Kitabı oku: «Del feudalismo al capitalismo», sayfa 2

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El énfasis en el pronombre posesivo manifiesta el carácter de la objetivación. Es un desprendimiento natural de la sociología interpretativa de Weber, y de la escuela kantiana de Heidelberg, que, rechazando las generalizaciones objetivas del positivismo, encuentra en la comprensión (Verstehen) de los comportamientos humanos el origen y la explicación causal de los fenómenos sociales. Aunque Weber fue una autoridad influyente, la densidad de sus escritos, incrementada con el tiempo hasta opacar su contenido, permite pensar que en la transmisión del criterio participaron otros autores como Durkheim, Parsons o Malinowski, sin descartar a figuras políticas de la socialdemocracia como Bernstein. Con estas diferentes versiones kantianas se explicaría satisfactoriamente la influencia, tan extendida, del sistema hasta la actualidad.

Weber ignora, con estos presupuestos, el problema de la objetivación.[8] Para los seguidores del paradigma, la objetivación es, a lo sumo, el resultado inmediato de una acción típica ideal. En Anderson, por ejemplo, la esencia está afectada por una doble subjetividad, en tanto modelo construido y en tanto ese modelo expresa inmediatamente la intencionalidad del agente. Wallerstein comparte el mismo principio epistemológico. Su economía-mundo es la sumatoria de la racionalidad de cada homo economicus que evalúa, a partir de costes y beneficios, las opciones más convenientes. Para Brenner, nada llevaba a romper la lógica cerrada de reproducción del feudalismo; se necesitó la elección racional de determinados agentes no feudales, compelidos a resolver su existencia económica, para organizar un sistema competitivo y especializado de reinversión y crecimiento. Esto fue un logro exclusivo de los yeomen ingleses que anularon la antigua lógica «chayanoviana» de subsistencia (con ello arrastraron a la gentry, que pasaba a obtener parte de la plusvalía como renta del suelo, a su transformación en empresarios capitalistas). En el polo opuesto, los campesinos franceses, casi propietarios, y no sometidos a las mismas presiones, permanecieron en una cómoda y pobre inmovilidad.

En su identidad con la teoría general que describimos, Brenner introduce un matiz diferente con relación a Weber, en lo que se refiere a la formación del capitalismo agrario, aunque no en lo que hace a la formación del estado, que brota, igual que para Anderson, directamente de la acción intencionada (ver, además de lo citado, Brenner, 1996). En el nivel económico, los individuos que deben enfrentar dificultades, y que por ello racionalizan su actividad, ponen en marcha de manera involuntaria una lógica capitalista de crecimiento autosostenido. El capitalismo, en consecuencia, se origina por la acción racional como situación dada, no como situación racionalmente buscada, como una consecuencia no intencionada de la acción de actores individuales precapitalistas (Brenner, 2001). Es por ello que el origen del capitalismo tiene, para Brenner, una dimensión contingente que explica la singularidad inglesa de su esquema. En ese rasgo accidental se inhibe captar el doble movimiento de reproducción y transformación de la estructura.

El modelo del sentido de la acción social nunca se confunde con la realidad; más bien mide el grado de desviación que tiene la realidad con respecto al modelo. Y la desviación puede ser absoluta.[9] Por ejemplo, la economía-mundo de Wallerstein se fundamenta en el desarrollo de los países que exportan manufacturas y el subdesarrollo de los exportadores de materias primas. De acuerdo con el esquema, que establece la taxonomía económica universal, las naciones escandinavas, Canadá o Australia, productores «desarrollados» de bienes primarios, sólo pueden ser entendidos como anomalías. Es el problema de la anomalía lo que justamente interesa, pero antes de considerarlo, veamos un aspecto adicional sobre estas posiciones.

Esta elaboración posiblemente sorprenda al lector que ha retenido una clasificación convencional del conocido debate entre Thompson (que defiende la perspectiva de la subjetividad) y Anderson (supuestamente estructuralista, en el sentido de que reduciría al individuo a mero portador de la estructura).[10] Al respecto, notemos que si bien Anderson rehuye tratar experiencias culturales, como sí lo hizo Thompson, sólo ocasionalmente incurrió en un estructuralismo rígido, y ante el surgimiento del estado absolutista privilegia la acción social (y esto no excluye al determinismo): las coacciones socioeconómicas y sociopolíticas a las que era sometida la nobleza motivaron, según su criterio, la elección racional por el estado. Para que esta maniobra se manifieste en su integridad, sin interferencias, prescinde de un desenvolvimiento social que se había efectivizado desde mediados del siglo XII, y se intensificó durante el XIII, como se trata de exponer en el citado capítulo sobre el tema, con referencia a situaciones específicas.

Este reparo, sobre la insuficiencia analítica de la objetividad que exhiben los autores considerados, no implica negar la eficacia de la conciencia o de la actividad social en la creación de nuevas condiciones.[11] Significa, sí, tener en cuenta que la evolución estructural no es ni un resultado inmediato de la acción (racional o reactiva en términos de Weber; buscada o no intencionada, en términos de Brenner) ni constituye tampoco un mero contexto de la acción. Es, por el contrario, condicionante de prácticas que, en su resultado, dan nuevos estadios de objetividad, que no se desprenden exactamente de los proyectos, a su vez alterados por condiciones heredadas, y ante esos nuevos estadios de objetividad los individuos se imponen renovadas estrategias para operar. Esta dialéctica presupone que la acción, sometida a innumerables mediaciones, sólo es estructurante de manera contradictoria; el resultado nunca refleja plenamente un sentido prefijado. La acción social misma no tolera más que una definición plural, y la racionalidad del todo sólo puede intuirse como efecto de la interconexión de racionalidades sectoriales actuando sobre condiciones imperantes. La magnitud del problema manifiesta la limitación más evidente que la ortodoxia liberal nunca superó: el salto de la lógica individual a la lógica de la totalidad.

En suma, ese demiurgo sociológico, que es la conducta en distintos rangos de individualidad, desconoce una objetivación en devenir autónoma, es decir, que obtuvo un movimiento propio e independiente de la voluntad. Su aprehensión racional excluye tanto el esquema como la mezcla caótica de datos.

De lo expuesto, se desprende que en la tradición kantiana el modelo rige la representación, al mismo tiempo que determina toda su arquitectura. Constituye el sujeto (que en general se retiene en la lectura) del cual la diversidad es sólo su predicado, y en esto se sitúa la verdadera diferencia de Anderson con respecto a Thompson, que enhebra su representación como una cadena de situaciones reales culturalmente reveladoras. Thompson, al igual que Hilton o Hobsbawm, comparte el punto de partida de Marx.

Para Marx, el objeto no se deduce del pensamiento; por el contrario, es el pensamiento el que se deduce del objeto. Su rechazo a toda abstracción separada de la historia real, otorgándole al esquema el modesto papel de ordenamiento provisorio de los datos, su aversión a la filosofía de la historia y a las recetas generales, su convencimiento de que la observación debía mostrar, sin especulación, el nexo existente entre organización social y producción, y, finalmente, su concepto del concreto pensado como síntesis de múltiples determinaciones, son cuestiones conocidas. El conocimiento era, para Marx, aprehender el desarrollo contradictorio del ser, y por lo tanto, en antítesis con la dialéctica trascendental de Kant, la dialéctica del pensamiento era captar la dialéctica del ser. Ningún sistema conceptual apriorístico debería interponerse entre el investigador y el objeto, que debe ser captado, como diría Lukács, en su misma facticidad. Marx, confesando polémicamente su método, es taxativo:

... Ante todo, yo no parto de «conceptos», ni por lo tanto del «concepto de valor»... De donde yo parto es de la forma social más simple en que se presenta el producto del trabajo en la sociedad actual, y esta forma es la «mercancía»... (Marx, 1981, p. 176).

Sigue así el camino indicado por Hegel para sortear el abismo que entre sujeto y objeto dejaba abierto la filosofía de Kant (ver Marcuse, 1983). Pero también, Marx descubre que las formas sociales no se originan en la evolución general del espíritu, como creía Hegel, sino en las condiciones materiales de existencia humana. La proposición se complementa, entonces, con la inversión materialista del objeto y el confesado distanciamiento de Hegel. En el prólogo a la segunda edición de El Capital, afirma que su método dialéctico no sólo difiere en su base del método hegeliano, sino que es su contrario directo (ihr direktes Gegenteil). Para Hegel, el proceso del pensamiento es el demiurgo de la realidad, siendo la realidad una mera forma fenoménica de la idea. En cambio, para Marx, la idea es el movimiento material transpuesto en el cerebro humano (Bei mir ist umgekehrt das Ideelle nichts andres als das im Menschenkopf umgesetzte und überstezte Materielle) (Marx, 1976, p. 27).

En este preciso momento, Marx se encuentra con la tradición erudita de los historiadores, que el positivismo recoge. La fórmula de Leopold von Ranke, de «comprender cómo han sucedido verdaderamente las cosas» (Wie es eigentlich gewesen), ha sido muy mal usada, pero está lejos de ser una aspiración equivocada, aun cuando jamás se concrete. No dejaremos de agradecer el aporte que los humanistas hicieron al conocimiento de la realidad histórica. Con su crítica textual, desarrollada por los estudios de ortografía, gramática, retórica latina, mitología o inscripciones, inauguraban la prehistoria de la historia científica. En su ausencia, la misma imagen ideológica de la materia que aquí tratamos, ya sea la bucólica Edad Media del Romanticismo o la Edad Media oscura del Iluminismo, seguiría reinando imperturbable. El largo itinerario de la erudición para establecer los hechos debe ser rehabilitado sin turbaciones. Esto rememora algunas de las dificultades que presupone la observación misma, sin hablar de establecer correlaciones racionales entre distintos fenómenos.

En todo esto, consideramos la mejor de las opciones para acceder a los hechos, que es el contacto directo con las fuentes. Otra forma de llegar a los datos es el uso de estudios secundarios. Si bien esta segunda forma transforma al historiador en dependiente de la perspicacia de otro, la prioridad del nivel fáctico no tiene por qué perderse. Maurice Dobb, economista que tanta influencia ha ejercido en el tema de este libro, se aprovechó de este recurso para sus estudios sobre el desarrollo del capitalismo (Dobb 1975). La superioridad que, no obstante, en la interpretación puede adquirirse gracias a un control de fuentes primarias, se muestra en su plenitud cuando el conocimiento así obtenido condiciona toda una elaboración. Por ejemplo, los documentos de ciertas aldeas europeas, entre 1300 y 1600, aproximadamente, exhiben los momentos iniciales de la producción de valores de cambio. La imagen del nacimiento del capitalismo, anclada en los vagabundos, tal como Marx veía el proceso a través de la documentación general inglesa, debe ser permutada entonces por otra que conduce a la polarización social de las comunidades campesinas y excluye al marginado absoluto. Es éste el problema que se trata en el capítulo 5.

Esta última referencia nos recuerda que El Capital, una obra proverbialmente considerada como excesivamente abstracta, se apoya en plurales informaciones históricas y sociológicas obtenidas directamente de informes múltiples. Este hecho transforma la visión media sobre una supuesta naturaleza invariablemente especulativa de la práctica teórica. Para Marx, la elaboración de teoría tuvo como un supuesto estudios empíricos, tal como se nos revela cuando nos asomamos a su laboratorio de trabajo. Honró su convicción acerca de que no existía otra ciencia más que la historia con anotaciones de datos cronológicamente ordenados con severo detallismo (esto recuerda, de paso, que el fundamento para establecer el tiempo no continuo de la historia está en determinar su tiempo continuo) (ver Rubel, 1970).

En estos aspectos se dirimen paralelismos y oposiciones metodológicas. Los hechos, lejos de ser el camposanto donde el positivista entierra su inteligencia, eran, para Marx, el abono natural de su desenvolvimiento.

Avanzar más allá del positivismo es un asunto delicado. Debería ponerse todo el esmero en comprender la necesidad de «superar» sus limitaciones en el alcance que Hegel daba a la palabra aufhebet, es decir, mediante la negación relativa, o la preservación relativa de las cualidades que se superan. Incluso, la negación categórica del positivismo puede constituir un formalismo que lleve a la inopinada reposición de sus premisas. La virulenta reacción de la escuela de Heildelberg contra el objetivismo, plasmada en metas programáticas, sin mediaciones, como denegación absoluta, no se sobrepuso al empirismo sociológico. En este sentido, es un matiz muy distinto lo que separa a Marx del positivismo, cuando resguarda su base positiva mediante un análisis circunscrito destinado a resolver el enigma del funcionamiento social. El procedimiento abstractivo es la herramienta de ese examen, estableciéndose en este punto una separación profunda con respecto a los sistemas que consideramos. Para el positivismo, la teoría es la oportunidad de la especulación incontrolada y liberada de todo control fáctico. De manera inevitable, la crítica más rigurosa se diluye en conjeturas sin crítica; se evidencia esta carencia en nociones como el ser nacional. La abstracción paulatina aspira a resolver el paso que el positivismo nunca logró dar para llegar a la esencia. En suma, Marx plantea una diferencia pronunciada con respecto al positivismo, al esencialismo kantiano y a la teoría por generalización de casos de Weber.[12]

En la medida en que el estudio se concentre sobre el funcionamiento de una sociedad sin interposiciones preconcebidas, es decir, desestimando una generalización construida por la reunión de elementos comunes, la singularidad del objeto, la «anomalía», que el tipo ideal descarta, pasa a ocupar el centro del escenario.

Las consecuencias de ese desarrollo problemático son incalculables de manera apriorística, y establecen las condiciones para reformular cualquier esquema. Esto se contempla con claridad meridiana en el ejemplo citado sobre las irregularidades de la economía mundo: si se despliegan las consecuencias teóricas que nos brindan los países desarrollados productores de materias primas, surgen de manera encadenada conceptos que, esclareciendo la producción capitalista (disciplina de los precios, ley del valor mercantil a escala mundial, tendencia a la igualación de la tasa de ganancia entre diferentes ramas de la producción, etc.), imponen la crítica al esquema recibido en la teoría de la dependencia. El exclusivo recaudo para estimar la singularidad de manera indubitable estriba en la sujeción al objeto real; la construcción del modelo, en cambio, ofrece, con sus imprecisas y caprichosas alternativas de elección, la posibilidad cierta de anularla. La búsqueda de esa peculiaridad es un criterio que se desprende de estas consideraciones y rige el tratamiento de los temas de este libro, desde los caballeros villanos hasta la inserción de Castilla en los flujos económicos externos.

Advertirá ahora el lector que no fue ocioso recorrer la cuestión epistemológica que sigue dividiendo el estudio del pasado, y que incluso aísla a los investigadores en reductos sin comunicación mutua. De alguna manera, los estudios que aquí se ofrecen pueden ser contemplados, desde esta perspectiva, como un diálogo medievalista entre los padres fundadores de las ciencias sociales. Si, como creo que ha quedado explícito, mis inclinaciones son definidas hacia Marx, el aporte de Weber no ha dejado de admitirse en muchos aspectos particulares de los estudios de este libro, desde el concepto de estamento hasta el de expropiación política de la nobleza por la burguesía. La distancia crítica no impide la recepción de proposiciones, y este aspecto atañe a cuestiones expositivas.

ACERCA DE LA EXPOSICIÓN

El franco compromiso con la interpretación y el método presupone una representación combinada de análisis histórico y análisis de teorías recibidas. No se toman estos dos abordajes como momentos separados de la investigación sino como una práctica única y complementaria. Dilucidar el problema que esconde la obra examinada es, también, resolver el problema que esconde el objeto que atrajo nuestra atención.

En estas condiciones, la controversia se torna inevitable. No es un desprendimiento secundario, o accidental, del examen fáctico sino la sustancia de un pensamiento que se desenvuelve, como un diálogo platónico, por oposiciones. Cuando en la antinomia se halla la riqueza de un contenido, la disidencia enriquece. Cada quaestio es, pues, una potencial disputatio.

Con la refutación aparece el peligro de confundir crítica con descalificación. Esta última, la descalificación, sólo se disculpa cuando la indigencia del juicio se recubre de soberbia. No es el caso de este libro. Aquí sólo se disputan cuestiones con investigadores cuya labor infunde respeto, y, como hicieron los escolásticos, las soluciones se encuentran en el exclusivo plano argumental.

No creo que los estudios que aquí se presentan estén destinados a un ateneo de iniciados. La experiencia que realicé como docente en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo de Buenos Aires me reveló que la historia de la Edad Media está al alcance de todo el que desea comprender el presente. Y con deseos de transformarlo. Cada intervención en las ciencias sociales tiene una inevitable carga política.

ACERCA DEL PASADO Y DEL PRESENTE

Mis orientaciones son definidas: trato de afrontar una compresión crítica, que no es sinónimo de retórica condenatoria. Ese entendimiento está contenido en el estudio de cuestiones sustanciales del proceso histórico, el único abordaje que permite disolver la forma aparencial inmutable del marco de nuestra existencia. Es el procedimiento que también revela la posibilidad de transformación implícita en la estructura, con lo cual la crítica adquiere una connotación revulsiva para el estado de cosas. Incluye no detenerse ante ningún corolario que surge de la indagación, lo que es en general molesto para los que militan preservando el sistema. Pero también suele inquietar a quienes lo enfrentan cuando ese comportamiento intelectual afecta a alguna ortodoxia.

La investigación, guiada por este principio, adquiere un movimiento propio que, en estos estudios, condujo a revisar ciertos postulados de Marx con referencia a la génesis del capitalismo. El sistema teórico que apoya los presentes trabajos ha pasado, entonces, a ser objetado en cuestiones que se incorporaron a la tradición del materialismo histórico. En este procedimiento está el presupuesto para construir el pensamiento marxista (una construcción permanente, como dijera ese extraordinario historiador que fue Pierre Vilar). Es a su vez una condición para reformular un proyecto de acción que incluya no sólo socializar los medios de producción (lo que se llevó a cabo en el socialismo real), sino también la disolución del estado burocrático policial para conquistar el reino de la libertad (la tarea que raras veces se intentó). Esta confesión, que mezcla el trabajo con aspiraciones políticas, se justifica en el nexo orgánico que une la inquietud práctica de un ciudadano con la práctica cotidiana del historiador.

Ese vínculo rigió, con prescindencia de posiciones específicas, las existencias de Claudio Sánchez Albornoz, José Luis Romero y Reyna Pastor. Estos nombres, que un medievalista argentino menciona con gratitud, evocan también una ética que se desarrolló, para decirlo en sentido kantiano, con independencia del deseo o de la necesidad. El coste fueron exilios o largas proscripciones académicas. Cuando el utilitarismo nos invade, rescatar ese criterio es una exigencia de la vida moral que sólo obedece a la más pura convicción.

[1] Los historiadores se han concentrado en el estudio del textil y en este libro se recoge esta herencia. Si bien esta atención se justifica por la importancia de esta actividad en la evolución económica, ello no significa que haya sido el único ámbito en el que se encuentran anticipaciones capitalistas. Por ejemplo, la producción de manuscritos fue organizada en la Baja Edad Media por empresarios que pagaban por pieza a sus copistas. Lo mismo pasó cuando las obras de arte comenzaron a reproducirse en serie para obtener ganancias monetarias (ver Burke, 1993).

