Kitabı oku: «Los cuentos de la Maragata -4-»

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LOS CUENTOS DE LA MARAGATA

-4-

ASTORGA

[Carol Simón]

Primera edición: abril de 2020

© Copyright de la obra: Carol Simón

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-121691-7-1

Código ISBN digital: 978-84-121691-8-8

Depósito Legal: B-9742-2020

Corrección: Teresa Ponce

Diseño e imagen de portada: Celia Valero

Maquetación: Celia Valero

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez ©Angels Fortune Editions www.cuentosmaragata.es

www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cual- quier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

Contenido

NOTA DE LA AUTORA

DEDICATORIA

CAPÍTULO 1. LA PLAZA DEL AYUNTAMIENTO

UN PROBLEMA MUY GORDO

EL VIAJE A LA LUNA

CEUS, EL LEÓN DORADO

CAPÍTULO 2. EL PALACIO EPISCOPAL

EL ÁGUILA DE HIELO

LOS ZAPATOS DE CHAROL

LA PRINCESA Y LA CAMPESINA

CAPÍTULO 3. JARDINES DE LA SINAGOGA

LOS ESPIRITUS NEGROS

DOS AGUILAS REALES

LAS HORMIGAS PEREGRINAS

NOTA DE LA AUTORA

Comenzamos la andadura de un nuevo libro, relatos de nuevos cuentos, cuentos en manos de un personaje mítico. Una maragata con su traje típico, con utensilios de hacer alfarería manejados con magistral destreza, se instala en la plaza de cualquier ciudad a la vez que realiza su magia para conseguir que todo aquel que la escuche sea capaz de transportarse a la infancia, tal vez a lugares insospechados, y borrar de sus recuerdos algunas malas vivencias pasadas o, al menos, conseguir que pierdan importancia, porque con el paso del tiempo no la tienen. La vida es eso realmente, buenas y malas experiencias. De esta forma la maragata va tejiendo nuestro día a día, entre vasijas y relatos. Siempre decimos que los cuentos son para los niños, nada más lejos de la realidad, los cuentos nos devuelven a nuestra infancia, ese espacio de tiempo que muchos han olvidado.

Comenzaremos estos relatos con amor y ternura, y siempre desde el cariño por mi tierra natal. Astorga tiene lugares maravillosos donde los peregrinos que van y vienen de hacer su camino de Santiago llenan las calles y transmiten a los demás su paz interior después de haber conseguido su objetivo y darse un tiempo para encontrarse con su propio yo.

Te espero entre las páginas de este libro.

DEDICATORIA

Este libro va dedicado a mi querida abuela Ángela. Quiero agradecerte todo el cariño que me diste cuando era niña.

A mi hija Yolanda por su infinita paciencia conmigo y mis escritos.

A Isabel Montes por escucharme y ayudarme a que salga a la luz.

Y a ti, lector/a, por dedicar tu precioso tiempo a la lectura de mis relatos.

Mi más sincero agradecimiento a tod@s.

CAPÍTULO 1. LA PLAZA DEL AYUNTAMIENTO

Por fin llegué a mi ciudad natal, me hizo mucha ilusión. Nací en Astorga, así que te puedo decir con mucho orgullo que soy maragata.

Hace años que tengo un puesto de alfarería ambulante y voy por los pueblos contando historias y haciendo piezas de barro. Suelo buscar espacios amplios, donde las autoridades me permitan poner mi parada durante varias horas. A los niños les encanta sentarse a mi lado y yo también lo disfruto con ellos. Los mayores son más vergonzosos y no se atreven a mancharse las manos.

Se me olvidaba, mi nombre es Ángela. En esta ocasión tuve el honor de poner mi parada en la plaza del Ayuntamiento de Astorga. En pocos minutos, los curiosos se arremolinaron a mi alrededor.

Una niña muy curiosa me preguntó qué estaba haciendo.

―Ya ves, trabajo con barro. ¿Sabes lo que es?

La pequeña se encogió de hombros y negó con la cabeza.

―Ven, siéntate a mi lado y te enseño a trabajarlo. Me gustaría saber cómo te llamas.

―Soy Conchi ―dijo la niña muy emocionada.

El grupo de curiosos fue aumentando notablemente, la niña se sentía feliz hundiendo sus dedos regordetes en el barro. Me miró y me dijo:

―¿Tú sabes contar cuentos?

―Claro que sí, es mi especialidad. ¿Quieres que te cuente uno?

—Sí, por favor —respondió Conchi feliz.

Así que, con una sonrisa y sin más preámbulos, comencé un nuevo relato.

UN PROBLEMA MUY GORDO

En una ciudad como tantas otras, vivía una muchacha llamada Rosa. Era una jovencita morena, con alguna que otra peca en la cara. Su voz, cuando cantaba, sonaba como un coro de ángeles. Su carácter era el de una persona alegre, o por lo menos antes lo era.

La gente con la que se cruzaba en la calle, los chicos que iban en pandilla, en fin, la mayoría de la gente con la que se encontraba se burlaban de ella descaradamente, los insultos sobre su gordura no tenían fin. Sin embargo y pese a todo, Rosa tenía un corazón de oro, vamos, un corazón diez, capaz de creer en el buen sentimiento de la gente y, cómo no, también creía en los cuentos de hadas.

Al decir aquella frase los presentes me miraron extrañados.

―¿Qué pasa, que ya no os acordáis de lo que son las hadas? ―pregunté mirando a mis espectadores.

―Yo sí que creo en las hadas, pero mi madre no ―contestó Pepín, el niño que estaba sentado junto a mí.

―Así me gusta, Pepín ―le dije con una sonrisa―. Si apartas de tu imaginación todas esas historias que ves en televisión de monstruos descuartizando gente, guerreros dispuestos a matar a todo el que se mueva, dibujos animados con cuerpos amorfos y un afán increíble de venganza... y cosas parecidas, verás que en el fondo siguen quedando los cuentos de duendes y hadas, que nunca han desaparecido porque en realidad nadie sabe a ciencia cierta si son verdad o mentira.

A nuestra amiga Rosa sí le gustaban esas historias, aunque también otras cosas como caminar, ir al cine y lo que solían hacer los chicos de su edad. Pero cada vez lo hacía menos, porque poco a poco su grupo de amistades se había ido reduciendo.

Casi todos los días daba un largo paseo, procurando encontrarse lo menos posible con la gente, eso hacía que fuera por las arboledas, jardines y demás lugares solitarios.

Un día que fue a caminar, iba tan pensativa que no se percató de que su paseo era mucho más largo de lo que hacía habitualmente. Poco a poco las casas iban desapareciendo, a lo largo del camino había mucha vegetación, una hierba aterciopelada invitaba a pasear por ella y, a lo lejos, el murmullo de aguas cristalinas se mezclaba con el aroma de las flores. Rosa fue siguiendo este sonido hasta llegar al riachuelo que corría por medio del prado donde se encontraba.

Al verse reflejada en el agua, se le vinieron a la cabeza todos los insultos que solía recibir y, sin poder remediarlo, unas lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con las aguas cristalinas del arroyo.

Rosa dio un suspiro, dejó las sandalias a un lado y se sentó a la orilla metiendo los pies en el agua. Estaba tan fresca y agradable que pronto se olvidó de su problema y disfrutó de un rato de tranquilidad.

De repente, del agua comenzaron a salir burbujas brillantes, que hacían un círculo. Rosa miraba aquel resplandor con los ojos cada vez más abiertos. Poco a poco todo aquello se transformó en una criatura bellísima que se mantenía sobre las aguas del arroyo, rodeada de gasas de colores alegres y brillantes. Tenía una melena larga que ondeaba con el viento y un rostro agradable y dulce que le sonreía.

Rosa no daba crédito a sus ojos y tartamudeando le preguntó:

―Tú eres, eres un...

El hada respondió.

―Soy el hada de este arroyo, en el cual se ha reflejado un gran corazón, empañado por estas lágrimas. ―Y abriendo la mano le enseñó sus propias lágrimas, que se habían convertido en perlitas y diamantes. Se acercó a Rosa y se las dio―. Quiero que las guardes y que me cuentes el motivo de tu pena ―le dijo el hada.

A pesar de la sorpresa, Rosa se sentía muy a gusto y empezó a explicarle lo que le pasaba. Cuando hubo terminado, el hada se quedó pensativa y al fin le respondió.

―Esas personas que se ríen de tu gordura se merecen una lección. Su estupidez será su castigo ―dijo el hada categóricamente y, tal como había aparecido, volvió a desaparecer.

Rosa se quedó un poco perpleja, lo que acababa de pasarle no ocurría todos los días. Lentamente sacó los pies del agua, se levantó y volvió sobre sus pasos para su casa, mientras se preguntaba qué habría querido decir el hada con aquella frase.

De todos modos, no tardó mucho tiempo en obtener la respuesta a su pregunta. Al llegar al pueblo, un niño la miró y se rio llamándole gorda delante de ella. Sin embargo, le duró poco tiempo la risa, porque vio como su cuerpo empezó a engordar por momentos. El niño, horrorizado, comenzó a llamar a su madre a gritos.

Fueron pasando los días y cada vez había más gente gorda en la ciudad, unos se reían de otros y, poco a poco, como si de una epidemia se tratara, la mayor parte de la gente se habían convertido en personas extremadamente gordas.

El problema fue tal que muchos ciudadanos fueron a hablar con el alcalde, no entendían lo que ocurría, pero le dijeron que él tendría que hacer algo para parar todo aquello.

Rosa, con el tiempo y viendo a la gran mayoría de la gente convertirse en personas gordas, no sintió ganas de reírse, sino todo lo contrario, le daban pena. Eso hizo que poco a poco fuera perdiendo peso y se convirtiera en una jovencita muy hermosa.

El alcalde estaba desesperado viendo el problema que tenía y no sabiendo qué hacer, así que dio orden de que todas las personas que no estuvieran gordas acudieran al salón de actos del ayuntamiento, donde él y sus ayudantes se reunían. Pronto se congregaron en el salón unas cuantas personas, en realidad fueron muy pocas, entre las que se encontraba Rosa, quien pudo comprobar que las palabras del hada habían surtido efecto, así como el grado de estupidez que tenían la gran mayoría de las personas de su ciudad.

El alcalde se dirigió a ellos y les preguntó si alguno conocía el motivo por el cual casi toda la ciudad estaba llena de gente gorda. Muchos dieron su opinión, las respuestas fueron de lo más disparatadas, desde echarle la culpa a los insecticidas que se utilizaban en el campo a que el problema era no tener unos polideportivos en todas las barriadas. Incluso hubo algunos que lo achacaron a los impuestos y otros que creían que era cosa de marcianos que los estaban invadiendo.

Se estuvo debatiendo durante horas sin llegar a nada en concreto, hasta que cada uno decidió volver a su casa. Rosa sí conocía el origen del problema, pero, aunque lo expusiera, nadie lo iba a creer, así que decidió callarse. Ayudar a resolverlo sería más difícil, se había convertido en un problema muy gordo.

Ya en su casa y pensando el modo de arreglar aquel desastre, de repente se acordó de las lágrimas. Eran como una joya, pero podía utilizarlas tirándolas al río para que saliera el hada, aunque de esta manera se quedaría sin ellas. Eran su tesoro, el regalo que le había hecho el hada y algo único que nadie más tenía.

Sin pensarlo dos veces, salió corriendo de su habitación y se fue derecha al riachuelo. Llegó al río cansada y sudando, se colocó a la orilla y lanzó al agua las lágrimas que llevaba en la mano. En efecto, al momento volvió a salir el hada tan sonriente como la primera vez. Se alegró de ver el cambio que se había efectuado en ella y le preguntó qué era lo que deseaba.

Rosa le explicó en qué condición se encontraban la mayoría de las personas de la ciudad y le pidió por favor que las devolviera a su estado de antes. A pesar de lo mal que se lo habían hecho pasar, estaba intercediendo para que los demás dejaran de padecer. Esto demostraba el gran corazón que tenía Rosa.

Ante el asombro de la muchacha, las lágrimas que había arrojado al fondo del río subieron a la superficie y el hada las puso en círculo, formando con ellas un collar que colocó en el cuello a Rosa. Le prometió que en adelante su felicidad se vería reflejada en aquellas lágrimas y, cada vez que lo llevara puesto, estos sentimientos se transmitirían a las personas que estuvieran cerca de ella. De esta manera, la ciudad fue recobrando su rutina poco a poco y la plaga que les había asolado fue desapareciendo tal y como había venido.

Con el tiempo todo volvió a la normalidad, seguía habiendo gente gorda y delgada en la ciudad, pero ya no eran motivo de risa, cada uno vivía su vida sin preocuparse de los demás, en una palabra, el nivel de estupidez había bajado considerablemente y eso era bueno para todos.

Cuando terminé el relato ocurrió algo sorprendente, todos los presentes aplaudieron y a coro gritaron: «¡Otro, otro, otro!».

―Está bien, os contaré uno sobre el amor de un padre por sus hijos, capaz de hacer lo imposible.

Volvieron a sonar los aplausos y luego se hizo un silencio absoluto.

Me fijé en que el grupo de curiosos había aumentado considerablemente. Los muñecos maragatos de la torre salieron en ese momento anunciando la hora, pero esto no inmutó a nadie, puesto que ya estaban acostumbrados a verlos.

Al lado de Conchi ya había unos cuantos chavales con barro entre sus manos haciendo figuras. Yo los guiaba a medida que narraba los cuentos y les ayudaba a moldear aquellas figuritas un tanto deformes.

EL VIAJE A LA LUNA

Había una vez una familia que vivía en una zona apartada de la gran ciudad. El padre era mecánico de coches, en su taller se podía encontrar de todo lo imaginable, arreglaba de todo y para todos, lo mismo arreglaba una bicicleta que ponía a punto un molinillo o enderezaba las ruedas de los patines. Era lo que llamamos una persona mañosa, todo se le daba bien.

Su esposa cuidaba de la casa y la familia. Tenían cuatro hijos: tres niños y una niñita, la última. Estaban en edades comprendidas entre los tres y los nueve años, se peleaban a menudo, pero donde iba uno estaban siempre los demás.

Un buen día durante la cena, entre risas, charlas y alguna que otra bola hecha de pan que volaba por encima de la mesa, el padre les pidió que guardaran silencio y que prestaran atención, estaba viendo las noticias en la tele y en aquel momento comenzaba a despegar un cohete.

El padre les fue explicando el motivo de aquel cohete y como más tarde llegaría a la Luna, esa que veían desde el jardín por las noches. También les dijo que eran los primeros hombres que salían de la Tierra en una nave para aterrizar en la Luna. Los niños contemplaban asombrados, las imágenes eran impresionantes, hasta la pequeña observaba embelesada, aunque no sabía muy bien lo que estaba viendo.

Mientras miraban la televisión, el niño mayor, que estaba muy pensativo, le preguntó a su padre:

―Papá, ¿yo también podría ir a la Luna?

―Hummm... ―El padre se quedó un rato pensando ante lo inesperado de la pregunta, mientras se tocaba la barba―. Pues no sé, hijo, es un poco complicado ―le respondió.

Los demás niños, que siempre estaban pendientes de su hermano mayor, dijeron a coro que, si él iba, ellos también querían ir.

El señor José, que casi siempre estaba dispuesto a complacer a sus hijos, no se lo pensó dos veces y dijo:

―Está bien. ¿Queréis ir todos a la Luna? Pues no se hable más, iremos todos juntos.

Los niños comenzaron a chillar y a dar palmadas, estaban tan contentos que valía la pena llevarlos a la Luna solo por verlos así. La madre los miraba y, aunque le gustaba verlos tan contentos, miraba a su esposo y movía la cabeza. Pensaba cómo se las arreglaría para hacerlo, con qué pretendía costearse un viaje a la Luna si todo lo que tenía era un taller lleno de trastos viejos y unos pocos ahorros en el banco que no servirían ni para hacer el viaje hasta Cabo Cañaveral.

Cuando un par de horas más tarde consiguió que los niños por fin se durmieran y se quedó a solas con su esposo en el salón, le advirtió que no debía prometer a los niños algo que no podía cumplir.

―No les he mentido ―contestó―, si yo digo que haremos el viaje a la Luna es porque lo haremos. Solo necesito tiempo para prepararlo todo, los niños no son tan exigentes como los mayores, les prepararé un viaje inolvidable.

Y dicho esto, se levantó y se fue a dormir.

Pasados unos días, como el tema de actualidad era el viaje a la Luna, en el salón de exposiciones de la ciudad se había construido una réplica del cohete a escala reducida para atraer a niños y mayores. Cuando la feria hubo terminado, el encargado pidió a unos cuantos hombres, entre ellos al señor José, que desmontaran las chapas y se deshicieran de ellas.

El señor José no desaprovechó la ocasión y pidió a sus compañeros que desmontaran la nave con cuidado y le ayudasen a montarla en el jardín que había detrás de su taller de coches. La verdad es que, aunque la petición era un poco rara, les hizo gracia, y todos colaboraron. Así que el cohete fue montado en el jardín para deleite de los niños, que no paraban de preguntar cuando irían a la Luna.

El señor José pasó dos semanas poniendo y soldando piezas, dando golpes con el martillo y cortando con la radial hasta que un día, cuando los niños estaban merendando, les anunció:

―El domingo después de comer, si la dama y los caballeros están preparados, haremos el viaje a la Luna.

La noticia estalló como una bomba, todos saltaban y chillaban a la vez. Después de asegurarle a su padre que estarían dispuestos, se fueron corriendo a contárselo a sus amigos. El padre, viendo la cara que ponía su esposa y sin darle lugar a protestar, le dijo:

―Me gustaría contar con tu colaboración el domingo. Esta vez me iré yo solo con los niños, quizá la próxima vez podamos ir todos juntos, porque supongo que a ti también te gustaría hacer un viaje como este.

Al final la mujer se rindió, puesto que lo veía decidido a hacer el viaje a toda costa y prometió ayudarle en lo que le fuera necesario.

Así que, llegado el domingo y después de comer, la mamá les preparó la mochila a todos con agua, merienda y algún que otro juguete. Los cuatro, muy orgullosos, se fueron detrás de su padre para subir a la nave espacial que tenían en el jardín detrás del garaje. Utilizaron la escalerilla y se acomodaron en los asientos, su padre les fue poniendo el cinturón de seguridad y luego cerró la puerta de la nave. Los motores comenzaron a rugir y a lanzar un humo blanco que lo inundó todo y que los niños veían a través de los cristales. La nave comenzó a vibrar, casi no se atrevían a respirar de la emoción que tenían. ¿De verdad se iban a la Luna? Pero ¿y si no les gustaba cuando llegaran? De todos modos, ya lo decidirían cuando la vieran. Una fuerte explosión les hizo comprender que la nave había despegado, aunque no se veía nada por culpa del humo.

Al poco rato vino su padre, les dijo que ya podían quitarse los cinturones y caminar por la nave, ya no se veían casas ni nada, solo el cielo azul. Al poco divisaron la Tierra, que cada vez era más pequeña hasta que desapareció. Comenzaron a corretear y a jugar. Aunque la nave no era muy grande, tenía unas escaleras que subían a la torre de mando, donde su padre pilotaba, y, como iba el piloto automático puesto, toquetearon todos los mandos y lo pasaron de miedo.

Entre subidas y bajadas, la tarde fue transcurriendo rápidamente hasta que llegó la hora de la merienda y todos se sentaron a comerse el bocadillo. El padre les anunció que en breves momentos estarían al lado de la Luna, y vaya que si era verdad, ante sus ojos apareció una bola redonda y llena de cráteres, parecía un queso de agujeros. Los niños abrieron los ojos asombrados, era más bonita de lo que esperaban. Dieron una vuelta alrededor de ella hasta que el piloto les anunció que en este viaje se les había hecho un poco tarde y que no podían aterrizar en la Luna, en otra ocasión lo harían, además tampoco disponían de trajes espaciales y eso era indispensable para bajar.

Los niños estaban tan contentos que no les importó no poder bajar, pues casi la podían tocar desde las ventanillas.

Poco a poco comenzaron a distanciarse de la Luna y comenzaron el viaje de vuelta a casa. Cuando aterrizaron ya había oscurecido.

El piloto apagó los motores, los niños se soltaron el cinturón y la puerta se abrió. Salieron todos corriendo de la nave, su madre los estaba esperando fuera, y todos intentaban contarle a la vez lo que habían visto, lo bien que se lo habían pasado y lo grande y redonda que era la Luna. Instintivamente, levantaban sus cabecitas hacia el cielo y señalaban hacia la Luna, que era grande y redonda y brillaba intensamente, con sus gestos querían convencer a su madre del viaje tan fabuloso que se había perdido y de lo felices que se sentían ellos.

Cuando se cansaron de chillar y de hablar todos a la vez, se fueron para la casa y, al poco rato, ya estaban cada uno en su cama durmiendo profundamente y soñando con el viaje tan fantástico que acababan de hacer.

Fuera los padres se quedaron sentados en el jardín, contemplando aquella luna que había hecho tan felices a sus hijos. Entre sonrisas, el marido contaba los pormenores del viaje a su esposa, hasta que pasada la medianoche los dos se fueron a dormir satisfechos y contentos.

Durante la semana siguiente, el padre le dio unos retoques al cohete, consiguió amortiguar el ruido de los motores y automatizar la visión de las imágenes que aparecían a través de las ventanas. De esta manera, el fin de semana siguiente, la familia al completo podía volver a hacer el viaje, pero esta vez lo harían por un camino más largo. Quizá durante el trayecto llegaran a ver algún planeta con sus anillos, o bien alguna estrella fugaz. Desde luego, la próxima aventura prometía ser más emocionante que la primera. El ingenio y la destreza del señor José consiguieron que toda la familia disfrutara de unos viajes inolvidables.

Cuando terminé el relato, los aplausos sonaron con más fuerza que en el anterior, algún padre se hacía el duro para no soltar aquella lágrima que pugnaba por escaparse.

Alguien del púbico me preguntó:

―Ángela, ¿esas historias son tuyas o las has leído en algún libro?

―Son pura imaginación, llevo muchos años contando historias allá por donde voy. Además de inventar, a veces mezclo vivencias personales en ellos y puedo asegurarte que se aprende mucho más de lo que escuchamos a la gente que de historias contadas en los libros. Ya es hora de irnos a casa, si os parece bien ―dije.

Un «¡nooooooo!» rotundo resonó en el aire. A la tertulia se habían unido vecinos en sus balcones y, viendo que todos querían escuchar más cuentos, les dije:

―Contaré otro que espero que os guste. Se trata del amor que se profesan dos jóvenes de distintas clases sociales y cómo consiguen que ese amor triunfe, se llama…

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135 s. 9 illüstrasyon
ISBN:
9788412169188
Editör:
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Bookwire
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