Kitabı oku: «Microcolapsos»
Intangibles realidades
Fantasmas
Para Fernanda Reyes-Renata
Me pasé media vida cazando fantasmas. Buscando las razones por las cuales seguían aquí entre nosotros. Los perseguí por todas partes. Acudí a cualquier lugar donde me aseguraran encontrarlos. Dormía de día, los acosaba de noche. Leí absolutamente todo sobre el tema. Daba conferencias, asesorías, incluso me uní a cruzadas alocadas para capturar alguno. Nada. No quería probar su existencia: existían. Estaba seguro porque de niño veía siempre a mi abuela en el comedor de la casa paterna, a la misma hora, comiendo avena, mirándome con tristeza cada vez que, sin poder aguantar más, iba al baño irremediablemente a media noche. Después, en el trabajo se me aparecía un colega víctima de un accidente. Luego, veía a mi padre sentado en el pórtico leyendo el periódico y esperando a que llegara por mis quehaceres; eso me orilló a vender la casa. Hasta se manifestaba el gato que murió en mi último departamento. Ahora vivo en hoteles y procuro no quedarme mucho en ellos, no vaya a llegar una ánima a importunarme. Creo que veo gente muerta.
Entonces sucedió.
Mientras tomaba una cerveza en un bar cerca de un cementerio embrujado, a decir de muchos, se me acercó un tipo y le conté mi historia. Permaneció callado hasta que terminé y me dijo con mucha seguridad:
—Los fantasmas son puros remordimientos, solo eso.
De golpe me llegaron los recuerdos: me vi de niño abandonando a mi abuela en el comedor mientras comía para ir a ver la tele; luego al compañero de trabajo que borracho se empeñó en conducir y yo no lo detuve; a mi padre esperándome todas las tardes para jugar al ajedrez y solo le llamaba para cancelar; al gato que olvidé una semana mientras yo estaba de viaje. Todo esto en segundos. Cuando salí de mi asombro, negándome a creer que a eso se reducían los fantasmas, le pregunté con visible alteración:
—¿Cómo estás tan seguro de ello?
—Porque yo soy uno de tus remordimientos al que nunca invitaste a un trago en aquella cantina cerca de la escuela aun sabiendo que fingía beber por no traer dinero.
Imágenes de utilería
Somos un colectivo y me pidieron que hablara por todos. Nada más para expresarnos, para hacerles conscientes de nuestra existencia y tenerlos al tanto de la situación. Cada vez que se miran a un espejo, el que sea y dónde esté —como si fueran Adonis o Afroditas—, se crea un doble suyo: uno más que viene a engrosar las líneas nuestras, es decir, nos reproducimos hasta el infinito. No solamente duplicamos hasta el cansancio sus imágenes, también sus cosas; miles de objetos con pequeñas variaciones caen acá de este lado. Es una locura. Lo peor es que mientras ustedes llevan una vida cuando no se miran al espejo, a nosotros no nos queda otra que lidiar con los múltiples yos: siempre en continua discordia gritándonos, odiándonos, exigiendo espacio o presumiendo la fortuna de ser una copia bien vestida y no andrajosa, sana y no enfermiza, lozana y no envejecida. Por cierto, hay una facción de nosotros a quienes no les gusta andar desnudos o copulando todo el tiempo, solemos ser muy crueles con ellos; como también lo somos con las parcialidades suyas/nuestras: ojos, manos, labios, uñas, muelas, espinillas, cejas o partes muy íntimas, reflejadas en retrovisores o espejitos de bolsillo, no sabemos ya dónde ponerlas. Y no, no nos divierte hacer collages de ustedes en nosotros poniéndonos bocas en lugar de ojos o dientes sobre la nariz o los pies en vez de manos y así... En realidad, lo único que nos motiva soportar esta situación es esperar su pronta muerte. Quizá porque como universos paralelos tenemos la esperanza de extinguirnos con sus decesos y no quedar atrapados por los siglos de los siglos en un clóset de imágenes de utilería que alguna vez sirvieron para el narcisismo de alguien.
La amante del té
En una discusión de esas que no llevan a ninguna parte, salvo para reafirmarse a sí mismo, ella impuso el té como el mejor excitante moderno. Nadie estuvo de acuerdo y tuvo que escuchar en silencio sus recriminaciones mientras bebían vino, fumaban o se atascaban de café enervándose cada vez más; por supuesto, ya se habían acabado los chocolates. De pronto se callaron, como si los argumentos lanzados como bombas sobre su cabeza no hubieran hecho el efecto nuclear esperado. Ella contraatacó:
—Se ha dicho que el alcohol embruteció a ciertos pueblos indios, y a los rusos particularmente; el abuso del chocolate evitó que los españoles fundaran el nuevo imperio romano y fue el principio de su decadencia; el tabaco debilitó a los turcos, a los holandeses y a los alemanes… En cambio, el té provoca sueños tan intensos como los del opio.
—A decir de Balzac —la interrumpió un amigo mientras se servía otra copa, y enérgico agregó—, pero también cuenta, no te calles eso, el horrible experimento al que sometieron los ingleses a unos prisioneros. A esos pobres infelices los condenaron a ingerir solo una cosa de por vida. Al que le dieron de comer chocolate murió a los ocho meses y su cuerpo mostraba un estado brutal de podredumbre interior; el que tenía dieta de café, apenas dos años después todos sus órganos quedaron abrasados, calcinados, y el que vivía de té, a los tres años se envolvió en tal delgadez, en tal estado de linterna, que casi se veía a través de él la claridad.
Esto último horrorizó a los invitados desatando un acalorado debate sobre la muerte y los vicios. Mi amante dejó de escucharlos, se sirvió otra taza y se abandonó a la fantasmagoría de mis vapores ámbar mientras aparecían las ideas dulces que recuerdan los ensueños matinales. Y consiguió abandonar la escena bélica, instalada en su sala, para llegar a esa otra parte donde yo la esperaba en todas mis dimensiones. Se estremeció al tacto, en medio de ese pequeño caos, sin que nadie entendiera por qué se ruborizaba.
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