Kitabı oku: «Historial de navegación»
Carlos Araya Díaz
ISBN: 978-956-9131-87-5
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Historial de navegación
Historial de navegación
Carlos Araya Díaz
De esta edición © Alquimia Ediciones, 2016 Colección: Foja Cero
Edición general: Guido Arroyo González
Edicion de estilo y correcciones: Julieta Marchant
Fotografía de interiores: Carlos Araya Díaz
Diseño editorial: Estudio Navaja
A mi madre
Así existo en esta tierra desolada.
Un hombre reducido a un solo instinto. Sobrevivir.
Mad Max
Venir es fácil, volver no tanto.
Cristóbal Briceño
La última película
Después de cinco años desde el accidente, Lisandro me llama por teléfono. Me dice que hace algunos meses trabaja manejando camiones con explosivos en la mina de Chuquicamata. Mientras habla, pienso en el cobre, en las alarmas, en la cuenta regresiva, en el fuego y en la nube de polvo nal. Lo sé porque la sangre tira. Quiero volver a ese lugar, necesito conocer a la hija de Sandra, hagamos el viaje otra vez, me dice.
Lisandro conduce el automóvil mientras yo abro la botella. Intento descifrar los tatuajes que cubren las cicatrices en sus brazos pero no lo logro del todo. Quiero contarle sobre las imágenes que atrapo: el aire que parece agua hirviendo sobre las carreteras, una bolsa celeste que el viento se lleva hacia el desierto de Atacama o el rostro de mi abuelo iluminado por el atardecer. Planos que grabo cuando me prestan la cámara en el canal regional. Yo sé que a él le gustarían. Quiero contarle lo que hice después del accidente, pero me arrepiento. Solo le cuento que este año tuve que grabar comerciales para empresas mineras, entrenamientos de Cobreloa, entrevistas a políticos y a candidatas a reina. Lisandro me pregunta si aún me gustan las películas. Afirrmo con la cabeza y le ofrezco la botella. Él me dice que ya no toma. Le digo que es más sano tomar esto que esa agua con arsénico que tomamos desde el día en que nos parieron.
Intento recordar el momento en que conocimos a Sandra. Una cadena de cines se había instalado en el mall y le había puesto la lápida al Cine Municipal de Calama, en el que vi Batman, la primera película de mi vida, cuando tenía cinco años. Lisandro y yo fuimos a la última función y no sé si dijimos algo, si uno de los dos lloró, celebró o si solo hubo silencio. Al nal, nos quedamos viendo cómo sacaban las ampolletas, los carteles y partes de la estructura en el techo. No me acuerdo cómo fue, no sé si ella o nosotros dijimos la primera frase. Si andábamos con el uniforme del colegio, si pude verle el tatuaje que tenía sobre el pecho, si nos trató de pendejos calientes y nos mandó a nuestras casas. Si nos tomamos unas cervezas en la plaza. No sé si nosotros la convencimos a ella o ella, con su voz ronca, nos convenció a nosotros.
Sandra vivía en un segundo piso, en un barrio que compartía con mineros contratistas recién llegados e inmigrantes latinoamericanos. Bastaba abrir un poco las cortinas para ver los bloques de humo que salían desde la mina de Chuquicamata.
Sandra le contó a Lisandro que trabajaba en una schopería, que tenía una hija que sus abuelos paternos le habían quitado y que necesitaba un auto. ¿Sabes manejar? Yo me fui al baño; una de las llaves no dejaba de gotear. Luego fui a su pieza, allí vi su nombre escrito en el remitente de un sobre cerrado. De Sandra Cáceres Mendía. No había destinatario. Lo abrí un poco y le pasé la lengua por el borde para sentir el sabor de su saliva. Después sentí mucho más que eso.
