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III
Un suceso imprevisto

La noche que siguió a mi nombramiento como maestro de letras de la escuela de Pinópolis, me resultó poco menos que eterna. El hecho de concretar un anhelo largamente esperado generó en mí, por lógica, tanta ansiedad que el sueño jamás llegó. Indudablemente, saber esperar es una habilidad difícil de adquirir y practicar. ¿Tú sabes esperar?

Mientras leía, pues algo tenía que hacer para que pasara el tiempo, alguien llamó a mi puerta apenas amanecía. Era Tino.

—¡Felicidades, maestro Lui!

—Gracias, amigo. Pero ¿qué haces a esta hora despierto?

La cara de Tino parecía tallada en piedra.

—El Consejo va a reunirse ahora y el presidente quiere que todos los maestros estén presentes.

El hecho que el Consejo de Gobierno de Pinópolis sesione en forma ampliada con los maestros, es algo extraordinario, pues ello sucede únicamente cuando existe algún asunto de entidad. Tino, que es miembro permanente, ya que a su cargo está la seguridad de la aldea, se mostraba inquieto.

—¿Qué sucede?

—Es grave, Lui.

Las puertas del edificio del Consejo fueron cerradas tan pronto como el último de los maestros acabó por ingresar. Mi primera asistencia formal a este recinto me permitió ver al maestro Uro ya instalado en su asiento de miembro permanente, al tiempo que el presidente se aprestaba a hacer uso de la palabra. Lo poco que dejó entrever Tino me hizo intuir que algo inusitado sucedía en el bosque.

El presidente, a continuación, tomó la palabra:

—Primeramente, gracias a todos por asistir a esta hora de la mañana. He requerido la presencia de ustedes porque el bosque se enfrenta a un hecho de imprevisibles consecuencias. Ayer, por la noche, recibimos una carta del Consejo de Gobierno de Verdépolis, por la que se nos informa que Sabiópolis se apresta a declarar la guerra a Bellápolis.

No podía creer lo que acababa de escuchar. Guerra... ¡Qué locura! Si era verdad, por primera vez ya no solo la fraternidad estaba en peligro, sino la propia existencia de nuestra especie. Tenía que tratarse de un error. Pero si no lo era, sería difícil que las aldeas pudieran continuar ocultando su existencia a los ojos de los cazadores. Indudablemente, la guerra aparejaría la destrucción del bosque que conocía. Entre los presentes, la preocupación y el temor por la noticia se advirtió de inmediato, por los comentarios que surgieron tan pronto ella se reveló.

Y entonces pensé en Félix, todo mi conocimiento de Sabiópolis.

—Según se nos dice, desde hace un tiempo muchas cosas han cambiado en Sabiópolis. Su consejo está presidido por alguien llamado Los, de quien nada sabemos. Aparentemente, el problema comenzó cuando Bellápolis decidió utilizar más agua de la necesaria del Río de los Duendes, perjudicando de este modo a Sabiópolis, que se ubica más abajo en el bosque, como todos sabemos. Esto motivó que delegados de ambas aldeas se reunieran en varias ocasiones, sin que el diferendo haya podido solucionarse. Los representantes de Bellápolis sostienen que esa aldea jamás utilizó más agua que la de costumbre, y los de Sabiópolis, que ello no es verdad y que es un acto de guerra. Después de la última reunión, Los dio la orden de amurallar su aldea, a la vez que comenzó a organizar un ejército.

Las palabras que escuchaba parecían provenir de una pesadilla, aunque sabía perfectamente que no estaba soñando. Todo me resultaba muy extraño por varias razones. El Río de los Duendes nace aquí en Pinópolis, con las aguas que resultan del deshielo de los picos altos de las diferentes montañas próximas. Durante años, jamás hubo problemas con su utilización, sencillamente porque el agua ha sido y es más que suficiente para las tres aldeas que se asientan a sus orillas.

Dejando atrás Pinópolis, a ocho días de marcha se encuentra Bellápolis, y a quince, Sabiópolis. Muy a pesar de ellas, estas aldeas han sido en extremo diferentes a lo largo de la historia. Concretamente, Pinópolis se destaca por ser la que forma los mejores maestros; Bellápolis por los inigualables artesanos; y Sabiópolis por sus fabulosos inventores. Considerando tales características, es probable que, si en efecto Sabiópolis tenía dificultades con el suministro de agua, sus inventores podrían solucionarlo de alguna otra forma que comenzando una guerra.

La verdadera razón del problema tenía que ser otra. No podía decir porqué, pero instintivamente algo me dijo que ese tal Los no era de fiar. En el momento mismo de escuchar su nombre, muy en lo profundo de mí había experimentado una sensación extraña, que por aquel entonces no supe comprender.

—Verdépolis envió mediadores hace unos días, pero Los se negó a tratar el problema con ellos argumentando que todas las aldeas del bosque son aliadas de Bellápolis. No es necesario decir que eso es falso, pero es una afirmación que no podemos ignorar, pues revela que Los actúa en función de sus propias creencias. Ahora bien, pese a que Pinópolis es ajena al diferendo, todos en el Consejo creemos que no debemos quedarnos con los brazos cruzados, dada la innegable magnitud del peligro. Así es que los hemos convocado para decidir entre todos lo que debe hacer nuestra aldea.

Transcurridos unos instantes sin que hubiera propuesta alguna, debido indudablemente a la conmoción generada, Tino pidió la palabra:

—Si no podemos mediar porque se considera que todos estamos en contra de Sabiópolis, propongo que como medida preventiva se me autorice a visitarla con el pretexto de llevar el correo. Una visión de primera mano creo que nos serviría de mucho. No solo sabría cuánto de serio toma las cosas Los, sino que también, tal vez, hasta podría ver con mis propios ojos a su ejército. Después de todo, si Los decide iniciar una guerra, convendría que supiéramos cómo está constituido y si presenta alguna debilidad, por si decide no detenerse en Bellápolis.

La propuesta de Tino recibió de inmediato la aprobación general, pues era el único que podría saber cuán seria era la situación. Si bien hasta ese momento nos había protegido con sus trucos de los cazadores, los osos y los lobos, él sabía como nadie la mejor manera de tomar precauciones. Lo que me desagradaba de su idea era que fuera solo, aunque sabía que se trataba de un experto en supervivencia.

—Estamos todos de acuerdo, Tino —dijo el presidente.

—Muy bien. Entonces partiré mañana temprano e iré por la Montaña de Marte, ya que el camino habitual para esta ocasión es demasiado largo.

—No, Tino. Es muy peligroso —replicó el presidente.

—Lo sé, pero en diez días estaré de regreso. De lo contrario, será en treinta, y entonces podría ser tarde.

El temor a recorrer el camino de la Montaña de Marte se debía a tres causas: la primera, por la gran cantidad de lobos y osos y el consiguiente miedo que estos generaban, según ya sabes; la segunda, porque se adentra por tierra de Nonópolis, la aldea fantasma de la que nadie jamás regresaba; y la tercera, por ser la zona preferida por los cazadores para acampar y cometer sus habituales fechorías.

—Muy bien. Creo que las circunstancias actuales ameritan una excepción —dijo el presidente resignado—. Esta sesión ampliada se suspende hasta el regreso de Tino.

Instantes después, Lucas y yo nos encontramos frente a nuestro mutuo amigo.

—Cuídate mucho, Tino —le dije.

—Te deseo suerte —dijo Lucas, y agregó—: También les digo a los dos que está listo.

—¿En serio? —preguntó Tino.

—Sí.

—¿Cuándo podríamos probarlo?

—Si quieres, ahora mismo. Es temprano.

—¿Están hablando de lo que creo? —pregunté.

—¡Sí, Lui! —exclamó Tino.

Aproximadamente nueve semanas atrás, Tino, Lucas y yo resolvimos acampar bosque adentro. Este hecho no hubiera sido nada extraordinario, de no ser porque una mañana descubrimos a dos cazadores a unos cuantos pasos de nosotros, apenas despertamos. Si bien al principio el miedo nos paralizó, sentimos un gran alivio al constatar que no tenían armas, al menos a la vista.

Después de unos momentos, nuestra atención pasó de los cazadores a un objeto de varios colores que estaban armando, con extremo cuidado. El aparato tenía forma triangular y era tan atrayente que Tino, que siempre debe correr riesgos porque según dice así se siente vivo, no pudo con su genio y se acercó aún más para verlo mejor.

Al cabo de un rato, lo que aquello fuera había sido armado, y sus propietarios comenzaron aparentemente a echar suertes para determinar quién lo utilizaría primero. El afortunado fue el cazador más joven, por lo que, sin más, lo ató a su cintura por unas correas. Un triángulo de metal se dejó ver colgando al frente del aparato apenas lo levantó, así como algo parecido a un capullo de tela que iba de su parte media a la trasera, aunque nada de eso nos ayudó a comprender la finalidad de tan extraño artefacto. Este medía unos cuatro metros de largo, por uno y medio de ancho, más o menos. Y si en lo personal imaginé que se trataba de un juego, esa idea se desvaneció tan pronto como el joven cazador se aproximó peligrosamente al precipicio, ubicado pocos metros adelante.

—Aún no puedo creer que me haya decidido a lanzarme desde aquí, con un ala delta —comentó al otro.

«¿Ala delta? ¡Vaya forma que eligió para morir!», pensé. Fue entonces cuando se me ocurrió hacer algo y pronto, ya que evidentemente se aprestaba a saltar y no podía permitir semejante locura. Así, ante el asombro de Tino y el desconcierto de Lucas, no tuve mejor idea que intentar persuadir al joven cazador.

—¡Espera! No saltes, por favor. Escucha: nada debe ser tan grave; la vida está en permanente cambio...

—Pero ¿quién es el tonto que…? —preguntó sin concluir el otro de los cazadores.

Estos, luego de mirarse uno al otro, lentamente giraron hacia atrás, para acabar por horrorizarse al descubrirme.

—¡Aaahhh...! —gritaron al unísono.

Y lo que creí peor, sucedió. Sin que se acallaran aún los gritos, el joven cazador saltó al vacío mientras su compañero corrió despavorido bosque adentro.

Tino, Lucas y yo, parados frente al precipicio, intercambiamos miradas de incredulidad y compasión. Una fracción de segundo más tarde, sin embargo, anonadados contemplamos que el joven cazador volaba. ¡Volaba! La magia de verlo sostenido en el aire nos deslumbró.

Transcurridos unos momentos en los que nos resultó imposible cerrar nuestras bocas, Lucas dijo que podía construir un aparato igual porque sus formas se le habían grabado en la cabeza. Lo cierto es que una vez reunidos los materiales que Lucas reseñó, sus manos se pusieron a la obra en las horas que no ocupaban sus clases de carpintería. Y ese día, por fin, el revolucionario artefacto estaba listo.

En cuanto Lucas abrió las puertas de su taller, los tres quedamos nuevamente extasiados.

—Y bien, ¿qué les parece? —preguntó Lucas.

—Estoy pensando que, si resulta, Pinópolis estará mejor protegida que nunca —contestó Tino.

—¿Y tú, Lui?

—En lo que se ha de sentir cuando vuelas... ¡No sé qué daría por volar!

—¡Pues hagámoslo ahora mismo! —dijo Tino, quien, si no lo probaba en ese momento, seguramente explotaría de ansiedad.

Luego de desarmarlo, nos dirigimos a las rocas altas. Desde que Tino sugirió ese sitio para el primer experimento me asaltó un escalofrío, aunque la aventura nos entusiasmaba a todos por igual.

Ya en las rocas, Lucas dio a Tino las últimas instrucciones.

—Debes cuidarte del viento. El triángulo —dijo Lucas señalándolo— es lo que te permitirá ascender o descender; en cuanto a los restantes movimientos, deberás, según creo, acompañarlos con el cuerpo, para lo cual debes entrar en el capullo. Finalmente, si algo llegara a salir mal, será mejor que te dirijas al río, pues es preferible terminar en el agua antes que en las rocas o los pinos.

—Comprendo.

El ala delta de tela y pino fue atada de inmediato por Tino a su cintura con las correas, que alguna vez fueron las cortinas de mi casa. Después que sus poderosas manos ubicaron las apoyaderas sobre sus hombros, se aferró al triángulo frontal.

—Tenemos que darle un nombre a nuestro pájaro antes de volarlo —dijo Tino.

Puesto que tanto Lucas como yo no teníamos nada en mente, él lo eligió.

—Ya está. Tengo el nombre ideal para esta belleza: El Albatros.

Desde el momento en que lo dijo, supe que, por cábala, mi amigo no pudo encontrar peor nombre para el ala delta en su vuelo inaugural.

—Creo que no es apropiado, Tino —dije.

—Dicen que es el ave que vuela mejor, así es que sostengo el Albatros.

—Es cierto, Tino. Pero los albatros tienen un problema realmente insoluble, que...

—Silencio, Lui. Debo concentrarme.

—Pero, Tino...

—¡Cielo azul, aquí va el Albatros! —gritó.

Seguidamente, el Albatros, con el cabeza dura de Tino a bordo, se hizo al aire, mientras Lucas y yo cerramos los ojos. El ansioso entonces fui yo, por lo que pronto me descubrí mirando. ¡El Albatros volaba!

—¡Lucas, lo hiciste! ¡Eres un genio! —grité.

Tino y el Albatros conformaban un pájaro hermoso. Su vuelo era tan exquisito que hasta giraba en círculos, y ascendía y descendía con una elegancia asombrosa. ¡Nos habíamos hecho de un descubrimiento al mejor estilo de los inventores de Sabiópolis!

Al cabo de unos minutos, sin embargo, algo sucedió. La impresión que tuve fue que el triángulo frontal se había trabado o roto, porque luego de una picada y posterior ascenso, el Albatros entró en barrena. ¡Tino estaba en peligro!

—¡Nivélalo, Tino! —gritó Lucas.

Lucas y yo contuvimos la respiración. Por desgracia, todo lo que pudimos hacer fue seguir resignados con la mirada la trayectoria descendente del Albatros, hasta que finalmente se estrelló contra la ladera sur de la Montaña Verde. Los pinos no nos permitieron ver si Tino estaba a salvo.

Luego de regresar a Pinópolis, Lucas y yo tuvimos que organizar la expedición de rescate de Tino. Ello se debió a que el grupo de búsqueda y rescate estaba en esos momentos en el bosque, y no regresaría hasta la tarde. Y fue así que, después de lograr que el maestro Uro me sustituyera en mi primer día de clase, volvimos con Lucas al bosque. En esta ocasión, cargábamos cuerdas, equipo de auxilio y un par de antorchas, ya que ignorábamos cuánto tiempo podía insumirnos la búsqueda de Tino. Ya anocheciendo, finalmente, llegamos al sitio en el que debería estar nuestro amigo.

—¡Tino! —gritó Lucas.

Lo único que se dejaba oír eran los ruidos característicos del bosque por la noche.

—¡Tino! —insistí.

Pese a comenzar a creer en lo peor, de pronto lo escuchamos.

—Lui, Lucas... ¡Aquí estoy!

—¡Tino está a salvo! —gritamos Lucas y yo mirándonos.

Siguiendo el sentido del que parecía provenir su voz, por fin lo encontramos.

—¡Oh! —exclamé.

El espectáculo era lamentable. Tino, magullado, yacía debajo del Albatros, el cual estaba totalmente destruido.

—Temo que mi pierna derecha quedó igual que el Albatros —dijo Tino.

Apenas logramos quitarle los restos de encima, supe que estaba en lo cierto.

—Lo siento, Tino —dije, compadeciéndolo.

—¡Vaya suerte! —dijo.

—No te preocupes. Nosotros te cargaremos —dijo Lucas.

Luego de improvisar una camilla y entablillar su pierna con los restos del Albatros, acomodamos a Tino en la misma, y emprendimos el regreso a Pinópolis.

Unos momentos después, Tino se lamentó.

—Lui, Lucas...Ya no podré ir a Sabiópolis. ¡Les he fallado a todos!

—No, Tino. Tú nunca le has fallado a nadie —dije—. No podrás hacer el viaje, pero eres el duende más valiente que conozco. Esta experiencia de hoy hará historia en el bosque, y no hubiera sido posible de no ser por ti. Alguien irá en tu lugar —agregué.

Transcurridos unos momentos Lucas preguntó a Tino:

—Dime, ¿qué salió mal durante el vuelo?

—El triángulo de mando se trabó —contestó Tino sin consuelo aún.

—No importa. La próxima vez mejoraré su diseño —dijo Lucas.

—A propósito, ¿por qué no te gustó el nombre de el Albatros para el experimento, Lui? —preguntó Tino.

—Sencillamente porque volando es el mejor, pero... ¡no sabe aterrizar!

—¿Qué?

—Es cierto. La única forma en que lo hace es estrellándose.

—Entiendo. El próximo se llamará el Águila —dijo Tino pensativo.

IV
El viaje

Las primeras luces de la siguiente mañana habían señalado el comienzo de mi imprevisto viaje a Sabiópolis. Todo iba de maravilla por el bosque hasta que, promediando las dos horas de marcha, intuí que algo muy importante estaba por suceder. Desde que en la escuela descubrí que, sin proponérmelo, podía saber que sucederían determinados eventos con relativa anterioridad a que efectivamente ellos se produjeran, me había preguntado varias veces con relación a la finalidad de ese don. Ninguna respuesta de las tantas intentadas, sin embargo, acababa por convencerme.

El hecho más extraordinario que al respecto recordaba, tuvo lugar una tarde de la primavera siguiente a mi encuentro con Félix. En otra aburrida clase de supervivencia, el maestro Nas enseñaba la manera de orientarnos en el bosque, para el caso de que alguna vez nos extraviáramos.

—Para finalizar, lo que me importa que retengan muy especialmente son los tres elementos que les permitirán encontrar el camino a casa. Repito: las Montañas Blanca y Verde, y el Río de los Duendes. Y recuerden: si se pierden al aproximarse la noche, no se muevan, salvo para buscar refugio. Tengan presente que, hasta la llegada del día, el bosque pertenece a los lobos.

Dichas estas palabras, ordenó volver a Pinópolis. Puesto que estábamos en la orilla oeste del río, para regresar a casa debíamos cruzar nuevamente el puente colgante. Y sucedió que lo que para mí era rutinario hasta ese instante, dejó de serlo tan pronto divisé el puente. Extrañamente, y sin razón aparente, ya que parecía estar en las mismas condiciones de la mañana, supe que, en esa ocasión, de volver a atravesarlo, todos acabaríamos sobre las filosas rocas que sobresalían del río. Sin más, corrí y detuve a Nas.

—¡No debemos cruzar el puente! —dije, tomando con fuerza su brazo derecho.

—¿Qué dices, Lui?

—Hay peligro en el puente.

—No solo no es momento, sino que estoy cansado para bromas.

—Nunca haría bromas de este tipo, maestro. Por favor, ordene revisarlo.

Mi cara debe haber sido una prueba contundente, puesto que dispuso un recreo adicional.

—Quiero que sepas algo, Lui: voy a hacer sonar el silbato de emergencias. Si el grupo de búsqueda y rescate no encuentra nada fuera de lo habitual en el puente, consideraré esto una broma de las que sueles hacer habitualmente. Tus recreos, en consecuencia, se destinarán a mejorar tu escritura por un largo plazo. Y haré que el otro bromista de la clase, tu amigo Tino, te acompañe.

«Pobre Tino», pensé.

Mientras ya me imaginaba lo que diría Tino en caso de tener que dedicar los recreos a mejorar su escritura, el grupo de salvataje llegó poco después de que sonara el silbato.

—¡No crucen el puente! —gritó Nas desde la cabecera opuesta.

—¿Quiere que lo revisemos? —preguntó el líder del grupo, a lo que Nas respondió que sí.

Instantáneamente, el líder dio órdenes a los otros duendes. La revisión no duró demasiado y entonces gritó:

—¡No se muevan! ¡Una de las dos cuerdas base está a punto de cortarse! ¡Mandaré a alguien por una balsa!

Apenas asimilé las palabras del líder, el asombro contuvo mi respiración. Y no era para menos: no podía creer que hubiera contribuido a evitar una catástrofe, merced a mis intuiciones, por llamarlas de alguna forma. Sin embargo, y para mi sorpresa, un miedo espeluznante se apoderó luego de mí.

Mientras esperábamos el rescate, Nas me llamó.

—¿Podrías explicarme cómo supiste lo del puente, Lui?

—No lo sé. No es la primera vez que me sucede, aunque hasta hoy habían sido cosas sin importancia. Por ejemplo, sé dónde encontrar las cosas que pierdo.

—Pero hoy temprano lo cruzamos.

—Lo sé, pero nada me pareció extraño en esos momentos.

—¿Y cómo es que eso, que no sé cómo llamar, se te manifiesta?

—Es difícil de explicar, pero creo que puedo decir que es algo así como una certeza.

Luego de mirarme varios instantes, Nas finalmente me preguntó:

—¿Has tenido alguna experiencia fuera de lo normal? Me refiero a algo que pueda explicar lo que acaba de ocurrir; un golpe en la cabeza o algo así.

La única que recordaba y que pudiera de algún modo estar vinculada con dicho evento, era la de haber hablado con Félix sin usar mi voz. Se lo dije.

—Tal vez eso podría explicarlo —dijo pensativo.

—Temo que no comprendo, maestro.

—Quizás, cuando practicaste ese tipo de comunicación, algo en tu mente despertó. ¿Estás seguro que antes de conocer a tu amigo no te había sucedido?

—No.

—Sin duda alguna se trata de un don extraordinario el que tienes, Lui.

—Seguramente. Pero todo es extraño, maestro.

—Lo es, Lui. Si sabes utilizar ese obsequio del Supremo Duende, podrás continuar haciendo mucho bien. Intenta entrenar tu mente. Tal vez puedas lograr que esa habilidad sea menos esporádica.

Lo cierto es que me había dado por vencido después de varios intentos sin que nada de importancia sucediera. El transcurso del tiempo sin nuevas experiencias tan significativas como la del puente, por otra parte, aparejó que pronto otros temas ocuparan mi atención. Obtener mi maestría en letras, por ejemplo, había insumido hasta entonces buena parte de mi vida. Y así, en algún momento, todo fue olvidado.

Sin embargo, desde que supe de ese tal Los en Sabiópolis, las cosas habían comenzado a cambiar.

Empezó la noche anterior a mi partida obligada, en el hospital de Pinópolis, cuando finalmente Lucas y yo volvimos a ver a Tino. Pese a que la aventura vivida le impediría caminar por algún tiempo, el aspecto de nuestro amigo era más que bueno.

—Debo decirles que con gusto ahora mismo volaría de nuevo —dijo Tino, seguramente intentando erradicar ese sentimiento de culpa que experimentábamos tanto Lucas como yo, y que no podíamos ocultar.

—Cuéntame del vuelo, Tino; ¿qué se siente al volar? —pregunté—. No sé qué daría por hacerlo.

—Es inexplicable, pero maravilloso, Lui —respondió, después de recordar brevemente la experiencia.

Al cabo de unos momentos, Tino me miró y dijo:

—Luego de meditarlo detenidamente, creo que tú, Lui, es quien debe ir en mi lugar a Sabiópolis.

—¿Qué…? —pregunté sorprendido—. ¿Pero es que estás loco, Tino?

—No, Lui.

No podía creer lo que estaba escuchando.

—Lui tiene razón, Tino. Apenas entre al bosque, será la comida del día del oso o lobo más cercano —dijo Lucas.

—Gracias, Lucas —dije mirándolo.

Luego de un incómodo silencio, continué:

—Además, yo no sé nada de defensa, Tino. Solo soy bueno con los libros.

—Precisamente por eso, Lui. Alguien que no llame la atención, que no sea un peligro para nadie, es ideal. Piénsalo.

Por mucho que lo pensara no le encontraba sentido. Era inconcebible. ¿Yo?; ¿yo, solo, valiéndome por mí mismo en la Montaña de Marte, rodeado de cazadores, Nonópolis —la aldea fantasma—, los osos y lobos?; ¿yo, que nunca fui bueno en supervivencia?

—Lo harás bien, Lui. Créeme. Tengo plena confianza en ti —agregó Tino.

Mientras sopesaba el pedido de mi amigo, algo en mi mente, de pronto, comenzó a manifestarse: era una sensación o sentimiento extraño, incomprensible al principio. Entonces, después de un instante, lo supe. Otro Lui, el que no conocía, fue el que seguidamente habló:

—Tú no debías ir, Tino. Es a mí a quien esperan en Sabiópolis —dije, aunque más para mí mismo.

—Lui, ¿tú también te volviste loco? —preguntó Lucas.

—No —contesté resignado.

Al reparar luego en mis amigos, los vi mirándome desconcertados.

—Tengo otra idea, Lui —dijo finalmente Tino.

—Adelante.

—Te daré diez días a partir de mañana. Si para entonces no estás de regreso, ordenaré que alguien del grupo de búsqueda y rescate vaya por ti. ¿Estás de acuerdo?

—Sí —respondí, ya en conocimiento de que no tenía alternativa.

—Una cosa más: recuerda que una vez en Sabiópolis, tienes que ver y escuchar todo cuanto puedas sobre las fuerzas en armas de Los. En particular, trata de averiguar su número, cómo están equipados y todo lo que creas y pueda ser conveniente saber. ¿Está claro, Lui?

—Sí.

—Bien. Las cartas están en el Consejo. A partir de mañana, si te preguntan, eres un correo. Y llévate mi alforja de viaje. Entretanto, hablaré con el maestro Uro para que te suplante hasta tu regreso. ¡Buena suerte!

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