Kitabı oku: «Ante el silencio y la oscuridad», sayfa 2
Viaje a Estocolmo
(1921)
Yo salía del colegio a las doce y regresaba a las tres, después de comer. Estaba muy próximo a mi casa. Desde que había llegado el abuelo —¡una novedad tan importante en la familia!— no me entretenía con las amigas. Estaba deseando verle para que me contara sus historias. Siempre había algo que despertaba en mí un enorme interés. Me hablaba de un mundo desconocido.
Allí se encontraba, fiel a la cita, escribiendo en su máquina Underwood o leyendo. Ya no tenía mesa de despacho ni ventanal con vistas al jardín. Compartíamos la mesa del comedor. Yo hacía mis deberes a su lado.
«¿Sabes que un día estuve a punto de ahogarme en el mar Báltico? Estaba en Dinamarca y tenía que coger el transbordador que me iba a llevar a Suecia. En Suecia tenía una entrevista con un mecenas. Era un sueco que contaba con una fortuna considerable. Ayudaba anualmente con sumas muy importantes a proyectos de desarrollo en la Escuela de Sordomudos. Lo había conocido a través de revistas dedicadas a proyectos educativos. Asimismo, en Holanda tenía otro mecenas, con el que he mantenido una gran amistad hasta su muerte, acontecida hace dos años. Precisamente, cuando vino tu hermana a Bruselas acababa de regresar yo de un viaje a Holanda; había ido a visitarlo y, tristemente, fue la última vez que le vi.
Pero volvamos al transbordador. Cuando este empezaba a separarse del muelle lancé la maleta y detrás fui yo. Al saltar resbalé y quedé colgado del borde. Rápidamente dos enormes brazos escandinavos me alzaron con fuerza. ¡Creí morir! No sé nadar y el mar creo que estaba a una temperatura heladora, ya que era el mes de abril y hacía todavía un frío considerable. Por un momento pensé que allí acababa mi vida. Fueron instantes intensos. Es una gran suerte que los vikingos sean una raza de envergadura.
Yo me comunicaba con todo el mundo en francés. En aquella época la Europa culta hablaba en esa lengua; de hecho, en Rusia, antes de la revolución, era el idioma de los aristócratas e intelectuales. El ruso solo lo hablaban los campesinos y siervos.
Para mí era muy importante conseguir ayuda económica para el Colegio de Sordomudos. En aquellos momentos empezábamos a colaborar con la Institución Libre de Enseñanza, que asimismo nos ayudaba. Te hablaré muy pronto de la Institución. ¿Sabes que conocí a Giner de los Ríos? Fue su fundador. Aquí tengo todos mis documentos, cartas y diplomas. Una vida entera llena de recuerdos…».
Burgos (1900)
Barcelona (1902-1904)
La abuela tenía mucho sentido artístico; dibujaba de maravilla y después reproducía sus dibujos en bordados. Mi hermana y yo tenemos bordados en seda natural, hechos con hilos de seda importados de China, de una finura extraordinaria.
«Estuvimos viviendo en Granada hasta 1900. Como yo había pedido excedencia para sacarme el título de bachiller, el único lugar donde conseguimos plaza los dos fue en Burgos y allí nos trasladamos. En nuestra vida volvimos a pasar tanto frío; se helaban por la noche los orines en la bacinilla. Encima de las mantas teníamos que poner mi capa, que era una prenda de mucho abrigo, confeccionada en paño de lana muy grueso. Jacobo se había quedado con mis padres en espera de que al siguiente año pudiéramos organizar mejor el trabajo y la atención de nuestro pequeño. Eugenio, tu padre, nació el 3 de abril de 1902. Habíamos ido a un cortijo de la familia en Córdoba.
Nuestro siguiente destino concedido a los dos fue Barcelona. Tu abuela era huérfana; por eso acudimos a Córdoba para estar acompañados hasta la toma de posesión de nuestras respectivas plazas. Tu padre nació ochomesino y delicado; en realidad, fue delicado toda su vida. Los calores de Córdoba le producían diarreas y tenía peligro de deshidratación. El médico nos aconsejó que anticipáramos nuestro traslado con un niño de tres años y otro recién nacido.