Días después volvimos a su casa pero ella no estaba. La esperamos un rato, escuchamos un compilado de canciones que yo había grabado desde la radio Mundo Stereo. Después que se acabó la última canción de Los Prisioneros, nos trepamos y entramos por la ventana del baño. Lisandro sacó las cervezas y el jarabe para la tos. Yo saqué las herramientas que dejó mi padre cuando nos abandonó y le arreglé la llave que aún seguía goteando. Cuando ya era de noche, me acosté bajo las frazadas de su cama mientras Lisandro dormía en el sillón. Ella llegó al amanecer, se sacó la correa y nos castigó un poco. Al nal, hervimos agua para que se tomara un té, le hicimos un pan con mantequilla, nos dio un beso en la boca y se acostó a dormir.
Bájate los pantalones y te traigo el desayuno a la cama. Dame más de eso, pero desde tu boca. ¿Se consiguieron el auto? ¿Y si nos vas a buscar al liceo y nos vamos a tomar al río, bajo la línea del tren? Besito de buenas noches, canción de cuna. Cómete un durazno y dame un beso con lengua, por favor, Sandra. Mordida de buenos días. ¿Te gustan las películas de ciencia cción? Danos una semana más, por favor. Sin auto no hay más lengua. Soñé que el río Loa se secaba, pero después renacía, la corriente ya no llevaba agua, llevaba cerveza. ¿Por qué no quieren volver a sus casas? ¿Y si nos acompañas a la esta de graduación? Váyanse de aquí, pendejos alumbrados. Por favor, una vez más. ¿Si alguien dice que Calama es la ciudad más fea de Chile, puedo pegarle un combo en el hocico? No me dejes. ¿Cómo te gustaría morir? Tienes que amarrarte a las cañerías antes de probar esto. Sin auto no hay más pajas, niños. Este país es un pedazo de tierra no más. ¿Te gustan las películas de terror? Estamos enamorados de ti, cómo mierda tenemos que decírtelo. ¿Por qué les gusta tanto el drama? Si no me das el último sorbo, te duermes sola hoy. Este es un pedazo de tierra visto por los ojos borrosos de un minero. Un minero recién pagado, borracho y sin saber qué hacer con la plata que gana. ¿Te gusta el fuego? Si no hay auto esto se acaba, niños. ¿Quieres un autógrafo del Ligua Puebla? Ayer soñé que hacíamos un búnker y resistíamos el n del mundo. ¿Con qué mezclamos la morfina? ¿Con qué mezclamos el helado de lúcuma? ¿Me cortas el pelo? Ustedes podrían ser mis hijos. Nosotros podríamos ser tus padres. ¿Te gustan las películas de autor? Toma, diez gramos y desaparecemos. ¿Cómo puedo comer, cómo puedo escribir, Sandra? Planchemos la ropa. Mentirosa, no te creo que estuviste en la cárcel. Recojamos frutas en la feria, juguemos Nintendo, compremos bombitas de agua. Quiero leerte un cuento. Te quiero tanto, Sandra. ¿De dónde sacaste esto? Es la última, te lo prometo. Quiero abrazarte en silencio y bailar un lento contigo. ¿Por qué viniste a Calama? ¿Qué dicen sus padres? ¿Por qué le tomas la mano a él y no a mí? Muele, inhala y aguanta la respiración. Muéstranos una foto de ella, por favor. Déjala ir mejor. ¿Cómo aman los mineros, Sandra? No eyaculen adentro, pendejos hueones. Quédate con nosotros. Eres muy mala, Sandra. Dame un poco de agua, por favor. Juguemos a las escondidas. ¿Tú no eres como las esposas de los mineros, cierto? Báilanos o te denunciamos al Sename. Soy la mejor madre, por eso no vivo con ella. Dame más de eso. No me manchen el colchón, por favor. ¿Te gustan las películas chilenas? No vayas a trabajar hoy, deja que los mineros te extrañen. No puedo, están recién pagados. Dame un trozo de durazno desde tu boca. Tu hija tiene ojos de coyote, ¿sabías? ¿Nademos en el río Loa? Dame un beso con lengua o voy a la tele y digo que nos secuestraste. Lávenme la ropa o llamo a los pacos y les digo que entraron a robar. Dúchate conmigo y te regalo una planta. Vamos a estar juntos para siempre. ¿Diez años tiene tu hija ojos de coyote? Dame agua desde tu boca. ¿Te llegó la regla? Solo quiero verla por última vez. Hoy volvemos con auto, Sandra. Te lo prometo.
