Kitabı oku: «Como desees», sayfa 2

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1. Mi encuentro con Rob
Berlín, 29 de junio de 1986

La nota solo decía: IMPORTANTE.

Era un mensaje de mi agente, Harriet Robinson, que un botones había deslizado bajo la puerta de mi habitación en el hotel Kempinski, donde me alojaba.

Inmediatamente, tomé el teléfono y marqué su número. Esa sería la llamada que cambiaría mi vida. Después de que Harriet contestara, me contó que había organizado una reunión importante para mí. Que el director de This is Spinal Tap, Rob Reiner, y su socio de producción, Andy Scheinman, planeaban venir a Berlín para verme.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Para qué?

Harriet dijo que estaban estancados por un programa de preproducción muy apretado y que aún estaban buscando a un actor para que interpretara el papel central de Westley en una versión cinematográfica de La princesa prometida.

—¿La princesa prometida de William Goldman?

—Eso creo, sí —respondió.

No podía creerlo. Había leído ese libro cuando tenía solo trece años. Y ahora el director y el productor habían pensado en mí para interpretar uno de los papeles protagonistas. Por suerte para mí, sus planes no cambiaron.

Un poco de contexto sobre dónde estaba yo en aquel momento. Era un neófito de veintitrés años, que solo había aparecido en un puñado de películas. Pero ya sabía lo que quería de la vida. Sabía que quería ser actor. Había nacido y crecido en Londres, y acudido brevemente a la Academia de Música y Arte Dramático de Londres (LAMDA, por sus siglas en inglés), uno de los centros de formación más prestigiosos para actores de teatro serios. Me gustaba estudiar, pero mi meta final por aquel entonces solo era trabajar como actor, preferiblemente en películas. Además, ya había estudiado lo suficiente cuando me mudé a Nueva York para ir al Actors Studio y al Instituto de Teatro y Cine Lee Strasberg. Después de dejar la LAMDA, contraté a una agente, Harriet, y comencé a hacer audiciones.

Ya había sido asistente de producción en un puñado de películas, incluida la conocida Octopussy de James Bond, donde tuve la experiencia única de que me pidieran llevar en coche, al trabajo un par de veces, al mismísimo Bond, Roger Moore. Os aseguro que estaba hecho un manojo de nervios. Lo único que me pasaba por la cabeza sin parar era: «¿Y si mato a Bond de camino al trabajo en un accidente de tráfico? ¿Qué pasaría? Sin duda, acabaría con mi floreciente carrera en la industria cinematográfica». Ya veía los titulares: «¡Un humilde asistente de producción mata a James Bond!». De hecho, en uno de nuestros trayectos matutinos, el señor Moore levantó la vista de su periódico y dijo, con ese modo suyo tan calmado y compuesto: «Puedes acelerar un poco si quieres».

Para mediados de los ochenta, ya tenía un currículum corto, pero nada mediocre. Mi primera película, estrenada en 1984, fue Otro país, un drama histórico basado en la popular obra West End, de Julian Mitchell, con Rupert Everett y Colin Firth. Había sido coprotagonista de Helena Bonham Carter en Lady Jane, un drama de época dirigido por Trevor Nunn sobre lady Jane Grey, que fue reina de Inglaterra durante nueve días y cuyo corto reinado siguió a la muerte del rey Eduardo VI. Al parecer, esta fue la película que Rob vio, y la que lo convenció para que apostara por mí.

Cuando terminé Lady Jane, Trevor Nunn me ofreció la oportunidad de pasar un año de residente en la Royal Shakespeare Company, de la que era director. Me sentí halagado casi hasta la perplejidad: la mayoría de actores jóvenes habrían matado por una oportunidad así. Pero, por aquel momento, yo vivía en Londres, y sabía que pasar un año con la RSC, por muy prestigiosa que fuera, era el equivalente a hacer una tesis en teatro: el salario ni siquiera cubriría mi alquiler. Aun así, valoré la oferta muy seriamente, ya que venía de un director con un gran talento a quien admiraba y aún admiro muchísimo. Puede que las cosas hubieran sido diferentes si hubiera dicho que sí. ¿Quién sabe? Me arrepiento de muy pocas cosas de la vida que he tenido la suerte de vivir. Pero una cosa parece segura: si hubiera aceptado la residencia en la RSC, no habría estado libre para aceptar el papel de Westley. De hecho, puede que ni siquiera hubieran pensado en mí. Se podría decir que tuve bastante suerte, ya que, por lo que resultó, estaba en el lugar correcto en el momento indicado.

Para cuando Rob Reiner había empezado a buscar a alguien para representar el papel del protagonista masculino, yo tenía un currículum corto, pero tal vez digno de investigar. Ya fuera el destino o una hábil representación, o una combinación de ambas, me tuvieron en cuenta para el papel del mozo de labranza convertido en pirata, Westley; un personaje creado en una renombrada novela que durante mucho tiempo se había considerado imposible de adaptar a la pantalla. Y una novela que ya había leído y disfrutado de niño.

¿Cómo sucedió esto? Bien, resulta que mi padrastro trabajaba en el departamento literario de la William Morris Agency en Los Ángeles y, después de marcharse para trabajar en el cine, produjo el primer guion de William Goldman adaptado de la novela El blanco móvil, de Ross Macdonald. La versión cinematográfica se estrenó en 1966 bajo el mismo título en Gran Bretaña, pero se le cambió el nombre a Harper para el estreno en Estados Unidos, donde tuvo un éxito moderado y ayudó a establecer más el estrellato de su joven protagonista, Paul Newman. Y tampoco le fue mal a Goldman, que ganó un premio Edgar al mejor guion y posteriormente se convirtió en uno de los guionistas más célebres de Hollywood.

Mi padrastro, que era un gran admirador de Goldman, tenía, como es natural, un ejemplar de La princesa prometida en su biblioteca y un día me lo dio para que lo leyera. Sobra decir que me encantó. Recuerdo leer la propia descripción del autor de las «partes buenas» en la novela ficticia de S. Morgenstern:

Esgrima. Peleas. Tortura. Veneno. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Bellas damas. Serpientes. Arañas. Dolor. Muerte. Hombres valientes. Hombres cobardes. Hombres fuertes. Persecuciones. Huidas. Mentiras. Pasión. Milagros.

Si eso no es emocionante para un chico de trece años, no sé qué lo será.

Cuando recibí la llamada de Harriet, me encontraba en Berlín rodando una pequeña película indie llamada Maschenka, basada en la novela semiautobiográfica de Vladimir Nabokov, el hombre que nos dio uno de los ejemplos más controvertidos de la literatura del siglo xx, Lolita. La película era una coproducción anglo-finlandesa-alemana y se rodaba tanto en Alemania como en Finlandia.

Esto ocurrió a principios del verano de 1986, solo unos meses después del desastre nuclear de Chernóbil, que causó mucho miedo en aquel momento. De hecho, Harriet me dijo que Rob y Andy habían pensado seriamente en cancelar el viaje por «todo el asunto nuclear ese». Lo que yo recuerdo es que no nos preocupaba demasiado a aquellos que estábamos trabajando en nuestra pequeña coproducción europea. Me acuerdo de una reunión de equipo convocada en un plató en un lugar llamado Katajanokka, en Helsinki, solo una semana antes, y de que nos dijeron que no había nada que temer porque los vientos estaban a nuestro favor y llevarían la lluvia radioactiva en otra dirección. De lo que sí que nos advirtieron fue de que no bebiéramos leche del lugar, como precaución. Al menos no hasta que se declarara que era segura. Como muchos otros del equipo, volví al trabajo rascándome la cabeza, preguntándome si no deberíamos tomarnos el asunto más en serio. Después de todo, estábamos solo a menos de 1300 kilómetros del lugar donde se produjo el accidente. Todo lo que puedo decir es que las pólizas de seguros de la industria del cine de aquel entonces no eran tan sofisticadas como ahora, así que parar la producción no era realmente una opción.

De todos modos, no es exactamente lo que te gustaría oír, pero el espectáculo continuó. Y, hasta donde sé, gracias a Dios, nadie enfermó a causa de la experiencia. Las últimas semanas del rodaje fueron en Berlín, en los estudios Babelsberg, y mientras estaba allí, acabé alojándome en el Kempinski.

Le insistí a Harriet que me diera más información. Me dijo que lo único que sabía era que Rob y Andy querían ver a todos los actores británicos que encajaran en el papel y que, obviamente, estaban interesados en mí. Más tarde, supe que Rob había recibido una llamada de la directora de casting, Jane Jenkins, que le había sugerido que viera Lady Jane y le había dicho que, si le gustaba, tomara un avión para ir a conocerme. Parecía razonable pensar que me encontraba en una buena posición si estaban viajando hasta tan lejos; y no solo eso, sino, además, a una región que podía estar contaminada con material radioactivo. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de interés, y (aunque ahora pasa bastante a menudo) ningún director había venido nunca antes a visitarme durante un rodaje.

—¿Tengo que hacer una prueba para el papel? —pregunté, temeroso de la respuesta.

—Es posible, han venido desde muy lejos —contestó Harriet.

Como actor, en las pruebas pierdes más papeles de los que consigues. Aprendes bastante rápido que la mayoría de las cosas están fuera de tu control y que es mejor «dejarlo en manos de Dios» y «acostumbrarse a las decepciones», como Goldman tan elocuentemente hizo que dijera el hombre de negro en el libro de La princesa prometida. Seguía diciéndome a mí mismo que siempre habría otra película, otro trabajo en el horizonte; que no importaba. Pero en el fondo sabía que no engañaba a nadie, mucho menos a mí mismo. Esto era mucho más que «un trabajo más». Estos eran dos de mis héroes, Bill Goldman y Rob Reiner, ¡trabajando juntos!

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ANDY SCHEINMAN

Queríamos ver a todos los actores que pudieran interpretar el papel de Westley, y creo recordar que Colin Firth era uno de ellos. Recibimos una llamada diciendo que había un chico al que teníamos que ver en Alemania Oriental. Lo único que recuerdo es que fue justo después de Chernóbil. Y no es que me muriera de ganas de ir a Alemania Oriental. Miré mapas y había áreas grises donde estaba la lluvia radioactiva; no me gustaba la idea. Y Rob decía: «No vayas si no quieres». Pero lo hice. Solo recuerdo meterme corriendo en el hotel, como si fuera a servir de algo. Y dejar atrás una chaqueta de literalmente mil dólares. No tenía tanto dinero y, desde luego, no tenía ninguna otra chaqueta como esa, pero no podía llevarla más. Así que la dejé.

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Aunque la novela se publicó en 1973 y recibió el aplauso inmediato y una respuesta apasionada por parte de los lectores, ya había cumplido trece años en el momento en que se me ofreció interpretar el papel de Westley. El guion de Goldman, que había adaptado de su propio libro, se convirtió en una especie de propiedad legendaria en los círculos de Hollywood y aquellos al mando en los estudios declararon que se trataba de una película imposible de hacer.

Goldman había escrito él mismo el guion con gran esfuerzo y había declarado hacía tiempo que era su preferido de todos cuantos había escrito. Un auténtico elogio, ya que en aquel momento su obra incluía Marathon Man, Dos hombres y un destino y Todos los hombres del presidente (con los dos últimos había conseguido incluso premios Óscar al mejor guion).

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WILLIAM GOLDMAN

Iba de camino a California y les dije a mis hijas: «Voy a escribiros una historia; ¿de qué queréis que trate?». Y una de ellas dijo: «¡Princesas!» y la otra dijo algo sobre «que estuviera prometida». Y yo dije «Vale, ese será el título». Me puse a ello, escribí las dos primeras páginas y, luego, paré. Y entonces, años más tarde, retomé y acabé el libro.

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Y así, pese al impresionante currículum y la pasión de Goldman por la obra, el proyecto parecía destinado a languidecer en lo que se conoce vulgarmente en el mundillo como el «infierno del desarrollo», es decir, a pasar de un estudio a otro sin parar, sin que ninguno de ellos fuera capaz de llevarlo a cabo o sin que nadie se interesara por él. Como el mismo Goldman dijo una vez: «Ni siquiera François Truffaut pudo hacer esta película».

Se convirtió en ese guion legendario sin producir, e incluso se lo etiquetó como tal en la prestigiosa revista francesa de cine Cahiers du Cinéma. Así pues, parecía que el libro favorito del autor estaba destinado a no ver nunca la luz del día…, es decir, hasta que cayó en las manos correctas.

Para aquellos que no lo sepan, hay que mencionar que la carrera de Rob Reiner en ese momento iba, sin ninguna duda, viento en popa. Había dejado de ser una simple estrella de comedias para demostrar ser un director de primera con una diestra habilidad a la hora de mezclar géneros con su trabajo en Juegos de amor en la universidad y, sobre todo This Is Spinal Tap, estrenada en 1984. Todo aquel al que le interesaba la música rock o la comedia se enamoró instantáneamente de la película y memorizó sus diálogos, en su mayoría improvisados. Fue la primera y, tal vez, la mejor de lo que se convertiría en una nueva categoría de cine y televisión, el falso documental, y fue Rob quien dirigió este proyecto con pericia desde su concepción hasta que alcanzó el estatus de película de culto del que disfruta ahora, incluso entre músicos. Tom Petty declaró una vez su debilidad por las viejas y atontadas estrellas del rock y reveló que, a menudo, él y los miembros de su banda se juntaban y recitaban frases de la película antes de salir al escenario. Rob también me dijo que cuando se reunió con Sting para ofrecerle el papel de Humperdinck, el músico le dijo que había visto Spinal Tap más de cincuenta veces y que nunca «sabía si reír o llorar». Para un director o guionista (los coautores de esa película fueron Harry Shearer, Michael McKean y Christopher Guest, que también formaría parte del elenco de La princesa prometida), ese debe de ser el mayor elogio posible.

Hacia la misma época, Rob estaba dando los toques finales a Cuenta conmigo, una adaptación de una novela de Stephen King que sería reconocida como una de las mejores historias que Hollywood jamás ha producido sobre el paso de la niñez a la madurez. Tras mi llegada a Londres, Rob organizó un pase privado para mí en los estudios Pinewood, y recuerdo que me conmovió profundamente. No había visto a unos niños actuando de manera tan honesta desde Los 400 golpes de Truffaut. Al ver This Is Spinal Tap, Juegos de amor en la universidad y Cuenta conmigo, supe que Rob estaba teniendo una buena racha. Sus películas eran muy diferentes en género y tono, y todas funcionaron muy bien. Era un director con una visión única que hacía películas memorables. Realmente, no había nadie más haciendo el tipo de trabajo que hacía él. Así que, con esa impresionante obra a sus espaldas, Rob se ganó el derecho a escoger su próximo proyecto basándose principalmente en lo que quería hacer en lugar de en lo que se esperaba de él. Prácticamente, se le concedió carta blanca. Por lo que tengo entendido, la conversación entre Rob y el entonces jefe de Columbia Pictures, iba a lanzar Cuenta conmigo, fue algo así:

—Lo que quieras —le dijo el jefe del estudio—. Cualquier cosa.

—¿De verdad? ¿Cualquier cosa? —respondió Rob con alegría.

—Sí.

—En ese caso quiero hacer mi libro favorito —respondió Rob.

—¿Cuál es?

La princesa prometida.

—¡Cualquier cosa menos eso! —replicó al instante.

Y así, el proyecto se estancó durante un tiempo.

Pero Rob era perseverante. Aunque tiene un espíritu extraordinariamente cálido y generoso, y no es propenso al tipo de ego desenfrenado que no es poco común entre las altas esferas del talento de Hollywood, no es ningún pusilánime. De hecho, su clara determinación y su visión fueron las mayores responsables de que la película se convirtiera en una realidad.

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ANDY SCHEINMAN

Por aquel entonces, Bill Goldman ya había contactado con el padre de Rob, Carl Reiner, para llevar a cabo el proyecto. Pero Carl no tenía tiempo, o no sabía cómo hacerlo, o lo que sea. Por el motivo que fuera, simplemente no sucedió. Unos trece años más tarde Rob me dijo: «Creo que es un gran libro y que tendríamos que intentar sacarlo adelante».

En un momento dado, casi lo cerramos con Columbia Pictures. Fue entonces cuando oí una de mis frases favoritas del mundo del cine. El jefe de Columbia dijo: «Ten cuidado con los guiones de William Goldman. Te engaña con su buena escritura».

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El tiempo ha probado, sin duda, que Rob era el hombre adecuado para dirigir el proyecto. Como la mayoría de gente que la ha leído, era un gran admirador de la novela. También tenía una confianza suprema en su habilidad de mezclar los distintos géneros que llenaban sus páginas: amor, aventura, fantasía, drama, comedia, acción. Rob cogía estos elementos y lo ponía todo patas arriba. Se divertía haciéndolo y, a su vez, creaba una película divertida para los demás. Lograr esto requiere mucha seguridad, y no creo que muchos directores en aquel entonces, o ahora, hubieran podido sacarlo adelante.

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ROB REINER

He admirado el trabajo de Goldman desde el primer libro que escribió, The Temple of Gold, y luego, Your Turn to Curtsy, My Turn to Bow. He leído literalmente todos los libros que ha escrito. Cuando estaba escribiendo un libro sobre una temporada en Broadway en 1968 llamado The Season, mi padre representó una obra ese año, titulada Something different, a la que Bill dedicó un capítulo de su libro. Poco después, Bill terminó La princesa prometida y se la envió a mi padre por si le interesaba adaptarlo para una película. Pero él no sabía qué hacer con ella. Ni siquiera sé si la leyó o no, pero me la dio porque sabía que era un gran admirador de Goldman. Tenía veintipocos en aquella época y no había dirigido nada. La leí y tuve una de esas experiencias en las que estás leyendo y sientes que el escritor se ha metido en tu cabeza. Al leer el libro, pensé: «Oh, Dios mío, tengo la misma sensación». Quiero decir que, sencillamente, me enamoré de él. Era lo mejor que había leído jamás. El tiempo pasó, hice Todo en familia y luego inicié mi carrera como director. Después de las primeras películas, pensé: «Bueno, hacen películas basadas en libros»; se me ocurrió buscar qué libro me había gustado especialmente, y recordé La princesa prometida, mi libro favorito de todos los tiempos. Así que inocentemente dije: «Me pregunto si podríamos hacer una película con este». No tenía ni idea, en aquel momento, de que un montón de gente ya lo había intentado: Norman Jewison, Robert Redford, François Truffaut… Aparecía en uno de esos libros de cine como uno de los mejores guiones jamás escritos que nunca habían sido producidos. Hice que mi agencia se pusiera en contacto con Bill para ver si quería reunirse conmigo. Él había visto Spinal Tap y yo estaba acabando mi segunda película, Juegos de amor en la universidad. Por entonces solo tenía el primer corte, pero organicé una proyección para que la viera. Todo esto solo para que Bill aceptara reunirse conmigo.

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Pido perdón a Bill Goldman, a quien no le gusta el término, pero Rob era realmente, a falta de una descripción mejor, un joven autor. Uno cuyo éxito le había permitido hacerse con casi todo el control artístico de sus proyectos. Estrenaba sus películas como él quería que se vieran, ya que se encargaba del último corte en las salas de edición, algo que hoy en día casi no ocurre. Y no usaba su influencia para acumular riquezas abrumadoras con éxitos de taquilla superficiales, sino para abordar algo mucho más ambicioso. Algo cercano y querido en su corazón.

¿Cómo podría alguien no admirar algo así?

Por lo visto, el mismo jefe de Columbia dijo a Rob: «De todos modos, nunca conseguirás los derechos, porque Goldman nunca permitirá que nadie la haga».

Así que Rob decidió seguir adelante y tratar de reunirse con Goldman, quien, para aquel entonces, había vuelto a adquirir los derechos de su propia novela, con el fin de convencerlo para que le cediera el material. Se llevó consigo a la persona que lo acompañaba a todas las reuniones: su compañero de producción, Andy Scheinman. Resultó que el jefe del estudio había sido exacto al describir la reticencia de Goldman hacia que se hiciera la película. Como Rob y Andy descubrirían pronto, era evidente que el escritor había perdido casi todo su entusiasmo por el mundo del cine. No le gustaba cómo los estudios lo habían tratado en el pasado, especialmente en lo que respectaba a este, su proyecto favorito. Y tampoco había tenido ninguna suerte con ellos, ni con nadie más, de hecho, a la hora de emprender aquel proyecto.

A fin de entender mejor el estado de ánimo del señor Goldman, tal vez debería compartir una pequeña historia sobre los diversos intentos de hacer la película. A mi entender, en un momento dado el proyecto recibió inicialmente un «sí» de 20th Century Fox, que compró el libro incluso antes de que fuera publicado, con Richard Lester (famoso por las películas de los Beatles ¡Qué noche la de aquel día! y Socorro) como adjunto para dirigirla. Fue entonces cuando la persona a la que Goldman se refiere como el «tipo de la luz verde» (es decir, quien decide qué proyectos se hacen en el estudio) fue despedida de la Fox. Quiso la suerte que el siguiente «tipo de la luz verde» procediera a vaciar el escritorio de su predecesor (sorprendentemente, una práctica muy habitual en nuestro mundo), para empezar de cero. Fue en ese momento cuando Goldman volvió a comprar a la Fox los derechos de su libro (algo inaudito hasta el día de hoy, me imagino) para proteger su preciada obra e impedir que otra persona reescribiera el guion. Como Bill escribió en la edición del vigésimo quinto aniversario del libro, sintió que él era ahora «el único idiota que podía destruirlo».

Por aquel entonces, ninguno de los grandes estudios estaba dispuesto a tocar el material, excepto uno. Y lo creas o no, el tipo de la luz verde estaba en negociaciones con Goldman cuando también lo despidieron durante el fin de semana, justo cuando estaban a punto de cerrar el trato. Otro pequeño estudio de cine echó el cierre durante las negociaciones. En un momento dado, Norman Jewison, famoso por haber dirigido Jesucristo Superstar, El violinista en el tejado y Hechizo de luna, iba a realizarla como película independiente, pero no recaudó el dinero suficiente ni siquiera con un, entonces, prácticamente desconocido Arnold Schwarzenegger como Fezzik. Después de eso, John Boorman, Robert Redford, e incluso François Truffaut probaron suerte, pero por algún motivo no consiguieron hacerla despegar.

Así que tenía sentido que Goldman se mostrara reticente a dejar que su corazón se emocionara otra vez solo para volver a sufrir una decepción. Supongo que no se había «acostumbrado a las decepciones» en lo que respectaba a este proyecto en particular.

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ROB REINER

Fui con Andy al apartamento de Bill en Nueva York y este abrió la puerta y dijo: «Este es mi libro favorito de todos los que he escrito en mi vida. Lo quiero en mi tumba». En esencia, el subtexto era: «¿Qué vais a hacer con él?» Y, así, entramos en su guarida y hablamos de lo que yo creía que había que hacer con el material. Había leído uno de los guiones y creía que se alejaban tanto del libro que no capturaban realmente la esencia de la novela. Bill estaba tomando algunas notas, y yo no sabía si le gustaba lo que estaba diciendo o no, pero a mitad de la reunión se levantó y fue a la cocina a buscar algo de beber. Yo me giré hacia Andy y le dije: «Dios, espero que esté yendo bien». Lo cierto es que no tenía ni idea. Y entonces, Bill volvió a la sala y añadió: «¡Bueno, yo creo que está yendo fenomenal!». Estaba entusiasmado con el proyecto que le había presentado, y recuerdo salir del apartamento como si flotara. Pensé: «¡Dios mío, esto es lo mejor del mundo!». Ese tipo al que tanto admiraba me había dado, básicamente, el visto bueno para seguir adelante. Entonces, fuimos juntos a conseguir la financiación y lo hicimos. Pero para mí, el punto álgido de mi carrera fue que William Goldman accediera a dejarme llevar a cabo este proyecto.

WILLIAM GOLDMAN

Vinieron a mi apartamento y nos reunimos un rato. Rob había hecho algunas películas fantásticas que me gustaban. Quiero decir, no era Alfred Hitchcock, pero es un gran director. Y personalmente, me cayó bien. Los buenos directores no suelen ofrecerte tanto.

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Por suerte para Rob y para todos nosotros, finalmente consiguió la bendición de Goldman, cosa que fue una hazaña en sí misma. Luego, acudió a su mentor, el productor Norman Lear (el genio detrás de la exitosa comedia de Rob Todo en familia y muchos otros clásicos como Sanford and Son, Día a día, Los Jefferson, Buenos tiempos, Archie Bunker’s Place y Maude), para preguntarle si produciría la película. Lear leyó el guion, y de inmediato, aceptó financiarla. El proyecto sería el segundo de la nueva compañía de Lear, Act III Communications (el primero había sido Cuenta conmigo). El único requisito previo de Lear fue que la película debía cerrar un acuerdo de distribución con un gran estudio, de lo contrario se quedaría sin un céntimo por la que posiblemente sería la película independiente más cara de la historia. Para alivio de todos, Rob consiguió entonces volver a meter el proyecto en la 20th Century Fox. Y, después de unos cuantos falsos comienzos, la productora accedió a regañadientes a distribuir la película, tras lo cual Rob se lanzó de inmediato a la tarea de reunir al reparto.

Las primeras personas a las que Rob contrató para dos de los papeles fundamentales fueron sus colegas Billy Crystal, como el Milagroso Max, y Chris Guest, que interpretaría al conde Rugen. Por supuesto, esto no se trataba solo de un caso de nepotismo. Chris Guest acababa de filmar su brillante actuación como Nigel Tufnel, el tonto pero adorable guitarrista de metal en Spinal Tap. Tanto él como Billy eran estrellas en Saturday Night Live y el propio Billy había protagonizado una de mis comedias estadounidenses favoritas, Enredo.

Había ido de vacaciones a Estados Unidos cuando era joven, en los setenta, con mi padrastro estadounidense. Después del primer viaje, quedé fascinado con todo lo relacionado con aquel lugar. Había muchas cosas por las que emocionarse, y una de ellas era la televisión. En Inglaterra solo teníamos dos canales, mientras que en Estados Unidos la revolución del cable acababa de empezar. Tan pronto como llegué, devoré todo lo relacionado con la cultura pop televisiva americana, pero quedé especialmente fascinado por las comedias (El Show Dick Van Dyke, M*A*S*H*, La isla de Gilligan, La tribu de los Brady y, más tarde, cosas como Enredo y Taxi), esencialmente todos los shows clásicos de la era de oro de la televisión en los sesenta y setenta. Incluidos, por supuesto, todos los shows de Norman Lear. También escuché a los monologuistas de la colección de discos de mi padrastro y me familiaricé con gente como Bob Newhart, Woody Allen, Richard Pryor y Jonathan Winters.

Así que cuando recibí la llamada en la que me dijeron que Rob iba a venir a verme, no estoy seguro de qué me emocionaba más: el estar a punto de conocer a uno de los jóvenes directores de Hollywood de mayor talento o que iba a reunirme con uno de mis ídolos de la televisión. Entendía exactamente lo que estaba en juego en esa reunión. El impacto que este papel podía tener en mi carrera era innegable.

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ROB REINER

Bueno, trato de escoger a gente que sé que puede interpretar el papel. No contrataría a amigos solo por contratar amigos. Pero si son buenos y pueden interpretar el papel, desde luego. El problema al que me enfrenté con La princesa prometida era que tenía que conseguir a un chico joven, apuesto e intrépido, y a una chica joven como coprotagonista. Oh, y un gigante. No es que tuviera un montón de amigos que dieran la talla. Creo que solo había una persona adecuada para cada uno de esos papeles. La película tiene esa especie de atmósfera formal inglesa de un cuento de hadas; ese aire de «antaño». Así que quería que tuvieran acento inglés. Al menos Westley y Buttercup…, el príncipe Humperdinck y el conde Rugen y demás. Había visto a Cary en Lady Jane, pero esa película no era una comedia. Pensé: «Definitivamente tiene el aspecto adecuado. Se parece a un joven Douglas Fairbanks júnior, es muy guapo y es un actor estupendo». Pero no sabía si era gracioso, y se trataba de un tipo de actuación muy especializado: tenía que ser muy auténtico y serio, pero al mismo tiempo, reflejar una ligera ironía. Tenía que haber un equilibrio. Así que volamos hasta Alemania, donde Cary estaba rodando una película.

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Como sucede a menudo cuando se conoce a un director, sabía que me tenían en consideración, pero desconocía si era un favorito o simplemente uno de los muchos candidatos que competían por el papel.

Una voz con acento alemán salió del teléfono, procedía del mostrador de recepción:

—Hay aquí dos señorrres en el vestíbulo que prrreguntan porrr usted. ¿Los hago subirrr?

—Sí. Hágalos subir, por favor —dije, y colgué.

Al abrir la puerta unos minutos más tarde, me sorprendí al ver que me recibían dos de las sonrisas más amplias que he visto en mucho tiempo. Allí estaba: el hombre que había creado a Marty DiBergi y a Meathead, ¡en mi habitación de hotel! La otra sonrisa pertenecía a su mejor amigo y compañero de producción, Andy Scheinman, con la mitad del tamaño que la de Rob, pero con el doble de energía.

Lo que me llamó la atención de estos dos fue su hermosa amistad. Terminaban las frases del otro. De inmediato, me atrapó no solo su encanto personal, que era considerable, sino la pasión que mostraban por el proyecto. Además de bastante divertido (cosa que no es sorprendente, ya que su padre es Carl Reiner), Rob también era muy dulce y tenía una risa infecciosa que se oía hasta en Detroit, como me gusta decir. De hecho, el hombre que conocí estaba muy lejos del atribulado yerno de Archie Bunker. Y era sin duda un narrador nato. Era claramente muy inteligente y un lector voraz, pues así había conocido el trabajo de Goldman. Resulta que su padre también le dio una copia de La princesa prometida para que lo leyera de niño, tal y como había hecho mi padrastro conmigo.

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