Kitabı oku: «Violencias contra las mujeres», sayfa 8

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2. Los estudios sobre masculinidades: una cuestión de justicia

Los estudios sobre masculinidades son un campo académico interdisciplinar. Dentro de él han destacado las aportaciones provenientes de la sociología, la antropología o la psicología, predominantemente enfocadas desde una óptica crítica que ha asumido buena parte de la teoría y la metodología feminista –particularmente influyentes han sido el feminismo de la diferencia y la teoría queer–. Como campo con un objeto definido de conocimien­to, suele reconocerse que los estudios sobre masculinidades encuentran su momento fundante en la obra de R. W. Connell, Masculinities (2005). El mismo Connell, sin embargo, comienza su libro haciendo una reconstrucción de la genealogía de la masculinidad como objeto de conocimien­to. Merece la pena dejar aquí constancia sintéticamente de tal genealogía.

En general, y por motivos obvios, la historiografía del género ha sido considerada principalmente como una historia de las mujeres (Sánchez Muñoz, 2001). Solo con mucha dificultad, sostiene Connell, se han introducido las investigaciones sobre el impacto del sistema de sexo-género sobre los hombres (2005: 227). Y, sin embargo, el conocimien­to de la masculinidad está íntimamente vinculado al proyecto del estudio de las relaciones de género. En la medida en que las identidades, prácticas y discursos asociados con la masculinidad están tan determinados por el género como lo están los asociados con lo femenino, se hace necesario profundizar en el conocimien­to de la masculinidad. Los estudios sobre masculinidades deben ser vistos, así como “una parte de la ciencia crítica de las relaciones de género y de su trayectoria en la historia” (2005: 44).

En un primer momento, las investigaciones sobre la masculinidad provinieron fundamentalmente del psicoanálisis. Las aportaciones de Freud resultan esenciales para comenzar a pensar en la masculinidad no como algo natural, sino construido a través de un proceso no exento de conflictos. De acuerdo con el conocido complejo de Edipo, toda persona tiene algo de femenino y algo de masculino, y las represiones a las que nos someten nuestros progenitores condicionan nuestra visión de la sexualidad. Las consecuencias de tal complejo no quedan para Freud circunscritas al ámbito de la psique individual, sino que se proyectan sobre el terreno social, como sugieren sus obras Tótem y tabú (1912) o El malestar en la cultura (1930). Algunos elementos freudianos fueron tomados como referencia por la psicóloga Karen Horney (1932), quien dio claridad a la idea de que la construcción de la masculinidad está basada no solamente en un rechazo a los rasgos asociados con lo femenino sino, más aún, en la subordinación social de las mujeres. Nombres como Jung (1953), Adler (1992), Fromm (2015), o la propia Beauvoir (2017) recibieron las influencias del psicoanálisis de Freud y del carácter artificial de la masculinidad, y las desarrollan en muy distintos sentidos. No obstante, previene Connell, “Freud nos proporcionó una herramienta esencial, pero radicalmente incompleta” (2005: 20).

Así, las aportaciones derivadas del psicoanálisis se complementarán con un segundo proyecto para construir una “ciencia de la masculinidad”. Un proyecto que se nutre fundamentalmente de las aportaciones de las ciencias sociales y que se centra en el estudio del rol del sexo masculino. La progresiva entrada de las mujeres en la universidad desde los inicios del siglo XX y la correlativa consolidación del feminismo académico a partir de los años 70 hicieron posible el cuestionamien­to de los roles de género y, en consecuencia, abrieron la puerta a replantear las posiciones socialmente asignadas a mujeres y a hombres (4). La premisa de este movimien­to es clara: si los roles de género vienen dados por procesos sociales, pueden ser entonces alterados a través del cambio de esos propios procesos sociales. La clave residiría así en incidir sobre los mensajes emitidos por instituciones sociales básicas como la familia, la escuela o los medios de comunicación. Las investigaciones a las que dio lugar esta ola de los roles sexuales, sin embargo, resultan decepcionantes para Connell en cuanto se refiere a los estudios sobre la masculinidad. En la década de los 70 surgió en Estados Unidos un pequeño movimien­to llamado de “liberación masculina” (Farrell, 1974; Nichols, 1975), que no realizó aportaciones demasiado significativas, entre otras cosas, debido a sus reticencias hacia las pensadoras feministas, con quienes se negaban a identificarse. Algunos autores, como Pleck (1976) o Snodgrass (1977), llegaron a afirmar que hombres y mujeres estaban sometidos a los mismos niveles de opresión (Connell, 2015: 24). Un discurso que suena familiar todavía en la actualidad entre ciertas posiciones y que denota lo que para Connell fue la gran carencia de este movimien­to a la hora de conceptualizar adecuadamente las masculinidades: atender a los factores de poder que subyacen a las relaciones entre géneros, que están además condicionadas por las estructuras de raza, clase y sexo. Ese enfoque centrado en el rol masculino resultó, por lo tanto, incapaz de generar concretas estratégicas políticas para la masculinidad (2005: 27).

Para los estudios sobre masculinidades contemporáneos resultarán más decisivas las aportaciones de lo que ha dado en llamarse “nueva ciencia social”, que, desde campos como la historia, la etnografía y la sociología proporcionarán la evidencia necesaria para constatar la diversidad y la plasticidad encerrada en la noción de masculinidad. Por descontado, la historia como disciplina siempre nos ha contado la “historia de los hombres”, una historia escrita en su inmensa mayoría por hombres, y que tenía como grandes protagonistas invariablemente también a hombres (todo ello, paradójicamente, al mismo tiempo que se pretendía hacer pasar por una historia universal). Lo que tratan de hacer los trabajos históricos que se inscriben en esta línea no es seguir contribuyendo a esta historiografía de hombres, sino de estudiar la idea de masculinidad en su discurrir histórico. Se pueden citar en este apartado trabajos pioneros como el de Christine Heward (1988) sobre la construcción de un determinado tipo de masculinidad en los colegios ingleses, el de Michael Grossberg (1990) sobre la práctica del derecho en Estados Unidos durante el siglo XIX, o el de Wally Seccombe (1986) sobre el rol de proveedor asociado al hombre dentro de la familia que, lejos de ser natural o ancestral, tiene su origen en la recomposición de las fuerzas sociales derivada de la revoluciones industriales de mitad del XIX. Gracias a estudios como estos se empezará a tener certeza de que la masculinidad “no consiste solo en una idea en la cabeza, o en una identidad personal” (Connell, 2005: 29), sino que se vincula nítidamente con la historia de las instituciones y con las estructuras políticas y económicas. Así, puede llegar a sostenerse que la masculinidad hegemónica contemporánea es un producto históricamente producido que implicó la derrota de otros modelos alternativos de masculinidad. Su triunfo está vinculado, además, a una determinada estrategia política, en la medida en que el tipo de hombre ejemplar prescrito por el modelo de masculinidad hegemónica resulta funcional –e incluso imprescindible– al orden patriarcal de las cosas.

Los estudios etnográficos de la nueva ciencia social, por su parte, constituyen otra fuente inagotable de información para poner en crisis la supuesta naturalidad del modelo de hombre-macho, al mostrar la enorme diversidad de las prácticas de la masculinidad desplegadas en las distintas culturas. Investigaciones como las de Gilbert Herdt (1981) han demostrado, por ejemplo que en algunas sociedades, como la de los Sambia de Papúa Nueva Guinea, la homosexualidad no está reducida a una minoría de hombres, sino que el reconocimien­to de la condición de hombre adulto requiere, precisamente, de prácticas sexuales entre hombres. Otro trabajo valioso en este sentido sería el de David Gilmore (1990) que, aunque influido por el enfoque de los roles sexuales anteriormente criticado, ha realizado etnografías comparadas de los distintos rituales de acceso a la masculinidad en culturas muy dispares del globo, concluyendo que, en realidad la construcción del rol masculino es funcional a las necesidades de cada sociedad; esto es, responde a coyunturas históricas y políticas y, en consecuencia, puede ir variando. No es casualidad que dentro de culturas como las de Tahití, o las de los Semai en Malasia encontremos modelos de masculinidad más pasivos y menos violentos que en otros contextos.

La sociología, por último, ha sido una disciplina clave para llegar a la idea de que el género –también el género masculino– no es fijo, sino que se construye por la interacción social. En esta medida, los estudios sociológicos interesados en las masculinidades comparten un conjunto de puntos fundamentales: la construcción de la masculinidad en la vida cotidiana, la importancia de las estructuras económicas e institucionales, el significado de las diferencias entre las distintas formas de expresión de la masculinidad o el carácter dinámico y contradictorio del género en su relación con los cuerpos masculinos (Connell, 2005: 35). Las investigaciones sobre la práctica de los deportes y su proyección pública en las sociedades actuales pueden constituir un buen ejemplo. Michael Messner (1992) ha mostrado que la práctica de los deportes competitivos, como el hockey o el fútbol, no solamente enseña a los niños a jugar, sino que fundamentalmente los introduce dentro de una institución organizada jerárquicamente y que cuenta con una determinada escala de valores (Kimmel, 2008). Fenómenos similares ocurren en los centros de trabajo (Donaldson, 1991) o en otros espacios de socialización fuertemente masculinizados. Sin embargo, junto con la identificación de los elementos que construyen la masculinidad hegemónica y que la distinguen de otras posibles manifestaciones de la masculinidad, es necesario pensar también en las relaciones entre los distintos tipos de masculinidades. Puede haber entre ellas relaciones de alianza, dominación o subordinación, construidas a través de prácticas que excluyen o incluyen, que intimidan, subyugan o explotan. La constatación de estas realidades debe llevar, sostiene Connell (2005: 37), a considerar la vertiente política –esto es, relacionada con el reparto del poder– de las masculinidades.

Las posiciones explícitamente políticas de las investigaciones sobre masculinidades, como la de Connell, no se nutren únicamente de los desarrollos académicos, sino que tienen un pie puesto en la práctica política (2005: 39). Ya se sabe que en cuestiones de género la teoría no puede ir separada de la práctica –lo personal es político–. Por ello, cabe reconocer la influencia ejercida por los movimien­tos de liberación de las mujeres y por los movimien­tos LGTB, en tanto que colectivos que históricamente han sufrido la violencia generada por el modelo de macho hegemónico. En los siguientes apartados centraremos nuestra atención particularmente sobre la violencia ejercida contra las mujeres; pero es necesario dejar al menos apuntado aquí el énfasis que los estudios sobre masculinidades han realizado respecto de la violencia ejercida contra personas homosexuales, especialmente contra hombres homosexuales. Esto último porque la homofobia (también la transfobia) no solamente debe ser concebida como una actitud que vulnera los derechos de las personas discriminadas, sino que se constituye también como una práctica social que sirve para fijar las fronteras de la comunidad de pares masculinos (Connell, 2005: 40); es decir, que cumple una función muy específica dentro de la construcción de la masculinidad hegemónica.

Atribuir importancia a esta dimensión política es fundamental porque contribuye a contextualizar adecuadamente la reflexión sobre la masculinidad dentro de la estructura del sistema patriarcal –hetero-patriarcal, si se prefiere–. Por eso, la lucha por otro modelo de masculinidad no puede plantearse en términos de un “movimien­to de liberación de los hombres” (2005: 243), sino que necesita ponerse al lado de los otros movimien­tos que luchan contra el patriarcado, al asumir al mismo tiempo los retos y contradicciones que esto puede significar para quienes se ven sistemáticamente beneficiados por el dividendo patriarcal (2005: 82).

Así, del breve recorrido por el panorama que los estudios sobre masculinidades nos ofrecen, a efectos de esta reflexión nos podemos quedar con dos ideas ofrecidas por Connell y que tratarán de desarrollarse seguidamente, al tratar de vincularlas con la óptica ius-filosófica. La primera es que la investigación sobre la masculinidad puede ser particularmente útil en la medida en que sirva para entender y combatir la violencia (2005, capítulo xvi). La segunda es que promover una profunda reforma de las masculinidades es, antes que nada, una cuestión de justicia (2005: 83/229). En efecto, la reflexión sobre la justicia –el contenido por definición de la filosofía del derecho– no puede ser ajena a la enorme cantidad de sufrimien­to que provoca la violencia de género, que es esencialmente una violencia ejercida por los hombres educados en el patrón de la masculinidad hegemónica.

3. Masculinidad hegemónica y violencia: un problema de los hombres que sufren las mujeres

Se hace necesario, por lo tanto, conceptualizar adecuadamente la masculinidad hegemónica para dejar sentadas a continuación sus estrechas vinculaciones con el fenómeno de la violencia en general, y con el de la violencia de género en particular. Connell elabora el concepto a partir de la conocida idea de hegemonía propuesta originalmente por Gramsci y más tarde desarrollada por Laclau y Mouffe (1987). En líneas generales, entendemos que la hegemonía se refiere a una dinámica cultural a través de la cual un grupo mantiene una posición de liderazgo social, y esta posición de liderazgo es presentada como natural, sin que pueda existir ninguna alternativa viable o posible. De ahí que Connell defina la masculinidad hegemónica como “la configuración de una práctica de género que encarna la respuesta comúnmente aceptada al problema de la legitimación del patriarcado, y que garantiza (o da por garantizada) la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres” (2005: 77).

Hay que realizar algunas precisiones para entender bien esta idea. En primer lugar, conviene tener en cuenta que la masculinidad hegemónica no presenta unos rasgos definidos que se den en todo lugar y momento; no es una estructura fija, sino que varía en función de cada contexto social y cultural. En segundo lugar, no hay que confundir la circunstancia de que la masculinidad hegemónica sea una cuestión íntimamente vinculada al poder con el hecho de que los sujetos que la ejercen sean aquellos más poderosos. Aunque en su reproducción sean claves los ejemplos ofrecidos por figuras que detentan posiciones socialmente reconocidas (el futbolista idolatrado, el actor famoso, el empresario exitoso), la masculinidad hegemónica es ejercida por cualquier hombre que haga valer su (pequeña o gran) cuota de poder en cualquier ámbito y frente a cualquier persona que se encuentre en una posición de inferioridad de acuerdo con los valores ofrecidos por el canon hegemónico. Así, nos podemos encontrar con sujetos oprimidos y, a su vez, opresores: el trabajador no cualificado y precario, que soporta duras condiciones laborales e insultos de su patrón y que al llegar a casa ejerce violencia sobre su esposa o que, simplemente, no asume su corresponsabilidad en las tareas del hogar y de cuidados, al hacer que todo el peso recaiga sobre ella, también precaria y trabajadora. En este sentido, como claramente mostró Young (2011), es fundamental comprender la dimensión estructural de la opresión, que no necesariamente responde a la voluntad consciente del individuo que la ejerce, sino que está determinada por complejos patrones que pueden ser tan sutiles como eficaces.

La reflexión sobre la masculinidad implica también la reflexión sobre la corporalidad. Aunque tradicionalmente han permanecido fuera del marco establecido por el pensamien­to liberal (Butler, 2016: 15), los cuerpos y su configuración son expresión de la identidad masculina tanto como lo son las prácticas, los discursos o las interacciones sociales. El hombre prototípico, el hombre que se espera, es el hombre fuerte, el hombre que no llora, el hombre capaz de proteger –aunque no necesariamente dispuesto a cuidar–. El cuerpo masculino debe para ello satisfacer ciertos requisitos, debe expresarse de ciertas maneras, y debe privarse de expresarse de ciertas otras. Las posiciones corporales fungen como marcadores de poder y posición social: puños cerrados y espalda erguida ante una discusión; piernas abiertas en el transporte público –el conocido manspreading– que demarcan el propio espacio, detrayéndolo a las demás personas; adolescentes que se tocan con frecuencia los genitales: “aquí los tengo, sí, aquí están, mundo”. El falo y el falocentrismo en sus distintas manifestaciones señalado en su día por Bourdieu (2000) constituyen quizá los ejemplos más nítidos de las proyecciones del cuerpo masculino sobre lo social. Pero la importancia de la corporalidad no queda ahí, sino que va mucho más allá, hasta la propia identificación del cuerpo masculino como tal en base a consideraciones biológicas. Los estudios sobre masculinidades se han encargado de mostrar que el relato de la masculinidad natural construido por la sociobiología es casi por completo una ficción (Connell, 2005: 47) y ahora sabemos gracias a los avances de la epigenética que la plasticidad del cuerpo masculino puede ir mucho más allá de los obtusos límites impuestos por el sistema de sexo-género (Bacete, 2017: 26). Explicaciones biologicistas basadas en que la producción de hormonas, como la testosterona en los hombres o la oxitocina en las mujeres, determinan el comportamien­to natural de unos y otras pueden ser definitivamente descartadas gracias a las evidencias científicas de las que hoy disponemos (2017: 182).

La fuerza, el poderío físico, que supuestamente debe poseer y ejercer quien desee ser reconocido como hombre ante su comunidad de pares masculinos puede perjudicar en primer lugar al propio hombre que la ejerce. El soldado, el deportista, el obrero, emplean sus cuerpos como instrumentos, e incluso como armas, aun a costa de su propia salud (Kaufman, 1985). A eso se suman las reticencias a mostrarse débiles, enfermos o preocupados. Las estadísticas siempre han indicado que los hombres, de media, mueren antes que las mujeres. Pero detrás de la gran estadística se esconden otras que los estudios sobre masculinidades están poniendo encima de la mesa: los hombres hacen un uso mucho menor de las consultas médicas que las mujeres –hacen más uso, en cambio, de los servicios de urgencias, cuando ya no aguantan más el dolor–, mueren más en accidentes laborales, y mucho más –y mucho más jóvenes– en accidentes de tráfico, debido entre otras cosas a la constante necesidad de demostrar una valentía simbólicamente expresada en una conducción veloz o agresiva (Bacete, 2017: 285). Lo muestran perfectamente bien cualquiera de las películas protagonizadas por John Wayne (Salazar, 2015: 29). En El hombre tranquilo (John Ford, 1952), por ejemplo, el protagonista, un exboxeador que había prometido no volver a pelear tras matar sin intención a otro púgil, no puede llegar a cumplir con su promesa ante el desafío de su cuñado: no le queda otro remedio para preservar su hombría que pelear. La lucha, la guerra (o incluso sus manifestaciones más descafeinadas pero que cumplen la misma función, como los deportes competitivos) son, por lo tanto, los rituales por excelencia a través de los cuales el hombre demuestra una determinada combinación entre habilidad y fuerza física que se corresponde con la expectativa social.

Vista desde esa perspectiva, la violencia ejercida entre hombres podría ser considerada también como violencia de género, la cual se entiende como una violencia plenamente condicionada por un rol de género perfectamente identificable: el rol impuesto a los hombres por la masculinidad hegemónica. Se hace difícil incluso poder llegar a pensar en cualquier acción violenta que no esté en absoluto relacionada con ese patrón de masculinidad. Pero enfoquémonos ahora en lo que convencionalmente se entiende por violencia de género, en cuanto que violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres, sin dejarla por ello de concebir como una expresión –una de las más graves– de la violencia generada del modelo de masculinidad hegemónica. Lo particular de plantear la masculinidad como hegemónica reside precisamente en su capacidad para normalizar la violencia. Hacernos cargo de esto, evidentemente, no consiste en considerar que todos los hombres agreden, acosan o abusan de las mujeres –aunque sí que potencialmente pueden hacerlo (5)–. Consiste, más bien, en el hecho de que aquellos hombres que sí agreden, acosan o abusan de las mujeres no se piensan a sí mismos como desviados: antes al contrario, suelen considerar sus acciones como plenamente justificadas. Y, en efecto, lo están dentro de su paradigma, porque, en palabras de Connell “se encuentran autorizados por una ideología supremacista” (2005: 83), una escala de valores que disciplina y subordina.

La violencia resulta, por lo tanto, una parte inherente al sistema de dominación patriarcal. Pero la mera existencia de la violencia es la medida, al mismo tiempo, de la imperfección de tal sistema (Connell, 2005: 83; Arendt, 2006). De ahí que allá donde se produce un avance sustancial en los derechos de las mujeres, o bien una reconfiguración de la división sexual del trabajo o de las posiciones sociales tradicionalmente asignadas (como escenarios de postguerra o similares), sean comunes los repuntes de las agresiones machistas, que no son sino manifestaciones de las “crisis de masculinidad” experimentadas por los hombres que pierden sus privilegios sociales, económicos y políticos (Bard Wigdor, 2016).

Es evidente entonces la estrecha relación que existe entre el modelo de masculinidad hegemónica y el elevado nivel de violencia en nuestras sociedades patriarcales. La violencia es utilizada por los hombres como medio para disciplinar a las mujeres y así mantener o recuperar el orden patriarcal de las cosas. Rita Laura Segato ha mostrado con toda claridad esa función antropológica de la violencia en escenarios tan crueles como los feminicidios perpetrados en Ciudad Juárez. La violación, como exponente paradigmático de la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres, se constituye desde esta perspectiva como un acto no solamente de agresión, sino cargado de significado: supone dominación física, pero también dominación moral (2016: 38). El violador, sostiene Segato, emite con su acto de dominación un doble mensaje. Un mensaje que se expresa en dos ejes de interlocución, uno vertical y otro horizontal. En el eje vertical interlocuta con la víctima. Su discurso resulta punitivo: tú, mujer, no puedes salir de tu rol, no puedes caminar sola por este lugar, no puedes ir vestida así, me perteneces, estás por debajo y me puedo servir de tu cuerpo cuando me venga en gana. En el eje horizontal, en cambio, el agresor se dirige a sus pares, busca adquirir, mantener o mejorar su estatus en la comunidad de machos, en la fratría, y para hacerlo es indispensable demostrar a los iguales que es capaz de imponerse, dominar, subyugar, el cuerpo –y, si es necesario, la propia vida– de la mujer, en tanto que cuerpo antagónico dentro del esquema binario impuesto por el sistema de sexo-género. Por supuesto, el acto de la violación sirve no solamente para afianzarse como igual ante la propia fratría, sino también como agresión o desafío ante fratrías rivales (Segato, 2010: 32), pero aun así reconocidas como iguales en tanto que hablantes del mismo idioma. Es el caso de las violaciones como arma de guerra, que tanto relieve han adquirido en recientes conflictos bélicos (6), pero también de la regulación del delito de violación durante tanto tiempo en los Códigos Penales como un delito cuyo bien jurídico protegido no resultaba ser la libertad sexual de la mujer agredida, sino el honor de la familia, entendiendo por familia los varones a quienes simbólicamente resultaba pertenecer la mujer agredida.

Esta conceptualización cobra un particular sentido en el marco de la perspectiva transcultural del mandato de masculinidad construido por Segato:

“… la producción de masculinidad obedece a procesos diferentes a los de la producción de feminidad. Evidencias en una perspectiva transcultural indican que la masculinidad es un estatus condicionado a su obtención (…) mediante un proceso de aprobación o conquista y, sobre todo, supeditado a la exacción de tributos de un otro que, por su posición naturalizada en este orden de estatus, es percibido como el proveedor del repertorio de gestos que alimentan la virilidad” (2016: 40).

