demostrado ser capaces de rezar durante horas; se trata de una experiencia que, hace años, considerábamos inaudita. Es una maravilla que Dios está obrando. Tales jóvenes han encontrado el ritmo justo. Es como cuando uno ha descubierto el ritmo adecuado para caminar y puede hacerlo durante kilómetros sin apenas cansarse. También en la oración es importante un cierto ritmo, al mismo tiempo físico y psíquico o interior. ¿En qué consiste este ritmo? Es aquella música que nosotros llevamos dentro, es la respiración. Este es el ritmo fundamental de la vida, lo que nos proporciona los tiempos de la vida.
Precisamente por tal motivo, tanto en la tradición monástica de la Iglesia griega como, aún más, en la tradición oriental del yoga y del budismo, se han valorado mucho las técnicas de respiración; se han indicado muchos modos para que estas técnicas puedan ser cada vez más conscientes, asumidas y controladas. Es posible que todo esto parezca muy complicado, pero ciertamente puede contener algo positivo.
Querría subrayar en concreto la llamada «oración de Jesús». Se trata de la oración oriental más cercana a la tradición cristiana y, por tanto, la más fácil de asimilar para nosotros. Tal oración –de la que se tiene un ejemplo en El peregrino ruso– consiste en una invocación repetida lentamente, al ritmo de la respiración, una invocación preñada de significado: «Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí».