Kitabı oku: «Eco», sayfa 2
Me siento en la taza del váter y abato los brazos sobre las rodillas. El cuerpo encorvado, la alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos. A mi alrededor, llenando el aire de mi vida, ese cielo de palabras. Cierro la puerta para contemplar su cara interna, para no perder detalle.
Mire donde mire, esa nube.
Un barullo de mayúsculas me grita desde todos los ángulos. Letras picudas, apresuradas y desiguales, escritas o grabadas con prepotencia, con rencor, sin compasión. La descarga de un alma herida, la eyaculación apática de un animal despiadado.
De algunas letras descienden gusanos de sangre, hilachas de tinta roja que no se secaron a tiempo y estiran la agonía de las palabras.
Me siento en la taza del váter y me expongo a esa lluvia, me llueve esa lluvia. Permanezco en la misma postura hasta que se me duermen las piernas, hasta que los pies dos piedras de carne. Sólo lo pegado o despegado de sus sombras me dan una pista de su posición en el mundo.
Alargo los brazos y me toco los pies.
No siento los pies.
Envidio los pies.
En tanto cosa ajena a mi cuerpo, tienen esa rareza de las primeras películas de marcianos de la infancia. Un aire antropomorfo esculpía los rasgos alienígenos de aquellas criaturas, un aire que alcanzaba tan sólo a determinadas zonas de sus anatomías. Resultaba imposible no sentir un repelús ante aquello, resultaba imposible no encariñarse con aquello. Era en lo extraño de las características no compartidas con los humanos donde habitaba el monstruo, la amenaza, la atracción y el escalofrío.
Los pies dormidos, sin vida, la lluvia, el monstruo.
Me empapo de esa lluvia, dejo que penetre en mí y grito el grito de las paredes, el grito de la puerta, el grito de la cortina de la ducha. Es sorprendente la acústica que encierra un baño. Si tuviese una guitarra cerca, la estamparía contra mi cabeza sólo por el placer de esa acústica.
De puro repetirlas, las palabras se desprenden del plano que ocupan y se lanzan a flotar en este cielo rancio y alicatado.
Los pies sin vida, la lluvia.
Por determinado efecto de la resonancia, los azulejos reproducen, con una dicción distorsionada de borrachera, cada grito que grito. Un bullicio de mil demonios reverbera en todo el baño y me pone perdido.
Cuando me callo –porque me callo, porque los pulmones acaban por quedarse sin aire–, un eco proveniente de alguna región de mi memoria impregna el silencio, contagia el silencio, reconstruye el silencio.
Un silencio hecho de ese eco.
La alcayata de los codos clavada en la carne de los muslos, los pies dormidos.
Una caspa de palabras nubla la visión. En algunas comarcas del aire, la caspa se eleva obedeciendo a la espiral de un remolino; en otras, se precipita al suelo como un suicida desde el octavo piso. Borracho de esa caspa, la carne de mis pies petrificada, desciendo del váter como de una silla de ruedas y repto, ayudado tan solo de mis manos, hasta la pared más próxima. Una vez allí, extraigo una navaja de qué bolsillo, despliego el abanico de su hoja y, eufórico de determinación, esto es, sin tiempo a pensarlo, abro un surco en lo tierno de mi antebrazo. La nieve de caspa motea el gusano de sangre que emerge de mí. Empapo el pincel de un dedo, examino el damero de azulejos de la pared, localizo un hueco:
De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, su trote desquiciado llena la habitación, la colma. Se diría que las paredes nocturnas amplifican los ruidos como catedrales mastodónticas, esos ruidos al menos: deditos virtuosos de cucaracha sobre las teclas de la noche en el silencio de un piso sin respiración, sin esos sonidos cotidianos que incordian la convivencia. Un ruidito circunstancial, inédito, del que nunca antes había tenido constancia, algo que debió originarse en la sopa primaria y que retumbaba desde entonces, de manera sorda, en algún recoveco de mi cerebro. Esa clase de ruiditos que nunca haría una cucaracha pero que no podían provenir de otra cosa que no fuese una cucaracha.
La invasión es un hecho. Quizá también una consecuencia.
Hablamos de junio, julio a más tardar. El calor aprieta y, claro, las cucarachas. A grandes rasgos. Habría más que decir al respecto, mucho más, pero qué hacer con este cansancio, qué con tantos kilos sobre la conciencia. Junio, julio a más tardar, de noche es también una definición apropiada, un escuadrón de cucarachas invisibles tomando posiciones. Es alucinante la cantidad de cucarachas figuradas que pueden llegar a haber en un piso, alucinante. Para echarse a llorar. Los escasos metros cuadrados en los que transcurre mi vida se llenan de cucarachas, una puñetera plaga donde más duele, justo ahí, en la madre de todas mis fobias.
De día se esconden en rincones inmundos, regresan a sus guaridas y se hacen bolita, comparten el calor de sus cuerpos y dan buchitos de cuando en cuando para mantenerse con vida. De día, su modus operandi tiene más que ver con la escaramuza que con un ataque orquestado a campo abierto: hablamos de incursiones aisladas que pueden producirse desde cualquier punto del piso en cualquier momento. Hasta la fecha, no he logrado establecer ningún patrón, sus movimientos parecen obedecer a la improvisación o al no hay cojones. Lo cual, si se piensa un poco, resulta más irritante para los nervios, más descorazonador.
Cada vez que veo aparecer una, ocurre lo mismo: me incorporo de un brinco y pongo los brazos en jarras, para enseguida deshacer esa postura. Pienso que soy demasiado joven para ese tipo de gestos, que son gestos más bien de padres, impropios de alguien como yo, extemporáneos, a pesar de tener edad sobrada para ser padre de un hijo, de una hija de veintidós, de veintitrés años.
De noche la historia cambia.
De noche las cucarachas multiplican su peso escandalosamente, y si me repito es porque no me queda otra. De noche tomo conciencia, tomo verdadera conciencia de la situación en la que me encuentro. A estas horas los humanos duermen a pierna suelta, o exploran cuerpos ajenos, o sudan música y alcohol en garitos que nunca cierran; a estas horas, en el mismo momento en que las cucarachas y yo.
En fin.
De noche.
Cuando comenzaron a aparecer las cucarachas, cuando a la primera le siguió una segunda y a esta una tercera, y así hasta que perdí la cuenta, consideré aquello una advertencia que me daba la vida, un toque de atención, y me sumí por un instante en una tristeza honda, sucia. No tardé en racionalizar a las cucarachas: eran los primeros días de un calor insoportable, habrían fumigado en el barrio como cada año y el resto era de lo más predecible: cucarachas en desbandada trepando por las cañerías y saliendo por los desagües, colándose por debajo de las puertas e instalándose en los rincones más propicios. Poco más.
La vida no da avisos.
No tiene tiempo para eso.
Hago malabarismos para esquivar cucarachas, o la posibilidad de cucarachas. Creo distinguir una trazando filigranas entre mis pies, anudándome una cuerda metafórica para hacerme tropezar. Al verla, o al creer verla, reacciono con un salto ridículo. Aunque consiga esquivar una, dos, varias, tarde o temprano termino perdiendo el equilibrio. He desarrollado lo que puede definirse como un estilo para la ocasión. En lugar de apoyar las manos para amortiguar la caída, encojo los brazos y los aprieto contra el pecho. A continuación doblo el espinazo y me recojo sobre mí mismo, al tiempo que giro el tronco y le ofrezco mi perfil derecho al suelo. Todo esto en el tris de desplomarme. La gravedad se encarga del resto. Caigo entonces sobre mi hombro. No a plomo, sino con suavidad, con blandura, y ruedo sobre mi cuerpo cuando presiento el contacto con el suelo. Una pirueta que raya la hermosura.
Con todo y con eso, aun con la fortuna de contar con un estilo, a veces acabo golpeándome en la caída, un coscorrón contra la pata de una mesa o el filo de una puerta incrustado en las costillas. El mundo está lleno de obstáculos, nunca se puede estar seguro. Cuando me recompongo, cuando consigo estabilizarme, busco con la mirada la cucaracha esquivada o la posibilidad de la cucaracha esquivada e, invadido por una ternura que siempre me sorprende, me dirijo a ella con voz suave, calmada: No es tu culpa, le digo. De verdad que no es tu culpa. Si fuese de otra forma te lo diría. ¿Qué gano mintiéndote? Repite conmigo, anda; pero no con la boca, no con el cerebro, repite conmigo con el corazón: No es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.
A eMe y a la Rubia les debo el haber medio superado mi fobia a las cucarachas. Aún resuena en mí un temor que, si no es ancestral, le hace la competencia: todavía tuerzo el gesto cada vez que una cucaracha trepa la cortina del baño mientras me ducho, o salta del cajón de los cubiertos cuando lo abro, o imprime una sombra escurridiza en la distancia que va de la lavadora a la nevera, el rabillo del ojo todavía se inventa apariciones y se sobresalta por nada. Pero gracias a que eMe ya no está conmigo y lo mío con la Rubia ya es historia, ahora soy capaz de espachurrar cucarachas sin ayuda de nadie. Ya no salgo de la habitación, o puede que hasta del piso, ni suplico porfavorporfavorporfavor no me avises hasta que hayas acabado con la cucaracha, te lo ruego por lo que más quieras porfavorporfavorporfavor. Me mal acostumbraron, puede decirse. O sea, me quisieron.
Pongo cepos, rocío cada zócalo, cada esquina, cada bajo de puerta con flis flis, instalo dispositivos eléctricos que emiten ultrasonidos y que, al decir de unos, resultan infalibles, y, según otros, no sirven para una mierda. Lo que sea con tal de acabar con las cucarachas.
Todo en vano. Cada mañana el suelo del salón-cocina amanece con entre una y muchas cucarachas bocarriba, muertas del todo o sacudiendo apenas una pata con movimientos irregulares, espasmódicos, desesperantes. Como si se estuviesen despertando de una anestesia y sus miembros recobrasen poco a poco la sensibilidad. Al parecer, la efectividad de estos métodos es limitada. Sólo resultan eficaces con las cucarachas que son alcanzadas de lleno con el flis flis o con las incautas que prueban el veneno de los cepos. Las demás, las más prudentes, las que permanecen agazapadas en sus nidos, no se ven afectadas. Por no hablar de la inmunidad que pueden llegar a desarrollar por la sobreexposición a estos productos. Una locura.
Cómo de largas pueden ser las noches pobladas de cucarachas nadie lo sabe. Uno puede pensar que está a punto de quedarse dormido cuando de repente, abriéndose paso desde lo más profundo de la noche, escucha con una claridad apabullante el avance de cientos de cucarachas, un estruendo de pasitos que me espabila de golpe y me devuelve a mi realidad de élitros y antenas. Cientos es una exageración, soy consciente. Lo que no significa que sea mentira. Que haya cientos o ninguna es lo de menos. Algo irrelevante. Anecdótico. Hace rato que entendí que la manifestación física no es un requisito necesario para que algo exista, que la existencia tiene lugar en diferentes planos, ninguno de por sí más consistente que otro, ninguno más real. Hay múltiples formas de crear presencia, y la corporización es sólo una de ellas. Ni mejor ni peor. Igual de válida. Igual de tramposa.
Con un insomnio descomunal a cuestas, me sumerjo en internet en busca de los métodos más eficaces. Leo blogs, consulto tutoriales en YouTube, visito foros, hasta llegar a la conclusión de que lo mejor para acabar con las cucarachas es elaborar un mejunje a base de dos cucharadas de ácido bórico, tres de azúcar glas y un poco de leche. Una vez removido eso, se forma una pasta con la que se rellenan tapones de botellas, que luego se colocarán en distintos puntos del piso, en los lugares donde haya visto cucarachas o crea que pueda estar el hábitat más adecuado para ellas. A saber: rincones cálidos, cerca de una fuente de agua y de migajas de alimentos. Según parece, este remedio casero es un manjar irresistible para las cucarachas. Una vez ingerido, se solidificará en sus intestinos y les provocará, al cabo de los días, tal tapón que hará que exploten de puro estreñimiento. Las demás cucarachas, atraídas por el contenido de las entrañas desparramadas, devorarán el cadáver y, con ello, los restos del mejunje, un proceso que se repetirá hasta la completa extinción. Mano de santo, dicen.
Y parece ser cierto. En los días sucesivos a la instalación de las trampas, aparecen más cucarachas de lo normal a deshoras, a plena luz del día y caminando con pasitos lentos y tambaleantes, como un reproductor de casettes que se estuviera quedando sin pilas. Cucarachas sin el vigor acostumbrado en sus escaramuzas diarias, sin el nervio. Abandonan sus nidos, avanzan a campo abierto y, ahí mismo, en plena cocina, explotan sin más. Es un estallido sordo, sin parafernalia, un estallido minimalista, reducido a lo esencial: la cucaracha partida en dos, su cuerpo mutilado enmarcado en el jugo de sus vísceras.
Un espectáculo que no se lo recomiendo a nadie. Tristísimo. Ese suspiro en el que aún conservan un hilo de vida. Su expresión de incredulidad. Hay que tener un corazón muy podrido para no sentir al menos un pellizquito al contemplar aquello. Contemplar aquello me sume en un estado que no sabría explicar del todo. Por un lado, me invade cierto alivio. Por otro, está también cierta pena, una opresión en el pecho como si me estuvieran estrujando los pulmones para escurrirlos.
Ahora es de día. Una luz lechosa, llena de grumos, se filtra por los visillos. El aire estancado y la presión que soportan mis huesos me recuerdan a un submarino. Nunca he estado en un submarino. Los recuerdos también se heredan. Una cucaracha abandona el escondrijo de la lavadora. Es incapaz de avanzar en línea recta, deja un reguero de eses sobre las baldosas. Unas eses angustiosas, pordioseras. Sus patas –¿cuántas?– apenas la sostienen en pie. Se sabe, porque se sabe, que una araña tiene ocho patas, que un ciempiés tiene cien, pero nadie sabe cuántas una cucaracha. Podría aventurarse una respuesta que lo mismo da en el clavo, pero no se trata de eso, para nada de eso. No hay justicia en el mundo. Se mire por donde se mire, no la hay. Me acerco a la cucaracha, me acuclillo a su vera y, con un aplomo inexplicable, la recojo del suelo y la sostengo en la palma de la mano. Los humanos cometen a menudo tales actos de osadía o de imprudencia. Gracias a eso, los enamorados se atreven a declararse y los desesperados aprietan el gatillo, esos Himalayas. La naturaleza tiene sus mecanismos de compensación. Si no, de qué.
La cucaracha en mi mano. Sus patitas tamborilean en miniatura, me hacen cosquillas. Acuenco la palma para evitar que se caiga y la observo de cerca. Sus élitros están surcados por un laberinto de nervaduras. Con un esfuerzo descomunal, se yergue sobre sus patas –seis– y su cuerpo se eleva unos milímetros como venciendo la gravedad. Noto su peso, su calor. Aquello, esas cosquillas, esa masa, esa consistencia, es la primera cosa viva que sostiene mi mano en mucho tiempo. Una mano que descansa en la mía. Había olvidado el tacto de una mano, su textura, el milagro de dedos entrelazados y la respuesta agradecida de tantísimas terminaciones nerviosas. El peso de una mano desmayada sobre la mía, confiada, segura de mí. Su temperatura. Esa caricia. La cucaracha.
La cucaracha que, para sorpresa de nadie, explota de repente, se parte en dos y desparrama sus vísceras. Un estallido sordo. La incredulidad de que aquello esté pasando, que haya pasado ya.
Repite conmigo: no es mi culpa, no es mi culpa, no es mi culpa.
Hoy he contabilizado seis bajas. El sofá no lo muevo por pereza o por miedo a echarme a llorar. El número de bajas puede ser aún mayor. El mejunje va haciendo efecto con el transcurso de los días. Las hay más débiles, que apenas aguantan cuarenta y ocho horas. Otras, sin embargo, resisten como colosos. Pero todas terminan explotando. Todas. No hay nada que pueda hacerse al respecto, ya no.
Las cucarachas tienen sus estaciones. Como esos árboles que se desprenden de sus hojas llegado el otoño y ofrecen su malestar de manos crispadas al paisaje, manos de incontables dedos suplicando algo o a punto de soltar un zarpazo. Con los primeros fríos a la vuelta de la esquina, las cucarachas desaparecen, hibernan o se esconden en alcantarillas, en rincones infestados de toda la porquería que genera el día a día y no se barre. Eso no significa que ya no me quieran, ni mucho menos. Tardé en comprenderlo, no fue algo que asumí de la noche a la mañana. Tardé en aceptar que las cucarachas tienen sus altibajos, sus intermitencias, sus periodos de no dejarme ni para ir al baño y sus etapas de no querer verme ni en pintura. Está en su naturaleza, lo llevan en los genes. Pero no significa que ya no me quieran.
Una sucesión de fuegos artificiales me saca de mi letargo. Me cuesta ubicarme. La noche, porque es de noche, se llena de ruidos: los coches hacen sonar sus cláxones, pandillas de niños se lían a petardazos, los perros a ladrido limpio con el rabo entre las piernas, sirenas como lobos modernos anunciando poco bueno, cuadrillas de amigos que vienen o van, tantísimas risas agrietando la noche: 31 de diciembre, 1 de enero más bien; esa horquilla, esa frontera. Es el primer fin de año que paso solo. Me digo que no es tan malo, que hay cosas peores. Ese consuelo de mierda. Enseguida todos los sonidos del exterior se atenúan, pierden consistencia, todos menos dos: los petardazos y los fuegos artificiales. Lo demás pasa a un segundo plano. Los petardazos y los fuegos artificiales retumban pero no en la noche, pero no en mi cabeza: en la palma de la mano: un cosquilleo, una suerte de presencia. Extiendo la mano como para comprobar si llueve. Nada. Sin embargo: un repiqueteo, aunque no de lluvia: de patitas. Un peso familiar también. Un estremecimiento con cada estallido, la punzada del lisiado en el miembro que le falta.
Nadie debería envejecer solo
Nadie debería envejecer solo. Porque estar enfermo y solo a estas alturas es estar solo cien veces, esta edad asesina, esta soledad criminal ya rebasada la mitad de mi vida, una encrucijada de años que confluye en mi estado anímico y me devuelve al niño, y me anticipa al anciano: el niño que se despierta asustado en lo más negro de la noche y sólo encuentra un tacto de gotelé en la yema de los dedos y en la garganta, el anciano asomado al trampolín de la muerte con la única esperanza de que el salto definitivo apenas duela. Esa fragilidad. Lo más tierno y desvalido de mis tendones desgastados.
Todas las edades atrofiadas conviven en mí.
Me despierto gritando. Me ocurre con frecuencia: noches interrumpidas con brusquedad, súbitamente desperdiciadas. Demasiadas veces. La cifra es lo de menos: me despierto gritando. Un alarido sobreactuado. Un despertar angustioso, violento. El sueño que me empuja esta vez es un compendio de varios sueños. Por decir algo. En verdad, no recuerdo nada del sueño, o lo recuerdo tan sólo en lo que el grito se queda sin aire, para enseguida difuminarse en la niebla aterrorizada de mis ojos que no dan crédito y de mi cuerpo paralizado. El sueño que me zarandea esta vez está hecho de esa niebla sucia y familiar.
Me despierto gritando.
Sólo en el lance de un despertar abrupto y desazonado soy capaz de gritar así. A pleno pulmón.
No me reconozco en ese grito. Hay alguna inflexión en la voz, algún matiz que me desconcierta. No hay vergüenza en ese grito, nada cohíbe ese grito, no soy ese grito.
Sin embargo: me despierto gritando.
Tan sin memoria.
Sin cultura.
Sin tapujos.
Ese grito de auxilio.
Cuando tomo conciencia de mí, esa décima de lucidez con el grito aún en la garganta, cuando reparo en la proximidad de los vecinos pared con pared y en lo tan oscuro tras la ventana, interrumpo el grito en seco, sin disminución progresiva del volumen: del grito paso al no-grito, el susto de tantos vecinos maldiciéndome a la vez.
Me avergüenzo de ese grito.
Me aplasta ese grito.
Me sepulta.
Lo envidio.
Convalezco en mi cama y un frío inesperado me agarrota el cuerpo, es decir, el ánimo. Objetivamente, no es tanto el frío. Los termómetros no ofrecen dudas: temperaturas suaves, apacibles, llevaderas cuando menos. Pero qué sabrán los termómetros del frío. Los termómetros no tienen madre.
Mamá me abrigaba con su frío. Me la puedo figurar incluso desde este sarampión de años: cada vez que un escalofrío escalaba su espalda, cada vez que resguardaba la cabeza entre los hombros, todos los músculos contraídos para generar calor, cada vez que una corriente de aire alborotaba los estores: su frío, mi abrigo.
Mis patucos, su frío.
Mis manoplas de lana gorda, su frío.
El jersey de cuello vuelto, su frío.
El frío también se entrena.
Como cualquier dolor del alma.
En los países nórdicos, los padres sacan a sus bebés, bien abrigados, a dormir la siesta en la calle, aun con temperaturas bajo cero. La exposición controlada al frío fortalece el sistema inmune y garantiza una mayor tolerancia y menos enfermedades de adultos.
Hay una variación de temperatura y mi cuerpo tiembla con el frío de mamá, se hace roca con el frío de mamá, se estremece con el frío de mamá.
Convalezco y el frío de mamá me provoca tiritonas. De nada sirven las estufas, ni la ropa térmica, ni frotarse las articulaciones con ahínco, el pecho con ahínco, ni abrazarse la tripa con la camisa de fuerza de los brazos.
Mi convalecencia transcurre entre períodos de cierta lucidez, desvaríos provocados por el insomnio, por el dolor de cabeza, por el frío, desplomes del ánimo exagerados por la soledad e incursiones en la memoria motivadas por afinidades, por agotamiento, por pena, por culpa. Me cuesta determinar en qué punto me encuentro. Sospecho que hay estados que se superponen, que operan a la vez, que mezclo recuerdos con ensoñaciones con delirios con autocompasión con:
Encogido por el frío de mamá, barrunto la posibilidad del Himalaya.
Asociación de ideas.
Enajenación.
Qué.
Tomo el móvil y consulto webs, comparo precios, leo opiniones de viajeros, le doy más o menos credibilidad a sus recomendaciones y llego, rebotado de algún portal, al circuito del Annapurna, 210 kilómetros de caminata en los que se atravesará el paso de montaña más alto del planeta y se salvará un desnivel de más de 5000 metros, sin necesidad de hacer escalada y con la posibilidad de completarlo por cuenta propia, sin guías ni sherpas ni nada humano cerca.
De pronto la idea del Himalaya me parece pertinente, o disparatada, o apropiada, o conveniente, o absurda, pero fácil, pero fácil, pero fácil, pero fácil, pero fácil.
Me enternece la facilidad del Himalaya.
La posibilidad del Himalaya me abruma por su facilidad.
Caminar de seis a ocho horas diarias, comer, descansar, dormir, caminar de seis a ocho horas diarias, comer, descansar, dormir.
Caminar es fácil: basta con mover un pie, el otro a continuación, alternar eso, basta con no detenerse.
