Kitabı oku: «Historia de Estados Unidos», sayfa 6

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España pues entraría en guerra contra Gran Bretaña de la mano de Francia pero no firmaría ningún tratado con las Trece Colonias. Hacerlo significaría reconocer su soberanía y la posibilidad de que unas colonias se transformasen en estados soberanos. A pesar de que el Congreso Continental envió a uno de los revolucionarios más aptos a Madrid para buscar ayuda financiera y especialmente, para conseguir la firma de un tratado que les hiciese más visibles, la Corona española no alteró su estrategia. John Jay y su secretario William Carmichael vivieron difíciles momentos en Madrid. Jay, que había llegado a Cádiz con su mujer, la también revolucionaria Sarah Livingston Jay, en 1779, abandonó su casa de la madrileña calle San Mateo, en 1781, y se marchó a París sin haber logrado su cometido. Se fue ofendido y molesto por la “tibia” actuación española y además confirmó su percepción revolucionaria de que las monarquías europeas, sobre todo, las de los países católicos, reflejaban, con su suntuosidad y falta de claridad, todo aquello que los republicanos debían y querían abandonar. También 1780, otra república independiente, Holanda, declaraba la guerra a Gran Bretaña.

Al entrar Francia y, después España y Holanda en guerra, los británicos revisaron su estrategia militar en América. Al general Howe le sucedió, al principio de 1778, sir Henry Clinton quién decidió trasladar su ejército desde Filadelfia a Nueva York y también comenzó a atosigar a los estados sureños. Clinton conquistó Savannah y Atlanta. También Charleston en Carolina del Sur cayó con rapidez, en mayo de 1780, y en agosto fue derrotado el general Gates por los británicos en la batalla de Camden.

A pesar de que el Sur parecía caer bajo control británico, la presencia francesa y española amenazaba a los ingleses. A partir de 1781, los americanos comenzaron a ganar batallas a los ingleses en el Sur. El general Cornwallis decidió trasladar a su ejército cerca de la costa de Virginia buscando el apoyo de la Armada británica. Pero Cornwallis fue atosigado por el general Washington y por más de 7.000 soldados americanos y franceses liderados por el general Rochambau. También arribó a las costas virginianas un ejército, de más de 3.000 hombres, que, liderado por el marqués de Lafayette, impidió la retirada de los británicos. A su vez, desde las Indias occidentales, la flota francesa capitaneada por el almirante De Grasse tocó tierra impidiendo que la Armada británica se acercase a las costas para ayudar a Cornwallis. Atrapado entre la flota francesa y el ejército franco-estadounidense, el general Cornwallis se rindió el día 19 de octubre de 1781.

También los españoles habían logrado parte de sus objetivos. En agosto y septiembre de 1779, Bernardo de Gálvez y su ejército cruzaron el Misisipi y derrotaron a las tropas británicas en los fuertes de Manchac, Baton Rouge y Natchez en la orilla oriental del río. Después dirigió los pasos de sus hombres a los dos puertos de la Florida occidental: Mobila y Penzacola. En enero de 1780, con apoyos procedentes de La Habana, dirigió las fuerzas navales y terrestres sobre el fuerte Charlotte, en Mobila, logrando su rendición el 12 de marzo de 1780. Además con siete mil hombres procedentes de Cuba, Nueva Orleáns y Mobila, Bernardo de Gálvez, conquistó Penzacola en marzo de 1781. Las hazañas del joven Gálvez causaron emoción en la Corte de Madrid y también en el ejército norteamericano. España había logrado arrebatar Florida a los ingleses.

Desde finales de 1781 los norteamericanos estaban convencidos de que habían ganado la guerra y querían concluirla cuanto antes. Sin embargo, la Monarquía Hispánica quería continuar. Todavía no había logrado Gibraltar que era uno de los objetivos marcados en su decisión de entrar en guerra. Además, como España y Francia habían firmado el tratado de Aranjuez que obligaba a las dos naciones a continuar la guerra hasta que todos los territorios perdidos por España en el XVIII se recuperaran, la guerra proseguía. Esta situación disgustó a Estados Unidos. Creían que los objetivos que le habían llevado a la guerra con su metrópoli estaban ya cumplidos. Sólo querían su independencia y el reconocimiento de la misma primero por Gran Bretaña y después por el concierto de naciones.

La guerra, además había resultado mucho más difícil y costosa de lo que Gran Bretaña esperaba. A pesar de la clara superioridad de su ejército y, sobre todo, de su Armada, tenía claras desventajas. La enorme distancia de la metrópoli, la gran extensión que debía controlar con una población hostil y lo agreste del territorio, suponían dificultades imposibles de solventar para la antigua metrópoli. Y Estados Unidos lo sabía.

En 1782 Benjamin Franklin, John Adams, y John Jay, recién concluida su mala experiencia española, se encontraban en París dispuestos a negociar los tratados de paz. Tenían además instrucciones estrictas del Congreso Continental. No debían firmar ninguna paz separada con Gran Bretaña y además debían actuar de acuerdo con su aliada Francia. Pero estos revolucionarios eran críticos con las cortes europeas y para ellos el continuar la guerra en América del Norte por conseguir intereses coloniales españoles era una clara muestra de la corrupción contra la que habían luchado. Ignorando sus instrucciones iniciaron conversaciones secretas con Gran Bretaña firmando las dos naciones, en septiembre de 1782, los acuerdos preliminares de paz. Gran Bretaña reconocía y garantizaba la independencia de Estados Unidos y se fijaban las fronteras de la nueva nación. Por el norte Estados Unidos alcanzarían el paralelo 45 y los Grandes Lagos, por el Oeste la frontera sería el Misisipi, por el sur el paralelo 31, y por el Este el océano Atlántico incluyendo todas las islas comprendidas en veinte leguas. Además se garantizaban derechos ilimitados de pesca en las costas de Terranova y del golfo de San Lorenzo; también reconocía sorprendentemente, teniendo en cuenta que tanto Luisiana como Florida eran ahora españolas, la libre navegación por el Misisipi tanto para Gran Bretaña como para Estados Unidos. Las deudas contraídas con prestamistas británicos y americanos debían pagarse; también se introdujo una recomendación del congreso de que se restaurarían las confiscaciones de bienes de los realistas, y por último, los acuerdos establecían que las tropas británicas abandonarían el suelo de Estados Unidos.

Estaba claro que Gran Bretaña había perdido la guerra militar contra sus colonias pero estaba dispuesta a seguir siendo una gran fuerza política. Con los Artículos preliminares tanto Gran Bretaña como Estados Unidos salían fortalecidos. Éste tendría la excusa para luchar por esas amplias fronteras que sólo su antigua metrópoli le reconocía y además insistiría en la libre navegación del Misisipi aunque las riberas fueran españolas. Gran Bretaña sabía que estaba debilitando a las potencias borbónicas. Había señalado fronteras a la nueva nación en suelo que no le pertenecía y también se había atribuido derechos cuanto menos cuestionables. La semilla de futuros enfrentamientos entre la joven república y los viejos imperios estaba sembrada.

El 30 de junio de 1783 Francia y España firmaban los tratados provisionales de paz con Gran Bretaña. En la Paz de París Gran Bretaña reconocía la independencia de Estados Unidos; Francia recuperaba Tobago, Santa Lucía y Senegal, y España recuperaba Menorca y Florida aunque, como hemos señalado, no logró recuperar Gibraltar.

Francia y España, desde luego, habían vengado la humillación sufrida frente a Gran Bretaña en el Tratado de París de 1763. Y las antiguas colonias ya eran para su metrópoli y también para el resto de las naciones una Confederación de Estados Soberanos.

La práctica política

Estados Unidos había logrado su independencia pero los problemas no tardaron en surgir. La Confederación de los Estados Unidos no tenía los poderes suficientes para enfrentarse a los serias dificultades debidas al tránsito de colonias a nación soberana. Las potencias imperiales en América, España y Gran Bretaña lo sabían e hicieron todo lo posible para desestabilizar a la nueva nación. También dentro de la Confederación de los Estados Unidos de América se produjeron altercados. La violenta quiebra del pacto colonial suponía que el mercado para sus productos ya no estaba garantizado. Los desajustes económicos ocasionaron revueltas que la Confederación fue incapaz de sofocar. El periodo que abarca desde 1783 hasta 1789 fue uno de los pocos momentos en los que la Nación estadounidense no pudo crecer. Fue el periodo más crítico de su historia.

Dificultades de la Confederación: el periodo crítico

Los inicios de la nueva nación no fueron fáciles. Los Trece Estados Unidos acababan de librar una guerra internacional pero también una guerra civil. Y el dolor y la desolación estaban presentes. Además iniciaban una andadura nueva que nunca antes se había experimentado. La de unas antiguas colonias transformadas en nación soberana sustentada en principios republicanos.

Las primeras medidas de los Trece Estados prometían cambios profundos en la sociedad americana. La existencia de realistas en las clases acaudaladas así como la ruptura con la Iglesia anglicana, que había sido muy fuerte en el Sur, ocasionaron confiscaciones de bienes y un profundo debate sobre la propiedad en los distintos estados de la joven república. Así en Virginia, siguiendo las ideas de Thomas Jefferson en sus Notas sobre el estado de Virginia, algunos derechos tradicionales, como el de primogenitura y el de la posibilidad de vinculación de bienes, fueron abolidos desde el año 1776. Las grandes propiedades se fragmentaron al heredar, no sólo el primogénito, sino todos los hijos. En muchos casos, además, estas propiedades se vendieron. El modelo virginiano fue imitado por otros estados como Georgia, Maryland y Carolina del Sur. También la confiscación de las grandes propiedades de los realistas puso tierras en el mercado que habían sido fraccionadas por los estados en lotes de un tamaño que permitía la explotación familiar. Las tierras de la familia Penn, en Pensilvania, y las de los herederos de los Baltimore, en Maryland, salieron a la venta tras su incautación. Además se produjeron muchas otras confiscaciones en Virginia y Nueva York.

La relación entre las distintas iglesias y los ahora ciudadanos norteamericanos se alteró. En el Sur, la Iglesia anglicana había sido muy fuerte y era lógico que tras la independencia se produjeran cambios. Por un lado, siendo su cabeza visible el rey de Inglaterra, era una profunda contradicción para los nuevos estados reconocer esta jefatura religiosa. Por otro, además, la cultura política republicana se oponía a las estrechas relaciones entre Iglesia y Estado y también a los privilegios de un credo frente a los otros. Entre 1784 y 1789, en una serie de reuniones, la Iglesia anglicana de Estados Unidos se organizó en la Iglesia episcopal protestante de América. Se adoptó una Constitución y en el Libro de la plegaria común se suprimió toda referencia a Gran Bretaña y al rey de Inglaterra. Además, los presbiterianos norteamericanos rompieron con Escocia. Entre 1785 y 1786, la Iglesia presbiteriana de los Estados Unidos se dotó de nuevas normas. Este proceso de nacionalización de los credos no sólo afectó a las iglesias controladas desde Gran Bretaña. También se nacionalizó la práctica de los seguidores de la Iglesia reformada holandesa y de distintas comunidades reformadas vinculadas a Alemania. Existió, a su vez, una dura pugna entre los escasos católicos norteamericanos. En Estados Unidos existían veinticuatro sacerdotes católicos romanos asentados en Pensilvania y en Maryland y dependientes de la diócesis de Londres que negociaron directamente con Roma. El papa Pío VI les permitió crear un obispado con sede en Baltimore.

Estas rupturas y, sobre todo, este proceso de creación de nación en todos los ámbitos, permitió suprimir privilegios que, la Iglesia anglicana había mantenido en algunos estados. Así la Constitución de Carolina del Sur decretó la libertad religiosa, en 1778, concluyendo con todas las prerrogativas anglicanas. En Virginia, Thomas Jefferson introdujo, lo que para él fue uno de los grandes logros de su vida: el Estatuto de la Libertad religiosa, aunque las legislaturas virginianas no lo pusieron en vigor hasta 1785. Sin embargo en tres de los estados de Nueva Inglaterra: Massachusetts, Connecticut y New Hampshire los privilegios de los congregacionistas permanecieron hasta el primer tercio del siglo XIX. Las distintas congregaciones puritanas se habían comprometido profundamente con el proceso de independencia. Existieron pastores, como el reverendo Thomas Allen, que dirigieron acciones militares seguidos de gran parte de sus feligreses en los primeros años de la guerra y se vinculó, de nuevo, a la fe puritana con el igualitarismo revolucionario. Nadie alzó la voz en contra de los privilegios congregacionistas. En las colonias intermedias y también en Rhode Island la libertad religiosa y la falta de privilegios era un hecho antes de la revolución.

Pero no sólo se rompieron vínculos religiosos y culturales. Pasar de ser colonias a estados independientes supuso una quiebra del comercio y de la producción de materias primas y de manufacturas norteamericanas. Mientras fueron colonias inglesas, los granjeros y también los artesanos tenían un mercado seguro para sus productos. La independencia y la dificultad para firmar tratados con las otras potencias europeas entorpecían la vida económica americana. Los norteamericanos no tenían garantizado el mercado para sus productos. Además, se había producido un gran desequilibrio monetario. Al concluir la guerra, el papel moneda emitido por el Congreso –llamado dinero continental– había perdido tanto valor que ya no circulaba. Lo mismo había ocurrido con el papel moneda que emitían cada uno de los estados de la Confederación. La existencia de deudas contraídas durante la guerra y también en los primeros años de posguerra, ocasionó un incremento en los impuestos de los distintos estados. Las innumerables protestas se iniciaron porque la mayoría de los ahora ciudadanos no podía afrontar, con la incertidumbre económica, esta presión impositiva. En muchos estados se exigió la emisión de papel moneda y las consecuencias fueron graves. En Rhode Island se acuñó papel moneda y a pesar de la depreciación se obligó a los acreedores a aceptarlo. La mayoría huyó del Estado para evitar la medida. En Massachusetts se acataron otras normas. No se emitió papel moneda pero se elevó mucho la presión fiscal y además los impuestos se debían pagar en moneda, algo casi imposible para la mayoría de los granjeros del estado. Los que no podían pagar perdían sus granjas y podían terminar en la cárcel por deudas. Existía un profundo malestar y una inmensa tensión en los estados.

En el otoño de 1786 muchos granjeros se unieron al veterano de guerra Daniel Shays. En total 1.200 hombres se dirigieron al arsenal federal de Springfield. Poco después la rebelión fue sofocada por las milicias de Massachusetts pero este conato de revolución, conocida como la Rebelión de Shays, preocupó mucho al congreso de la Confederación que se sentía inerme y sin competencias para hacer frente a este incremento de las revueltas y del descontento que inundaba Estados Unidos.

Pero todavía la situación podía empeorar en Estados Unidos. Las dificultades internas fueron aprovechadas en las acciones indirectas iniciadas por las naciones europeas. Tanto Inglaterra como España atosigaron a la Confederación, que casi no tenía competencias, con la finalidad de conseguir satisfacer sus intereses territoriales y comerciales. Las estrategias de las dos naciones fueron similares. Buscar alianzas con las naciones indias de la frontera de Estados Unidos –en el caso de Inglaterra, la frontera norte y en el de España, la occidental– para evitar el avance de los colonos norteamericanos; y aprovechar los distintos intereses de los estados miembros de la Confederación para sembrar conflictos entre ellos y debilitar así la política común. La única diferencia entre la política británica y la española es que España quería cerrar un tratado con los Estados Unidos para limar las diferencias. Por lo tanto, mientras el primer representante diplomático español en Estados Unidos, el comerciante bilbaíno Diego Gardoqui negociaba con John Jay, nombrado secretario de Estado por la Confederación, el contenido de un posible tratado, España presionaba a través de acciones indirectas controladas por sus autoridades coloniales en Luisiana y las Floridas. Además, el tratado que España proponía, también sembraba la discordia entre los estados de la Confederación. La Monarquía Hispánica defendía la firma de un tratado comercial ventajoso pero que era bueno sólo para algunos de los estados. Lo que España ofrecía a Estados Unidos era, por un lado, un tratado comercial, que entusiasmaba a los estados mercantiles y artesanales del Norte; pero mantenía su negativa a libre navegación del Misisipi, que era una vieja reivindicación y también una auténtica necesidad para los territorios del Oeste. Estaba claro que los debates iban a ser intensos entre el Norte y el Oeste en el seno de la Confederación. Esta situación se agravó con la firma, por parte de España, de tratados con los indígenas como forma de crear una barrera entre lo que España entendía eran sus fronteras, una vez recuperada Florida, y Estados Unidos. Muchos asentamientos del Oeste, sobre todo en la región de Kentucky y de Tennessee, comenzaron a considerar que la Confederación no podía defender sus auténticos intereses y que le faltaba voluntad política al estar más atenta a los intereses de los Estados históricos.

También Gran Bretaña hacía peligrar la nueva Confederación de Estados. Tras la independencia prohibió a Estados Unidos comerciar con sus posesiones de las Indias occidentales, y se negó a iniciar conversaciones para firmar un tratado comercial con sus antiguas colonias. Además, siguió ocupando fuertes, a lo largo de la frontera de Canadá, en territorio que los Artículos preliminares de paz habían señalado como de Estados Unidos. Desde allí también firmó, como había hecho España, tratados con los indígenas, en este caso, del valle septentrional del Ohio, para frenar la expansión de los colonos estadounidenses. Los ingleses además defendían su postura. Estados Unidos no había cumplido con su promesa de devolver las propiedades confiscadas a los realistas norteamericanos.

Los graves problemas internos y la dura política del imperio británico y español causó el surgimiento de un movimiento fuerte en Estados Unidos para revisar el contenido de los Artículos de la Confederación. En ese frágil equilibrio entre derechos y libertades individuales y poder, para muchos estadounidenses había llegado el momento de abrir un proceso de reflexión y potenciar el poder de las instituciones comunes a los estados.

La Constitución de Estados Unidos

El primer conato para impulsar acciones comunes a los estados se produjo en el Congreso de Alexandria, en Virginia, en 1785. Acudieron delegados de Maryland y de Virginia y lo hicieron para arbitrar soluciones estables a problemas entre los dos estados. La falta de atribuciones y también la debilidad del Congreso de la Confederación les llevó a reflexionar de forma bilateral. Así intentaron arbitrar soluciones para un antiguo conflicto comercial y para mejorar la navegabilidad del río Potomac. El éxito del encuentro impulsó a los delegados de Virginia a proponer la celebración de nuevos encuentros para solucionar los problemas de la Confederación invitando a representantes de todos los estados. Sin embargo tampoco acudieron muchos representantes a la segunda de estas reuniones. A Annapolis, en 1786, sólo llegaron representantes de cinco de los ocho estados que habían nombrado delegados para este nuevo encuentro. Pero fue suficiente. Entre los representantes estaban James Madison y Alexander Hamilton, partidarios de una reflexión profunda sobre el funcionamiento del nuevo sistema político estadounidense. Ellos propusieron la celebración de un nuevo encuentro en Filadelfia con un único cometido: revisar los Artículos de la Confederación.

A la Convención de Filadelfia acudieron 55 representantes de doce estados porque Rhode Island, temerosa de otorgar más poder a las instituciones comunes a los estados, se negó a participar.

La mayoría de los Padres Fundadores coincidieron en la voluntad de reorganizar y, sobre todo, reforzar el poder común a los estados. Pero procedían de un sistema confederal y todavía sólo se sentían representantes de sus estados y no de la toda la nación americana. Las propias normas de funcionamiento interno de la Convención –un único voto para cada una de las delegaciones de los doce estados sin importar su tamaño– recordaban que estaban en una Confederación de Estados. Además, los miembros de la Convención de Filadelfia temían ese reforzamiento del poder común a los estados porque les preocupaba la violación de los derechos fundamentales que tanto había costado conseguir. Pero es verdad que los grandes defensores de los derechos y libertades individuales estaban ausentes. Unos como John Adams o Thomas Jefferson porque estaban representando a Estados Unidos en Europa y otros grandes patriotas, como Samuel Adams o Patrick Henry Lee, porque no fueron elegidos por sus estados en esos tiempos de revueltas y problemas.

Más de la mitad de los Padres Fundadores habían estudiado derecho en los Colleges norteamericanos en una época en la que sólo una brillante minoría acudía a la universidad. Además, de ellos, tres eran profesores y unos doce habían enseñado alguna vez. Muchos habían practicado derecho en los tribunales de la antigua metrópoli. Pertenecían, pues, en su mayoría a los grupos más solventes de las antiguas colonias. La cultura política de los firmantes de la Constitución era similar a la de aquellos que habían suscrito la Confederación. Es más, 29 de los 55 representantes habían formado parte del Congreso de la Confederación y el resto eran miembros de las distintas legislaturas de los Estados. Si bien los miembros de la Convención de Filadelfia tenían mucho prestigio –“es una asamblea de semidioses”–, escribía Thomas Jefferson a John Adams, en 1787, el que más consenso ocasionó fue el antiguo comandante en jefe del Ejército Confederal: George Washington. Por ello fue designado presidente de la Convención.

Todos los participantes en la asamblea coincidieron en una misma preocupación. No parecía que los Artículos de la Confederación fueran capaces de garantizar la tranquilidad y el orden imprescindibles, según ellos, para asegurar tanto la libertad como la propiedad. Como señala Forrest McDonald en Novus Ordo Seclorum. The Intellectual Origins of the Constitution, la mayoría de los constituyentes buscaban, además, la grandeza y la fama de la joven nación. Defensores de la superioridad de la cultura política republicana frente a la monarquía europea pensaban que esta no era un impedimento para crear una nación poderosa, llamada a la gloria.

La mayoría de los miembros de la Convención de Filadelfia había reflexionado mucho durante el “periodo crítico” sobre la condición humana. Influidos por los trabajos de David Hume y por la experiencia de los primeros años de la independencia estaban convencidos de que los hombres cuando detentaban el poder se movían, en primer lugar, por sus intereses particulares, por sus pasiones. Partiendo de esa premisa, el debate debía versar en cómo reconducir esas pasiones, esos intereses particulares, para lograr el bien de toda la comunidad. El diseño del nuevo sistema político debía tener esa única finalidad: reconducir las temidas pasiones y buscar el bien común.

Aunque casi todos los Padres Fundadores estaban de acuerdo en que la única manera de salvar a la república sumida en enfrentamientos “particulares” y alejada, en los primeros años de su historia, de la consecución del bien, era reformar profundamente el sistema político, todavía prevalecían diferencias entre ellos. Fue en los debates para dirimir los conflictos entre unos y otros cuando emergió un sentido nuevo para un vocablo viejo. El término Confederación, en donde la soberanía residía en cada uno de los estados, se estaba transformando. Surgía así la idea de Federación. En las Federaciones la soberanía se compartía entre el Estado nacional y cada uno de los estados. El poder se fragmentaba, se multiplicaba y para muchos se diluía. Si las mayorías eran facciosas, es decir, si se unían para lograr su propio interés, nunca lograrían ocupar todas las esferas de poder. La virtud –la búsqueda del bien común por encima del interés particular– con el nuevo diseño político podría sobrevivir.

Pero tendrían que decidir que poderes recaían en el nuevo Estado federal y cuales permanecían en cada uno de los estados. Así, los Padres Fundadores fueron señalando en sus debates qué competencias serían nacionales y cuales permanecerían en cada uno de los estados. También fue importante reflexionar sobre uno de los asuntos más espinosos en la época revolucionaria: el de la representación. Los habitantes de los grandes estados, con mayor número de ciudadanos, respaldaban un plan que les beneficiaba: el Plan de Virginia. Lo propuso el gobernador virginiano Edmund Randolph como primer borrador que debía discutir la Convención de Filadelfia. El Plan no era una mera corrección de los Estatutos, sino que suponía la creación de un nuevo modelo de Estado. Los dos puntos básicos del Plan eran: conceder amplios poderes a las instituciones comunes a los estados –un ejecutivo, un legislativo bicameral y unos tribunales– y buscar un sistema de elección de representantes en la legislatura nacional proporcional al número de habitantes. Los pequeños estados, con pocos residentes, no podían aceptar un sistema electoral proporcional porque, lógicamente, estarían peor representados y sus intereses no podrían ser defendidos en términos de igualdad. De ahí que propusieran como alternativa el Plan de Nueva Jersey, diseñado por William Paterson, cuya única pretensión era la reforma de los Estatutos de la Confederación. Según esta propuesta, se mantendría el viejo congreso unicameral en donde cada estado estaba representado por un voto. La situación era difícil pero el acuerdo se alcanzó, tras un mes de debates, con la aceptación de un plan de compromiso presentado por Roger Sherman, delegado de Connecticut. El nuevo texto mantenía un congreso bicameral –con un Senado y una Cámara de Representantes–; la Cámara Baja se elegiría por un sistema proporcional al numero de habitantes a razón de un miembro por cada 40.000 residentes, y el Senado estaría integrado por dos senadores por cada estado, elegidos por las legislaturas estatales. El Senado sería, por tanto, la Cámara que defendería los intereses de los estados y la Cámara de Representantes los de los ciudadanos.

De todas formas, los grandes y los pequeños estados también se enfrentaron por otras causas. Acordar las competencias de la nueva organización estatal, y las que iban a mantener cada uno de los estados no era fácil. De nuevo, los estados de menor tamaño estaban preocupados por tener unas instituciones centrales con mucho poder que anularan sus particularismos. Y aunque la idea del federalismo les tranquilizaba necesitaban insistir en que cada uno de los estados debía conservar su singularidad. El temor al desorden y al caos, que se había vivido durante la Confederación, fue la razón de que el nuevo texto otorgara bastantes competencias al Estado Nacional. Podía imponer impuestos, dirigir las relaciones exteriores, regular el comercio nacional e internacional y crear una armada y un ejército de tierra nacionales. Además, la sección 10 del artículo 1 de la Constitución recogía prohibiciones específicas a los estados miembros de la Unión: “Ningún estado podrá celebrar tratados, alianzas, o confederaciones, conceder patentes de corso y de represalia; acuñar moneda, emitir billetes de crédito, autorizar el pago de deudas en otras monedas…”. Pero aún así muchas competencias permanecían en cada uno de los estados. Y sobre todo atribuciones que permitían mantener sus diferencias. Las condiciones para el ejercicio de la ciudadanía política y la organización de las elecciones; la educación; las leyes que regulaban el matrimonio y el divorcio; la ordenación del tráfico interestatal y la legislación que afecta a la seguridad y a la moral de los ciudadanos continuaron siendo competencia exclusiva de los estados.

Algunas de las competencias las debían compartir las instituciones federales y estatales. Así los ciudadanos americanos están sometidos a la fiscalidad federal y estatal; también puede el Estado federal y cada uno de los estados incautar su propiedad para beneficio público; las dos instancias pueden emitir deuda pública; existen tribunales estatales y federales y el bienestar general es competencia de los estados y también del Estado federal.

Pero no sólo David Hume influyó en los Padres Fundadores. Si habían logrado distribuir competencias entre el Estado federal y cada uno de los estados, también sería bueno establecer, siguiendo el modelo de Montesquieu, sobre todo de su Espíritu de las Leyes (1748), un reparto de las distintas atribuciones federales en distintos poderes que con competencias equilibradas se vigilasen y controlasen. La fragmentación del poder, de nuevo, era el camino para consolidar el diseño político que impidiera el triunfo de pasiones e intereses particulares. Los constituyentes americanos además del legislativo bicameral, crearon un ejecutivo y un poder judicial fuertes e independientes. La propia organización del borrador del texto constitucional dice mucho de las intenciones de los Padres Fundadores. Así la Constitución se abre con la definición del poder legislativo. Y era normal. La percepción que las antiguas colonias tenían de sus asambleas coloniales era la de instituciones donde los colonos y sus necesidades habían estado siempre representados. El legislativo no era un poder temido ni temible. Fueron los gobernadores, el ejecutivo, los que en la mayor parte de las ocasiones permanecieron fieles al “tirano real”. Además procediendo de una Confederación en donde la única institución común a los estados era el congreso, era lógico comenzar el borrador constitucional por él. Así el poder legislativo recaía en un Congreso bicameral. La Cámara de representantes estaba integrada por un número de representantes proporcional al número de ciudadanos que eran elegidos cada dos años. El Senado tenía dos senadores por estado que debían permanecer en el cargo seis años aunque cada dos, coincidiendo con la renovación completa de la Cámara baja, se renovaría un tercio del Senado. Las competencias del Congreso son múltiples. Imponer y recaudar impuestos para “pagar las deudas y garantizar la Defensa…”; regular el comercio interestatal e internacional; establecer las condiciones de naturalización; acuñar moneda y fijar pesos y medidas comunes a Estados Unidos; establecer un sistema de correo postal; configurar tribunales de justicia inferiores al Tribunal supremo; castigar el contrabando y la piratería; declarar la guerra; y “promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles… y asegurar a los autores e inventores el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos e inventos”.

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