Kitabı oku: «Vamos pal perreo»
Índice
Presentación
Fruta de la pasión
nadia lartigue y juan francisco maldonado
La diáspora salvaje
isaura leonardo
Las caderas que nos mintieron
jorge comensal
Chuchumbé, champeta y reguetón
antonio nieto
Cómo convertirse en un policía de la lengua y fracasar en el intento
yásnaya elena a. gil
Pobre diabla
irasema fernández
Azul Caribe en los tiempos de J Balvin
ollin velasco
Reguetón, el nuevo pop
rafa g. escalona
A ella le gusta la gasolina
efraín constantino estrada
Falsas mitologías
ingrid solana
Neandertales del mundo uníos (y perread)
gabriel elías
Bomba sexual
zulema de la rúa
Más zorras que los cazadores
patricia salinas
Osmani García, domador de leones
jorge carrasco
Era mi fiesta de 23 cuando mi tía de 80 perreó hasta el suelo
nicté toxqui
Todo lo sólido se desvanece en el parce
rodrigo garcía bonillas
Instrucciones para el gran perreo
goyo desgarennes
Tres dembow fuera del Caribe
rodrigo del río joglar
Tres poemas
tilsa otta
El reguetón al frente de la revolución
ana teresa toro
Elogio del reguetón
carolina sanín
Ilustradores
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Presentación
El reguetón está en todos lados. Vibra estruendoso en el punto álgido de cualquier fiesta. Anima a la multitud en algún galerón de una colonia popular o enciende una reunión de amigos en el patio trasero de una casa. Varios kilómetros más lejos, impulsa gritos vehementes en un bar fresa o calienta las espuelas en un baile lleno de vaqueros. Su reino no solo es la noche, sino también el paisaje sonoro de cualquier ciudad al mediodía. Sale de la bocina del auto que reparte las tortillas o del camión del gas por la mañana. Se desparrama desde las ventanas o las puertas abiertas para inundar las calles de todo barrio. Suena en las escuelas y los mercados. Va vestido de alta costura en la premiación de los Grammy y se pasea como un magnate con cadenas adiamantadas en Spotify. Ante la mirada estupefacta de los conservadores, agita los cuerpos pícaros de los niños y las tres libras de cadera de las abuelas. Se canta en protestas y marchas para derrocar presidentes, pero también es el soundtrack de cualquier viaje a la playa. Y lo más insólito: ha invadido sin pudor la boca de quienes nunca habían tenido interés en aprender español, pero que ahora cantan al sexo y al amor con el slang callejero del Viejo San Juan o Medellín.
El reguetón está más vivo que nunca decepcionando a quienes, hace más de una década, le vaticinaron su pronta y merecida extinción. Los intelectuales —algunos— lo han aceptado; las feministas se contonean con su beat libertario. Quienes siempre habían sentido pudor al bailar ahora tocan el piso con las nalgas mientras una multitud entusiasta les aplaude en círculo. Para unos, el reguetón ha dejado de ser un gusto culposo para erigirse como sinónimo de lo cool; para otros, sigue siendo una despreciable vulgaridad.
¿Qué ha pasado a lo largo de dos décadas para que el reguetón saliera de contrabando de los callejones puertorriqueños hasta erigirse como el género musical más escuchado y bailado en el mundo? ¿Qué sensibilidades profundas anima para despertar al mismo tiempo el odio encarnizado de sus detractores y la euforia de los danzantes? ¿Por qué, durante años, las personas se avergonzaron de escucharlo? ¿Por qué se le sigue acusando de misógino y cosificador como si no existiera el neoperreo, ese reguetón hecho por mujeres para otras mujeres fuera del perreo convencional dominado por hombres? Aunque se ha masificado y vuelto mainstream, el reguetón así como se consolida también evoluciona y se bifurca.
Ahí, en medio del sudor y los vaivenes del perreo, había una discusión seductora. En un inicio invitamos a amigxs con quienes habíamos compartido fiestas y mezcales a escribir y dibujar sus opiniones para abrir esta conversación; los textos y las ilustraciones integrarían el segundo número de una revista que murió muy pronto. No obstante, al ir descubriendo más ideas y puntos de vista seguimos con el proyecto, invitamos a más artistas y escritorxs cuyo trabajo conocimos en su mayoría por internet, para integrar ahora un libro sobre reguetón: una primera aproximación a tan ubicuo fenómeno sociocultural. Este volumen que presentamos contiene diversos textos e imágenes; entre cuentos, poemas, artículos, ensayos e ilustraciones de colaboradorxs de México, Cuba, Chile, Colombia, Perú y Puerto Rico, reunimos una antología que editamos a lo largo de 2018, 2019 y parte del 2020.
Este libro es una invitación a otear genealogías, ecos, transvases, derivas, contradicciones, ligerezas, posibilidades del reguetón como expresión social, cultural y política de nuestros tiempos. Es una invitación a perrear juntos y en la fiebre del baile preguntarnos, medio en broma, medio en serio, si el reguetón le ha arrebatado al punk su picosa efervescencia; o a la cumbia, la música norteña y el pop, su omnipresencia. Mientras los culos se agitan, queremos saber qué nos dice esta música sobre nuestros cuerpos y liviandades, sobre sus pudores y deseos; qué de nuestros sueños, luchas, aspiraciones o vergüenzas. Ahora que es la banda sonora del coqueteo, el drama y la cotidianidad, ¿qué nos revela sobre nuestras sociedades, lenguas y modos de relacionarnos? ¿Cómo narra nuestras formas de amar, coger y gozar?
¡Venga! Sumérjanse en este libro y lean con la cadencia reguetonera del ayer y del presente. Bailen, contonéense liberando el culo. Que vamos pal perreo. Siempre.
Patricia Salinas y Juan Pablo Ruiz Núñez
Oaxaca de Juárez, noviembre de 2020
Te recomendamos leer bailando mientras escuchas esta playlist de las rolitas mencionadas en el libro:
Y ver los videos:
FRUTA DE LA PASIÓN
Nadia Lartigue y Juan Francisco Maldonado
Mientras me acerco a la espesura, siento cada vez más claramente un cambio en la temperatura del ambiente, y poco a poco nuevos olores empiezan a aparecer. La densidad de la vegetación produce un microclima ligeramente más fresco, ligeramente más húmedo, un poco más oscuro, en el que la tierra y los troncos absorben los sonidos. Voy bajando con cuidado, poniendo atención a cada paso que doy sobre la tierra húmeda, o sobre la hierba o las hojas caídas que empiezan a descomponerse. Con mi mano toco la corteza de un árbol delgado que me resulta suave. Mi playera se atora con una rama, la retiro descubriendo un poco mi cintura que alcanza a tocar la rama también. Haces de luz atraviesan en diagonal el follaje para iluminar intermitentemente partes del suelo y de los troncos musgosos de los árboles; me ciegan por momentos mientras sigo internándome entre las plantas. Titubeo. Piso una superficie irregular en el terreno, que me hace cambiar el peso de mi torso sobre mis caderas con cierta sorpresa; en ese momento, una hoja cae deslizándose sobre mi mejilla, mi pecho, y cae al suelo. Poco a poco mi mirada empieza a cambiar de forma, deja de enfocarse en objetos aislados para hundirse en el verdor y la humedad, casi como si quisiera oler también con los ojos. El olfato y el oído son envolventes y vaporosos, la temperatura de mi cuerpo comienza a variar, salen de él sutiles vibraciones que empiezan por la piel, pero las siento hasta los huesos. Entre las plantas, nada deja de moverse nunca: giros, tremores, espirales y caídas actúan todo el tiempo, y al notarlo, noto también las vibraciones de mi propio cuerpo, el penduleo de mis caderas. Los tonos de verde que me rodean también parecen moverme, algunas intensidades de la gama aceleran mi ritmo cardíaco, otras lo alentan. Se escucha el sonido lejano de un pájaro. Un insecto me camina por el brazo. Rozo con mi pierna desnuda el liquen que sobresale de entre un montón de piedras. Doblo mis rodillas para tocarlo con la parte alta de la pantorrilla, lo froto subiendo, vuelvo a bajar, y juego unos momentos a coquetear con él, como si me invitara a un subibaja rítmico y sutil. Una ramita verde y flexible me acaricia el oído. Me sorprende pero lo voy permitiendo de a poquito. Siento mi atención dispersarse gradualmente entre los estímulos vegetales, mis sentidos se agudizan, pero mi cabeza deja de mandar. Todo se balancea a mi alrededor, nada deja de moverse nunca. Una hierba trepadora se enrosca en las ramas más delgadas que cuelgan de un pirul haciéndolas más pesadas. Una telaraña se hace visible al ser atravesada por un rayo de luz que cruza entre las hojas, amplifica los movimientos más minúsculos de las plantas de las que se agarra, como si fuera una bocina amplificando los susurros de Al Green. Sigo el camino de uno de los hilos de la telaraña que se conecta con una suculenta de tonos rosados, una gota de rocío brilla mientras una gota de sudor resbala en la curva de mi espalda. A través de esa microlupa percibo un fragmento de piel detrás de un arbusto, como un espejismo de un cuerpo que, como el mío, se estremece entre plantas borrosas. Desaparece. El olfato rompe la ficción de mi cuerpo unitario: millones de partículas de olores penetran mi nariz cada vez que respiro. Entrecierro los ojos, y a cada inhalación me invade el bosque a oleadas. Noto otros roces, escucho otras respiraciones, intuyo ritmos que se aceleran y como poseída por frecuencias externas, mi cadera se sacude hacia adelante y hacia atrás, mientras mi esternón se abre a las partículas que flotan en el aire. El bosque entero me lame. Siento que, dentro de los muchos ritmos en juego, cada tanto mi cadera se sincroniza con alguno, lejano o cercano: una rama, una hoja, un escarabajo, una espalda. Somos cientos, tal vez miles, y la tierra bajo nuestros pies comienza a vibrar, comienza a sonar. Tonos más bajos, profundos y cavernosos. Tumba la casa, mami. Boom. Boom. Boom. Los culos rebotan al ritmo de la tierra. Sacuden su grasa, hacen chocar sus huesos, sus troncos, sus hojas y sus pieles. Su saliva y su savia. Siento la necesidad de acercar mi pelvis al suelo, primero doblando mis rodillas hasta abajo, agitando mis carnes y dejándome llevar por las caricias de la pesada enredadera. Coloco mi mano delante de mí y empujo el peso de mi cuerpo a una posición sobre tres puntos de apoyo, pronto cuatro, quiero estar tumbada a gatas, retorciendo mi columna. Un murmullo polifónico envuelve el aire. Jadeos, quejidos y zumbidos se entrelazan con el sonido de las hojas agitándose cada vez más febrilmente. Con mi mirada diluida huelo cientos de cuerpos enredados como el mío. Entrelazados por plantas rastreras y musgos iridiscentes. Nos vamos hundiendo entre la espesura. Vamos siendo tragados por la tierra húmeda. Algunos reptan, los troncos parecen más curvos, el tiempo se suspende, los sonidos se ensordecen y se vuelven indistinguibles. Las pieles que me acarician también son indistinguibles. Luces neón parpadean entre los helechos que se agitan. Frecuencias graves y repetitivas hacen retumbar los cuerpos. Las piedras empapadas vibran. Tumba la casa, mami. Sudores luminiscentes polinizan los huecos y las superficies. Mucosas vegetales aspiran el aire cargado de esporas. Genitales multiformes se enredan en los tallos bajos. La oscuridad se vuelve más densa salvo por destellos aleatorios de colores. Emergió la noche de entre las raíces, y las raíces se vuelven monstruosas. Ahí se agitan sombras, se baten fantasmas, y se gozan vapores. Escurren resinas, y se lubrican formas.
Silencio.
La casa ha sido tumbada.
Los cuerpos se atreven.
No existen solos.
Las pelvis al piso.
Es el año[1] del perreo.
Y nos amanecimos...
__
Este texto es una narración ficcionada de Tiempo de híbridos desde el bosque cibernético, una pieza coreográfica de cinco horas de duración presentada en contextos agrestes. En esta obra varios cuerpos se desplazan muy lento entre plantas mientras menean sus caderas. Algunas veces el movimiento es lento y curvo, otras, la agitada vibración de las carnes que rodean a las nalgas recuerda a un twerking veloz y energético. Se invita al espectador a deambular entre los múltiples tipos de cuerpos, sumergirse en una micro selva sexual y dejarse permear por un estado lleno de vibraciones en el que no se sabe si se está asistiendo a una fiesta inter-especie de estilo reguetonero-slow motion, o a una orgía de plantas.
Esta obra fue pensada por Nadia Lartigue, Esthel Vogrig y Juan Francisco Maldonado, y es interpretada también por Karina Terán, Mariana Villegas, María Villalonga, Iván Ontiveros y Arely Delgado.
Nadia Lartigue (Ciudad de México, 1980). Coreógrafa, intérprete, docente e iluminadora, egresada del Hoger Instituut voor Dans (Amberes, Bélgica). Forma parte del proyecto internacional de creación colectiva INTERFERENCIAS y del Colectivo AM.
Juan Francisco Maldonado (Ciudad de México, 1985). Es coreógrafo, ensayista y performer. Es autor de la pieza F.U.M.A.R., que desde 2009 se ha presentado en diversos foros del país.
1 chino
LA DIÁSPORA SALVAJE
Isaura Leonardo
Hoy somos doce, mañana seremos miles…
Eddie Dee
El reguetón es brujería. Vudú sobre cuerpos que se estremecen al ritmo de una producción de ancestralidad contemporánea, descentrada étnicamente —y esta es una de sus magias más inquietantes—, que corre por debajo de la tierra mediante una compleja red rizomática, y por el aire gracias a la potente amplificación de la red de redes y la tecnología. La palabra reggaetón, sus ritmos, sus rituales recién inventados producen una acción; somatizan una herida colonial, reverberan en una complicada articulación de identidades que resuenan más allá de su baile. Desnuda prejuicios y ocultos deseos de limpieza social. Mucha gente se permite decir del reguetón, de quienes lo hacen y quienes lo escuchan que son el último escalón civilizatorio: bárbaros. Ni qué decir de lo que despierta toda esa sexualidad avasallante, todo ese cuerpo aventado sin más que está allí. Pero, como dice Wayne Marshall en Reggaeton: “una escucha más atenta, con los oídos sintonizados con la historia estética del género, revela una serie de maneras en las que la canción encarna una historia compleja del circuito socio-sónico”.[1] Marshall habla de “Gasolina”, de Daddy Yankee, sin embargo, esta afirmación alcanza a cubrir muchas de las canciones más significativas del reguetón, porque la de esta cultura musical[2] es una historia de intrincadas redes culturales y sociales. Una historia de trance, de apropiaciones, de agenciamiento, de movilidad social y económica, de migraciones, de disputas por el territorio, la lengua, los géneros y los ritmos, además de interraciales, pues, “el reggaetón se ha revelado como un símbolo potente, y también prominente, para formular nociones de comunidad”.[3]
En videoconferencia de labExperimental,[4] el DJ, actor e investigador brasileño Eugênio Lima dice del hip hop que supo resolver el problema de su relación con la música negra estadounidense, entendida en un conjunto más amplio definido por la diáspo- ra africana, y lo hizo atravesando el concepto de periferia, que para él es análogo al de diáspora: “Existe una línea indivisible entre las periferias del mundo, que es análoga a nuestra construcción de diáspora”. Tomo la provocación de Lima para llevarla al territorio del reguetón, cultura musical que debe considerarse parte de la tradición de la música negra, adscripción que comparte con el hip hop cruzada por la noción de periferia que le es connatural. El reguetón es periférico sin duda, pero también diaspórico y migrante; aunque con unas complejidades y rispideces singulares, incluso con el mismo hip hop. Wayne Marshall, Raquel Rivera y Deborah Pacini lo ven en sus estudios: “Sin embargo, es imprescindible explorar cuidadosamente esta lista de géneros que contribuyen a la hibridez del reggaetón y examinar cómo sus enlaces con los EE.UU., el resto del Caribe y Latinoamérica, al igual que con la diáspora africana, influyen en el impacto cultural del reggaetón”.[5] Ahondaré en este aspecto particular, pues “el género que hoy conocemos como reggaetón es producto de múltiples circuitos musicales que no se circunscriben a fronteras geográficas, nacionales o de lenguaje, y tampoco a identidades étnicas o pan-étnicas”.[6]
“Te saca lo de indio taíno”.[7] La periferia y la jugada diaspórica del reguetón
El negro que conoce la metrópoli es un semidios.
Frantz Fanon
Es bien sabido que el reguetón nace de la domesticación, primero panameña y luego puertorriqueña, del reggae/dancehall de Jamaica. Al ser una especie de reggae finca su genealogía de negro linaje.[8] Esta primera transferencia de Jamaica a Panamá y de Panamá a Puerto Rico constituye una ruta migratoria del beat del dembow que terminará convertido en reguetón y arrasará al resto del continente, pero no es la única. Las rutas del reguetón son más complejas, son líquidas, para recordar a Bauman. Este primer trazado del mapa, no obstante, es indispensable tenerlo en mente cuando se hable de reguetón. ¿Por qué? La historia del Caribe y sus migraciones nos da la respuesta. En su artículo “Defining Diaspora, Refining a Discourse”, Kim Butler repasa el concepto diáspora para actualizar las discusiones en torno a su uso, y ahí, primero recupera la clasificación que hace Robin Cohen del Caribe como una diáspora cultural: “Cohen cita al Caribe como ejemplo de diáspora cultural por el tipo de relaciones que se establecen entre las comunidades constitutivas de la diáspora y porque no son indígenas del área a la que fueron dispersados”,[9] y luego nos habla de los movimientos emigratorios que constituyen diáspora, en los que incorpora a los jamaicanos: “[...]y las diásporas jamaicanas del siglo xix y principios del xx [...] y jamaicanas a Panamá y Costa Rica, donde eventualmente emergieron comunidades permanentes”.[10]
¿Cómo se encontró Panamá con el dembow tan underground, tan regional? No pudo ser de otra manera que por medio de los canales que establecen las comunicaciones de jamaicanos residentes en Panamá, emigrados: comunidades diaspóricas.
De la familia de la diáspora africana, el reguetón no nace, sin embargo, en el campo, en las plantaciones, en los buques mercantes que transportan mercancía y humanos degradados a mercancía: nace en las ciudades, antiguas colonias europeas en América, a donde se trajeron esclavos de África; poscolonial, exactamente como el hip hop y el reggae mismo, nace dentro de las ciudades, en sus cinturones, en sus márgenes, donde a veces las personas también viven degradadas a mercancías. Así, el eje diáspora/periferia se me presenta como fundamental para entender y contextualizar al reguetón. Para comprender de qué manera el reguetón se compromete con y se complejiza en la migración y para tratar de establecer su diáspora colonial sirve pensar, además del viaje Jamaica-Panamá, en cómo Tego Calderón (Puerto Rico, 1972) llegó a esta cultura musical. En distintas entrevistas[11] ha relatado que su origen musical es el heavy metal; habiendo migrado en su adolescencia a Miami, Tego descubrió que las audiencias de heavy metal eran “blancas”, lo que lo marginó dentro de esa escena, y migró al hip hop, donde entonces descubrió la batalla racial entre afroestadounidenses y latinos.
Para cuando Calderón llega al reguetón, el dembow ya ha hecho lo suyo en un incipiente movimiento que crecerá paulatinamente de forma muy particular en Puerto Rico —pero también en lugares como República Dominicana, Cuba o Colombia—, al que se irán añadiendo sonidos propios de las diásporas africanas del Caribe y músicas de todo el continente americano; ritmos autóctonos y apropiaciones coloniales[12] por un lado; y por otro, una potente escena hip hop underground ya ha dado frutos (cfr. Vico C). Tego Calderón llegó a él triangulando sus migraciones: Santurce-Miami-Santurce. Este afropuertorriqueño transforma entonces la migración interinsular en un movimiento de verdad diaspórico que pone en tensión las identidades culturales y políticas. Un negro caribeño en los conciertos de rock de Miami se exilia primero en el hip hop, donde adquiere una problemática identidad doble y enfrentada: afrolatina; y luego en el reguetón de su país, este en relación de colonialidad con Estados Unidos. Calderón regresó a Puerto Rico consciente del peso cultural, social y político de su negritud. Y a su música añadirá no solo la raíz dancehall del reguetón, sino también bomba, salsa y otros ritmos de sonoridad más bien autóctona —afropuertorriqueños—, combinados con influencias urbanas que van del hip hop al jazz, como Wayne Marshall definió ya:
Tego Calderón ha hecho en este sentido un gran estiramiento estilístico, incorporando muchos de los géneros de Puerto Rico que los periodistas dan por sentado que forman parte del ADN del reguetón (p. e., salsa, bomba), sin mencionar la experimentación con el dancehall y el roots reggae, hip hop y blues.[13]
Basta escuchar “Loíza”, de El Abayarde (2002), para sentir la presencia en sus tambores de los tambores de bomba de Loíza. El código callejero de Calderón es urbano y periférico, pero de un modo diferente, uno que incluye a las expresiones tradicionales, autóctonas de la diáspora africana que también están en la calle.
Este aspecto diaspórico-migrante-periférico tiene también en La Sista (Puerto Rico, 1986)[14] una expresión contundente. La Sista tiene, por ejemplo, una canción llamada “Anacaona” (Majestad negroide, 2006): “Anacaona, llegó la Anacaona / Anacaona, yo soy tu Anacaona / Anacaona, llegó la Anacaona / versión africana, soy tu Anacaona […] aquí está tu cimarrona”. Anacaona fue una cacica taína, de La Española (hoy Haití y República Dominicana), gobernante de La Jaragua hasta su asesinato en 1503. Anacaona, además de reinar sobre uno de los primeros territorios conquistados por españoles, recitaba en los areítos, rituales de los naturales de la región. La Sista hunde su raíz, entonces, en las gruesas ramas de su árbol genealógico cultural caribeño, afrocaribeño. La Sista es el Caribe, es la diáspora cimarrona. Y establece su linaje, además, como descendiente de una mujer india taína.
En el artículo “Los circuitos socio-sónicos del reggaetón”, Marshall, Rivera y Pacini Hernández señalan este aspecto diaspórico que articula al reguetón con la música afrodiaspórica y en relación con Estados Unidos: “Existe otro lugar clave en el temprano desarrollo del reggaetón que, aunque rara vez sale a relucir, no sorprenderá a quienes conocen los últimos cien años de historia musical caribeña y afro-diaspórica: Nueva York”. Sin embargo, la definición de diáspora y la amplitud del concepto no quedan claramente expuestas.
Para comprender la jugada diáspora/migración/periferia cito de nuevo a Kim D. Butler:
En ocasiones esta re-orientación de la identidad surge de la comunidad misma. James Clifford ha notado que las personas de pueblos oprimidos que alguna vez concibieron su situación en el contexto de relaciones de poder ‘mayoría-minoría’, ahora reivindican el discurso diaspórico como alternativa.[15]
Es decir, no sorprende que La Sista se vincule con símbolos, ritmos y estéticas autóctonas afrocaribeñas, en una cultura a todas luces urbana y digital, atravesada por los indios taínos; esta relación de identidades, caótica si se quiere, se entiende como diaspórica en tanto se vive como dispersada, masiva y colonial, en una relación de poder-resistencia, hegemonía-contrahegemonía que se hace visible reivindicando el lazo con lo cimarrón. En este sentido, lo que se leería como globalización, o intertextualidad, en La Sista es diáspora: un lugar del que se salió (simbólica o físicamente) o que los ancestros habitaron, y la habitación de un nuevo lugar que se apropia culturalmente: “La afiliación a una diáspora ahora implica un empoderamiento potencial basado en la habilidad de movilizar apoyo internacional e influencia tanto en la tierra de salida como en la de recepción”.[16] Para el caso del reguetón, en muchos casos el movimiento es triple: África–Caribe/América Latina–Estados Unidos.
Butler ofrece una manera de saber si una comunidad constituye o no diáspora: “Primero […] debe haber un mínimo de dos destinos [de llegada]. […] Segundo, debe haber alguna relación con una tierra originaria real o imaginaria. […] Tercero, debe haber un autorreconocimiento de la identidad del grupo”.[17] Y aquí el reguetón hace sus brujerías: ¿cuál identidad se reivindica?, ¿latina, taína, afrocaribeña? La Sista apuesta por todas. En general, el reguetón se reivindica latino, afrocaribeño dentro de América Latina, pero latino sin más en Estados Unidos y el resto del mundo. Wayne Marshall explica por extenso en el artículo “From música negra to reggaeton latino” que este estilo de reguetón o estas reivindicaciones explícitas no son la norma; pero creo que, conscientemente o no, permean esta cultura musical que es, desde su origen, diaspórica.
El reguetón produce un diálogo complicado de identidad múltiple, inasible y quizá por ello contestataria, a partir de una triple locación: la de una ancestralidad diaspórica frente a ciertas hegemonías coloniales, la del barrio-metrópoli, y una menos explícita: la del Caribe —y diría que el resto de América Latina— frente a Estados Unidos. Y de nuevo lo hace de un modo casi contradictorio, pues como señalan Marshall, Rivera y Pacini Hernández, El General, por ejemplo, “no vivía en Panamá, sino en Nueva York, cuando grabó las canciones que lanzaron al reggae en español a la fama internacional”.[18] Solo que no lo hará afincado en el underground donde arrancó, sino en una masiva comercialización que produjo, finalmente, su crossover mainstream.
Este movimiento, el del reguetón, abarcará al resto de América Latina de punta a punta y habrá de llegar... de regresar, para decirlo con propiedad, a Estados Unidos y el resto del mundo reconvertido identitariamente como latinoamericanizado, aun cuando está inscrito en una tradición mucho más amplia de ritmos, incluido el hip hop, y como autóctono, aunque su producción sea eminentemente digital. El reguetón es a las culturas musicales lo que el Modernismo quiso ser a la literatura en el siglo xix, cuando los Estados nacionales de las colonias de América ya independizadas comenzaron a formarse. Es decir, es una estética latinoamericana. Una estética vuelta latinoamericana a fuerza de expansión de ritmos y de reivindicaciones singulares, cambiantes. Latinoamericana si y solo si aceptamos que Latinoamérica es pluriétnica, multinacional y receptora de diásporas diversas. Solo que, a diferencia del Modernismo, el reguetón cambia los ornatos y las piedras preciosas por mucho código de calle, vulgaridad y groserías. No es la estética de los noveles Estados, es la estética de sus grietas, de lo que salió mal; quienes no debían asomarse en la foto lo hicieron: los negros descendientes de aquellos esclavos africanos, los indios musiqueros, los pobres, los latinos en Estados Unidos... En un primer momento fue una estética underground pero no del todo contrahegemónica —como a veces se quiere ver—, si se considera la masculinidad que tanto el dembow como el reguetón, sobre todo muy al principio, decidieron reivindicar, y si se tiene en cuenta que cada exponente hace con su discurso cosas diferentes, que pueden o no ser contraculturales o sociopolíticas.[19]
La risa de la diosa Baubo: perreo
Repito: el reguetón es brujería. Perseguida y estigmatizada como toda epistemología corporal, carnal, sin escrúpulos (pues se le recrimina ser una fórmula para el éxito comercial). Una brujería que desata los demonios del cuerpo, sus demonios colonizadores, sus opresiones. Su catexis colectiva —para usar un término de Deleuze y Guattari—, o sea su libido, se realiza en la colectividad de culos danzantes. Culos que se ríen en la cara de las buenas costumbres (lo que el funk carioca, de la familia de las diásporas africanas en América, eleva a su máxima expresión desculonizadora y antipatriarcal, contrahegemónica y underground, mucho más que el reguetón).[20] El reguetón baila y es la risa de la máquina salvaje: “Todo el Edipo es anal e implica una sobrecatexis individual de órgano para compensar el retiro de catexis colectivo”.[21]
Esta diferencia sustancial en la anatomía de los ritmos pone al reguetón en un lugar diferente al del hip hop, un baile que se afirma en el movimiento de la cabeza y en el complejísimo dominio corporal del break dance. No lo hace sin problemas: el reguetón es, en efecto, una cultura musical asociada a la masculinidad exacerbada, dominante, cosificante y machista. Y no es un secreto a voces: está en su origen, está en el dembow, está en el dancehall. Y es una masculinididad heteronormada en consecuencia, definida por el baile mujer/varón. Pero como esta no es esencial a la cultura musical sino que es una interiorización cultural del ejercicio de las prácticas de un sistema mayor (el patriarcado) puede disputarse, y entonces una escena no mainstream de reguetón apuesta por revertir los contenidos hegemónicos en materia de género: véanse Chocolate Remix y Princesa en Argentina o Ms Nina en España. Ya desde muy temprano, Glory e Ivy Queen hacen un reguetón en cuyas letras desafían el lugar de las
mujeres.
Vuelvo al baile. El movimiento pélvico característico del perreo puertorriqueño podría servir como evidencia de su ruta diaspórica en la rama africana. Podríamos rastrearlo en los diversos modos de bailar las variaciones emanadas del dembow.[22] En diversas regiones de África se practican danzas, algunas rituales, que implican la basculación de la pelvis, tal como lo retoma el perreo, aunque es poco habitual que en el África subsahariana se haga en pareja; por lo general las mujeres y los varones bailan sin tocarse. Sin embargo, hay algunos choques corporales que tienen una larga tradición en las danzas de la diáspora yoruba, por ejemplo, en las que dos varones pueden chocar partes del cuerpo o retorcerse en el piso. Por sí solo este elemento dancístico merece una revisión particular, pues al igual que la de los ritmos, su ruta se antoja complicada y diversa.