Los trenes de aquella época tardaban más de veintiocho horas entre Córdoba y Barcelona. Nunca se sabía cuándo llegarían. Carmen estaba verdaderamente angustiada por la salud de Eugenio y el viaje parecía que nunca iba a acabarse. Yo había ido un mes antes para buscar alojamiento y les tenía preparado lo que sería nuestro hogar hasta 1904, fecha en la que tu abuela aprobó la oposición para la Escuela Normal de Madrid. Viajó a Barcelona acompañada por una chica de servir, que le ayudaba con los pequeños: el cambio de pañales, la comida… Tenían que bajar en las estaciones para conseguir agua potable. Carmen lo recordaba como una terrible pesadilla. Pero al fin llegaron. Nuestro hogar se encontraba en el paseo de San Juan, próximo a la plaza de Tetuán.
Una vez en Barcelona, tuvimos que buscar un ama de cría para Eugenio, ya que la abuela no iba a poder compaginar el trabajo con la lactancia. Para poder acudir al trabajo dependíamos de la chica de servicio y del ama de cría. Carmen dejaba a sus pequeños en manos desconocidas. Muchos días bajaba la escalera llorando si, por un casual, Eugenio no había pasado buena noche, estaba indispuesto o tenía fiebre.
Así conoció a doña Josefina, la esposa de un conde inglés. Ella y su marido habían tenido un palacete en Mahón, pero se vieron obligados a venderlo porque estaban arruinados. Vivían de las rentas que les producía el edificio, que les pertenecía por completo. El conde había participado en safaris en África y en una ocasión le trajo a su esposa un tigre bebé. Lo cuidaron como un gatito y se comportaba como tal, pero un día que doña Josefina se encontraba sola quiso atacarla. Tuvo que encerrarse en una habitación y cuando llegó el conde logró reducirlo y se vio obligado a regalarlo al zoológico.
Doña Josefina no tenía hijos, era su gran pesar, y al ver llorar a tu abuela la tranquilizó. A partir de aquel momento, hasta que nos trasladamos a Madrid estuvo muy pendiente de los dos pequeños».
Mi padre le tenía un gran cariño. Yo recuerdo ir a visitarla con él de niña. Ya viuda, vivía con una hija que habían adoptado. Seguía residiendo en la misma vivienda donde la conocieron los abuelos. Sentada en un sillón, muy erguida, con un moño al estilo de principios de siglo. Era muy cariñosa y me permitía tocar su piano. Tenían un loro que no paraba de parlotear.
«Mientras tu abuela preparaba su oposición a la Escuela Normal, yo había iniciado mis estudios para especializarme en la educación de sordomudos y ciegos. A la vez estudiaba Pedagogía, Psicología e idiomas. Tuve la gran suerte de que ella se ocupaba de la organización de la casa para que ambos pudiéramos disponer de tiempo para estudiar, sobre todo yo. Le faltaban horas al día para conseguir ir sacando todos mis proyectos adelante.
Nos trasladamos a Madrid. Esta vez el viaje solo duró diecisiete horas. Los niños ya no eran tan pequeños. Yo me adelanté para procurar un alojamiento para la familia, pero en esta ocasión regresé a Barcelona para recogerles. No quería que tu abuela volviera a viajar sola.
El 18 de mayo de 1908 nació Daniel y el 3 de diciembre de 1911, Leandro. En 1911 tu abuela contaba 39 años de edad y su vida transcurría entre la Escuela Normal por las mañanas y el hogar y la atención a nuestros hijos por las tardes. Eran tiempos felices; los pequeños llenaban la casa de alegría. El trabajo de la abuela era entonces más llevadero. Ella siempre necesitaba descansar después de comer y ahora se lo podía permitir. Ya no tenía que estudiar, por lo que se sentía relajada y feliz, sobre todo porque había conseguido un ama de cría para Leandro — c ariñosa y responsable—, que vivió muchos años con nosotros hasta que regresó a Santander, a su aldea. Si uno de los niños se hallaba indispuesto, el ama de cría lo atendía con sumo cuidado. Estaba pendiente de todo y ayudaba a la chica en las labores domésticas. Además, ya no teníamos que depender de traslados.
Yo ya trabajaba en la Escuela de Sordomudos de Madrid y empezaba a tener contactos con la Institución Libre de Enseñanza. Comencé a pensar en la importancia de viajar a Francia para aprender nuevos sistemas de enseñanza».


Profesorado de la Escuela Normal de Madrid (1882-1939), donde figura la abuela con el nombre de Leandra, que era el que aparecía en todos los documentos oficiales.1
Carmen de Burgos aparece en esta publicación como compañera de la abuela en la Escuela Normal desde 1909 —fecha en la que llegó a Madrid desde Almería— hasta 1932. A su llegada a la capital fue nombrada profesora especial de la Escuela de Artes y Oficios de Madrid para impartir elementos de Historia del Arte y ese mismo año fue nombrada profesora numeraria de la sección de Letras y Prácticas de Enseñanza de la Normal Central, en la que permaneció hasta su muerte en 1932.
La verdadera vocación de Carmen de Burgos fue la de escritora. Se incorporó al magisterio, como muchas mujeres de aquella época, por una salida profesional digna, la única que le garantizaba su independencia y le proporcionaría una pequeña renta económica que le permitiera escribir. Y escribió mucho: encargos periodísticos, traducciones, cuentos. También pronunció conferencias, lo que le facilitaba poder aumentar los precarios ingresos como profesora. Como amiga de Blasco Ibáñez, fue una estrecha colaboradora de la editorial Sempere, que él dirigía. Realizó numerosos trabajos de traducción: obras de autores como Max Nordau, Ruskin, Renán, Tolstói, Anatole France, Nerval o Salgari.
En el periodismo fue precursora: la primera redactora de un periódico y la primera mujer corresponsal de guerra. En Madrid comenzó colaborando en diversos periódicos. Escribió artículos para La Correspondencia de España, El Globo, El País, etc., hasta que en 1904 es contratada como redactora del periódico El Diario Universal, donde tenía una columna diaria en la primera página, titulada «Lecturas para la mujer». En esas fechas adoptó el que sería su seudónimo: Colombine. En abril de 1904 forma parte como periodista de la delegación que acompaña al rey Alfonso XIII en su viaje a Almería. Visita la Escuela de Artes, el hospicio y la cárcel y a su regreso a Madrid publica dos artículos sobre su estancia. En 1906 trabaja en El Heraldo. Como corresponsal de este periódico estuvo en 1909 en Melilla, cubriendo la guerra al norte de Marruecos, y también informó sobre la Primera Guerra Mundial.
Vitalmente feminista, fomentó el debate y la opinión en temas comprometidos para la época como el divorcio o el voto de la mujer. En 1904 realizó en su columna diaria de El Diario Universal una encuesta sobre el tema del divorcio. Entre enero y junio recogió las opiniones de intelectuales, políticos y personajes destacados de la época sobre este tema. Participaron personajes de la talla de Emilia Pardo Bazán, Miguel de Unamuno, Pío Baroja o Antonio Maura. En el plebiscito, como lo llama la propia Carmen, se recogieron hasta 2.000 opiniones, en su mayoría favorables al divorcio. En 1907, desde las columnas de El Heraldo, realiza otra encuesta sobre el voto femenino. Fue un debate público, antesala de la reforma legal que se aplicó en la Segunda República. Su actitud vital fue consecuente con sus escritos. Participó en innumerables actos y en 1921 salió a la calle para exigir el voto femenino a las puertas del Congreso. También se implicó en otras causas como sus campañas en pro de los sefardíes, su apoyo a la abolición de la pena de muerte o su defensa de la infancia, en clara actitud pedagógica sobre la mejora de las condiciones higiénicas y de salud.2
A Carmen de Burgos se la reconoce como una de las mujeres que impulsó la masonería en España. Fue Venerable Maestra de una de las logias madrileñas, llamada Amor.3 He buscado esta información sobre Carmen de Burgos porque en su día el abuelo la nombró, haciendo referencia a la importancia de la lucha por la igualdad de muchas mujeres de su época. Ese era el ambiente que rodeaba también a la abuela. Ignoro la relación que tuvo con ella, pero es evidente que se conocían.

La abuela en Madrid durante el verano de 1911. Tenía 39 años
1 https://revistas.ucm.es 〉 index.php 〉 RCED 〉 article 〉 viewFile de RM Sebastián-1998 (p.v.8-01-2020), pág. 184.
2 http://www.dipalme.org/Servicios/IEA/edba.nsf/xlecturabiografias.xsp?ref=69 (p.v. 07-01-2020).
3 https://www.educacionyfp.gob.es 〉 cida 〉 guias-de-lectura 〉 escritoras 〉 b... (p.v.07-01-2020).
Defunción de
Don Jacobo Orellana Espejo
«En 1912 murió mi padre ¡Qué sensación de soledad!... Mi madre había fallecido dos años antes. Yo no les había podido dedicar apenas tiempo; solo mis cartas, que les llenaban de alegría. Mi hermana cuidaba de ellos. Era tal mi actividad en el colegio y en los proyectos pedagógicos que no disponía de vacaciones. Don Blas Zambrano, padre de María Zambrano, escribió una necrológica, que conservé hasta hace poco tiempo».

Necrológica de don Blas Zambrano, padre de la filósofa María Zambrano, a la muerte de don Jacobo Orellana Espejo, publicada en El Porvenir Segoviano el 12 de septiembre de 1912
«El 31 de Agosto pasado falleció en Alameda, provincia de Málaga, un hombre meritísimo, D. Jacobo Orellana Espejo.
Era D. Jacobo uno de aquellos viejos (ha muerto a los ochenta años de edad) que elevaron a gran altura el prestigio de la clase, hoy tan mal traída por unos y por otros; porque hay que reconocer que aparte de la representación del maestro famélico, infeliz por los cuatro costados, en muchos pueblos y ciudades y hasta en provincias enteras el maestro era, por méritos propios más o menos acentuados, altamente considerado y a veces respetado como nadie.
Literato de la buena y castiza estirpe, y no hay que decir que hombre cultísimo, era también D. Jacobo Orellana, por feliz y no muy frecuente consorcio, hombre bueno, funcionario probo y trabajador, espíritu recto, corazón sencillo, carácter afabilísimo y cortés.
Benévolo con la juventud y desprovisto en absoluto de soberbia alentada con su palabra, al par que fortalecía con su ejemplo, a los que comenzábamos a andar por el áspero camino, que unas veces asciende a la cumbre del éxito y otras, por ramales que se llaman necesidad, impotencia, mala suerte… bordea entre matorrales las alturas y conduce al llano.
¡Cuarenta y cuatro años en la escuela, un maestro como D. Jacobo Orellana!... ¿Puede calcularse, sospecharse siquiera, los beneficios que ese hombre ha deparado con su esfuerzo a los pueblos que sirvió? Écija, Antequera y Granada han tenido sucesivamente esa fortuna.
En la última de estas ciudades, en la Granada cuya ausencia nos hace comprender a los que hemos vivido en ella toda la amargura inconsolable del llanto de Boabdil, en la Granada que hace esclavo de su amor a quien la vive, conocí yo a D. Jacobo. Y en verdad que al recuerdo melancólico de Granada he unido siempre el de aquel viejo ilustre y venerable, que fue para mí tan bueno, porque era bueno.
Él descansará en la paz que merece, y en sus hijos, en sus amigos y en sus discípulos vivirá de continuo su recuerdo, también pacífico, con la suave y honda tristeza de esos atardeceres de los días espléndidos, más tristes porque recuerdan las alegrías de la cercana y ya extinta aurora.
Para los maestros jóvenes, unos engreídos, otros displicentes, modestos y cultos los demás, la memoria de los gloriosos veteranos, como don Jacobo Orellana y Espejo debe ser freno para los unos, para los otros estímulo y para todos, un bello ejemplo insuperable.
Segovia 8 septiembre 1912. B. J. Z.».
Esta necrológica la he transcrito siguiendo la ortografía del original que se utilizaba en la época. La localicé en el blog del sacerdote don José Antonio Espejo Zamora.
«Mi padre me transmitió el sentido del deber, la responsabilidad, la ética y la honestidad. Era un hombre que amaba profundamente su profesión. Sus alumnos lo recordaban con respeto y cariño. Fue como un inmenso roble que sujetaba la estructura familiar y a cuya sombra todos descansábamos. Yo sabía que mi vida tenía que seguir, recordando la herencia recibida y marcando nuevos destinos en mi camino, pero la sensación de soledad que deja la muerte de los padres se apodera de nosotros y nos acompaña toda la vida».
Guerra de
Marruecos (1922)
Cuando llegaba a casa procedente del colegio, siempre desde la puerta empezaba a llamar al abuelo. Allí estaba; le veo con sus gafas y su lupa. Tenía un problema de nacimiento en el ojo derecho, una atrofia que le impedía la visión de ese ojo casi por completo. Para leer se ayudaba de su lupa, que tengo aquí, en mi escritorio. Es uno de sus recuerdos. La miro, sonrío y siento que me acompaña.
«¿No te he contado cuando fui a Marruecos en busca de tu tío Jacobo?... España se encontraba inmersa en la guerra del Rif, también llamada segunda guerra de Marruecos, una guerra que enfrentó a las tribus rifeñas con las autoridades coloniales españolas y francesas entre 1911 y 1927. Fue una larga contienda, con numerosos altibajos, que marcó la historia de España en el primer tercio del siglo XX. En 1921 se inició definitivamente el comienzo del fin del largo conflicto.
Todo empezó cuando el 12 de febrero de 1920 el general Manuel Fernández Silvestre, que había sido jefe del Cuarto Militar del rey y que tenía una hoja de servicios llena de actos heroicos, fue nombrado comandante general de Melilla. En enero de 1921 decidió emprender una ofensiva para tomar la bahía de Alhucemas. Dejándose llevar por su arrojo, que al fin se mostró imprudente, prescindió de los mandos superiores y quiso hacer la guerra por su cuenta, con unas tropas poco preparadas y con problemas de suministros, enfrentadas a las duras tribus rifeñas, acostumbradas a las calamidades y conocedoras de un territorio muchas veces ingrato y siempre duro. Perdieron la vida 10.000 hombres entre oficiales profesionales y soldados de reemplazo. También cayeron heridos o prisioneros otros 10.000 en manos de Abd el-Krim. A punto estuvo de perderse Melilla.
Allí, en medio de esa masacre, se encontraba Jacobo, tu tío. En su servicio militar le había tocado Marruecos y se vio obligado a quedarse. Contaba veintitrés años de edad. Las noticias que llegaban a la Península eran muy alarmantes y algo me dijo que debía tomar rápidamente cartas en el asunto. No sabíamos si estaba vivo o muerto porque hacía mes y medio que no recibíamos noticias suyas. Después de debatir sobre la mejor solución con tu abuela, decidí que debía desplazarme a Marruecos; parecía lo más cabal. Estaba en periodo vacacional, así que empecé a mover contactos con amistades; acababa de hacerme socio del Ateneo y conseguí a través de un amigo una carta de recomendación para el Alto Comisario. Imposible iniciar este viaje sin unas credenciales. Viajé hasta Algeciras y allí embarqué en un carguero que admitía pasajeros.
Gracias a las gestiones del Alto Comisario logré averiguar que Jacobo se encontraba en un hospital en Tánger. Por fin pude encontrarlo; se hallaba en unas condiciones deplorables. Tenía sarna y una afección intestinal que le hubiera costado la vida. Apenas podía andar. Conseguí sacarlo del hospital por la noche a base de sobornar al enfermero de guardia y lo llevé a un hotel donde las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear, con camastros que no invitaban a acostarse. Quité los colchones y, como era verano, coloqué las sábanas —que aparentemente estaban limpias— encima del somier. Quería evitar como fuera las picaduras de pulgas y chinches. Era un lugar que nos aseguraba la clandestinidad que precisábamos. Allí nos hospedamos hasta la noche siguiente. Nos trasladamos en una carreta hasta el lugar donde íbamos a embarcar. Era principios de agosto de 1922. Nos llevó un día entero.
Viajaba lleno de tensión, preocupado por su extrema debilidad. Al día siguiente conseguí que un pescador accediera a cruzar el estrecho de Gibraltar gracias a una buena cantidad de dinero. Por fin llegamos a España tras una travesía en la que nos acompañó la suerte. Había luna llena, que nos iluminó el camino; sin embargo, se me hizo larguísimo. Siempre le tuve mucho respeto al mar y viajar de noche impresiona muchísimo. Una barca rodeada de agua oscura y profunda. Parecía que el pescador era un hombre seguro y experto, pero yo me sentía totalmente desprotegido, se me entumecían las piernas y no me podía mover. Tu tío apenas se enteraba de lo que estaba sucediendo.
En Cádiz alquilé un piso. Jacobo estaba en tan malas condiciones físicas que no podía emprender un viaje de retorno a Madrid. Un médico le visitaba todos los días y le dio un tratamiento que logró que poco a poco pudiera recuperarse. No figuró como prófugo porque eran tantos los cadáveres sin identificar y los prisioneros, unido al desastre de organización, que al poco tiempo pudimos regresar a la capital sin problemas.
A tu abuela le envié un telegrama desde Tánger cuando encontré a Jacobo y otro nada más instalarnos en Cádiz. Luego ya empecé a escribirle, poniéndola al corriente de nuestro día a día. Así transcurrieron mis vacaciones de aquel año.
Tu tío había estudiado Bellas Artes. La guerra de Marruecos interrumpió sus aspiraciones a continuar en la universidad. Una vez recuperado de los horrores y sufrimientos pasados, preparó unas oposiciones para funcionario de correos e inició su trabajo con veinticinco años de edad.
Eugenio, tu padre, padeció desde pequeño bronquitis asmática, que le impedía llevar los estudios con normalidad. Fue el único que no estudió una carrera universitaria porque pasaba temporadas en un sanatorio de Granada. Este hecho le liberó de hacer el servicio militar. Cuando acabó el bachillerato en el Liceo Francés preparó oposiciones como funcionario de telégrafos y ya estaba trabajando cuando Jacobo y yo regresamos de Marruecos».
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