Kitabı oku: «El papado en la iglesia y en el mundo de hoy»

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PRESENTACIÓN

El año 2013 supuso un auténtico revulsivo para la manera de vivir y de entender la imagen del papado que durante siglos habían tenido los católicos. En primer lugar, un cansado Benedicto XVI, ante la sorpresa de todos, cesaba voluntariamente en el ejercicio del ministerio petrino. La conmoción fue gigantesca. Surgieron preguntas: ¿puede un papa hacerlo?, ¿debe hacerlo?, ¿qué consecuencias puede tener un gesto así en el futuro?, ¿se hará costumbre?...

Algo después y siguiendo el cauce previsto para ello, el cónclave elegía como su sucesor al cardenal Jorge Mario Bergoglio. También fue grande el asombro, esta vez por una serie de circunstancias que concurrían en él: religioso jesuita, de la periferia latinoamericana, poco citado en las listas de los papables…

¿Cómo encajar tanta novedad?

El Centro marianista de Formación de la antigua Provincia marianista de Madrid llevaba años organizando ciclos anuales de conferencias para los religiosos, religiosas y laicos agrupados en esa familia religiosa. Pareció oportuno centrar el ciclo del curso 2013-2014 en torno al tema del papado, proporcionando así a los interesados una herramienta para comprender y situar mejor todo lo que estaba pasando de una manera tan inesperada y sorprendente. Se quiso desde el principio rehuir la anécdota para centrarse en la categoría. No se pretendió tanto informar de lo que iba ocurriendo, o sobre la personalidad de los dos papas, etc., cuanto, venidas de manos y cabezas expertas, presentar las grandes líneas del papado en su origen, en su doctrina y, también evidentemente, en su actualidad. Este conjunto de conferencias se ofreció, posteriormente, a la Editorial PPC, que ya había abierto este camino de reflexión unos meses antes con su libro El valor de una decisión, en el que Reyes Mate, Vicente Vide y Juan Mª Laboa intentaban calar seriamente en el significado y las consecuencias de la dimisión de Benedicto XVI. La editorial, como el lector puede comprobar, consideró oportuno llevar a cabo la publicación de dichas conferencias.

La primera es un detallado y muy ordenado estudio de lo que el Nuevo Testamento dice sobre el apóstol Pedro. Con tino y precisión, Severiano Blanco, cmf, expone todo, pero solo, lo que los textos bíblicos afirman sobre el papel tan especial de este apóstol en los primeros momentos del movimiento de Jesús.

Fernando Rivas sigue la reflexión histórico-doctrinal del ministerio petrino en los siglos inmediatamente siguientes, en concreto los siglos II a IV, lo que nos permite asistir al lento y matizado crecimiento de la influencia de la sede de Roma en el conjunto de la Iglesia.

Juan María Laboa describe, con su habitual competencia, la figura ya sí papal, surgida en la Edad Media y que llega prácticamente hasta nuestra época. Les presta una especial atención a los papas del siglo XIX y del siglo XX.

Tras la descripción histórica, en la que sin duda se vehicula mucha información más teológica, era necesario recoger las bases doctrinales del papado, tal como las vive hoy la Iglesia católica. Santiago Madrigal cubre esta dimensión, tomando como referencia tres documentos oficiales: la constitución Pastor aeternus del Vaticano I; la constitución Lumen gentium del Vaticano II y la encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II.

Y es así como llegamos en el ciclo de conferencia a la actualidad. María del Carmen Márquez aborda algunos de los grandes retos ad extra que el papado tiene hoy, en concreto el ecumenismo, el diálogo interreligioso y el diálogo con la cultura.

Y José María Arnaiz, sm, viejo amigo de Jorge Mario Bergoglio y profundo conocedor de muchos aspectos de nuestra Iglesia, se hacía cargo de presentar las claves del pontificado del papa Francisco.

Es posible, al final de la lectura de esta obra, que se pueda responder a la pregunta que se formulaba más arriba: ¿cómo encajar tanta novedad? En estas páginas laten claves de interpretación teórica para comprender más adecuadamente el complejo y diversificado papel que el papa –cualquier papa– ha jugado en la comunidad católica a lo largo de los siglos. Esa mirada permite afrontar si miedos esta etapa que nos toca vivir hoy, pues queda patente que han sido muchas también las vicisitudes superadas, los estilos practicados, las formas de entender la función papal.

También hay en ellas –y conviene decirlo– una afirmación clara de que el nuevo talante que la dimisión de Benedicto XVI y la elección de Francisco han traído son no un problema, sino ante todo una oportunidad, un estímulo y una esperanza para una Iglesia más evangélica.

En este sentido se ofrecen al lector, con el deseo de que también para él lo sean.


DIEGO TOLSADA, SM

1

FUNDAMENTOS BÍBLICOS DEL
MINISTERIO DE PEDRO

SEVERIANO BLANCO, CMF


Abordamos un tema de gran actualidad, debido al estilo tan personal y tan «libre» con que el papa Francisco ha iniciado el ejercicio del primado romano. Hay que decir, sin embargo, que no se trata de una novedad total; Benedicto XVI y Juan Pablo II desempeñaron su servicio eclesial con gran originalidad y fue el segundo de ellos quien instituyó una comisión para estudiar el modo de ejercer dicho ministerio, en orden sobre todo a no obstaculizar el empeño ecuménico en que nos encontramos. Tanto el papa Francisco como sus inmediatos predecesores nos vienen diciendo, con gestos de gran originalidad, que no todo está «predeterminado» en el servicio ministerial del obispo de Roma, sino que mucho puede y debe repensarse.

En todo caso, lo que pretendemos con esta primera exposición es un estudio histórico-exegético, cuyos resultados no deberán obedecer a simpatías, modas o personales inclinaciones, ni al pudor por las desviaciones en que el papado haya podido caer en las peores épocas de su historia; queremos atenernos a lo que los testimonios, críticamente analizados, dan de sí.

Nos atendremos a los métodos exegéticos actuales, sobre todo los de la crítica histórica y la historia de la redacción. Contaremos, ante todo, con la pluralidad de grupos y tendencias en los orígenes de la Iglesia, cada uno de los cuales sigue su propio camino, sin excluir contactos y préstamos doctrinales y estructurales1. Y tendremos en cuenta asimismo las distintas épocas en que surgen los escritos neotestamentarios. Adelantemos que en la actualidad estos se suelen dividir en tres períodos: la época propiamente apostólica (que habrá concluido por los años 60 y a la que solo pertenecen las cartas paulinas auténticas y –según algunos– la carta de Santiago, y en la que van tomando forma las tradiciones evangélicas posteriormente elaboradas), la subapostólica o de composición de los evangelios y algo del deuteropaulinismo, y la época tardía o conclusiva, la de las cartas pastorales, de algunas cartas católicas y cierre del NT (el Frühkatholizismus2 de que hablaban algunos protestantes de finales del siglo XIX y principios del XX).

La figura de Pedro tiene un relieve muy especial en el Nuevo Testamento; el nombre Petros aparece 154 veces, de las cuales 94 en los evangelios; a esto hay que sumar las veces que lo encontramos bajo la forma Simôn, sola o combinada con Petros, 75 veces en todo el NT, de las cuales 62 en los evangelios. Es el nombre más repetido después del de Jesús, a gran distancia del de Juan (134 comparecencias, repartidas entre el apóstol, el bautista y Juan Marcos), el de María (54 veces), y mucho más el de otros discípulos3. A Pedro le encontramos, además, en los escritos más heterogéneos, lo cual, sumado a lo anterior, nos obliga a reconocer ya de antemano su relevancia. Nuestro estudio no puede ser sino analítico: un recorrido por épocas, autores y libros; solo al final podremos formular alguna conclusión-síntesis.


1. Pedro en la historia de Jesús y en los primeros días de la Iglesia. Datos elementales transmitidos por las diversas fuentes


A pesar de la variedad de grupos que hemos mencionado, hay una serie de datos referentes a Pedro que se encuentran diseminados por todas o casi todas las líneas de tradición neotestamentaria. Así, todos los evangelios conocen las negaciones de Pedro, todas las listas de discípulos lo colocan a la cabeza de los Doce o de los Tres (o cuatro), o al menos en lugar preeminente; este es el caso de Jn 1,40, donde, para explicar quién es Andrés, el primero de los llamados, se lo presenta como «hermano de Simón Pedro»; sin duda, en la comunidad destinataria del cuarto evangelio, Pedro es más conocido que Andrés. Igualmente, toda la tradición evangélica sabe que Jesús dio a Simón el sobrenombre de Pedro o Cefas (gr. Kefas; cf. Mc 3,16; Jn 1,42; Lc 6,14; Mt 10,2; 16,18). Incluso Pablo conoce a Simón por ese sobrenombre (Gál 1,18; 2,14; 1 Cor 9,5).

También atestigua toda la tradición evangélica que Pedro es el primero entre los seguidores de Jesús que le reconoce como Mesías. Esto incluso en la tradición joánica (cf. Jn 6,69), donde se esperaría que tal título de gloria se reservase al Discípulo amado (en adelante DA). Esta confesión mesiánica debe darse por históricamente segura, no solo por el criterio de testimonio múltiple sino también por el de discontinuidad: su presencia «perturbadora» en Jn y el hecho de que Pedro, según la tradición sinóptica, se equivoca en cuanto al tipo de mesianismo que imagina y desea para Jesús.

Un tercer dato extendido por diversos campos de NT es la protofanía del Resucitado a Pedro. Poseemos dos antiquísimas confesiones de fe: la de 1 Cor 15,5 («se apareció a Kefas y luego a los Doce») y la de Lc 24,34 («efectivamente resucitó el Señor y se apareció a Simón»). Ambas fórmulas de confesión de la primacía de Pedro son de gran importancia: en Lc se usa todavía el nombre corriente, «Simón», no el título; y en 1 Cor se usa el título en su forma aramea: no «Pedro», sino Kefas; en ambos casos contamos, por tanto, con el criterio de antigüedad. Y ambas confesiones dejan entrever un dato de máximo interés: la experiencia pascual de Pedro es cronológicamente anterior4 a la de los compañeros; estos, durante un cierto tiempo, creen que Jesús está vivo no por haberle experimentado, sino porque Pedro ha tenido un encuentro con él y lo ha comunicado5; Pedro es el protomisionero de la Iglesia.

De esta protofanía a Pedro, seguramente en sus faenas pesqueras en el lago de Genesaret, a las que naturalmente hay que suponer que él y otros compañeros habrían retornado tras el «fracaso» del viernes santo, han quedado algunas reminiscencias en otros pasajes evangélicos. En el suplemento al cuarto evangelio (Jn 21), aunque por interés redaccional es el DA el primero en distinguir a Jesús («es el Señor») al lado del lago, es Pedro el que se lanza al agua a su encuentro (Jn 21,7). Y otra huella de tal puede percibirse en el suplemento mateano a la narración de Jesús caminando sobre el mar: Pedro es el único de entre los discípulos que, por el agua, camina hacia Jesús (Mt 14,28ss), mientras los otros están asustados ante la visión. En este pasaje, como en Lc 5,8-9, diversos rasgos de la narración (estupor, adoración, confesión de fe) muestran que se trata de un acontecimiento pascual retroproyectado a la época anterior.

Un cuarto detalle común a toda la tradición evangélica es la espontaneidad e impetuosidad con que Pedro frecuentemente se convierte en inesperado portavoz de los compañeros; es el caso de la ya mencionada confesión mesiánica, o el del propósito de no abandonar a Jesús en la pasión (cf. Mc 14,29; Jn 13,37). Aunque este rasgo haya crecido redaccionalmente (lo veremos a continuación), tiene sus buenos visos de verosimilitud histórica, pues varias de esas intervenciones son desacertadas.

En general, los cuatro datos que hemos mencionado gozan de elevada fiabilidad histórica. De los criterios clásicos para la misma, está presente el de testimonio múltiple (sinópticos, Jn, Pablo), el de antigüedad (nombre arameo Kefas, etc.) y el de discontinuidad (errores de Pedro, confesión mesiánica en el cuarto evangelio, etc.).

Una cuestión frecuentemente debatida es si el sobrenombre Kefas es prepascual o más bien se trata de una creación comunitaria retroproyectada a la época de Jesús. Digamos de entrada que, en el supuesto de que fuera creación de la Iglesia, nunca sería invención gratuita o arbitraria, sino fundada en una posición privilegiada de Simón en el grupo. Pero, ¿bastaría para esa posición singular el hecho de haber sido Pedro destinatario de la primera aparición pascual o de ser un hombre de iniciativa en los primeros días de la Iglesia? Por lo demás, también esta primacía requiere alguna explicación y ninguna mejor que un puesto destacado de Pedro entre los seguidores del Jesús histórico6. Debe notarse, finalmente, que el nombre «roca» aplicado a Simón tiene a favor, además del testimonio múltiple y la antigüedad filológica, el hecho de ser un gran «desacierto» (criterio de dificultad), pues supone aplicar la imagen de la fortaleza al hombre débil y cobarde que encontraremos en la pasión. Todo nos orienta a la época prepascual.

Con la que consideramos la mejor exégesis, creemos igualmente que los Doce son creación de Jesús7 y no de la comunidad pascual. Muy pronto llegaron a ser un concepto tan petrificado que se hablará de «doce» incluso cuando solo son once, como sucede en 1 Cor 15,4. Por lo demás, la composición del grupo, aun con variantes menores, supone un gran «error» por parte de Jesús; ¡contaba con que también Judas formaría parte del senado encargado de juzgar a las doce tribus de Israel! (cf. Mt 19,28; Lc 22,30).


2. Pedro «crece» en la redacción de los evangelios


Lo hemos dicho de pasada. La comparación de los evangelios entre sí nos muestra que, a veces, disminuyó el protagonismo conjunto de los discípulos, para concentrarse en la persona de Pedro. Ciertos pasajes que en Mc tienen por sujeto al grupo, al ser reproducidos por Mt o Lc, se convierten en intervenciones personales de Pedro8. Es el caso de la pregunta por lo puro e impuro, formulada por los discípulos según Mc 7,17 y por solo Pedro en Mt 15,15 («explícanos la parábola»). Tal individualización se da incluso dentro de un mismo evangelio: el «atar y desatar» por los discípulos en Mt 18,18 (con paralelo en el «perdonar y retener» de Jn 20,23, por distinta traducción del arameo; «testimonio múltiple») se concede individualmente a Pedro a Mt 16,19.

Uno de los testimonios más fuertes de este «crecimiento» o concentración en Pedro lo encontramos en Lc 5,1-11, donde la llamada de los cuatro primeros discípulos a ser pescadores de hombres (cf. Mc 1,16-20) se ha reducido a la llamada de Pedro para esa función: anthrôpous zôgrôn en Lc 5,10, en vez del halieis anthrôpôn de Mc 1,17; la escena cuenta con que los compañeros están allí, pero como meros elementos decorativos. El mismo «crecimiento», aunque en otra forma, hemos visto ya en la narración mateana de Jesús caminando sobre las aguas (Mt 14, 24-33); el pasaje ha quedado concentrado en la acción de Pedro, que sale por el agua al encuentro de Jesús, mientras los otros discípulos quedan en la penumbra (no así en Mc 6,45-52).

Comparando en Mt y Lc el pasaje Q sobre perdonar siete veces, nos encontramos el descuelle de Pedro en Mt 18,21, mientras que no aparece ninguna mención suya en Lc 17,4. Muy probablemente ha sido Mateo quien le ha hecho intervenir, presentándole una vez más como el más interesado en conocer bien la mente de Jesús. A la inversa, si comparamos el centón de textos sobre la vigilancia que se nos ofrece en Mt 24,42-51 con su paralelo en Lc 12,35-48, constatamos que en el tercer evangelio varios de esos logia son la respuesta a una pregunta de Pedro: «Señor, ¿esa parábola la dices para nosotros o para todos?» (Lc 12,41). No es probable que la pregunta estuviese ya en Q y que Mateo la haya suprimido, dada la relevancia que él repetidas veces intenta conceder a Pedro; debe considerarse «crecimiento» lucano.

Pero quizá no sea preciso acudir siempre a la comparación intersinóptica. Ya en ciertos pasajes marcanos surge la sospecha de que la mención de Pedro es secundaria o añadida al dato tradicional, sea por obra del evangelista o de la documentación que él maneja. Es el caso de la torpe redacción de Mc 16,7: «Decid a sus discípulos y a Pedro»; podría haberse dicho, mucho mejor: «a Pedro y a los demás discípulos». Aquí la incoherencia es doble; a) el versículo entero parece un añadido que perturba la narración9 e intenta unir las tradiciones sobre el sepulcro vacío (Jerusalén) y las de aparición del Resucitado (Galilea), y b) la distinción entre los discípulos y Pedro puede responder a un influjo tardío de 1 Cor 15,510.

Una inserción secundaria de la figura de Pedro puede sospecharse también en Mc 10,28; tras la afirmación de la dificultad que las riquezas suponen para la salvación (el rico «se marchó triste» cuando Jesús le invitó a dejar todo), se nos dice que «Pedro comenzó a decirle», donde quizá originariamente se decía que «los discípulos comenzaron a preguntarle», pues la respuesta de Jesús es a un plural: «Él les dijo».

A este respecto es también de interés la comparación de ciertos pasajes sinópticos con el lugar paralelo del cuarto evangelio. Puede estudiarse con fruto la narración de la última cena y del prendimiento de Jesús. Ante la predicción de la traición, según los sinópticos, los discípulos «van preguntando uno a uno»; según Jn 13,24 lo pregunta Pedro (al DA). Y, en Getsemaní, el que hiere con la espada no es sin más «uno de los presentes» (Mc 14,47) o «uno de los que acompañan a Jesús» (Mt 26,51; Lc 22,50), sino Pedro (Jn 18,10). ¿Dispondría el cuarto evangelista de información más precisa que la sinóptica? No es probable en el caso presente, pues Pedro está en el medio en que se forma la tradición sinóptica11. La tendencia general a aumentar el protagonismo de Pedro sigue siendo la mejor explicación.

A pesar de este fenómeno, que hemos llamado «crecimiento redaccional», y de la probable simbolización progresiva de la figura de Pedro intentando convertirle paulatinamente en paradigma del cristiano, puede afirmarse sin embargo que la tradición evangélica común nos proporciona una serie de datos que permiten caracterizarle con bastante aproximación: es una personalidad rica, compleja, impulsiva (hace promesas que no cumplirá: «aunque todos te abandonen, yo no» [Mc 14,29; cf. Jn 13,38]), quizá un tanto extrovertida y voluble, noble en medio de sus debilidades. Esto se observa ante todo en el hecho de que se arriesgó a seguir al Jesús apresado (Mc 14,54; Jn 18,15: «testimonio múltiple») y durante el proceso negó su relación con el Maestro (Mc 14,66ss; Jn 18,16). La conservación de las negaciones en toda la tradición evangélica es signo de que, fundamentalmente, se conservó su retrato real, sin ceder a la mitificación.

Finalmente, es preciso apuntar que este «crecimiento» del pasado de Pedro junto a Jesús solo pudo producirse si Pedro tuvo un papel relevante en la Iglesia naciente, al menos en alguna o algunas de las comunidades. Este ejercicio de liderazgo no exige por sí mismo la invención de un pasado espléndido, pero sí favorece la proyección de una luz nueva sobre lo realmente sucedido.


3. Pedro en la vida y en las cartas de Pablo


Pablo tuvo su encuentro con el Señor en Damasco o sus cercanías, e inmediatamente marchó a evangelizar, por cuenta propia, «sin consultar a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén a donde los apóstoles que lo eran antes que yo» (Gál 1,17). Pero es de suponer que algunos judeocristianos de Damasco con los que enseguida entró en contacto le transmitieron fórmulas de la nueva fe, en las cuales tal vez figurase ya el nombre de Kefas como primer testigo del Resucitado. De hecho la mención de Kefas será para Pablo parte integrante de su exposición de la fe: «Os transmití lo que recibí… que se apareció a Kefas» (1 Cor 15,5); sus primeros «educadores» cristianos (¡que él nos perdone la expresión!) debieron de presentarle a Pedro como figura de primer rango.

Cuando Pablo interrumpe por vez primera sus afanes apostólicos (probablemente al ser perseguido en Nabatea –que él designa como Arabia–, dominio del rey Aretas, cf. 2 Cor 11,32), tras breve estancia en Damasco, hace un viaje a Jerusalén expresamente «para conocer a Kefas» (Gál 1,18). Han pasado algo más de dos años desde su vocación a ser apóstol, la cual no requería conocimiento de la doctrina de Kefas; como apóstol, él se sabe autosuficiente, enseñado «por revelación» (di’ apokalypseôs Iêsou Christou: Gál 1,12). Le interesa conocer a la persona de Pedro y lo hace en una visita personal, privada y breve, a un Pedro que todavía no ha salido de la ciudad santa. Pedro es apóstol cronológicamente anterior a Pablo, pero Pablo se le ha adelantado en el intento de llevar el cristianismo a los paganos (nabateos). Tal vez en este momento, Pedro sea para Pablo una especie de «reliquia sagrada», objeto de piadosa curiosidad.

Posteriormente Pablo se incorpora a la iglesia de Antioquía (cf. Hch 11,26; 13,1), cuyo principal dirigente, y con gran probabilidad fundador, es Bernabé; este había estado inicialmente en Jerusalén, en compañía más o menos íntima de Pedro, aunque debió de pertenecer más bien al grupo de los helenistas (cf. Hch 6,1). En Antioquía Bernabé lleva la voz cantante; quizá es, de algún modo, «maestro de pastoral» de Pablo (cf. Hch 11,25s; 13,1), el cual pudo aprender también de Bernabé tradiciones jerosolimitanas primitivas12; no sería extraño que el nombre de Kefas anduviese de por medio.

Cuando Pablo funde comunidades propias por Asia Menor y Grecia, les dará alguna información sobre Pedro. Al menos saben de él los gálatas y los corintios, ya que Pablo se lo nombrará en las cartas sin necesidad de explicarles quién es. En Corinto conocen a Pedro como primer destinatario de apariciones del Resucitado (1 Cor 15,5) y también como misionero itinerante, que realiza esta tarea acompañado de su esposa (1 Cor 9,5). Y en Galacia deben de saber algo sobre su puesto preeminente en Jerusalén (cf. Gál 1,18). Aunque es posible (no seguro) que elementos petrinos no deseables se hayan infiltrado en dichas comunidades, especialmente en Corinto (cf. 1 Cor 1,12, y quizá 2 Cor 11,5 y 12,11), no por ello Pablo silencia a Pedro castigándole con una damnatio memoriae.

El segundo encuentro conocido de Pablo con Cefas será también en Jerusalén, a unos diez años de distancia del anterior, en el llamado «concilio», cuya recensión más fiable, aunque fragmentaria, tenemos en Gál 2,1-10. Pablo reconoce que Pedro, junto con otros dos dirigentes, es considerado en Jerusalén como «columna» que sostiene la fe y la vida del grupo cristiano. Pero Pablo solo se considera inferior a él en el aspecto cronológico; en lo demás se equipara. A los gálatas les dice expresamente lo que demostró en el «concilio»: «Vieron que el que había hecho a Pedro apóstol de judíos, ese mismo me había hecho a mí apóstol de paganos» (Gál 2,8). Y entre los dos, o entre sendas «legaciones», se da un acuerdo fundamental (apretón de manos, como signo de comunión), no imposiciones de uno(s) para con otro(s). Tal vez algunos daban importancia al hecho de que Pedro (y Santiago y Juan) había estado con el Jesús histórico; pero Pablo no reconoce en ello ventaja alguna. «¿Qué me importa a mí lo que hubiesen sido en otro tiempo? Dios en eso no se fija» (Gál 2,6). En ese momento, la relación de la comunidad de Antioquía (Pablo) con la de Jerusalén (Pedro) no está definida y, por tanto, tampoco la posible autoridad de Pedro sobre Antioquía.

