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Canción de Navidad


Canción de Navidad (1843) Charles Dickens

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Mayo 2020

Imagen de portada: Adobestock

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  1. El espectro de Marley

2  2. El primero de los tres espíritus

3  3. El segundo de los tres espíritus

4  4. El último de los tres espíritus

5  5. Conclusión

1. El espectro de Marley

Empecemos por decir que Marley había muerto. De ello no cabía la menor duda. Firmaron la partida de su enterramiento el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que pusiera su firma.

El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años.

Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso para que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.

La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida.

Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido, si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir.

Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría, en su paseo durante la noche, en medio del vendaval, por las murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos —el cementerio de San Pablo, por ejemplo—, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.

Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: "Scrooge y Marley". La casa de comercio se conocía bajo la razón social "Scrooge y Marley". Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge-Scrooge y otras veces Marley; pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.

¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto, retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días de calor y no lo templaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia "bajaban" gallardamente, y Scrooge, nunca.

Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: "Querido Scrooge, ¿cómo estás? ¿Cuándo irás a verme?" Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: "Es mejor ser ciego que tener mal ojo".

¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.

Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la obscuridad era casi completa —había sido obscuro todo el día—, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendiduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calle era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas.

Al ver la sórdida nube extenderse, oscureciéndolo todo, uno podría haber pensado que la Naturaleza se estuviera echando encima y estuviera tramando algo a gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa: parecía una sola ascua; mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación, fracasó en el intento.

—¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios te cuide! —gritó una voz alegre.

Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación, que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Tonterías!

Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido; tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.

—Pero tío, ¿una tontería la Navidad? —dijo el sobrino de Scrooge—. Seguramente no has querido decir eso.

—Sí —contestó Scrooge—. ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.

—¡Vamos! —replicó el sobrino alegremente—. ¿Y qué derecho tienes tú para estar triste? ¿Qué razón tienes para estar cabizbajo? Eres bastante rico.

No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: "¡Bah!" Y a continuación: "¡Tonterías!"

—No te enfades, tío —dijo el sobrino.

—¿Cómo no voy a estarlo —replicó el tío— viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Buenas Pascuas te dé Dios! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico; la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano —dijo Scrooge con indignación—, a todos los idiotas que van con el "¡Felices Pascuas!" en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Eso es!

—¡Tío! —suplicó el sobrino.

—¡Sobrino! —repuso el tío secamente—. Celebra la Navidad a tu modo y déjame a mí celebrarla al mío.

—¡Celebrar la Navidad! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero tú no la celebras.

—Déjame que no la celebre —dijo Scrooge— ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!

—Hay muchas cosas que podían haberme hecho muy bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir —replicó el sobrino—, entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente. Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!

El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente; pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.

—Que oiga yo otra de esas manifestaciones —dijo Scrooge— y te haré celebrar la Navidad echándote la calle. Eres de verdad un elocuente orador — añadió, volviéndose hacía su sobrino—. Me admira que no estés en el Parlamento.

—No te enfadéis, tío. ¡Vamos, ven a comer con nosotros mañana!

Scrooge dijo que le agradaría verle... Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verle... en el infierno.

—Pero, ¿por qué? —gritó el sobrino—. ¿Por qué?

—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.

—Porque me enamoré.

—¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad—. ¡Buenas tardes!

—Pero, tío, si nunca fuiste a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—No necesito nada tuyo, no pido nada; ¿por qué no podemos ser amigos?

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—Lamento de todo corazón encontrarte tan decidido. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas, tío!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—¡Y feliz Año Nuevo!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

Su sobrino salió de la habitación, no obstante, sin pronunciar una palabra de disgusto. Se detuvo en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge, pues le correspondió cordialmente.

—Este otro que tal —murmuró Scrooge, que le oyó—; un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.

Aquel maniático, al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos, y estaban en pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge.

Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.

—Scrooge y Marley, supongo —dijo uno de los caballeros, consultando una lista—: ¿Tengo el honor de hablar con el señor Scrooge o con el señor Marley?

—El señor Marley murió hace siete años —respondió Scrooge—. Esta misma noche hace siete años que murió.

—No dudamos que su liberalidad estará representada en su socio superviviente —dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.

Era verdad, pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra "liberalidad", Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.

—En esta alegre época del año, señor Scrooge —dijo el caballero, tomando una pluma—, es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de los pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable; cientos de miles necesitan alivio, señor.

—¿No hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Muchísimas cárceles —dijo el caballero, dejando la pluma.

—¿Y casa de corrección? —interrogó Scrooge. ¿Funcionan todavía?

—Funcionan, sí, todavía —contestó el caballero—. Quisiera poder decir que no funcionan.

—¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues, en todo su vigor? — dijo Scrooge.

—Ambos funcionan continuamente, señor.

—¡Oh!, tenía miedo, por lo que decías al principio, de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios —dijo Scrooge—. Me alegra mucho saberlo.

—Persuadido de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud —continuó el caballero—, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas, aquella en que la necesidad se siente con más intensidad y la abundancia se regocija. ¿Con cuánto quiere contribuir?

—¡Con nada! —replicó Scrooge.

—¿Quiere guardar el aninimato?

—Quiero que me dejen en paz —dijo Scrooge—. Puesto que me preguntas lo que quiero, señores, ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de que les he hablado... y que cuestan bastante; y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.

—Muchos no pueden, y otros muchos preferirán morir.

—Si prefieren morir —dijo Scrooge—, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.

—Pues... debería entender —hizo observar el caballero.

—No es de mi incumbencia —replicó Scrooge—. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!

Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.

Entretanto, la bruma y la obscuridad se hicieron tan densas, que las personas marchaban alumbrándose con antorchas, ofreciéndose a marchar delante de los caballos de los coches para mostrarles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana parecía estar siempre atisbando a Scrooge por una ventana gótica del muro, se hizo invisible, y daba las horas envuelta en las nubes, resonando después con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes a aquella elevadísima cabeza. El frío se hizo intenso. En la calle Mayor, en la esquina de la calleja, algunos obreros se hallaban reparando los mecheros de gas y habían encendido una gran hoguera, a la cual rodeaba un grupo de mendigos y chicuelos, calentándose las manos y guiñando los ojos con delicia ante las llamas. Taponados los sumideros, el agua sobrante se congelaba con rapidez y se convertía en hielo. El resplandor de las tiendas, donde las ramas de acebo cargadas de frutas brillaban con la luz de las ventanas, ponía tonos dorados en las caras de los transeúntes. Las pollerías y los comercios de comestibles estaban deslumbrantes: era un glorioso espectáculo, ante el cual era casi increíble que los prosaicos principios de ajuste y venta tuvieran algo que hacer. El alcalde de la ciudad, en la fortaleza de la poderosa Mansion-House, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y reposteros para celebrar la Navidad de una manera digna de la casa de un alcalde, y hasta el sastrecillo, que había sido multado con cinco chelines el lunes anterior por estar borracho y sentirse escandaloso en las calles, preparaba en su guardilla la confección del pudding del día siguiente, mientras su flaca esposa iba con el nene a comprar la carne indispensable.

Más niebla aún y más frío. Frío agudo, penetrante, mordiente. Si el buen San Dunstan hubiera sólo rasguñado la nariz del espíritu maligno con un tiempo como aquél, en vez de usar sus armas habituales, en verdad que el diablo habría rugido.

El propietario de una naricilla juvenil, roída y mordisqueada por el hambriento frío, como los huesos roídos por los perros, se detuvo ante la puerta de Scrooge para obsequiarle por el ojo de la cerradura con una canción de Navidad; pero no había hecho más que empezar: "Dios lo bendiga, alegre caballero; que nada pueda nunca disgustarle..." cuando Scrooge cogió la regla con tal decisión, que el cantor corrió lleno de miedo, abandonando el ojo de la cerradura a la bruma y a la penetrante helada.

Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. De mala gana se alzó Scrooge de su asiento y tácitamente aprobó la actitud del dependiente en su cuchitril, quien inmediatamente apagó su luz y se puso el sombrero.

—Supongo que necesitaras todo el día de mañana —dijo Scrooge.

—Si no hay inconveniente, señor.

—Pues sí hay inconveniente —dijo Scrooge— y no es justo. Si por ello te descontara media corona, pensarías que te perjudicaba. ¿Pero estoy obligado a pagarla?

El dependiente sonrió lánguidamente.

—Sin embargo —dijo Scrooge—, no pienses que me perjudico pagando el sueldo de un día por no trabajar.

El dependiente hizo notar que eso ocurría una sola vez al año.

—¡Una pobre excusa para morder en el bolsillo de uno todos los veinticinco de diciembre! —dijo Scrooge, abrochándose el gabán hasta la barba—. Pero supongo que necesitas todo el día. Ven lo más temprano posible pasado mañana.

