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El aprendizaje por el efecto de las conductas

Una vez desarrollada una conducta, esta produce efectos, consecuencias. Si el efecto es satisfactorio, agradable o placentero, lo que la persona aprende es a seguir emitiendo esas conductas. Por ejemplo, si cuando un niño está estudiando, sus padres le prestan mucha atención y son muy afectuosos, el niño aprenderá que estudiar es bueno. En otras ocasiones, las conductas producen efectos distintos, por ejemplo, reducir el malestar. Es el caso de otro niño que cuando sus papás le ponen pescado para cenar, llora y consigue que le cambien el pescado por una hamburguesa. Aquí el chaval aprende a llorar. Llorar es eficaz para no comer lo que no le apetece. El malestar que le supone la expectativa de comer el pescado desaparece cuando llora y consigue el cambio de alimento.

El comportamiento social, como el resto de la conducta humana, se rige por las mismas leyes. Cuando otro niño emite una conducta agresiva, como amenazar a un compañero de clase para colarse, y lo consigue, sin duda alguna fortifica e instala el comportamiento de amenazar en su estilo de relación social. En otras palabras, la próxima vez que se encuentre en una situación similar, las probabilidades de que repita la conducta agresiva serán mayores. Por otro lado, el efecto que producirá en el niño que ha sufrido la amenaza y se ha plegado a ella para evitar el conflicto es aprender a escapar, cediendo, de las situaciones socialmente difíciles. Eliminará el miedo que le provoca la amenaza permitiendo el abuso. Esta, junto a otras conductas similares, se convertirá en la base de su futuro comportamiento pasivo.

Las acciones pueden provocar otros dos efectos, también muy poderosos. El primero es el castigo. Si una actuación provoca un efecto desagradable, aversivo o doloroso, la persona debilitará, o en casos extremos, eliminará completamente esa conducta de su forma habitual de actuar. Si un adolescente opina sobre un tema en clase y el profesor o el resto de los alumnos se ríen de él y lo ridiculizan, probablemente aprenderá a no manifestar su opinión en público.

El segundo efecto es que la conducta no produzca ningún efecto. Si este mismo adolescente expresa la misma opinión y nadie responde, también se reducirán las probabilidades de que dé espontáneamente su opinión en el futuro.

La manera en que llegamos a ser socialmente como somos es una combinación del aprendizaje por modelos, en el que aprendemos comportamientos nuevos, y el aprendizaje por consecuencias, en el que se fortifican o debilitan estas conductas. El modelado crea las conductas nuevas y, según el efecto que estas producen, quedan o no fijadas.

Pedro, un niño de seis años, es testigo reiteradamente de cómo cuando sus padres no están de acuerdo en algo acaban discutiendo y parece ganar el que más grita. Un día, Pedro prueba a gritar a su hermano para conseguir un juguete, y lo consigue. Funciona. Pedro ha aprendido a gritar.

Marta, de 10 años, observa que cuando sus tíos le piden a su madre cualquier favor, aunque ella no quiere aceptar, acaba haciéndolo para rehuir el enfrentamiento. En el cole, una de sus amigas le pide que le deje su boli nuevo. Ella no quiere, pero al final cede, rehuyendo el enfrentamiento, y su amiga se lo agradece. Marta está aprendiendo a no decir no.

A ser asertivo también se aprende por los modelos y por las consecuencias. Luis, un chaval de 14 años, bastante tímido, tiene una nueva experiencia que cambiará su vida. En clase, mientras el profesor está explicando, su amigo Nacho levanta la mano y de una forma directa y tranquila comenta que no está de acuerdo con el punto de vista del educador. Este lo felicita y le dice que justo eso es lo que pretende enseñarles, a tener una actitud crítica y personal. En la próxima clase, Luis se atreve a hacer una pregunta o a expresar su opinión. Y el resultado será el mismo. Luis ha empezado a caminar por la senda de la asertividad.

Llegar a tener un estilo de relación u otro será, por lo tanto, el resultado de una combinación muy amplia de elementos. Idealmente, un niño llegará a ser un adulto asertivo si tiene la suerte de tener los modelos adecuados que le muestren cómo emitir las primeras conductas habilidosas y luego sigue viviendo en un ambiente social en que se premien esos comportamientos.

Por otra parte, al escarbar en la biografía de aquellas personas que acaban siendo adultos predominantemente pasivos o agresivos descubriremos, indefectiblemente, que presenciaron modelos de los mismos estilos y se criaron en ambientes donde las conductas pasivas o agresivas fueron sistemáticamente premiadas.

En realidad, todo esto es mucho más complicado. Si bien es cierto que las bases del comportamiento social o cómo uno se posiciona respecto a los otros se aprende en la primera infancia y a partir de ahí el resto de las experiencias se filtra a través de esos esquemas, no es menos cierto que este yo social nunca se cristaliza definitivamente. Muchos individuos aprenden en este periodo estilos pasivos o agresivos y, sin embargo, más tarde, en la adolescencia, en la juventud o en la adultez, cambian hacia un estilo asertivo. Y no siempre por un proceso directo de terapia, sino por un proceso de cambios azarosos en su mundo social.

Las posibilidades son infinitas. Para cada persona la conjunción exacta de variables educativas influyentes es diferente. Hay personas que han tenido modelos simultáneos antagonistas, muy agresivos y muy pasivos, incluso en sus padres. En otros casos, estas versiones de cómo mostrarse socialmente diferente dependían de distintos escenarios sociales, por ejemplo en casa y en el colegio. Y así podrían haber influido diferentes grupos de amigos, familiares no directos o su youtuber favorito. Sería como una complejísima fórmula química a la que, según el momento evolutivo en que cada uno estuviese, se le añadieran o eliminaran ingredientes. Todo ello, además, a sabiendas de que la fórmula nunca dejará de evolucionar. En términos prácticos y esperanzadores, la conclusión es ,que tengamos la edad que tengamos, si no somos asertivos podemos aprender a serlo.

El aprendizaje por creencias

No solo aprendemos formas de actuar, sino formas de pensar. Tan pronto como en términos madurativos nuestro cerebro está preparado para pensar de manera abstracta, empezamos a tener creencias. Las creencias son las bases filosóficas con las que entendemos y estructuramos la vida, nuestro día a día. Aunque hay creencias de todo tipo, sin duda las más importantes son las que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo.

Las creencias sobre nosotros mismos son lo que opinamos de quiénes somos y constituyen la base de nuestra autoestima. Ahí, diseccionando nuestra alma, encontraremos un listado de lo que consideramos nuestros puntos fuertes y, cómo no, otro listado de lo que consideramos nuestras debilidades. También estarían nuestro código moral, nuestros valores, expectativas o deseos.

Las creencias sobre el mundo definen las reglas que cada uno de nosotros cree acerca de cómo funciona el mundo. Lo que es normal y lo que no lo es, lo que es justo o injusto, o qué cosas deberían pasar y qué cosas no. Este tipo de creencias tienen una influencia extraordinaria sobre nuestras posibilidades de ser felices. Si esperamos que la forma normal de que el mundo funcione es que ocurran siempre eventos positivos o que todo sea fácil, nuestra tolerancia a la frustración y nuestra capacidad de aceptar los eventos negativos o dolorosos estará seriamente mermada. Esta forma edulcorada y simplona de ver el mundo nos hace vulnerables a todo tipo de trastornos psicológicos y en especial a la depresión.

Por último, las creencias sobre los demás y nuestra relación con ellos. Cuando aprendemos a sobrevalorar la importancia de ser aceptado por los demás, resulta difícil ser asertivo. Como decía el gran doctor Albert Ellis, uno de los psicólogos más influyentes del siglo xx, la necesidad de agradar a todo el mundo es una de las ideas más dañinas que puede tener el ser humano. Esta creencia aparece de muchas formas distintas. «Siempre es más importante lo que los demás piensen que lo que yo pienso», «Si no tienes nada bonito que decir, mejor te callas», «No pongas a los demás en situaciones difíciles», «Tienes que quedar siempre bien», «Lo más importante en la vida es la imagen que damos», «Por los amigos o la familia se hace todo», «Guardar las formas es imprescindible» o «Cuidado con el qué dirán». Está claro que esta creencia contribuye a mantener la cohesión social y a vivir en grupo. En ese sentido, posee un valor regulador de la dinámica social. Las relaciones humanas serían muy diferentes si dejáramos de creer completamente en esta idea. El problema aparece cuando esta se sobrevalora, cuando se cree con extrema rigidez y se actúa en consecuencia. Desear caer bien a los demás, especialmente a las personas significativas o relevantes, está muy bien y es saludable, pero la necesidad de gustar por encima de todo condiciona enormemente nuestra vida y crea malestar psicológico, malas relaciones sociales e ineficacia comportamental.

Las ideas se aprenden como las conductas: en contacto con el ambiente en el que nos criamos. En realidad, lo que pensamos y la forma en que actuamos se aprende simultáneamente, en conjunción y sinergia. Cuando aprendemos, por ejemplo, a no ser directos expresando nuestras emociones o a no expresarlas, al mismo tiempo estamos aprendiendo que ser claro y honesto con lo que sentimos es inadecuado, porque podríamos molestar a nuestro interlocutor y ello constituiría un comportamiento éticamente reprobable. Y así también se aprende la emoción. La expectativa de ofender o molestar al otro crearía en nosotros una especie de culpabilidad anticipada que se eliminaría al no expresar lo que sentimos.

En otras palabras, pensar, actuar y sentir se aprenden siempre al unísono, y a lo largo de los años de adoctrinamiento y entrenamiento en una determinada filosofía social llegamos a ser predominantemente pasivos, agresivos o asertivos.

Una vez interiorizadas estas creencias o valores, pasan a tener la categoría de inmutables. En este contexto, esto significa que las aceptamos como totalmente veraces e incuestionables. Y es muy raro, por no decir imposible, que alguna vez nos paremos a analizarlas. Son como las reglas del juego del comportamiento social, tener un mapa claro de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer, y determinan nuestro comportamiento incluso cuando este va claramente en contra de nuestros intereses. Por ejemplo, una de las ideas que Antonio comparte es que los hombres deben tener cuidado al expresar sentimientos positivos, especialmente a otros hombres, porque esto le haría parecer débil o incluso afeminado. En estos momentos, su amigo Félix esta pasando por una mala racha. A Antonio el corazón le pide abrazar a su amigo, decirle cuánto lo siente y ofrecerle todo su apoyo; sin embargo, no lo hace y se limita a decirle un tímido «todo se arreglará» y a darle unas palmaditas en la espalda.

El aprendizaje instantáneo

Aunque nuestro yo social, como hemos visto, es el resultado de un proceso largo y sostenido en el tiempo, a veces se puede aprender instantáneamente. Beatriz, de 15 años de edad, era una joven que afrontaba su vida social con desparpajo y soltura. Hace unos meses tuvo que presentar un trabajo en clase. No tenía experiencia formal hablando en público, pero tampoco le preocupaba demasiado. Sin embargo, ese día algo extraño sucedió. En cuanto notó la mirada de todos sus compañeros y su profesor centrada en ella y esperando oír sus palabras, la ansiedad se disparó en su interior. Su corazón latía deprisa, tenía calor, notaba sensaciones en el estómago y la boca se le secó de tal manera que apenas podía hablar. Aún peor estaba su mente, como bloqueada, incapaz de recordar el discurso que había preparado. Su presentación acabó siendo una lectura titubeante de las diapositivas que tenía preparadas. Se sintió enormemente avergonzada y culpable, y aún fue a peor en los siguientes días. Desde ese momento, Beatriz ha cambiado. Aunque ninguno de sus compañeros pareció darle demasiada importancia, a ella le afecta día a día, especialmente a la hora de hablar. Si es una conversación de tú a tú, la maneja bien, pero incluso en pequeño grupo le cuesta mucho hablar. Cuando piensa en decir algo, una ansiedad muy parecida a la que sintió el día del desastre se adueña de ella y solo la puede parar si desiste en su deseo de hablar. Beatriz ha sido víctima del aprendizaje instantáneo.

Si en una situación que originalmente era neutra o que incluso provocaba emociones agradables, sufrimos un importante acceso de ansiedad, puede ocurrir que unamos la situación a ese malestar y que a partir de ese momento, al sumergirnos en esa situación, aparezca la ansiedad de forma automática. Este fenómeno de aprendizaje instantáneo es muy potente, porque tiene un fuerte valor de supervivencia. Cuando, en la prehistoria, un enorme felino de dientes de sable atacaba a un cazador en un bosque, en un solo ensayo aprendía que ese bosque era zona de peligro y en consecuencia aprendía a evitarlo para salvaguardar su vida.

Esta forma rápida e instantánea de aprender es la causa original de muchas fobias: miedo a volar, miedo a conducir o miedo a perros. Y también puede ser la causa de determinados miedos en el mundo social.

Capítulo 3: DERECHO A SER UNO MISMO

Para poder desarrollar un estilo asertivo de relación social, primero nos lo tenemos que permitir. Es decir, tenemos que cambiar nuestra forma de pensar para con las relaciones sociales. Mucha gente que no es asertiva, no lo es porque el comportamiento asertivo les parece egoísta, brusco, poco educado o incluso amenazador. En otros casos, se interpreta la conducta asertiva como débil, titubeante, indirecta o incluso cobarde.

Así pues, como requisito ineludible al entrenamiento en estrategias conductuales para llegar a ser asertivo, conviene empezar a pensar asertivamente.

3.1 Los derechos asertivos

Un clásico de la literatura sobre asertividad es el concepto de derechos asertivos. Solo por ser personas y vivir en sociedad, tenemos una serie de derechos que la gente no asertiva no ha llegado a conocer o ha olvidado. En realidad, lo que en el contexto de la asertividad y las habilidades sociales se ha descrito como derechos asertivos, son creencias saludables que legitiman la ética del comportamiento asertivo. He aquí las que nosotros consideramos más importantes.

1. La única persona que está realmente cualificada para juzgar tu comportamiento, tu forma de pensar y tus sentimientos eres tú mismo.

Los demás pueden opinar, pero el único que tiene poder para juzgarse es uno mismo.

En realidad, es mucho más fácil. La mayoría de las veces en que creemos que los demás piensan algo negativo de nosotros, no lo están haciendo. Pero en el caso de que sucediera, ¿por qué la opinión de los demás debería ser más válida que la nuestra? Esta filosofía es la que llamamos «sano egoísmo». Significa que en aquellas ocasiones en que tus opiniones, deseos, preferencias o decisiones difieran de las de los demás, deberías tender a elegir la tuya. Obviamente, estamos hablando de temas opinables, no de asuntos que dependan de conocimientos o de ciencia. Por ejemplo, no tendría sentido elegir tu propia opinión sobre un tema de nutrición frente a la opinión de un experto.

La lógica que subyace a este precepto es aplastante. En todo lo que tenga que ver contigo, tú eres el experto más cualificado. Así pues, tu opinión debería ser la más creíble para ti.

Por el contrario, si condicionas tu vida a la opinión de los demás, estás traicionándote a ti mismo y renunciando a ser quien eres. Y además, de entre todas las opiniones, ¿a cuál vas a hacer caso?, ¿cuál sería la más creíble?, ¿ a quién deberías seguir?

Ángela disfruta mucho saliendo de compras y prefiere salir sola, porque cuando la acompaña una amiga, suele acabar comprando lo que su amiga le aconseja, aunque a ella no le guste tanto. Luego se siente mal consigo misma pensando que no tiene personalidad ni criterio y que no sabe elegir. En realidad, esto no es así. Ángela sabe perfectamente lo que le gusta, el problema es que cuando su amiga da su opinión, acaba concediéndole más peso a esta que a la suya propia.

2. Por encima de los roles sociales, estás tú

Muchas veces, actuamos basándonos en normas, obligaciones o reglas sobre comportamiento social aceptadas solo por tradición. Creemos que según el tipo de relación formal que mantengamos con otras personas, nuestro comportamiento estará en consonancia. Se espera que actuemos de una determinada forma por el hecho de ser pareja de alguien, hijo o hermano de alguien o amigo de alguien. Y hasta ahí, vamos bien, porque, efectivamente, cada tipo de relación conlleva un determinado grado de intimidad. El problema viene cuando se sobrevaloran esos roles y se les da una validez superior al comportamiento de la otra persona. En otras palabras, ser pareja, hijo, hermano o amigo de alguien no debería obligarnos a actuar de una determinada manera. Tenemos derecho también en estos casos a elegir lo que queremos hacer. En términos prácticos, eso significa que le podemos decir no a un amigo, que podemos hacer una crítica a un hermano o que podemos ponerle límites a nuestra madre. Y todo ello sería legítimo, honesto y, por lo tanto, asertivo.

El principio ético que subyace a este derecho es que, por encima del material genético y la consanguinidad compartida o los roles previamente establecidos, lo que debería determinar nuestro comportamiento para con otros es el tipo de relación actual que mantenemos con ellos.

El padre de Manolo está enfermo. Manolo tiene tres hermanos y han establecido turnos para quedarse con él. Hay uno de ellos, Pascual, que frecuentemente encuentra excusas de todo tipo para saltar su turno. Manolo y sus otros hermanos se sienten molestos por este comportamiento egoísta e insensible. Pero cada una de las veces que Manolo decide hablar sobre el tema, no se siente capaz porque piensa que lo más importante es que sean hermanos y una conversación como esa podría deteriorar la relación, y siempre acaba haciendo el turno de Pascual.

3. Puedo decir «No lo entiendo» o «No lo sé»

Tenemos un miedo horrible a parecer poco inteligentes, incultos o ignorantes. Y esos miedos absurdos muchas veces nos llevan a ser poco asertivos en determinadas situaciones en las que tratamos de disimular, salvar las apariencias o incluso mentir. En realidad no estamos obligados a saberlo todo. Es más, es imposible saberlo todo, y aceptar esto con naturalidad tendría que ser la norma.

Berta está estudiando Física, y le encanta. Sin embargo, hay una situación que puede con ella. Cuando en clase, mientras el profesor explica, no entiende algo, le resulta imposible pedirle al profesor que lo vuelva a explicar. Cree que si no lo entiende, tanto el profesor como los compañeros pensarán que no está a la altura, que no es lo suficientemente inteligente.

A Pepe, que es profesor titular de Psicología, le espanta la posibilidad de no saber contestar una pregunta de sus alumnos. En las pocas ocasiones en que esto sucede, utiliza diferentes estrategias para que no se note: se inventa una respuesta, conecta la pregunta con otro tema en que se siente más seguro o emplaza la respuesta a otro momento. Pepe no se siente capaz de decir No lo sé.

4. Hay cosas que no nos importan

Da la impresión de que estamos obligados a interesarnos, implicarnos, comprometernos o al menos a preocuparnos por ciertos temas que están marcados por la realidad social en la que estamos viviendo. Parece que eres mejor persona si colaboras con una ONG, escuchas las noticias con cara de desolación, te preocupas por la situación política y firmas todas las peticiones reivindicativas. Y es posible que así sea, pero esa es la cuestión: ¿es eso realmente lo que quieres hacer o te sientes obligado a hacerlo?

Tienes que hacer lo que realmente quieras. Puedes elegir. No eres peor persona porque decidas no involucrarte en una recogida de firmas destinada al cese de la captura de delfines en la pesca del atún.

Este derecho también incluye otro tipo de situaciones más personales. No es obligatorio que nos interese todo lo que les ocurre a todos los que nos rodean.

Que tu amigo Jesús sea un fanático de la escalada no significa que tú tengas que interesarte sobre el tema, o que tu hermana haya cambiado su vida haciéndose vegana no te obliga a comenzar a leer sobre ello, o que tu primo haya roto con su novia no implica que tú tengas que quedar con él para consolarlo si no lo deseas.

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