Kitabı oku: «Pesadillas de una noche sin fin», sayfa 2

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Tras unos segundos, escucha unos pasos que se acercan a él, y luego las risas vuelven. Alcanza a ver una desfigurada silueta al momento que esta lo empuja escaleras abajo. Cae con brusquedad y justo cuando piensa que el suelo detendría su caída, algo se quiebra, siente cómo lo atraviesa, rueda un poco y choca contra una dureza. Se queda un momento en el piso quejándose, por suerte no se ha lastimado gravemente. Cuando se incorpora, descubre que se encuentra en un cuarto y la brillante luz de la luna llena entra por las ventanas. Se incorpora y mira hacia adelante. Hay una puerta cerrada. Se acerca exaltado, la abre y se sorprende todavía más cuando ve la escalera por la que había caído al revés; está de tal manera que ahora él puede descender por ella. Se toma de los cabellos y se pregunta qué está sucediendo. Después de un momento, decide descender. Ahora su deseo es otro: llegar hasta la entrada de esa casa y salir de ahí para regresar a su auto. Mientras lo hace, saca su celular del bolsillo y se da cuenta que está dañado por la caída y de alguna manera se ha quedado tildado en el número de Megan. De nada le vale presionar las demás teclas. Al llegar al último escalón, solo alcanza a divisar un largo pasillo, pero este también está diferente a como lo había visto la ultima vez. Usa las barandas del pasillo como una escalera para descender hasta que sus pies se apoyan en suelo firme. Avanza en la oscuridad, saca su celular para alumbrar el camino, pero aún así no es suficiente. Al caminar, divisa una silueta delante de él. Se acerca lentamente y ve que es un viejo muñeco de porcelana sentado en el suelo, con un traje negro y despeinados cabellos, sus ojos miran hacia arriba y de su cuello cuelga una llave. Pero en su mano izquierda tiene una nota. Tómas la toma suplicando a Dios y lee: “Lo que podría haber sido sin tu familia, ¡recupérala!”. Retira la llave del cuello del muñeco. Por un momento, la observa en su mano, cierra los ojos mientras se toma de la cabeza y empieza a rogarle a Dios que lo saque de ahí. El miedo lo descontrola, ya no puede pensar con claridad. Y ahí se queda, en el suelo, alejando al silencio con sus recuerdos.

Después de un momento, ve otra luz al final del pasillo, en lo que parece ser un cuarto. Esperando encontrar que todo ha vuelto a la normalidad, se levanta y se dirige hacia allí. Si bien es una luz fuerte y amarilla, no parece tener origen. Al cruzar el umbral, todo a su alrededor está sumido en tinieblas, pero esa luz frente a él crece y, justo en ese momento, escucha un sonido que le resulta familiar. Tómas queda confundido, aquel sonido no es otro que el de un vehículo que se acerca a él rápidamente. Ante la sorpresa, cubre su rostro con el brazo derecho y salta hacia la izquierda mientras siente un fuerte golpe en la cadera. Sale despedido con violencia y cae estrepitosamente al suelo. Después de un momento, se reincorpora con dificultad y observa a lo lejos, con toda la oscuridad apoderándose de él, un haz de luz tan diminuto, tan tenue que no llega casi a distinguirlo. Al cabo de unos segundos, se mueve de un lado al otro, como escrutando lo desconocido y se apaga. Tómas queda nuevamente sumido en las tinieblas. Grita una vez. Descarga su ira y sigue gritando.

De repente, la luz se prende, siente otros sonidos. “¿¡Quién demonios eres!?”, grita desaforadamente y oye una respuesta a lo lejos: “¿¡sere soinomed neiuq!?” Tómas no lo entiende y sale de aquel cuarto para encontrarse en el pasillo que antes descendía y ahora cuenta con cientos de puertas, una tras otra. Aunque recorre el lugar de un lado al otro, solo halla más puertas, y todas cerradas. Cuando está al borde de la desesperación, recuerda la llave que tenía y la prueba en todas las cerraduras, pero cada una que abre solo deja paso a la oscuridad. Tómas no se arriesga, sigue probando hasta que por fin da con una puerta que proyecta una luz tan blanca y pura que lo enceguece. Cuando entra, todo se aclara: se encuentra en un cuarto celeste y a su lado hay una ventana con blancas cortinas. Se acerca para ver qué hay del otro lado y descubre con sorpresa que es de día y que la vista da hacia una calle con autos estacionados del lado de las veredas. No comprende qué sucede, pero entonces una mano se posa en su hombro. Se voltea y ve a una mujer que parece una enfermera y le dice que todo va a estar bien. Quiere hablarle, pero de repente no puede abrir la boca; desesperado intenta llevarse la mano a ella pero tampoco puede, ni siquiera el cuerpo. Logra desplazar sus ojos para descubrir horrorizado que está en una camilla. Indudablemente, se halla hospitalizado en algún lugar.

Después de que la enfermera se va, entran su mujer y sus hijos. Lo saludan, le hablan un momento cada uno, pasan un tiempo con él y se marchan. Todo ese tiempo Tómas quiere gritar, pero no puede. Quiere moverse, pero una fuerza invisible se lo impide. Cae la noche y con ella, lágrimas de sus ojos. De repente, un delgado haz de luz acompañado de un sonido de goznes viene de su izquierda. Mueve los ojos y con dificultad, nota que la puerta del cuarto se abre tan solo un poco: alguien entra, lo escucha aunque no sabe quién es hasta que al fin, un niño se le acerca. Lo conoce muy bien… es él mismo cuando era pequeño. Se horroriza. La criatura lo mira un momento, posa la mano en su aterrada frente en un gesto de cariño y sobre el estómago, deja sentado un muñeco de porcelana, el mismo que había hallado en el pasillo. Después de eso, el niño se marcha. Tómas se lo queda observando. De repente, el muñeco, que aún tenía sus ojos hacia arriba, dirige su vista hacia él, saca un gran alfiler de su espalda, se incorpora y se lo clava en la frente. Tómas salta profiriendo un grito y el muñeco sale despedido hacia el suelo. Se levanta enfurecido y lo pisotea hasta destruirlo por completo. Rápidamente, se dirige hacia la puerta, pero está cerrada. Busca en sus bolsillos pero tenía el pijama del hospital. Siente frio en el pecho y nota que de su cuello cuelga la llave que había encontrado. Abre la puerta, pero enseguida escucha el grito más horripilante y sombrío que se hubiera podido imaginar alguna vez. Se vuelve hacia ese lamento funesto y descubre que el muñeco que había destruido está otra vez entero y sentado en el suelo. Una nueva nota descansa en su mano izquierda: “¡No lo hagas! Busca otra manera…”. Tómas no entiende, aprieta con fuerza el arrugado papel y se dirige hacia la puerta, ya ciego por el desconcierto que lo invade, a un paso de la locura inexorable, ahogándose más y más en la irracionalidad. Cruza el umbral, esta vez de un suave dorado, el dorado de una luz que alumbra tenue un cuarto, más bien un gran comedor, con sillones, una mesa y un televisor. Tómas sonríe. Es su hogar.

Después de mirar a su alrededor, oye unas voces que provienen desde la cocina, una conversación casi alegre que disputan dos niños, y una carcajada femenina. Tómas se dirige al lugar desde donde le llega lo que es música para su alma, y observa a su familia almorzando. Él, desconcertado pero lleno de una alegría absurda, toma su lugar en la mesa y al instante siente su pecho destrozarse en mil pedazos. Unas garras de hierro salen de las patas de la silla y del borde de la mesa; lo aprisionan, siente sus labios metiéndose dentro de su boca, como tragándoselos, y comienza a gemir de dolor. En ese momento, su esposa lo atiende y trata de tranquilizarlo, sin embargo Tómas no entiende lo que sucede. Una vez más, se encuentra paralizado.

Al fin mira el reflejo de la ventana delante de la mesa y, con tremendo horror, es testigo de una imagen pesadillesca donde él está en silla de ruedas y con un cuello ortopédico, totalmente paralizado. No puede ser real. Megan manda a dormir a los niños mientras preparaba su propio cuarto. De pronto, la pequeña Elizabeth se acerca y mira fijamente a su padre.

—¿No recuerdas nada, verdad Papi? —Luego, dubitativa acaricia su rostro— La policía llamó a mami, ella dijo que habías tenido un accidente mientras ibas a buscarnos. Sí te acuerdas de cuando fuimos al hospital a visitarte, ¿verdad? Te llevé un dibujo donde estábamos tú y yo en el parque y me hamacabas como aquella vez, ¿recuerdas Papi? Pero la enfermera no nos dejó estar mucho tiempo –unas lágrimas caen de los ojos de la pequeña—, quiero que regreses por favor, nunca más me voy a ir, te lo prometo.

Elizabeth le da un suave beso y se marcha.

Tómas no puede estar más horrorizado; se siente desvanecido, como arena arrojada al mar, como un espejo quebrado en cientos de partes. Por un momento, piensa que todo se trata de una pesadilla de la que pronto despertará. Quizás, el accidente en medio de la ruta fue más grave de lo que suponía y todavía permanece desmayado dentro de su auto, teniendo este sueño de nefastas visiones.

Megan llega y lo saca de la cocina para llevarlo al cuarto a descansar, pero en ese momento, mientras cruzan el living, Tómas observa la llave que él había utilizado para abrir las puertas de aquella extraña casa sobre un modular, y piensa que si está ahí, significa que puede huir de aquella horrible pesadilla. Al fin, Megan lo ubica en un pequeño elevador al lado de la escalera y lo sube mientras ella va por los escalones, observándolo con amor y tristeza. Luego, lo lleva hasta el cuarto y acuesta en la cama. Lo mira fijamente a los ojos un momento.

—Dime algo mi amor, por favor –Espera en silencio, ahoga un llanto y continúa—. Por favor amor, dime algo.

Pero nada. Tómas solo fija su visión en la salida de ese lugar.

—¿Qué fue lo que ocurrió esa noche? —pregunta su mujer— ¿Cómo pudiste llamarme estando accidentado? ¿Qué fue lo que ocurrió? Entiendes que te encontraron dentro del auto incapacitado para moverte, no pudiste haberme llamado cuando me dijiste que habías tenido el accidente—. Ni una respuesta, Megan lo observa un momento y comprende que es en vano—. Te amo. Buenas noches.

Tómas espera a que su esposa se duerma. Pasa horas tratando de moverse, y reuniendo todas sus fuerzas consigue un espasmo. Aunque adolorido, sigue agitándose interiormente, hasta que por fin conseguir ladearse y caer de la cama. Todo está oscuro, pero distingue la salida del cuarto. Inesperadamente, siente que sus miembros responden a sus deseos a pesar del dolor casi insoportable. Aprieta los labios, mueve un brazo hacia delante, luego adelanta el otro y avanza con dificultad, empujándose también con los dedos de los pies hasta salir de ahí. Su meta es el living: comprende que tendrá que descender por las escaleras. Las contempla un momento hasta que toma coraje suficiente y se desliza. A pesar de hacerlo con cuidado, pronto pierde el equilibrio y cae. Unas imágenes invaden su desquiciada y atormentada mente, imágenes de aquellos días en que surgieron los problemas, cuando encontró la nota de su esposa y decidió ir por ella y sus hijos. Imágenes del camino oscuro y mortuorio, del choque...

Porque justo en ese momento, no supo qué había sido hasta que abre los ojos y se encuentra nuevamente dentro de aquella maldita casa. Se incorpora lentamente, desorientado. Puede moverse con soltura ahora. Siente un bulto en su bolsillo derecho; una nota abollada, la desenvuelve y un mensaje se tiñe de sangre: “ahora todo vuelve a empezar”.

LA MATERIALIZACIÓN ERRANTE

La historia que estoy a punto de contarles no es de esas que uno espera que la crean, es más, yo mismo no la hubiera creído si me la hubieran contado antes de mi investigación, la cual hoy maldigo. Pero aún así, debo quitarme este peso de encima, deshacerme de esta pesadilla que hasta hoy me acosa incansablemente.

Al no importarme lo que piensen sobre esto no será necesario dar nombres, lugares o un año específico, salvo claras excepciones. No quiero involucrar a personas a quienes si les importa su vida.

Les diré que me especializo en el área de la criminología y la antropología. Soy, o era, escéptico y agnóstico, se me respetaba y respaldaba en muchas ocasiones.

Gracias a esta profesión, hace varios años atrás me habían solicitado para una investigación policial a un grupo de estafadores. La Policía Internacional estaba muy interesada en desenmascararlos. Sin embargo, no eran como otros grupos. No pertenecían a ninguna mafia en particular, no eran tampoco un grupo clandestino que operaba tras cuentas bancarias o similares. No, estos estafadores eran personas que no se conocían entre ellos, operaban muy rara vez. Es más, lo hacían en diferentes lugares y muy sigilosamente. A estas personas se las conocía como “médiums”: especialistas en contactar gente fallecida, en calmar las angustias de quienes habían perdido un ser querido y necesitaban saber de él. Pero como todo trabajo, tenía también un costo que los bolsillos de aquellas victimas sabrían pagar muy bien. Quizás como anécdota, podría agregar que dicho pedido se había dado justo cuando mi madre había fallecido apenas días antes. Realmente no sentí su pérdida, pero sí me resultó curioso que justo me llamaran para investigar este tipo de casos donde la comunicación con el más allá resultaba ser en realidad desde el “más acá”.

No lamento, o lamentaba mejor dicho, decir que no sentí su pérdida, pues mi madre nunca fue una mujer muy cariñosa conmigo, o por lo menos, dejó de serla en el momento que mi padre falleció cuando yo tenía apenas siete años de edad. A partir de entonces, su corazón se volvió frío para conmigo y durante un tiempo solo fuimos ella y yo. Por supuesto, al ser hijo único exigía de mí más de lo que yo siempre podía ofrecer y todo se dificultó aún más cuando mis tías vinieron a vivir con nosotros. El deber de la educación, la religión y los buenos modales se hicieron en extremo insoportables; cada una de ellas siempre tenía una tarea para mí y no pude librarme de su autoritarismo y decepciones hasta que fui mayor, con voluntad y dinero suficiente como para abandonar ese nido de buitres mal agradecidos. La siguiente vez que vi a mi madre fue dentro de su ataúd.

Volviendo a lo que nos concierne, para este caso necesitaba prepararme muy bien y consulté cuanto material había sobre el tema, aunque debo confesar que ninguno me llamo más la atención que el trabajo del querido doctor Cesare Lombroso, fallecido hace unos años atrás. Importante criminólogo, pero lamentablemente no muy respetado, y mucho menos después de haber publicado su criticado libro “Hipnotismo y Espiritismo”, una crónica cruda y vertiginosa sobre estas actividades paranormales, según él, muy poco vistas. De todas maneras, yo pensaba en indagar más y llegar al fondo del asunto, descubrir el secreto que se ocultaba detrás de la cortina de lo desconocido, las sombras de lo ignorado, y salvar a esa gente que estaba siendo engañada. Claro, pero todo esto antes de saber lo que hoy sé.

Un sábado a la noche, mientras llovía, recibí la llamada del secretario del jefe de la Policía Internacional, Robert C. pidiéndome una cita en su despacho personal. Acepté sin recibir mucha información a cambio, pero el lunes tuvimos la reunión y me contó toda la historia. Por momentos, reía y negaba tales cuentos, él por supuesto reía conmigo. Iniciamos una buena amistad. Tras varias idas y venidas, y de muchos diagnósticos elaborados en base a hipótesis, accedí a ayudarlo a él y sus subordinados.

Tomó mucho tiempo infiltrarme y ganarme la confianza de la gente indicada que me acercaría a aquellos estafadores. Sin embargo, cuando por fin había logrado tener acceso a esas sesiones, nos lamentamos de que no fueran lo que esperábamos, solo eran falsos exorcismos o posesiones. Pero todo cambió al cabo de unos meses. La noticia había llegado a mi casa: una carta de invitación. Como era costumbre, sin remitente ni destinatario, solo una tarjeta color escarlata con mi nombre y la dirección donde se llevaría a cabo la sesión espiritista. Era justo lo que buscábamos. Me habían contado que las personas que podían asistir eran elegidas en secreto y notificadas mediante cartas.

La cita era para un jueves 5 de abril de 19**. Para mi sorpresa, había que ir antes de que empezara a caer la noche. La reunión se llevaría a cabo en la Calle Outdoor, en la visitada Zona de Inmigrantes. Cuando me dirigí al lugar, seguido sigilosamente por la Policía Internacional, noté un edificio, probablemente un viejo hotel para huéspedes de diversos lugares, lúgubre e inhóspito, y entré después de un rato. Adentro, la humedad y el frio se apoderaban de un ambiente ciertamente abandonado; a un lado y al otro, las puertas de las habitaciones yacían hinchadas y malgastadas. Al final del pasillo había una curva hacia la izquierda, y al cruzarla, una escalera llevaba al segundo piso, y así el mismo recorrido hasta el último. La nota indicaba que allí sería la sesión.

Al llegar, golpeé y solo el silencio contestó. Pensé que, quizás, por el visor de la puerta alguien estaría viendo, pero cuando estaba por golpear otra vez, abrieron. Era un viejo colega, con quien había empezado a investigar estas sesiones y debatido los resultados que esas misteriosas tardes nos ofrecían por largas noches. Eso sí, había una clara diferencia entre ambos: él creía fervientemente en eso, incluso tenía a su médium personal. En cambio, yo estaba por hacerlo caer ante la justicia por su complicidad en esas estafas.

Cuando entré, noté un profundo silencio, mayor que el que dominaba en el edificio. Me sorprendieron las penumbras y los rostros apagados que allí se hallaban; tristes y sombríos, a pesar de la compañía desconocida y la nostálgica esperanza de recibir aquello que deseaban: saber que su ser querido se encontraba bien y tranquilo. Por mi parte, no me podía distraer con tal escenario, debía cumplir mi función como el profesional que era y desenmascarar aquel fraude.

Después de un buen rato, la sesión comenzó. Todos quedaron expectantes ante la aparición de una mujer de poco más de cincuenta años, que solo saludó a los allí presentes con un asentimiento de cabeza y se sentó en una silla junto a la pared, en el centro del cuarto. La misma se hallaba detrás de unas cortinas que formaban una cabina, y al cerrarse nadie podría ver lo que ocurría dentro. Cuando se sentó y soltó un gran suspiro, un hombre se levantó desde el otro extremo del cuarto y le preguntó a una de las personas allí presentes con quién deseaba encontrarse. Era una mujer joven de expresión triste que había confesado querer ver a su hermana recientemente fallecida. Todo trascurrió entre susurros que por el silencio podían oírse con claridad. El hombre se acercó a la médium y le habló al oído secretamente, se alejó y la espiritista pidió silencio y concentración cuando parecía entrar en trance. En ese momento, la médium realizó movimientos raros y compulsivos, el hombre misterioso se acercó con presteza y cerró las cortinas cuando la mujer empezó a emitir sonidos raros. Nadie pareció sorprenderse, como si estuvieran acostumbrados a este tipo de sesiones, pero yo debía armarme de valor y desentrañar lo que estaba sucediendo. Solo esperé un par de minutos, mientras me debatía entre correr y abrir esa cortina o avisar a los agentes que esperaban afuera para entrar. Aprovechando la distracción, me acerqué despacio a una de las ventanas de aquel cuarto. Metí mi mano por detrás de las cortinas e hice señas para que se movilizaran. Enseguida, las cortinas de la cabina se corrieron; la médium se encontraba con la aparición, pero la función no duró mucho, ya que la policía irrumpió bruscamente en la habitación y desenmascaró a los estafadores.

La supuesta aparición no resultó ser más que una joven que se prestaba para cualquier tipo de “materialización”, quien solo debía andar de un lado a otro sin emitir palabra alguna, con un velo en el rostro y así la gente creía fervientemente lo que veía sin juicio alguno. Incluso, un doctor de turno se prestaba para hacer los estudios correspondientes, sabiendo que todo era una farsa.

La misión fue un éxito: muchas otras sesiones y engaños fueron descubiertos y sus protagonistas presos. Yo me sentía conforme con mi trabajo aún cuando no entendía el de otros profesionales que sí creían en el fenómeno. A pesar de ello, nunca fui descubierto y podía cumplir mi labor libremente. Todo se volvió una rutina con el tiempo.

Recuerdo que un día, en una de esas sesiones, una persona me recomendó una médium que nunca aparecía en público sino que atendía particularmente. Este hombre estaba muy emocionado, pues me había dicho que no se comparaba con las que solíamos ver. Esto había sido hacía tiempo, cuando desenmascarábamos a los mentirosos.

Un 23 de julio, fui a visitar a aquella médium en una zona alejada del centro de la ciudad, acompañado de la policía. Vivía en una casa maltratada y solitaria. Golpeé la puerta y esperé largo tiempo hasta que un muchacho obeso, encorvado y de considerable altura me atendió. Estaba descalzo y vestido con prendas sucias, nunca había visto apariencia semejante. El muchacho me hizo pasar y esperar en una sala contigua al lugar donde se realizaba la sesión hasta que la médium terminara su turno. Al cabo de un tiempo, una mujer salió de allí con lágrimas en los ojos y mi nombre fue pronunciado desde la lejanía. Me dirigí hacia aquella sala; la mujer me señaló un viejo sillón escarlata en medio de la sala. Y allí me senté esperando el truco, mientras era sometido a las diversas preguntas de la espiritista. Después, silencio. Oscuridad. Unas voces apenas perceptibles comenzaron a surgir de la nada e invadieron el ambiente. Solo ella y yo. A pesar de mi incredulidad, empezaba a escuchar voces familiares y percibí entonces en el rostro de la médium, gestos que me resultaron perturbadoramente conocidos. No me atreví a levantarme y dar aviso de tal falsedad a los federales, ya que algo estaba ocurriendo, algo que estaba totalmente ligado a mí. Cuando sentí el impulso de levantarme y cerciorarme de lo que estaba pasando, la médium dio una bocanada de aire como quien se ahoga y llega de golpe a la superficie. Nada. Después, ella me pidió que me fuera.

Durante varias noches no pude dormir y tuve extraños sueños en los que despertaba debido a ruidos inesperados en mi hogar sin entender lo que eran. Decidí regresar por mi propia cuenta a ese lugar para tratar de descubrir lo que pasaba. Pero el muchacho que siempre atendía la puerta, se deshacía de mí postergando las citas hasta que un día me aseguró una reunión con la médium.

Una noche me recibieron, y me senté en el viejo sillón. Ella ya estaba detrás de una vieja mesa, esperándome, sabía que yo era un prestigioso investigador, pero ni siquiera me miró. Hubo un silencio profundo y funesto. Ella estuvo paralizada hasta que por fin aparecieron las señales: las cortinas y la mesa comenzaron a moverse. Aprovechando que estaba sentada, me levanté rápidamente y corrí hacia las ventanas para buscar el artefacto que supuestamente movía las cortinas, pero no había nada. Hice lo mismo con la mesa, pero no encontré pruebas de un engaño. Algo estaba sucediendo, aunque nada se comparaba con lo que pasaría después. Una cosa había comenzado a salir de la boca de la médium mientras yo permanecía estupefacto; una especie de materia amorfa, como una prolongación de su cuerpo, amarilla, brillante y repulsivamente húmeda. Tomaba formas, mientras la espiritista parecía sufrir mucho entre asquerosas arcadas. Cuando me dispuse a abalanzarme hacia ella para sacar una muestra, gran parte de la materialización volvió a la médium. La parte que logré tomar se metió violentamente en mí; a través de mi piel.

Oscuridad, silencio. Abrí los ojos y me encontré en el suelo con un gran dolor en el pecho. Estaba sorprendido por lo que había visto; sabía de casos así, donde las médiums expulsaban de su cuerpo cierta materia orgánica. Charles Richet lo había llamado ectoplasma basado en sus experiencias de trabajo con las conocidas médiums Eva Carriére y Eusapia Paladino. Pero yo no había tenido la oportunidad de conocer a aquellas mujeres, las únicas que no dejaban lugar a dudas en sus sesiones. Sin embargo, tenía mi propia experiencia con esta espiritista que jamás dio su nombre.

Al momento de levantarme, se acercó su ayudante como si hubiera oído todo y me sacó de ahí mientras la mujer permanecía desvanecida sobre la silla. Cuando pregunté por ella, el muchacho solo me pidió que me fuera y que volviera en un par de días. Me fui sorprendido, pues no podía creer lo que había visto y esa noche ni siquiera pude dormir.

Me contacté con algunos colegas al día siguiente para consultarles sobre las cosas que había presenciado, siempre ocultando mi asombroso encuentro con el fenómeno, pero nadie me daba una respuesta concreta. Muchos se burlaban del caso y con verdadera razón, habían presenciado tantos fraudes que ya no se podía creer en este tipo de cosas. Sin embargo, yo sabía lo que había visto, todo había quedado grabado en mi memoria, en mis pesadillas. Necesitaba ver a esa mujer otra vez, saber lo que había pasado, entender la situación… el dolor en mi pecho, ese que volvía por las noches y no me dejaba dormir.

Al pasar unos días, volví. La ciudad parecía estar dormida aquella tarde gris y nebulosa, atravesé el viejo portón del patio y caminé hacia la puerta. Toqué un par de veces y de nuevo me atendió aquel hombre, pero esta vez no me dijo nada y solo me invitó a pasar. Estuve sentado un momento hasta que me llamaron al cuarto de la médium. Por fuera aparentaba tranquilidad aunque por dentro me moría de impaciencia. Al fin cuando me senté, ella salió de otro cuarto dentro del mismo y se sentó nuevamente detrás de esa vieja mesa redonda y maltratada. Me miró un instante y me dijo:

—Usted ha cometido un gran error Dr. Frank, hizo algo de lo cual ya no hay vuelta atrás.

Yo me hice el indiferente, pero no pude evitar preguntar lo que de verdad había ocurrido y la respuesta no fue mejor que el recibimiento.

—Usted ha tomado parte de lo que se estaba materializando en mí —dijo señalándome— y como no dejó terminar la sesión correctamente, no sabremos nunca qué era lo que estaba a punto de aparecer. Pero de algo estoy segura Dr. Frank, esa materialización tenía mucho que ver con usted ya que aceptó su cuerpo rápidamente. Cuando se marchó intenté retomar el contacto pero no volvió a aparecer, así que imagino que ahora eso vivirá con usted hasta el fin de sus días.

A pesar de lo que yo había visto en la sesión anterior, y si bien comenzaba a creer en ciertas cosas, no podía aceptar lo que me acababa de decir aquella médium. Me parecía algo absurdo, así que simplemente me levanté y me marché. Antes de ir a mi casa, pasé por un viejo bar. Necesitaba tomar algo, y ya siendo noche avanzada me dirigí a casa a dormir, pero no tenía idea de lo que allí me esperaba. Dios, si tan solo alguien lo hubiera visto… el horror, el terror de vivirlo; de sentirlo en lo más profundo de mi ser.

Cuando llegué, me senté en la cama un momento y leí algunos de los informes que había hecho sobre los diversos casos, mientras intentaba recordar lo que había sucedido ese día. Luego, me acosté y seguí leyendo un poco más. Creo que me quedé dormido con los casos del Dr. Lombroso y fue ahí cuando comencé a tener pesadillas: sarcófagos fuera de sus tumbas y gritos que venían desde dentro de ellos, cuervos que se posaban sobre los ataúdes como vigilando a los muertos y un suelo lleno de rostros lamentándose ante el olvido de sus seres queridos. Abrí los ojos y cuando pensé que estaba despertando, me sentí paralizado, ahogado y que alguien presionaba sobre mi pecho. Después padecí convulsiones y algo comenzó a salir de mi boca entre fluidos y horribles estertores, como si lo estuviera vomitando. Algo que era demasiado grande para mí. Luego, una cosa pegajosa pasó por mi garganta y paladar y varios fragmentos húmedos y ásperos se deslizaron por mis oídos. No podía moverme, sentí un dolor horrible hasta que sentí que me caía desde gran altura hasta mi cama y todo volvió a la normalidad. Abrí los ojos y no me sentí solo en mi cuarto; prendí la lámpara para ver mejor y ahí estaba…

Oh Dios, allí estaba ella al pie de mi cama vestida de largas sedas blancas que le cubrían incluso rostro y manos. Pero la podía reconocer claramente, pues sus ojos de un increíble negro atravesaban aquella tela funesta y horripilante: era mi difunta madre, muerta hacía más de veinte años. Estaba totalmente paralizado, no podía respirar ni hablar, mucho menos cuando creí escuchar, casi como un susurro ahogado y húmedo: “me has decepcionado Frankie…siempre me has decepcionado”

Ella tendió su mano hacia mí y yo estuve a punto de gritar del terror, en el momento en que se abalanzó sobre mí y todo comenzó otra vez, pero a la inversa y con más dolor, lo que provocó que me desmayara a los pocos segundos.

Desperté por la mañana, muy cansado y adolorido y ya nadie estaba conmigo. Aquel día no encontré consuelo alguno, ni ayuda ya que incluso la misteriosa médium había desaparecido. Su casa estaba en venta y al parecer nadie en el vecindario sabía de sus antiguos inquilinos ni habían visto nada tampoco. Quise creer inútilmente que todo había sido una terrible pesadilla y recibí la siguiente noche con gran pesadumbre. Traté de soportar lo más que pude el abrazador sueño, pero fue inútil, y apenas cerré los ojos, la horrible experiencia se repitió y el espectro de mi difunta madre apareció más corrompido y profanado que antes. Casi todas las noches que siguieron hasta el día de hoy fueron iguales. Temo dormir, temo que vuelva a aparecer para castigarme, insultarme por no creer o por haberla olvidado. Trato de ser razonable, pero estoy al borde de la locura. Quiero que mi historia se sepa, que alguien me ayude aunque solo encuentro penas y desilusión. Quizás el arma que me acompaña mientras escribo estas líneas puede ser mi última salida, mi santo remedio, solo ella podría acabar con este sufrimiento. Cito en este momento de desconsuelo las sabias palabras del doctor Lombroso: “En el mundo de lo psíquico, estamos muy lejos de conseguir certezas científicas”.

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151 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9789878717678
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