No muy posterior al «concilio» debió de tener lugar precisamente el llamado «incidente de Antioquía». Para entonces en Pedro se ha dado un cambio radical; ya no es solo apóstol de judíos (como en la época del «concilio»: Gál 2,8), sino también de paganos. Con buen fundamento, se sospecha que el cambio se debe al episodio de casa de Cornelio (Hch 10), que el autor de Hechos, por su interés teológico peculiar, ha colocado mucho antes del «concilio»13. Pedro, obligado por una intervención celestial a romper sus barreras apostólicas, se atrevió a integrarse en la comunidad mixta de Antioquía y acomodarse a sus usos. No consta que allí ejerciera potestad alguna, pero ciertamente gozaba de prestigio y autoridad, de modo que su conducta personal resultaba «normativa». Cuando, quizá solo de forma táctica, dejó de comer con paganocristianos, «arrastró a los demás judíos (judeocristianos) en su simulación», dice Pablo (Gál 2,13). Este parece reconocerle esa autoridad, pues en su indignación por lo que está sucediendo (ruptura de la comunidad en dos, con desorientación para los paganocristianos), no recrimina a quienes se han dejado arrastrar (Bernabé, etc.), ni a los visitadores enviados por Santiago (Gál 2,12) que han originado el problema, sino solo a Pedro, aunque «delante de todos», dando así al asunto la solemnidad que parece merecer, pues «no caminaba según la verdad del Evangelio» (2,14).

A partir del conflicto de Antioquía (probablemente en el año 49), no tenemos más noticias explícitas sobre relación alguna entre ambos apóstoles. De momento lo que se da es ruptura entre Pablo y las Iglesias de Jerusalén y Antioquía; él prefiere formar un equipo misionero propio, con Silas y Timoteo, y dirigirse hacia Europa. Pasado algún tiempo, no sabemos cuánto, Pedro abandona también Siria y se establece en Roma (dato garantizado por toda la tradición, que parte del mismo NT –cf. la ficción de 1 Pe, escrita supuestamente «en Babilonia»– y de Clemente Romano). A veces se ha especulado sobre si Pablo, al proyectar detenerse en Roma de paso para España (cf. Rom 15,24), pretendía «arreglar» la comunidad romana petrina («compartir con vosotros algún don espiritual para fortaleceros»: Rom 1,11); no es imposible, pero no hay indicios suficientes. En cuanto a encuentros entre ambos apóstoles en la capital del imperio, tampoco hay datos fiables.


4. La aportación del evangelio de Mateo


Ya hemos indicado que, en algunos pasajes de este evangelio, Pedro viene a suplantar al conjunto de los discípulos («crecimiento») y que en la narración del caminar Jesús sobre las aguas (Mt 14,28ss) hay una reminiscencia de la protofanía pascual. Ahora nos limitamos a la consideración de dos pasajes exclusivos de Mateo y estrictamente petrinos.


a) El llamado «texto del primado»: Mt 16,17-19


Se trata de una inserción mateana en la secuencia narrativa que comparte con los otros sinópticos. En ella resuena un texto Q: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27 // Lc 10,22), solo que en tal pasaje no figura el Padre como revelador del Hijo, sino solo el Hijo como revelador del Padre. Según Mt 16,17, Pedro no ha descubierto a Jesús por deducción o por indicaciones de otros, sino que «te lo ha revelado mi Padre que está en los cielos», y esa revelación privilegiada le concede también un rango privilegiado entre los discípulos. Tenemos la impresión de que el primer evangelista ha elaborado un conjunto solemne partiendo de materiales previos, diversos y dispersos, que vamos a analizar someramente:



La bienaventuranza inicial pudiera tener un origen apologético, surgida en un medio en que se conocía la expresión autobiográfica de Pablo en Gál 1,14-16: «el que me separó… me reveló a su Hijo… no consulté a la carne ni la sangre». La comunidad mateana, en un medio cercano a Antioquía, comunidad en la que Pablo tuvo una gran autoridad pero con la que posteriormente rompió en condiciones desagradables, con la fórmula «no la carne ni la sangre sino mi Padre… [te ha revelado que yo soy el Hijo]», afirmaría que Pedro no es inferior a Pablo en cuanto a capacitación apostólica14. Por otra parte, la expresión «Simón, hijo de Jonás» (gr. Simôn Bariôna) está emparentada con la de Jn 1,42, «Simón, el hijo de Juan» (gr. Simôn ho huios Iôannou), lo que apunta a un material tradicional.
La expresión «Te digo que tú eres Pedro» es prácticamente idéntica a la de Jn 1,42 («serás llamado Kefas», klêthêsê Kêfas), y está en toda la tradición evangélica.
«Te daré las llaves» se inspira muy probablemente en Is 22,15-25. Allí el ministro Eliaquín tiene las llaves del palacio de Ezequías y controla el acceso al rey (o la exclusión del mismo). Hay que contar con que el logion mateano es originariamente independiente del «atar y desatar» que viene a continuación y que conocemos individualizado en Mt 18,18 y Jn 20,23. De ahí que el dicho de las llaves pudiera ser en su origen meramente misionero y de carácter positivo: Pedro, al revés que los escribas fariseos, que «cierran a los hombres el Reino de los cielos» (Mt 23,13) o, en versión lucana, «se han llevado la llave de la ciencia» (Lc 11,52), está llamado a abrir la Iglesia a todos. La llave que recibe Pedro será la de abrir la casa de la Iglesia, que se edificará sobre él, y estaría contrapuesta a «la llave del Hades y de la muerte» (tas kleis tou adou kai tou thanatou, Ap 1,18), que posee Cristo glorioso para mantenerla echada, cerrando el paso a la condenación15. Por lo demás, la Iglesia edificada por Jesús sobre Pedro resistirá contra los embates del Hades, pues está edificada sobre «roca», kêfas (cf. Mt 7,25 // Lc 6,47). Hay, por tanto, también en los vv. 18c.19 bastantes reminiscencias de tradición premateana, quizá en parte jesuana.
«Lo que ates, lo que desates», como hemos visto, es individualización de lo que en Mt 18,18 y en Jn 20,23 tenemos en plural. Es, por tanto, también material tradicional, que ahora se aplica en particular a Pedro, al cual la Iglesia mateana reserva la capacidad de excomulgar y readmitir, «cerrar y abrir». En el contexto actual se ha convertido en una especificación del poder de las llaves, especificación que queda completada con la referencia a las «puertas del infierno» (pylai tou adou).
Especialmente discutido ha sido el sentido y el origen de la expresión «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». No merece atención la vieja controversia católico-protestante16 respecto de si la base de la Iglesia es la persona de Pedro o su confesión de fe: si la confesión procede de él, él y ella van unidos. En general se ha negado origen jesuano a la expresión «edificaré mi Iglesia» a causa de la palabra «Iglesia» (gr. ekklêsia, derivado del verbo ekkalein, «convocar»), palabra al parecer extraña al lenguaje de Jesús y que solo se encuentra en este evangelio. Además de la palabra, la frase misma sería extraña al presumible pensamiento de Jesús: si contaba con un fin del mundo inminente, difícilmente podría pretender fundar una Iglesia.


Pero en estos puntos hace ya mucho tiempo que se nos invitó a ser cautos. Ante todo, la palabra ekklêsia, usada alrededor de cien veces en la LXX, es la normal traducción de términos hebreo/arameos como qahal o ‘edah, es decir, «comunidad»; construir la qahal o la ‘edah de Yahvé no es sino buscar «las ovejas perdidas de Israel» (Mt 15,24) o «reunir a los hijos de Jerusalén, como la clueca reúne a sus polluelos» (Mt 23,37). Y la espera apocalíptica de Jesús no se opone a la reunión de una comunidad: