Kitabı oku: «Sigiloso dinosaurio»
Sigiloso dinosaurio
Cecilia Ríos
ISBN 978-9915-9313-2-6
Sigiloso Dinosaurio
Todos los derechos reservados.
1ª edición, Montevideo, Uruguay, Setiembre 2011
1ª edición ebook 2021
© civiles iletrados
civiles iletrados editores
Castillos 2572
Montevideo, Uruguay
CP 11800
civilesiletrados@gmail.com
civilesiletrados.blogspot.com.uy
Ilustración de cubierta: Elisa Ríos, www.elisarios.com
Conversión a formato digital: Libresque
PRÓLOGO
Los amigos son raros porque recuerdan cosas de nosotros que hemos olvidado. Así pensó Bolaño cuando vio al dinosaurio cruzar sigilosamente el pantano. “Parece que en tu memoria / Se hubiera muerto un pesado dinosaurio” escribió alguien que me amaba, y tenía razón. Propios y ajenos, esos grandes animales prehistóricos desaparecen en mi memoria día tras día.
Este libro reúne cuentos escritos hace muchos años. Algunos me resultan familiares y propios. Otros son irreconocibles. Agradezco a Pereira el haber sido amigo de quien yo era al escribirlos, así como es amigo de la que hoy no los hubiese escrito. Gracias a todos quienes intentan leer este libro. Y a los que ya lo leyeron.
Montevideo, 2011.
Si conociéramos el punto
Donde va a romperse algo…
(Roberto Juarroz)
A Ileana
DETRÁS DE LOS CERROS
Elige siempre esta ruta, que bordea los cerros y trepa suavemente las colinas, para disfrutar del hermoso paisaje. Pero las preocupaciones, el sinuoso camino que toman sus pensamientos al depositar sus manos en el volante, nunca la dejan sacar los ojos del oscuro brillo del camino de asfalto.
Ahora, desde aquí, la misma conocida carretera le parece fuera de lugar, ajena a este verde azul del paisaje, con los cerros detrás, en la niebla de las cinco de la tarde.
Mira hacia atrás, a los cerros cubiertos de vegetación de la cual emergen algunas rocas, como espolones amenazantes. Siente que esas rocas la miran, como si estuvieran dispuestas a no dejarla mentir, y la tranquiliza pensar que dirá la verdad. Ese pequeño, finito pedazo de verdad que conoce, y cuya trasmisión no le ocasionará ningún daño. Temblando de frío, acerca su bufanda a la boca y sopla sobre ella, para sentir el reflujo cálido del aliento sobre la parte inferior de las mejillas.
Los policías la miran con una especie de cariñosa piedad. Toman notas, miden con un centímetro anaranjado la distancia entre uno y otro de los cuerpos; hablan en murmullos. No oye sus palabras, pero ve la seriedad de sus caras y alguna leve sonrisa que mueve sus bocas de vez en cuando.
Llega un ómnibus alto y verde, que se detiene junto a ellos. El chofer desciende, y uno de los policías se acerca, tal vez a explicarle lo que pasa. Una hilera de rostros atónitos se despliega desde las ventanillas. Decenas de ojos muy abiertos se dirigen hacia los muertos, motivo de su pavor, y la presión de las miradas lleva la suya a los cerros azulados detrás. Vuelve la vista otra vez hacia ellos, y piensa qué fantasmal resulta ese enorme vehículo repleto de personas espantadas por el espectáculo.
Los cuerpos están como pegados a la pequeña rampa que bordea el camino vecinal. Sus ojos van y vuelven de ellos, y le parece estar al comienzo de alguna clase de eternidad. Sabe que, desde ahora, este panorama no se borrará de su mente, que vaya donde vaya y sean los que fueran sus desconocidos días del futuro, estas imágenes vendrán a acompañarla sin que haya conjuro que pueda eliminarlas. Nada podrá hacer para que desaparezcan, ya son parte de su vida, y no hay fuerza sobre la tierra capaz de eliminarlas. Para fijarlas aún más en su memoria, se detiene a observar lo que más la sorprende: uno de los hombres, el más pequeño, tiene los brazos en jarras y en el lugar de su boca, el oblongo agujero que dejó el balazo le da una expresión de sorpresa, que los ojos desorbitados acentúan. Su apariencia de terrible sorpresa es quizás lo que horroriza a los viajeros del ómnibus. Se pregunta cómo se verá el hombre desde las ventanillas, y tiene el momentáneo impulso de subir a mirar. Pero el ómnibus se va, y se distrae imaginando esa perspectiva ya imposible.
El otro hombre está arrollado, como un ovillo, un poco a la izquierda de su compañero. Jamás pensó que un ser humano pudiese morir así. Es probable que, al encogerse por los balazos en el vientre, le haya llegado la muerte, sin permitirle otro movimiento.
Los policías terminan sus mediciones y se apartan hacia el otro lado de la carretera. Quedan un rato así: ella, con los hombros hundidos bajo la gabardina y las manos ocultas en las mangas, junto a los muertos y su decorado bermejo de sangre seca; del otro lado, los policías vestidos de azul oscuro, con sus esposas colgando de los bolsillos traseros.
Cuando los agentes apagan sus cigarrillos llega el juez. Baja de una camioneta gris y es rubio, gordo, y con señales de un baño reciente. Le dirige un amable saludo a la distancia y camina hacia los policías, a quienes parece conocer. Ella se siente abandonada allí, con los muertos al costado, y para consolarse mueve el cuello dentro del tibio nido de la bufanda, acariciándose. El frío del aire de la tarde se le ha metido en los huesos y ni siquiera moviendo hacia atrás los hombros logra sentirse mejor. ¿Hasta cuándo tendrá que estar allí? Lamenta no tener un par de guantes para proteger sus manos. Se le escapan algunas lágrimas, y las enjuga con la lengua. Contra su voluntad, el torrente se desborda, y ve entre nieblas que todos corren hacia ella, como si el llanto la hubiese descubierto ante el mundo, que hasta entonces permanecía indiferente a su presencia allí. La acompañan hasta una silla y le ofrecen café y pañuelos de papel. Alguien la presenta al juez como la persona que encontró los cuerpos, y éste le dice que pronto tomará su declaración, para dejarla irse cuanto antes. Sin embargo, se aleja para conversar con los policías, y ella se sienta junto a uno de los secretarios, que le sonríe con simpatía. Mientras bebe el tibio y amargo café, piensa en lo que va a decir cuando le pregunten. ¿Y si dice que fue un crimen cometido por ella? ¿Es que acaso no deseó alguna vez, muchas veces, dar muerte a alguien? ¿No se imaginó la quietud del cuerpo del otro cuando la vida le faltase? Repasa su vida buscando posibles víctimas, personajes molestos que hubiese podido matar. ¿Cómo sería mirar los cerros y saber que ellos no volverían a verlos? ¿Cómo sería recorrer la carretera después que su mano terminase con la vida de alguien? ¿Podría revivir la dulce sensación que tuvo cada vez que se imaginó el mundo sin ellos? Se preguntó qué sentiría si los muertos, los reales, tirados a pocos metros de ella, fuesen algún hombre, una mujer conocida. ¿Y si alguna vez hubiese deseado la muerte o la desgracia de los que acababan de morir? ¿No sentiría, aun en la inocencia, un rescoldo de remordimiento ante su muerte? Y los demás, ¿qué pensarían? ¿Se asombrarían o buscarían anticipaciones en sus pequeños gestos olvidados, en frases dichas al pasar, que tendrían nuevos sentidos? Podría ser perfecto. Ella no tenía a nadie tan cercano como para confiar ciegamente en ella. Sus amigos eran superficiales y los que veía poco. Con su hermano el trato era cortés y lejano. Había terminado con su amante varios años atrás. Ninguno de ellos podría negar cualquier cosa que ella dijese. Se imaginó las noticias, las entrevistas a sus vecinos, al dueño del bar de la esquina, a su peluquera, a su cuñada. Tendría para todos ellos una importancia que nunca había tenido, que no sería posible sin este crimen. Unos se avergonzarían de su parentesco y otros se enorgullecerían de aparecer en televisión. Perdería su trabajo y pasaría muchos años en la cárcel, sin nadie que la visitase, salvo, quizás, las hermanas de caridad y el verdadero asesino, para conocer la cara de quien se había entregado por él. Su vida cambiaría radicalmente, y eso le parecía divertido y estimulante.
Termina su café y tira el vasito en el tacho de basura. Se siente libre y fuerte y hasta feliz. Se sienta junto al juez, que espera sus declaraciones. Lo mira con desafío y se pregunta si la considera una mujer hermosa. Pide un cigarrillo y se acomoda el pelo. Lo mira entornando los ojos: él baja la vista y le pregunta a qué hora había encontrado con los muertos.
- Alrededor de las cuatro y cuarto de la tarde. Venía conduciendo a velocidad normal por la ruta 93, y a la altura de este cruce algo me llamó la atención...
El secretario escribe con rapidez y atención, y ella espacía sus palabras, para darle tiempo a recogerlas completas.
ÚLTIMA CARTA
Una historia persiste en mi cabeza. Pero ¿cómo escribirla? ¿Cómo elegir, como quien selecciona frutas en la verdulería, las palabras adecuadas para contar? Y en el caso de encontrar tales palabras, ¿qué orden darles, cómo empezar, dónde poner el fin?
Apelo a mi último recurso: escribirla para ti, hacer de cuenta que es un simple pretexto para acercarte, un arma más en la ardua tarea de la seducción.
El comienzo fue la anécdota, con principio y fin. Dos hombres visitan a una mujer a la que ambos aman. Ella no se decide por uno ( su moral le impide quedarse con los dos) y los tres envejecen. Todos en el pueblo conocen la historia, la conversan, la adivinan.
La historia así contada, como si fuese un documental o una crónica periodística, resulta vacía, desprovista tanto de señales explicativas como de misterios. Nadie habla, siente o piensa. Solo yo veo qué hacen, dónde van, quién los mira.
Creí encontrar la solución: analizar, como si fuera un asunto probabilístico, lo que ocurriría si uno de los amantes claudicara, si dos de los tres, si los tres. Resultó una enumeración demasiado ordenada, y los siete casos posibles hacían el relato largo y aburrido.
Hay más alternativas. Una es seguir a uno de los hombres mientras camina, al mediodía, hacia la casa de su amada. Me lo imagino flaco, vestido de negro ( como los villanos en las películas de vaqueros) con las manos húmedas, sucio y pobre. Mientras camina, mira la espalda del otro, que guía sus pasos, y escucha su conversación tranquila y amable. Carga una pequeña valija de cartón atada con una cuerda. Siente un vago deseo de darse vuelta, de alejarse de ese pueblo lleno de polvo, de detenerse en alguna parte y quitarse las botas. Pero no lo hace, y cuando se pregunta las causas de su inacción, sin sobresaltos ni pesares, advierte que su amor no existe. Lo admite con la resignación aburrida de quien opta por reconocer lo que desde hace mucho tiempo alguien le repite día tras día. Cierto pudor le acude cuando recuerda que ese amor- que tan ridículo, vergonzante le parece ahora que advierte la forma en que lo miran los otros- es su única carta de presentación ante el mundo, lo que otorga validez a su pobre suceder sin gloria, y lo distingue de los demás.
Tal vez comprenda, mientras mira hacia atrás - supongo que se detiene en el medio de la calle y tuerce la cabeza- que lo que los demás encuentran incomprensible y ajeno – la fuerza del amor que él parece poseer- no es más que una idea equivocada, una apariencia . Sumándose a este descubrimiento desconsolado, sospecha que esa mujer que lo espera en la puerta sabe, desde mucho antes, la misma verdad. Ve el futuro como un reincidir estéril en los mismos sucesos, entiende que la vida es infinita, llena de ciclos sin fin, y le sobreviene la esperanza del olvido, la expectativa del día feliz del futuro en que nadie recuerde ni un detalle de su anécdota triste.
En tales circunstancias, el fin del cuento podría ser:
“Pensando en los otros, en aquellos sin historia que esperaban el definitivo cierre de este episodio del cual él era parte, aceptó, benévolo, la responsabilidad de la mentira. Sabía que algún día, cuando el desamor no fuera una sorpresa ni una decepción, compartiría con todos la paz interior de saber que el amor no es más que una cosa que los demás imaginan que los otros sienten.”
Hay cosas que me desagradan en esta versión. La primera es la ausencia de acción; la segunda, la excesiva lucidez del individuo para determinar con precisión el mecanismo de sus pensamientos. Por último, la gran tristeza que resulta de su lectura. Es así que resultaría más ameno y positivo ubicar a los personajes en un ambiente determinado, que podría ser el comedor de la casa de la mujer.
El servicio de té está en la mesa (verde, antiguo, con rajaduras en el fondo de las tazas) y sobre un mantel amarillo en desuso, hay platos con bizcochos, galletitas y mermeladas. Las cortinas de la habitación son verdes, y un gato duerme en un rincón. Hay olor a encierro y flores marchitas, moscas disimuladas sobre los vidrios y lámparas que iluminan poco. Sentado en la cabecera, uno de los hombres elige qué comer. Se decide por una de las chatas, olorosas magdalenas cuya receta figura de un libro con el que, como regalo exquisito, había intentado romper el triángulo años atrás. La parte en dos, introduce uno de los pedazos en la taza de té y espera que el mismo se ablande antes de llevárselo a la boca. Los otros dos están en la habitación contigua. Él no los ve, pero se esfuerza en oírlos, supone susurros, crujidos, los imagina tiernamente recostados en el sillón. Mastica sin ruido su bizcocho y se pregunta, si, a su turno, intentará vencer la indiferencia del cuerpo de la mujer o si, apabullado por la certeza de ser observado, hará lo suyo de pronto, ahorrándose los esfuerzos tantas veces inútiles. Se le ocurre hacerles una broma, y sirve el té en las dos tazas que los esperan. Se guarda en el bolsillo tres bizcochitos de anís, recuerda a su esposa y a sus hijos. Se recuesta en la silla, estira las piernas y espera. No hay una escena final más que esta, sugerente e inconclusa.
Dispuesta a terminar, releo esta carta y advierto que ninguna de las versiones cuenta la historia que pretendía contar. Te parecerá absurdo, pero creo que contándola como originalmente la imaginé, resultaría más clara y comprensible.
Dos hombres llegan a un pueblo donde vive una mujer de la cual ambos están enamorados y que los quiere a ambos por igual. Año tras año, vienen a verla con la esperanza de que ella decida quedarse con uno de ellos. Cuando todos imaginan que, detrás de la puerta, los tres discuten, conversan o gritan, ellos hacen el amor, toman el té, se peinan y se van.
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