Esa facilidad, la evitación de decidir qué ciudad visitar, qué museo ver, en qué local comer, me conmueve hasta las lágrimas. Lloro esa facilidad. Me enamoro de esa facilidad.
Paso por alto los riesgos, paso por alto el esfuerzo físico de tantos kilómetros y tanto desnivel a las espaldas, paso por alto los efectos de la falta de oxígeno, la posibilidad de morir por mal de altura o sepultado por un alud, la incomodidad de la poca higiene, los veinte grados bajo cero que se esperan en el Thorong La, el paso de montaña más alto del planeta. Grabo ese nombre a conciencia: Thorong La. Lo repito hasta memorizarlo: Thorong La, Thorong La, Thorong La.
El frío de mamá, mi Himalaya.
La moneda continúa girando sobre la mesita de noche, un dislate de fuerza centrífuga sin hastío ni remordimiento, un zumbido incesante. Con los nervios a punto de derrumbe, desquiciado por esta aberración de la física o de la metafísica, reúno el valor o la desesperación suficientes y alargo la mano hacia la moneda con la idea de detenerla. La intención se trunca a medio camino. Hay un campo magnético en torno a ella, un escudo invisible que me impide acercarme.
Alcanzo el móvil, deslizo el dedo por la pantalla, busco la aplicación de la linterna. Si la ilumino con eso, la moneda escupe parches de luz por toda la habitación, como la bizquera de una bola de discoteca fuera de sitio.
Levanto la vista a ese cielo estrellado y asisto al espectáculo de tanta gente sola. Constelaciones enteras. Posibilidades de vidas aisladas boqueando en un desierto interminable hecho de materia oscura, tímidos aullidos de luz con siglos de retraso lanzando su señal de socorro al vacío cósmico.
Esta soledad astronómica me representa, me interpela, me escupe en la cara involuntariamente, no digo que no, sus perdigones de saliva crean cráteres en mi estado anímico.
Nosotros, los inadaptados, los consumidos por el fuego de la vergüenza, los aplastados por el peso de la culpa, los acomplejados por la certeza de no dar nunca la talla, de no estar nunca a la altura, nosotros, los incapaces de entablar una conversación fluida, cómoda, llevadera, éramos rechazados sistemáticamente, evitados, dejados de lado en las pocas ocasiones en las que, llevados por un arranque de valor, o sea, desesperados, salíamos al mundo con el corazón en la garganta, para regresar al cabo más heridos, más humillados, más solos. Nosotros, los marginados, éramos ejecutores y ejecutados de una espiral de aislamiento que fluía hacia dentro, las paredes de un embudo que se tragaba nuestras cada vez más escasas fuerzas, que acababan por desaguar sobre nuestro ánimo, esa construcción mental o sentimental o desesperanzada en mitad del destierro.
Tengo que cortarme las uñas.
Hay una fracción de segundo entre el sueño y la posibilidad de apresarlo, una fracción de segundo en la que es viable retenerlo, tirar de ese hilo.
Me despierto gritando.
Antes de que el sueño se desvanezca, aún con el pecho temblando de angustia, tomo la libreta, el boli y escribo lo que recuerdo:
En mitad del desierto, una puerta.
Mitad es una forma de designar el vacío, de darle credibilidad al mar de dunas, a la monotonía de un horizonte sin ángulos. Mitad es nada sin referencias, sin cartografía.
Sin embargo, una puerta.
Erguida en esa mitad. Donde sea. Apenas una rendija para poder afirmar con rotundidad que no está cerrada. No del todo.
Espejismo no es. Carece de esa reverberación característica, de esa semiliquidez.
En mitad del desierto, también, un hombre. O la definición de un hombre. ¿Dónde empieza un hombre? ¿Dónde termina? ¿Existe un mínimo común múltiplo que permita concluir de todas todas: un hombre? En mitad del desierto: la idea de un hombre coronando una duna, alcanzando su cima a rastras. Barba de muchos días. Los labios agrietados, pegotes lechosos en las comisuras. Jirones de piel que se desprenden a poco que se mueva, y algo se mueve. Desnudo, si exceptuamos el pañuelo en la cabeza. De nuevo nos topamos con las definiciones.
El pañuelo está empapado en orín. ¿Invalida ese pañuelo meado su desnudez? En estas condiciones, ¿se puede seguir hablando de un hombre?
No está claro.
No está nada claro.
El hombre se define poco a poco, sus rasgos se van aposentando hasta que no queda la menor duda: sus rasgos, los míos.
No puedo creerme la puerta. Carece de verosimilitud. Cierro los ojos y me los restriego con una mano, granitos de arena me recuerdan el desierto. Al abrirlos: insectos de luz en la mirada y, tras ellos, una puerta.
No puedo creerme la puerta.
Sin embargo, una puerta.
En mitad del desierto saco fuerzas de donde sea y me dejo caer duna abajo, me deslizo por ese tobogán de siglos y de miedo, cabalgo mi propio alud.
La gravedad juega a mi favor.
Alcanzo la base de la duna sin apenas esfuerzo, agradezco esa facilidad.
Desde la base de la duna hasta la puerta, la historia cambia. La gravedad me da la espalda. No me queda más remedio que arrastrarme de nuevo. No hay otra. Adelantar un brazo y la pierna contraria. Alternar eso. Se ve que aún conservo la coordinación, esa clase de coordinación al menos.
Un brazo y la pierna contraria. Alternar eso.
Toda una vida.
Da como pena. O hambre.
Ante mí, una puerta. Un marco que la sostiene en pie. La hoja. Dos juegos de bisagras. Un picaporte de latón fundido. Una rendija mínima. Nada del otro mundo. Y sin embargo, tan del otro mundo.
Me sorprende la profusión de detalles, por un instante dudo de la autenticidad de mi relato, cuestiono cuánto de esto pertenece al sueño y cuánto agrego mientras escribo.
Una fracción de segundo entre el sueño y la posibilidad de apresarlo.
Rodeado de tanto desierto, sigo sin dar crédito a la puerta. Me quito el pañuelo y me enjugo el sudor de la cara. Antes, me lo llevo a la entrepierna y orino encima. Un chorrito desganado, un hilito de nada. Cuando concluyo, vuelvo a colocármelo en la cabeza y me intereso de nuevo por la puerta.
Desde donde estoy, no alcanzo a ver a través de la rendija. Tendría que desplazarme, modificar el punto de vista, atreverme a eso. La rendija me viene grande y decido rodear la puerta, examinarla por el otro lado. Al otro lado: más desierto. Es decir: el mismo desierto, la misma monotonía sin ángulos. Sigo sin atreverme a mirar por la rendija.
He llegado a la puerta con su vida ya empezada.
Una puerta in media res.
El alivio de no ser el primero. El agobio por llegar tarde también.
Vuelvo a dudar de mi relato, vuelvo a ponerlo en cuarentena. Me planteo cuánto de reelaboración posterior añado al sueño. Desconfío. Si algo me caracteriza es la puntualidad. Sin embargo, nunca llego el primero a ninguna cita, tampoco el segundo. He ahí un conflicto, una aparente contradicción, un dilema. Llegar el primero o el segundo es abrir la puerta a una conversación a dos, la obligatoriedad de meter baza, de intervenir, la posibilidad de quedarme en blanco, de decir algo inapropiado, de meter la pata. El tercero tiene más fácil escabullirse, pasar inadvertido, diluir su incapacidad en el torrente de palabras de los otros, los humanos. Siempre llego puntual y me escondo en lo quebrado de una esquina o doy un rodeo, escojo calles poco frecuentadas, regreso sobre mis pasos, hago tiempo para asegurarme de no ser el primero ni el segundo, pongo en entredicho mi puntualidad. La exacta traslación de este rasgo a mi yo onírico me hace desconfiar de mi relato.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.