[2] Si se enfoca el problema en términos exclusivamente cuantitativos se omite que sin ese estadio de manufacturas rurales hubiera sido inexplicable, por ejemplo, la máquina de tejido de punto que apareció a mediados del siglo XVII, compuesta por unas 2.000 piezas hechas por herreros, y que proporcionaba entre 1.000 y 1.500 lanzadas por minuto. Esta última cifra, comparada con las 100 del trabajador manual, da cuenta de la magnitud del cambio. No es menos importante denotar que la organización de los capitalistas propietarios del instrumento, en 1657, sólo se explica por el proceso previo de acumulación de capital (ver Dobb, 1975, pp. 179 y ss.), Esto no niega que la producción fabril de artículos textiles fue excepcional hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

[3] Esto no significa ignorar que desde 1843 a 1871, por lo menos, Marx realizó penetrantes consideraciones sobre el estado, en referencia a la filosofía de Hegel, a la génesis del capitalismo o a la guerra civil en Francia.

[4] Por ejemplo, homologa al burócrata del antiguo Egipto con el de su época o el carisma del franciscano con el de un líder moderno. Esta carencia se dio a pesar de que, para Weber, la clase burguesa nacional surgió de la coalición del estado con el capital.

[5]La base de estas consideraciones está en primer lugar en la obra fundamental de Weber, Economía y Sociedad, en especial en su primera parte, donde explicita el procedimiento que lo lleva a elaborar sus tipos ideales (Weber, 1987). Se corrobora en la totalidad del trabajo. De la mucha bibliografía sobre este tema, destaco los aportes de Lewis, 1981; Lukács, 1969; Marcuse, 1983. Sigo estas elaboraciones en lo que respecta a la epistemología kantiana.

[6] Para el ambiente intelectual de Weber, ver Honigsheim, 1977. Sobre su precoz conocimiento de Kant, el testimonio de Marianne Weber (Weber, 1995, pp. 145 y 287).

[7] Giddens, 1971, afirma que el método de Weber «... presumes abstraction from the unending complexity of empirical reality. Weber accepts the neo-Kantianism of Rickert and Windelband in holding that there cannot conceivably be any complete scientific description of reality. Reality consists of an infinitely divisible profusion. Even if we should focus upon one particular element of reality, we find it partakes of this infinity. Any form of scientific analysis, any corpus of scientific knowledge whatsoever, whether in the natural or the social sciences, involves selection from the infinitude of reality» (p. 138).

[8] Adorno, 1996, pp. 140 y ss., dice que gran parte del análisis social se refiere a formas cosificadas, problema que Weber no vio; «... el estudio de las instituciones no consiste en un estudio de acciones, aun cuando, obviamente, está conectado con la acción social y con la teoría de la acción social» (p. 141).

[9] Marianne Weber dice «Weber rastrea por todo el globo terráqueo las regularidades de la acción social y las encierra en conceptos mediante los cuales se piensan los transcursos de la acción como si tuvieran lugar sin ser perturbados por influencias irracionales, es decir, imprevisibles, lo cual nunca sucede en la realidad» (Weber, 1995, p. 909).

[10] Los argumentos teóricos se condensan en Anderson, 1985.

[11] Esta dimensión está presente en alguno de los autores aquí criticados. Por ejemplo, el importante estudio de Brenner, 1993, sobre estrategias enfrentadas entre los comerciantes tradicionales, por una parte, y los ligados a las explotaciones coloniales, por la otra, durante la revolución inglesa del siglo XVII, aspirando los últimos a influir sobre la política externa de la Corona. La caracterización de esta revolución, que según Brenner fue un conflicto entre burgueses, es una consecuencia de sus estudios anteriores en los que postulaba el triunfo del capitalismo agrario desde principios de la modernidad.

[12] Therborn, 1980, p. 290, indica que cuando Weber juzgaba el materialismo histórico como la más importante construcción típico ideal, demostraba lo poco que sabía del marxismo; Marx y Engels nunca se propusieron tal construcción; no trabajaron observando la distinción entre la media y el ideal. Agrega que «... la construcción de conceptos del materialismo histórico queda fuera de la problemática empirista de Weber, en la que los conceptos se abstraen de la realidad, como ideales acentuados o como medias, en vez de ser producidos por el trabajo teórico» (pp. 290-291).