En otras palabras, al centrar la atención sobre los perpetradores, la violencia ejercida contra las mujeres puede ser entendida ya no como un fin en sí mismo, sino como un medio para disciplinar, pero también para preservar, consolidar y reproducir un determinado orden de cosas que tiene a la desigualdad de género como pilar fundamental. Por eso mismo, en tanto que pilar fundamental, tal desigualdad debe ser preservada: los actos violentos a través de los cuales se manifiesta son los mismos que sirven para perpetuarla. Pero no es necesario pensar en casos tan extremos como los feminicidios de Ciudad Juárez, ni siquiera en el acto de lo que convencionalmente se entiende por violación, para ver cumplida la función violenta que la cultura de la masculinidad hegemónica impone a los hombres. La violencia, por supuesto, no es únicamente física, sino que se ejerce por los varones en las formas más sutiles y en las prácticas más cotidianas: desde el reparto de las tareas domésticas hasta las relaciones sexuales donde se reproducen determinados roles –netamente influidos en la mayoría de ocasiones por la pornografía mainstream–, desde los contextos de la intimidad familiar hasta las estructuras de la vida pública en instituciones y empresas, desde la desatención de los cuidados y las emociones hasta la complicidad o la tolerancia con bromas o comentarios discriminatorios.

Michael Kaufman (1999) ha sintetizado de forma brillante la violencia masculina en lo que ha llamado “las siete P’s de la violencia de los hombres”. La primera P es la del poder patriarcal, y parte de reconocer que la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres debe ponerse en relación con la violencia de los hombres contra otros hombres y la violencia de los hombres contra sí mismos. Esa “tríada de la violencia” permite contemplar la cuestión de la violencia de género desde un prisma más amplio, contextualizándola dentro de un sistema –el sistema patriarcal– que enseña a los hombres a interiorizar la violencia desde su más temprana edad. Para ser reconocido en tanto que varón es habitual tener que realizar exhibiciones de fuerza o violencia. Al mismo tiempo, se crea un permiso social para ejercer la violencia –piénsese de nuevo en contextos como los deportes o la narrativa de ciertos géneros tradicionales, como el bélico, el de aventuras, o el policíaco, en los que la violencia no solo no obtiene reproche social alguno, sino que, al contrario, resulta objeto de recompensa y generador de prestigio (Odone, 2017)–. Este sustrato cultural genera una progresiva y aprendida inhibición de los varones del mundo de los sentimien­tos y las emociones en tanto que un coto reservado a las mujeres, constituidas precisamente como el ejemplo negativo de lo que no ser.

Pero tal inhibición es obviamente artificial: los varones han de mostrarse seguros de sí mismos, aunque por dentro estén llenos de dudas; han de aparentar ser poderosos, aunque en realidad se encuentren en una situación precaria y peligrosa; han de presumir de valentía, aunque estén muertos de miedo. El poder construido de esa forma por los hombres resulta en un oxímoron: es un poder débil. Un poder asentado sobre lo que Kaufman llama “la olla psíquica a presión” de la masculinidad. Cuando ser hombre implica mostrarse como poderoso, como un sujeto con la capacidad de dominar y controlar, y cuando, a la vez, no todos los hombres son tan poderosos como les dicen que tienen que ser, sino que, al contrario, la inmensa mayoría resulta dominada y controlada por los mismos patrones violentos que le han inculcado, el resultado no puede ser otro que el de la frustración. Tal sentimien­to de frustración, sumado a falta de educación emocional conduce inmediatamente a reforzar la violencia como mecanismo compensatorio, a la búsqueda del sujeto situado en una posición más vulnerable que la propia a costa del cual aferrarse a un determinado estatus. Este razonamien­to parece verse confirmado con el reciente auge de los partidos de extrema derecha en distintas partes del planeta. No es casual que estos partidos tengan en los varones su principal semillero de votantes, que sean fuerzas políticas netamente masculinizadas. Su discurso xenófobo, antifeminista y desaforadamente patriótico encaja a la perfección con el tipo de expectativas que poseen los varones educados en la masculinidad hegemónica. Ese auge debe ser motivo de una profunda inquietud, pues estamos ante el riesgo claro y evidente de que la violencia masculina contra las mujeres vuelva a ejercerse a escala institucional mediante la aplicación de políticas que creíamos ya ampliamente superadas. Por eso, la lucha por la igualdad impone la lucha contra una masculinidad perversa y corrosiva, que corrompe y empobrece no solamente la vida de los hombres y de las mujeres, sino que deteriora también la vida pública y lastra cualquier pulsión emancipadora e igualitaria.

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