Kitabı oku: «Dragonomics: integración política y económica entre China y América Latina», sayfa 5
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Dragonomics: una estrategia internacionalizada de desarrollo
El desarrollo es una cruda realidad.
Deng Xiaoping (1993, p. 374)
Desde la creación de la República Popular China (RPCh) en 1949 y la búsqueda por parte de dicho país de aliados con ideas afines, la relación de China con América Latina y la región del Caribe (ALC) ha llegado a sobrepasar las expectativas más descabelladas que cualquiera hubiese podido abrigar. Lo que empezó hace unos 70 años como un esfuerzo de extensión en lo político por parte de la RPCh está muy cerca de convertirse en uno de los nuevos vínculos económicos Sur-Sur más fuertes a través de la región del Pacífico. La Iniciativa Global de Gobernanza Económica de la Universidad de Boston ha reunido a los investigadores más prolíficos y rigurosos en hacer el seguimiento de esta tendencia. Cito sus titulares de 2015: «China aventajó a los Estados Unidos como el destino más importante para las exportaciones de Sudamérica», «Los bancos de desarrollo chinos se han convertido en las mayores entidades de crédito público anual para gobiernos de ALC», «La inversión china en ALC repuntó en 2013, correspondiendo a China más de la mitad de los proyectos que empiezan desde cero [greenfield] en ALC ese año» (Ray & Gallagher, 2015). Respaldando estas deslumbrantes cifras figura la nunca vista tasa de 9-10 por ciento de crecimiento promedio anual de China durante tres décadas, su acumulación del más alto nivel de reservas en divisas extranjeras en todo el mundo, y su cercanía a Japón como uno de los mayores titulares de bonos del Tesoro de los EE. UU.
Para la RPCh, la historia del auge de China en América Latina no es sino otra perspectiva de su fenomenal avance económico desde que, en 1978, los gestores de políticas en ese país declarasen su proyecto de «reforma y apertura», seguido en 1999 por su estrategia de salir al mundo. Hasta el momento, las autoridades chinas se han enfocado de manera resuelta y casi focalizada en incentivar el crecimiento y el desarrollo (Naughton, 2008; Lardy, 2014; Kroeber, 2016). Para ALC, las espectaculares cifras recién citadas se aplican básicamente a menos de la mitad de los países de la región, incluyendo a Argentina, Brasil, Chile y el Perú y, en un segundo plano, a Colombia, Ecuador y Venezuela. Para este grupo, que casualmente ostenta una abundancia de aquellos recursos naturales que China precisamente necesita para sostener su modelo de desarrollo de alto crecimiento, el período 2003-2013 constituyó una bendición sin precedentes. Los precios del cobre, petróleo y hierro se triplicaron en los mercados globales de materias primas, mientras que los del grano de soya y la harina de pescado se duplicaron.
El auge de precios sobrevino cuando estos países de ALC se encontraban en momentos muy diferentes en sus respectivas trayectorias de economía política. Argentina, por ejemplo, recién estaba saliendo de un enorme incumplimiento del pago de su deuda ascendente a US$ 100.000 millones, y revirtiendo reformas de mercado que se habían implementado en la década de 1990; Brasil acababa de elegir por primera vez como presidente a un candidato del Partido de los Trabajadores, quien resultó siendo más favorable a los mercados (y corrupto) que lo esperado; tras una década de esfuerzos, Chile acababa de completar su misión de implementar un tratado de libre comercio (TLC) bilateral con los EE. UU.; México, para bien o para mal, finalmente había concluido su prolongada transición hacia una democracia electoral; y en el Perú, el mandatario había faxeado desde Japón su carta de renuncia a la presidencia, tras huir para evadir acusaciones de asesinato, abuso de poder y asociación ilícita para delinquir.
Para todos estos países, los enormes flujos de entrada de divisas extranjeras en la década de 2000 abrieron nuevas oportunidades para la reducción de la pobreza, la expansión del crédito a nivel doméstico, la reforma fiscal y la inversión productiva. Al mismo tiempo, el auge fomentó condiciones que se prestaban para la corrupción, farras de gasto populista y la reversión general de reformas. Aunque los precios de las importaciones de materias primas más cotizadas en China han estado decayendo desde 2013 (véase la tabla I.1), estos aún se mantienen sobre los niveles que tenían en el año 2000. No obstante, el decaimiento de la demanda de China ha supuesto una caída en las exportaciones de ALC, así como de sus ingresos en divisas y, por consiguiente, ha traído consigo un inevitable período de ajuste mientras los mercados de materias primas vuelven a la normalidad.
Este período posterior al auge plantea un variado espectro de preguntas referidas al efecto del ascenso de China sobre estos países. Tal como lo declaré en la introducción, mi argumento es que China se ha visto obligada a internacionalizar su estrategia de desarrollo de maneras que han tenido dramáticas consecuencias para la región de ALC. Como región de ingresos medios y en vías de desarrollo con una sofisticada base de consumidores, los países de ALC han brindado una demanda en ascenso para las mercancías finales provenientes de China, así como para sus insumos intermedios destinados a la manufactura y la industria. Adicionalmente, para el puñado de países de ALC con una rica dotación de recursos naturales, la demanda de China ha sido un punto de inflexión, no solo en términos de los enormes ingresos que ello ha generado sino también debido al financiamiento proveniente de China para obras de infraestructura y redes de transporte necesarias para extraer dichos recursos y enviarlos a través del Pacífico. La economía política doméstica y la lógica de desarrollo de estos países clave en ALC han sido inevitablemente influenciadas por su incorporación al modelo internacionalizado de desarrollo de China.
A título de aclaración, mi enfoque no debe confundirse con el de Francis Fukuyama, quien sostenía en un ensayo publicado en 2016 que «China está tratando de exportar su modelo de desarrollo a otros países» (Fukuyama, 2016). El comentario corresponde al ambicioso lanzamiento por parte de China en 2013 del proyecto de infraestructura llamado Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés, Belt and Road Initiative), el cual se propone conectar la antigua Ruta de la Seda y las rutas de tránsito marítimo desde China a través de Asia Central, el sur de Asia, el Medio Oriente y Europa. Fukuyama describe acertadamente a la BRI como una propuesta unilateral de China; en contraste, las relaciones entre China y ALC son tanto bilaterales como minilaterales, formulándose estas últimas en dos cumbres celebradas en 2015 (Pekín) y 2018 (Santiago de Chile) entre China y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Hasta el momento, América Latina ha atraído niveles modestos de apoyo de la BRI –para una carretera en Argentina y un puente en Panamá–. También Chile se afilió a la BRI en 2018, aunque son muy escasos los detalles que se conocen sobre este memorando de entendimiento. A cinco años de lanzada, los países participantes de la BRI en Asia ya vienen acumulando deudas imprevistas en relación con proyectos de esta iniciativa, y se ha hecho evidente que los Gobiernos anfitriones tienen que ejercer gran presión sobre China si quieren honrar sus propias evaluaciones de impacto ambiental referidas a los proyectos (Clover, 2018).
Mi argumento es que China no cuenta con los recursos naturales para cumplir por sí sola su objetivo de mantener un crecimiento sostenido, y ha tenido que incorporar a su modelo de desarrollo a economías emergentes (EE) ricas en estos recursos. Fukuyama advierte: «Los EE. UU. y otros países de Occidente deben preguntarse a sí mismos por qué se ha vuelto tan difícil construir obras de infraestructura, no solo en naciones en desarrollo sino también en sus propios países. A menos que lo hagamos, nos arriesgamos a ceder el futuro de Eurasia y de otras importantes regiones del mundo a China y su modelo de desarrollo». Mi respuesta a esta visión no cooperativa de «suma cero» consiste en que Occidente y ciertamente los EE. UU. han estado desconectados de las inversiones en megaproyectos de infraestructura en países en desarrollo desde la «década perdida» de 1980. Bushra Bataineh y sus colegas atribuyen este repliegue de los EE. UU. e instituciones de desarrollo como el Banco Mundial a dos factores. Primero, el creciente entorno adverso a extender préstamos de riesgo en Occidente, en virtud del cual los costos de transacciones relacionadas con préstamos para infraestructura se han inflado debido a estrictos lineamientos fiduciarios y estándares sociales/ambientales.
Segundo, las posibilidades de una mayor inversión en infraestructura por parte de Occidente en países en desarrollo se han visto mermadas por dinámicas políticas internas. En el caso de los EE. UU., la pronunciada reducción del gasto asignado a infraestructura durante la década pasada se debe a consideraciones sobre izquierda/derecha referidas a corrupción y asistencialismo corporativo por parte de sectores conservadores, y preocupaciones laborales/ambientales por parte de liberales. Pero existe otro ángulo en cuanto a este asunto: en realidad, la participación china en la construcción de obras de infraestructura en América Latina es complementaria a la de los EE. UU., donde los servicios, manufactura y finanzas dominan su comercio e inversión con ALC. Con la aparente intención de contraponerse a la iniciativa BRI de China, la Administración Trump tomó en 2018 la decisión reactiva de rescatar la Corporación para Inversiones Privadas en el Extranjero en lugar de rescindirla, e incluso duplicó su presupuesto a US$ 60.000 millones (Churchill, 2018). Estos fondos, sin embargo, estarían mejor invertidos en coordinación con algunos de los proyectos de desarrollo que China tiene en marcha en la región, en lugar de competir con ellos.
Breve trasfondo histórico de las relaciones entre China y ALC
El ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 tuvo un profundo efecto sobre su capacidad de incrementar en gran medida su comercio con el resto del mundo. De 1993 a 1998, los gestores de políticas en ese país habían lanzado una ola de reformas orientadas a corregir errores anteriores y a profundizar el compromiso del país hacia una estrategia de industrialización basada en la exportación. Susan Shirk (1993, p. 9) observa que, en el frente político, Deng, «aunque sin llegar a la democratización, propuso un sistema regido por normas, claras cadenas de mando, e instituciones para la toma de decisiones colectivas, en reemplazo de la excesiva concentración de poder y el orden patriarcal que habían caracterizado a China bajo el gobierno de Mao». En términos del avance económico de China antes de ingresar a la OMC, Barry Naughton escribe que las medidas fiscales, corporativas, de relaciones exteriores y del sector financiero consistían en una «irrupción notablemente determinante y efectiva de reformas en la gestión de políticas [que] transformaron todos los aspectos de la economía china» (2008, p. 116). En combinación con el ingreso a la OMC, este ímpetu de reforma en cuanto a economía política preparó el terreno para la voraz demanda de aquellas materias primas que China requería para alimentar su impulso de modernización y llevarla a la siguiente fase. Sí, los productores de estas materias primas en ALC estaban listos para acelerar el paso y satisfacer la demanda de China, pero estas relaciones habían sido establecidas décadas atrás. De hecho, estos países de ALC habían venido vendiendo los mismos productos a China a lo largo del período post Segunda Guerra Mundial.
Mucho antes de la normalización de lazos diplomáticos entre China y estos países de ALC, e incluso en medio del embargo comercial de los EE. UU. contra China, se habían establecido relaciones comerciales «de intercambio de persona a persona» entre China y diversos países de la región18. Por ejemplo, tanto Argentina como México vendían trigo a la RPCh a inicios de la década de 1960, mientras el grave mal manejo de los almacenes de grano que operaban bajo la estrategia industrial del Gran Salto Hacia Adelante del presidente Mao Tse-Tung conducía a la muerte y hambruna generalizadas (Johnson, 1970; Dikotter, 2010). Grandes exhibiciones comerciales auspiciadas por China se desplegaron en 1964 tanto en Chile como en México, resultando en la suscripción de numerosos acuerdos informales bilaterales para promover el comercio entre actores privados en China y en estos países anfitriones (Johnson, 1970; Dikotter, 2010). Hacia la década de 1970, Brasil estaba comerciando con mineral de hierro a cambio de petróleo chino; China se había convertido en el tercer comprador más grande de cobre chileno, y Chile estaba importando bienes industriales ligeros, productos químicos, herramientas y maquinarias de China (Joseph, 1985); más aún: los productores mexicanos habían tenido considerable éxito vendiendo bienes manufacturados con valor añadido a sus contrapartes chinas.
Pese a estos crecientes vínculos económicos, más o menos de 1949 a 1979 las relaciones a través del océano Pacífico estuvieron marcadas preponderantemente por la política. Primero, se trataba de los esfuerzos de la RPCh por obtener discretamente reconocimiento diplomático y aislar a la llamada provincia insubordinada de Taiwán (República de China, o RCh); en segundo lugar, el Partido Comunista de China (PCCh) también veía a América Latina como una posible aliada y campo de reclutamiento de camaradas radicales de tendencia socialista-comunista. En el espíritu de solidaridad tercermundista y con el fin de impulsar la «revolución popular», China acogió a delegaciones de estudiantes, maestros, abogados, periodistas e inversionistas particulares de toda la región. Tras la victoria revolucionaria de Cuba en 1959 y el eventual alineamiento de Fidel Castro con los soviéticos y contra la RPCh, la mayoría de los partidos políticos izquierdistas y potenciales revolucionarios de ALC siguieron este ejemplo. Empero, China continuó aplicando su estrategia de intercambio entre pueblos con América Latina, tratando aún de mejorar su imagen en el extranjero y de fomentar acuerdos comerciales. Países como Argentina, Brasil, Chile y México retribuyeron esas invitaciones. Se suscribieron numerosos acuerdos entre actores privados, y estos iniciaron un patrón de intercambio que ha prevalecido hasta el presente.
Fue el apasionado discurso ante la ONU del presidente de México, Luis Echeverría, pronunciado en 1971, argumentando en favor de la expulsión de Taiwán y la admisión de China en su lugar, lo que ayudó a reunir los votos de ALC que contribuyeron al ingreso de China a la ONU en un momento posterior de ese mismo año, lo que incluyó un cupo permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Hacia 1974, Argentina, Brasil, Chile, México y el Perú habían reconocido formalmente a la RPCh y normalizado relaciones diplomáticas con Pekín –cinco años antes de que los EE. UU. establecieran una embajada en China–. A ello siguió una pléyade de delegaciones del otro lado del Pacífico, a un nivel más encumbrado y oficial. La Revolución Cultural en China durante el período 1966-1976 desalentó los vínculos entre China y ALC, aunque a mediados de la década de 1970 los intercambios políticos y económicos se habían reavivado. Hasta que Deng y su séquito de visionarios lanzaron profundas reformas a finales de la década de 1970, China continuó expresando su respaldo político hacia ALC sobre temas de soberanía, justicia económica y derecho a la autodeterminación, incluso mientras los países de ALC bregaban incesantemente con retos en todos esos aspectos. Durante este período, la RPCh tendió a votar firmemente alineada con ALC en los temas planteados ante la ONU.
Tras la masacre perpetrada por el Ejército contra estudiantes que protestaban en la plaza de Tiananmén, China recibió una condena generalizada de Occidente. Quizá la única excepción fueron los países de ALC, que, inmediatamente después de esta tragedia, acogieron activamente a delegaciones de altas autoridades chinas. En el período posterior a la masacre de Tiananmén, el PCCh abandonó su retórica de respaldo político a sus camaradas y a países en desarrollo, y se limitó principalmente a mantener intercambios económicos y relaciones comerciales (Wang, 2015). A lo largo de este libro, se hará evidente que el intento de Pekín por aislar las ideas políticas en las relaciones entre China y ALC ha sido, en sí mismo, un acto profundamente político. En cualquier caso, hacia 1990, cinco países de ALC dominaban el comercio con China, en el siguiente orden: Brasil, Chile, Argentina, Perú y México. En el caso de los primeros cuatro países sudamericanos, los mismos productos (mineral de hierro, cobre y grano de soya) han liderado la lista de exportaciones a China desde que se establecieron estos lazos comerciales. Para el año 2000, México registraba el más alto monto total de comercio con China, pero aquí es preciso señalar que su comercio con este país había florecido por el lado de la importación. Desde 1989, México ha comerciado consistentemente al déficit con China; en 2013, este déficit representaba cerca del 85 por ciento de todo el déficit comercial de ALC con China.
Hasta la década de 1980, la mayor parte del tiempo, los países de ALC mantuvieron un superávit comercial con China; de hecho, durante el período de intercambio comercial de persona a persona desde 1949 hasta 1979, los productores en la región de ALC se quejaban de que sus homólogos chinos no les proporcionaban la calidad o el tipo de bienes que ellos querían comprar. Ahora la situación es inversa, aunque México ha sido desde entonces el único país que mantiene consistentemente un déficit comercial con China. Aparte de México y Costa Rica, de los cuales China adquiere una pequeña cantidad de bienes manufacturados con valor añadido, el resto de los países considerados aquí (Argentina, Brasil, Chile y el Perú) han incrementado exponencialmente sus ventas de materias primas a China, pero con escasa diversificación de sus exportaciones a este país.
Costa Rica es aquí el recién llegado, desde 2007, cuando dio un giro diplomático radical y reconoció a China en desmedro de Taiwán. Ello resultó en 2011 en la implementación del TLC entre la RPCh y Costa Rica, la designación en 2015 de Costa Rica como socio estratégico (SE) por parte de China, y la oportunidad para que Costa Rica extienda su plataforma de tecnología de la información (TI) en las cadenas de producción-exportación de China y otros países asiáticos (Ciravegna, 2012). En este escenario, México sigue siendo el caso aparte. Desde 2001 hasta 2017, las exportaciones de manufacturas con valor añadido de México hacia China promediaron cerca del 28 por ciento de sus exportaciones totales a este país, aunque China representa aproximadamente apenas un 2 por ciento de las exportaciones globales de México. La competencia de China en mercados domésticos y terceros mercados (principalmente los EE. UU.) sigue abrumando a los productores mexicanos.
En el ya mencionado foro de Celac celebrado en Pekín en enero de 2015, el Gobierno chino se comprometió a duplicar el comercio entre China y ALC, así como su inversión extranjera directa de salida (IEDS) hacia ALC para el año 2025 (Cepal, 2015). Aunque este ofrecimiento suene ambicioso, el comercio total entre China y ALC se incrementó de unos cuantos miles de millones de dólares en el año 2000 hasta llegar a US$ 306.000 millones en 2018. Las metas de IEDS declaradas por China podrían parecer excesivas, dado que complicaciones políticas locales, acusaciones de corrupción, daños ambientales y trámites burocráticos en ambos lados han frenado el número de proyectos de megainfraestructura liderados por consorcios chinos (Romero, 2015)19. Hace dos décadas, sin embargo, estas cifras eran simplemente impensables. El auge de China en la economía tanto de ALC como del mundo ha mostrado cuán rápidamente lo inimaginable puede convertirse en realidad.
Reconceptualizando la economía política internacional (EPI) y los modelos de desarrollo tras el auge de China
China, Occidente y la economía política internacional: mundos paralelos
El espectacular ascenso de China ha infundido nueva vida en el campo de la economía del desarrollo y nos ha obligado a plantear nuevas preguntas, así como a repensar antiguas expectativas y paradigmas en los campos de las relaciones internacionales (RR. II.) y la EPI. El mundo sencillamente nunca ha visto algo así: el acelerado ascenso de un enorme Estado autoritario desarrollista con un compromiso radical hacia un alto crecimiento y un rápido avance económico –y que coincidentemente es el país más poblado del mundo–. Puede que China esté a punto de sobrepasar a los EE. UU. y al resto del bloque de la OCDE en términos del volumen de su PBI, pero, al menos por ahora, la naturaleza de su régimen político opera directamente en contra de su integración a este círculo de países desarrollados. El ascenso de China y su potencial para cumplir expectativas de liderazgo global quedan obviamente empañados por el terco empeño mostrado por los líderes políticos de ese país en mantener un régimen autoritario y, con ello, un enfoque carente de transparencia en sus políticas económicas domésticas (Pei, 2006).
Basándose en generaciones anteriores de estudios sobre RR. II. / EPI, la increíble acumulación de riqueza por parte de China, para no mencionar el enorme aumento de sus capacidades militares, sería considerada sinónimo de un incremento de poderío. Bajo estos anteriores supuestos teóricos, el ascenso proyectado de China para convertirse en 2027 (si no antes) en el país con el mayor PBI del mundo y, por consiguiente, el más importante en cuanto a EPI, equivaldría a que esta ostentase un papel de mayor liderazgo y que brindase el tipo de bienes públicos internacionales (por ejemplo, asistencia, seguridad, función de prestamista de última instancia) que Gran Bretaña y los EE. UU. ofrecieron durante sus momentos respectivos de apogeo hegemónico. Esta visión del mundo ha sido cuestionada desde hace mucho por el advenimiento de un esquema multipolar de reparto del poder y por los consiguientes patrones de «interdependencia compleja» (Keohane & Nye, 1987). Sin embargo, el ascenso de China desafía tanto el viejo paradigma hegemónico liberal como la nueva EPI multipolar. En pocas palabras, este nuevo fenómeno no coincide del todo con los moldes convencionales.
Esta realidad no implica que los académicos dedicados a las RR. II. / EPI hayan dejado de guiarse por las viejas teorías, en lugar de aprovechar la oportunidad del auge de China para involucrarse en la expansión teórica. Por ejemplo, estudiosos de la teoría realista, incluyendo a quienes se identifican como clásicos y estructurales, concuerdan en un aspecto principal: «El ascenso de China debe ser visto como una desestabilización potencialmente peligrosa del sistema internacional» (Kirshner, 2018). En una vena estructural / de ataque, el renombrado académico realista John Mearsheimer aconseja: «La estrategia óptima para lidiar con China en ascenso es la contención [...] [esta] es una alternativa a la guerra contra una China en auge. No obstante, la guerra es siempre una posibilidad» (Mearsheimer, 2014). Los estudiosos internacionalistas liberales son más optimistas, pero también ingenuos. Sus expectativas de que China sea finalmente absorbida por un orden hegemónico liberal liderado por los EE. UU. –mediante la persuasión, incentivos y, de ser necesario, desincentivos– ya han demostrado ser difíciles de alcanzar (Ikenberry, 2008). En efecto: el ascenso de China en el hemisferio occidental sí refleja su estrategia general de participar vigorosamente en la economía global así como su integración a aquellas normas multilaterales que encarnan los valores liberales internacionales de Bretton Woods; China, sin embargo, no siempre ha sido recíproca en su respuesta, y a ello se deben las agresivas medidas unilaterales de la Administración Trump orientadas a sancionar a China por sus supuestamente desleales prácticas de comercio e inversión.
La decepción hacia la postura intolerante de China en relación con Occidente cobró fuerza durante el gobierno de Obama. Dos funcionarios de primera línea que trabajaban en asuntos de políticas de Asia Oriental en la Administración Obama, Kurt Campbell y Ely Ratner, han escrito sobre las numerosas instancias en que «Washington se equivocó respecto a China» (2018). En pocas palabras, los autores se quejan de que «en lugar de abrir el país hacia una mayor competencia, el Partido Comunista Chino, empeñado en mantener el control de la economía, está en cambio consolidando empresas que son propiedad del Estado e implementando políticas industriales [...] orientadas a promover paladines de la tecnología nacional en sectores críticos como los campos aeroespacial, de biomedicina y de robótica» (2018, p. 62). Desde la perspectiva de los países desarrollados y particularmente de los EE. UU., quizá lo más clamoroso sean los requerimientos por parte de China de que los inversionistas extranjeros formen empresas conjuntas con socios chinos, quienes ocupan la posición mayoritaria, y que estas compañías extranjeras (el 20 por ciento de las cuales son empresas estadounidenses) compartan su tecnología con la empresa asociada china. A un nivel menos sofisticado, los empresarios de América Latina también se quejan de la dificultad para acceder al mercado chino tanto en términos de exportaciones como de inversión directa.
Pero la incomodidad de Occidente hacia China plantea por lo menos dos preguntas. Primera: ¿es posible que esta proyección de expectativas internacionalistas liberales respecto a China sea precisamente eso? Los líderes chinos han sido bastante claros y concisos al expresar sus metas de largo plazo, las cuales evocan la reconquista de su pasada gloria. Tómese en cuenta la publicación conjunta de China 2030: construyendo una sociedad moderna, armoniosa y creativa por parte del Banco Mundial y el Centro de Investigación para el Desarrollo del Consejo de Estado de la RPCh (2013): este difícilmente es un tratado de cómo China se propone integrarse a un orden hegemónico liberal liderado por los EE. UU. Del mismo modo, la meta del presidente Xi de alcanzar el estatus de país desarrollado para el año 2049 –al cumplirse el primer siglo de la Revolución china– está formulada en un fraseo que expresa «lo haremos a nuestra manera». Los lemas aquí son paz, prosperidad y seguridad, y las consideraciones sobre cómo estos esfuerzos cuadrarán con el mundo occidental son implícitas en el mejor de los casos. También existe la posibilidad realista de que el PCCh se haya adelantado demasiado y que la fase de nivelación tome mucho más tiempo. En otras palabras, tanto los internacionalistas liberales como los realistas podrían estar calculando mal las verdaderas capacidades del poderío de China.
Mi segunda pregunta es la siguiente: en cierta medida, ¿acaso no operan algunas de estas decepciones de Occidente en ambas direcciones? Durante años, las economías emergentes (EE) han venido exigiendo un espacio mayor en la mesa del G-7 donde se toman las decisiones. El lanzamiento en 2001 de la Ronda de Doha (oficialmente, la Agenda de Doha para el Desarrollo) en la OMC marcó la primera vez que pudieron reunir la fuerza económica suficiente para frustrar el régimen de actividades habituales del G-7. En el fondo, el fracaso de esa ronda giró en torno a la incapacidad del G-7 de someter a discusión auténticas propuestas para la reducción de barreras en la agricultura y ofrecer un mayor acceso al mercado para productos finales no agrícolas provenientes de las EE. La Ronda de Doha se vio afectada por una desvinculación sin precedentes por parte de los EE. UU., aunque los negociadores estadounidenses se mantuvieron firmes en exigir la profunda liberalización de la inversión y servicios en los países en desarrollo.
Ahora que los países en desarrollo constituyen la mayoría en la OMC, tendría que haber más intercambio y negociación para culminar cualquier futuro acuerdo multilateral sobre comercio en la OMC. Otro aspecto de tensión entre el Norte y el Sur ha sido la renuencia del G-7 a incrementar de manera significativa el voto ponderado de los miembros más importantes de las EE en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Mundial. La reforma más notable, ocurrida en 2016, consistió en la casi duplicación de la proporción de votos de China en el FMI, del 3,81 al 6,16 por ciento (Weisbrot & Johnston, 2016). Ello supuso disminuciones de menor orden para los países del G-7, aunque no hubo cambios en el 16,73 por ciento que los EE. UU. controlan por sí solos. Dadas las proyecciones de que las economías de China y los EE. UU. llegarán a una paridad en menos de una década, ¿por qué el voto ponderado de China en estas instituciones de Bretton Woods debe estar 10 puntos porcentuales por debajo del voto de los EE. UU.20?
Recuérdese que el equipo económico de Obama hizo todo lo que estuvo a su alcance para frustrar el lanzamiento del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) de China en 2015, mientras que cuatro de sus socios en el G-7 tomaban la decisión autónoma de asociarse con la naciente institución financiera. Resulta interesante destacar que actualmente tanto el Banco Mundial como el Banco Asiático de Desarrollo están asociados con el AIIB en una serie de proyectos que sobrepasan los recursos de cualquiera de estas instituciones. El AIIB es apenas un ejemplo de lo que Oliver Stuenkel califica como los esfuerzos de China para desarrollar instituciones paralelas, los cuales no se proponen necesariamente socavar el orden de Occidente sino más bien abrir vías alternativas para el comercio, la inversión y las transacciones financieras en áreas que todavía se encuentran directamente conectadas con los países del G-7 y, en consecuencia, son menos accesibles a actores externos (2016). En relación con las finanzas, por ejemplo, Stuenkel señala la creación de China UnionPay como una alternativa no occidental a Visa y Mastercard, y al Nuevo Banco de Desarrollo del Brics (NBD Brics) como una estructura paralela al Banco Mundial. Respecto a comercio e inversión, Stuenkel se refiere a la Asociación Económica Integral Regional (RCEP) liderada por China como correlato del recientemente relanzado Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (TPP-11), y al Fondo de la Ruta de la Seda de China, el cual no tiene equivalente en Occidente.