Enciendo el fuego de la cocina y me hago un pan con mantequilla. Lisandro hace la cama y Sandra entra al baño a fumar. Se sienta en el borde de la tina. Recuerdo la pequeña ventana y una cortina de baño transparente. La luz del amanecer sobre su cuerpo y el humo ahí. La recuerdo acostada sobre un colchón en ese baño con los ojos hermosos y terribles como su hija. La recuerdo pensando en ella, en la niña de los ojos de coyote.
Nos detenemos en el servicentro antes de salir de la ciudad. Encuentro el punto ciego donde la mirada del guardia no llega. Mientras Lisandro y Sandra intentan robar un diario de vida para la niña ojos de coyote, yo me robo una máscara de plástico para jugar en el viaje. Ellos no lo consiguen. Saco la cabeza y siento cómo el viento me golpea tras esa otra piel, tras esa boca roja; siento el olor de Sandra desparramado por el automóvil. Uno, dos, tres segundos antes del impacto solo uno de nosotros gritó. Recuerdo mis ojos con sangre y una mano, una mano que se contrae y rasguña, golpea, quiebra un vidrio y de pronto se queda inmóvil en el suelo. Un ojo rojo y las estrellas. Un cuerpo eyectado. Una mano en el desierto de Atacama. Sandra. Un pecho sobre el volante. Cables de alta tensión en cortocircuito por mis brazos. Manos sintiendo la temperatura del pavimento del norte de Chile. ¿Qué hiciste, Lisandro? Aire caliente que parece agua hirviendo sobre las carreteras. Arterias o ríos que se desbordan y sus brazos de chilena sobre el suelo. Pelo entre la tierra. Saliva. Lisandro. Sandra. Ojo rojo que imprime las últimas fotografías de un rollo vencido. El asfalto cubre el desierto. El metal abollado lo cubre a él. Las estrellas la cubren a ella. La sangre me cubre a mí. Pienso en los bordes de ese sobre con su nombre cubierto con la saliva de ambos. Amanece y la camanchaca nos cubre a todos.
Después del proceso judicial dejamos de vernos. Ninguno de los dos fue al funeral y el tiempo siguió su curso. Solo me quedé con «El verano más caluroso de la historia», uno de los cuentos que Lisandro escribió en la casa de Sandra. A veces lo leo y lo reescribo mentalmente. Hace algunos años me dijeron que Lisandro se había subido a un poste de luz y que los bomberos tuvieron que bajarlo; él dijo que quería escuchar cómo sonaba la corriente. Supe que años después se fue a estudiar a Santiago, pero tras unos meses dejó de ir a clases. Solo tomaba, iba a leer a una biblioteca cercana al metro Cal y Canto o pasaba las horas caminando por el puente de calle Huérfanos, cerca de la pieza que arrendaba en el metro Santa Ana. Miraba a las personas que entraban al Registro Civil, los fotógrafos tamaño carné, los deportistas que madrugaban o los vagones del metro perdiéndose con la luz de la tarde. Fue a todas las marchas estudiantiles que se hicieron. A veces iba a los bares y bebía con desconocidos para decirles que era de Calama, una palabra que le daba poderes especiales, porque haber nacido y crecido aquí lo hacían sentir el tipo más poderoso del mundo, aunque lo miraran como si viniera de un basurero. Era un pasaporte para no tenerle miedo a nada, pero la dueña de la pensión llamó a sus padres y tuvieron que ir a buscarlo antes de que terminara el año.
Él baja la velocidad y se arrima al borde de la carretera. Quiero contarle tantas cosas pero vemos la marca sobre el asfalto. Es difícil creer que sean las huellas de esa misma noche y que hayan durado tantos años en el piso. Pienso a ratos que voy a encontrar esa máscara de la boca roja que me robé en el servicentro. Junto a nosotros pasa un automóvil que se acerca al cruce para desviarse a Tocopilla. En su techo flamea un plástico celeste que filtra el sol del atardecer. Me gustaría tener la cámara en mis manos para capturar esa imagen. Lisandro detiene el motor y nos quedamos sin decir nada. Me quedo al interior del auto. Lisandro se baja y camina con lentitud. Sabe que aquí sucedió todo. Lo veo recogiendo un pedazo de vidrio mientras el viento juega con su ropa. El sol se refleja en el vidrio. Él refleja parte de la luz e ilumina el pavimento.
Tenemos hambre pero seguimos hasta la casa de la niña ojos de coyote. Lisandro se asegura de que es la dirección correcta y nos detenemos algunos metros antes de llegar. Esperamos por horas. Me quedo dormido varias veces con la botella en la mano. Lisandro me dice que, desde el acci- dente, todos los años le envía un regalo para su cumpleaños. También me dice que él cree que, cuando murió Sandra, ella estaba embarazada, que él o yo podríamos haber sido padres. Yo no le creo, ella me lo hubiera dicho. Me vuelvo a quedar dormido, sueño con el rostro de mi abuelo y con un zorro de cobre; el regalo que mi padre me dejó bajo la almohada antes de irse, cuando cumplí siete años.
Lisandro me despierta y la vemos salir junto a un anciano. Dice que se parece mucho a Sandra, pero no es- toy de acuerdo. Adolescente ojos de coyote; ojos hermosos y terribles. Tiene el pelo teñido de rojo y viste shorts de mezclilla. Él abre la puerta del automóvil aunque solo baja los pies. La calle aún tiene barro seco acumulado que dejó el último aluvión. Lisandro presiona la tierra suelta que se escapa por el aire. Quiero decirle que esa es una gran imagen; la tierra nos sigue a todas partes. La adolescente se aleja junto al anciano. Lisandro entra al automóvil pero no cierra la puerta, me dice que tal vez hubiera sido un buen padre. Cierro la botella y ya no vuelvo a tomar. Lisandro enciende el motor del automóvil. Cuando está a punto de presionar el acelerador, y mientras la luz del atardecer lentamente nos cubre a todos, le pregunto si recuerda la última película que vimos juntos, en el Cine Municipal de Calama, ese último verano.
Fernando Jopia
Veo un tatuaje de carreteras sobre el desierto. Veo la som- bra de las nubes sobre la tierra. Imagino una turbina consumida por el fuego con todo el viento a su favor. De pronto escucho la voz aguda de alguien que me habla. Mi compañero de asiento que viene desde Santiago me hace varias preguntas. Después de un rato le digo que si quiere trabajar en Australia debe cuidarse la espalda y buscar bien; es mejor sacar frutas como naranjas desde los árboles que tomates del suelo. Ni yo ni mi madre lo supimos desde el principio y eso nos pasó la cuenta.
Se abren las pantallas donde reproducen una serie inglesa de humor silencioso que no me hace reír. Él se duerme y no volvemos a hablar en todo el viaje. Me aburro y desbloqueo mi celular, veo las fotografías que tomé durante el año, me quedo dormido mirando una pista de patinaje sobre hielo descongelada por el calor. Tras dos minutos mi celular se vuelve a bloquear. Cuando sobrevolamos un parque eólico en las afueras de Calama, el piloto anuncia que estamos prontos a aterrizar. A lo lejos un bloque de humo asciende desde la mina de Chuquicamata.
Era la primera vez que hablaba con la nueva mujer de mi papá. No me dijo muchas cosas, lo justo y necesario para entender la noticia, tal vez porque yo fui algo cortante y ella se puso nerviosa. Le dije que no podía viajar de inmediato pero que apenas pudiera lo haría. Tras varios días recordé la voz y el silbido de una niña que se escuchaba al fondo, creo que al final de un pasillo o en una sala grande que producía reverberación. A mi padre no lo veo desde que me fui con mi mamá a trabajar a otro continente. Nos borramos del mapa, no llamamos a nadie. Él dejó de ser mi padre y yo su hijo. Mi madre tardó meses en recuperarse de lo que él le provocó.
Bajo por la loza del aeropuerto del Loa, me detengo un momento y con mi cuerpo resisto el viento que intenta llevarme hacia el desierto. Espero mi pequeña maleta de equipaje y tomo un taxi. Veo el rostro de las personas que pasan a mi alrededor, no logro reconocer a nadie.
En el camino a la ciudad, vuelvo a ver la sombra de las nubes sobre la tierra. Las aguas del río Loa a punto de rebalsar las compuertas que lo contienen; tal vez me encuentre con los únicos días de lluvia del año.
Pienso en la voz de esa niña a lo lejos al hablar por teléfono con la mujer de mi padre. Trato de ponerle algún nombre, desbloqueo mi celular, veo mi agenda telefónica, pero no encuentro nada que se corresponda a esa voz.
Arriendo una habitación en una residencial en la calle Sotomayor. Me acuesto sobre el cobertor con diseños orales en una cama de plaza y media. Flecto las rodillas para que los músculos de mi espalda se elonguen. Respiro profundo. Giro las caderas en ambos sentidos y el dolor se va. Me quedo dormido mientras a lo lejos escucho la voz de un hombre, con acento colombiano, que canta una canción que no reconozco, pero me gusta.
Recibo varias llamadas: de mi madre, de la nueva mujer de mi padre y de un número desconocido. No contesto ninguna. Los dulces de frambuesa que me dieron en el avión me irritan la lengua, pero sigo buscando su sabor. Estoy cansado de viajar y mientras intento tomar la decisión de levantarme me quedo dormido; sueño con el aire encerrado al interior de una bolsa de plástico celeste que vuela por el desierto.
Suena nuevamente el celular y esta vez decido apagarlo. Enciendo mi notebook y reviso si alguna película se alcanzó a bajar. Busco los subtítulos. Los descargo y los pruebo. Están corridos por algunos segundos, las palabras aparecen cuando los personajes guardan silencio. Los dejó así y veo los primeros diez minutos de la película, deslizo la barra de tiempo hacia cualquier lugar; padre e hijo recorren las calles de Taipéi.
Reviso mi correo electrónico y busco una dirección en Google. Ingreso al mapa y voy a la sección satelital. Hago un zoom. Veo la sombra que un puente proyecta sobre la espuma del río Loa, donde me bañaba todos los veranos cuando era niño. Veo las líneas del tren que hacían temblar la casa de mis abuelos los domingos, mientras veíamos La isla de la fantasía, después de recoger pedazos de paredes demolidas entre la maleza y usarlas como tiza; dibujos de nuestros cuerpos sobre el poco asfalto que quedaba sobre la tierra. Veo la distancia que recorrimos con mis amigos a la esta religiosa de Ayquina. Me pregunto para qué caminamos tanto desierto si no creíamos en dios ni en la virgen. A veces pienso que era para probar la resistencia: de nuestras piernas, de nuestra amistad, de nuestra tolerancia al alcohol, de nuestra soledad enfrentada a la naturaleza. Veo la casa del exmilitar que, según algunos vecinos, había sido parte de la Caravana de la Muerte. Veo la cancha de fútbol donde me agarré a combos en el hocico por primera vez cuando me gritaron huacho, la misma cancha donde Andrés Wood nos formó como milicos para buscar niños morenos que protagonizaran su película Historias de fútbol. Reconozco la casa donde vivían las hermanas Carrizo y la esquina de las calles Alpaca con Paula Jaraquemada, donde vi la reconstitución de escena del asesinato de un vecino. Veo mi escuela y las paredes que trepábamos para fugarnos e ir a jugar a un pool que quedaba sobre un restaurante chino en calle Vargas con Abaroa. Ahí está la casa del Lokoto, cine de terror a quinientos pesos durante el día y toples durante la noche. También aparece el estadio de fútbol donde vi salir campeón a Cobreloa el año 92. Veo la esquina, cerca de la plaza, donde conocí a la mujer de la que enamoré por primera vez y que aún no puedo olvidar.
Aparece el monolito de Topáter donde hubo un combate de la guerra del Pací co y donde mi madre me enseñó a andar en bicicleta. Miro el camino que hay entre la ciudad y la cascada del río Loa. Veo el lugar donde mi padre, en una visita dominical, me enseñó que las cosas más importantes de la vida se hablan compartiendo al menos un litro de cerveza. Allí también me enseñó a silbar. Voy al otro lado del mapa y busco el lugar exacto donde encontraron el cuerpo de mi padre. Solo hay diferentes tonalidades de color café y carreteras que parecen, otra vez, un tatuaje sobre el desierto. Lo marco con un clip virtual. Hago clic en guardar. Título: «La muerte de mi padre». Dejo vacía la descripción. Hago un ticket en la opción público. (Comparte con todo el mundo. Este mapa se publicará en los resultados de las búsquedas y en los per les de los usuarios). Finalizar, me pregunta. Hago clic ahí.
Me acuesto y vuelvo a realizar los ejercicios para mi espalda; respiro profundo. Enciendo mi celular y llamo por teléfono a la mujer de mi padre, que se demora en contestar. Me da con anza, incluso creo que al escuchar mi voz sonríe. Nos ponemos de acuerdo y me voy caminando hasta su casa. Unas gotas de lluvia me mojan la cara y trato de alcanzar algunas para aplacar la sed. Me paso las manos por el pelo y por la cara. A lo lejos veo a un grupo de niños que pedalean en sus bicicletas a toda velocidad bajo la lluvia, que ahora cae con más fuerza.
Al llegar veo a esa niña jugando fútbol en un PlaySta- tion en medio del living repleto de plantas y enredaderas. Me mira y me saluda de reojo como si me conociera desde siempre. Julia, la mujer de mi padre, me abraza y creo que yo también lo hago. En el oído me susurra que me parezco mucho a él. Me siento antes de que ella lo ofrezca. Me invita a pasar a la pieza de mi padre donde él componía huesos. Dice que allí están las libretas de apuntes y el computador en el que escribía. Demoro la respuesta y hago un gesto cínico de a rmación, mientras le pido un vaso de agua.
La veo jamente mientras Julia camina por un largo pasillo en penumbra. Pienso que tal vez esa niña conoce a mi papá más de lo que yo pude hacerlo en años. Me acerco y veo cómo uno de sus laterales lleva la pelota a toda velo- cidad. Tiene su mirada y no necesito saber su apellido. Le pregunto si lo extraña, ella me dice que sí, que lo extraña mucho. No me mira y hace un gesto de esfuerzo mientras intenta disparar al arco. Ahora ella me pregunta si yo lo extraño. Guardo silencio y después de un rato le digo que sí, mucho, aunque de una manera diferente. Pienso en cómo explicarle que, cuando pensamos en él, ambos visualizamos a un hombre corpulento, terco, de un pelo cano precoz y una voz ronca que nunca pasaba desapercibida, pero que en el fondo ella y yo conocimos a dos padres diferentes. Al nal no le digo nada, tal vez cuando crezca lo pueda entender. No, mentira. Le quiero preguntar si él le alcanzó a enseñar a silbar y cómo se habla de las cosas importantes de la vida, pero solo le pregunto si le gusta jugar al fútbol. Ella me dice que no, que es muy mala y que siempre la dejan al arco. Mi hermana vuelve al ataque y dispara. Me mira a los ojos y ambos celebramos el gol.
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