El dependiente prometió hacerlo, y Scrooge salió gruñendo. Cerró el despacho en un instante, y el dependiente, con los largos extremos de su bufanda blanca colgando hasta más abajo de la cintura (pues no presumía de abrigo), bajó veinte veces un resbaladero en Cornhill, al final de una calle llena de muchachos, para celebrar la Nochebuena, y luego salió corriendo hacia su casa de Camden-Town, para jugar a la gallina ciega.

Scrooge cenó melancólicamente en su melancólica taberna habitual; y después de leer todos los periódicos, se entretuvo el resto de la noche con los libros comerciales, y se fue a acostar. Ocupaba las habitaciones que habían pertenecido anteriormente a su difunto socio. Eran una serie de cuartos lóbregos en un sombrío edificio al final de una calle, y en el cual había tan poco movimiento, que no se podía menos de imaginar que había llegado allí corriendo, cuando era una casa de pocos años, mientras jugaba al escondite con las otras casas, y había olvidado el camino para salir. Era ésta entonces bastante vieja y bastante lúgubre; sólo Scrooge vivía en ella, pues los otros cuartos estaban alquilados para oficinas. La calle era tan obscura, que el mismo Scrooge, que la conocía piedra por piedra, se veía obligado a cruzarla a tientas.

La niebla y la helada se agolpaban de tal modo ante la negra entrada de la casa, que parecía como si el Genio del Invierno se hallase en triste meditación sentado en el umbral.

Hay que advertir que no había absolutamente nada de particular en el llamador de la puerta, salvo que era de gran tamaño; hay que hacer notar también que Scrooge lo había visto, de día y de noche, durante toda su residencia en aquel lugar, y también que Scrooge poseía tan poca cantidad de lo que se llama fantasía como otro cualquier hombre de la ciudad de Londres, aun incluyendo —la frase es algo atrevida— las Corporaciones, los miembros del Concejo municipal y los de los Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que aquella tarde hizo mención de los siete años transcurridas desde su muerte. Y ahora, que me explique alguien, si puede, cómo sucedió que Scrooge, al meter la llave en la cerradura, vio en el llamador —sin mediar ninguna mágica influencia—, no un llamador, sino la cara de Marley.

La cara de Marley. No era una sombra impenetrable, como los demás objetos de la calle, pues la rodeaba un medroso fulgor, semejante al que presentaría una langosta en mal estado puesta en un sótano obscuro. No aparecía colérico ni feroz, sino que miraba a Scrooge como Marley acostumbraba: con espectrales anteojos levantados hacía la frente.

Se agitaban curiosamente sus cabellos, como ante un soplo de aire ardoroso, y sus ojos, aunque se hallaban abiertos por completo, estaban absolutamente inmóviles. Todo eso, y su palidez, le hacían horrible: pero este horror parecía ajeno a la cara, fuera de su dominio, más que una parte de su propia expresión. Cuando Scrooge se puso a considerar atentamente aquel fenómeno, ya el llamador era otra vez un llamador.

Decir que no se sintió inquieto o que su sangre no experimentó una terrible sensación, desconocida desde la infancia, sería mentir. Pero llevó la mano a la llave que había abandonado, la hizo girar resueltamente, penetró y encendió una bujía.

Se detuvo con vacilación momentánea, antes de cerrar la puerta, y miró detrás de ella con desconfianza, aguardando casi aterrorizarse a la vista del cabello de Marley pegado en la parte exterior: pero no había nada sobre la puerta, excepto los tornillos y tuercas que sujetaban el llamador, por lo cual exclamó: "¡Bah, bah!", y la cerró de golpe.

Resonó el portazo en toda la casa como un trueno. Encima todas las habitaciones, y debajo todas las cubas en el sótano del vinatero, parecieron poseer estrépito de ecos independientes de la puerta de Scrooge, que no era hombre a quien espantasen los ecos. Sujetó la puerta, cruzó el zaguán y empezó a subir la escalera lentamente, sin embargo, alumbrando un lado y otro conforme subía.

Podemos hablar vagamente de las viejas escaleras de antaño, por las cuales hubiera podido subir fácilmente un coche de seis caballos o el cortejo de una sesión parlamentaria. Pero yo les digo que la escalera de Scrooge era cosa muy diferente: habría de subir por ella un coche fúnebre, y lo haría con toda facilidad.

Había allí suficiente amplitud para ello y aún sobraba espacio; tal es, quizás, la razón por la cual pensó Scrooge ver una comitiva fúnebre en movimiento delante de él en la obscuridad. Media docena de faroles de gas de las calles no habrían iluminado bastante bien el vestíbulo; supondrán, pues, que estaba un tanto obscuro con la manera de alumbrar de Scrooge, que siguió subiendo sin preocuparse por ello. La obscuridad es barata y por eso le agradaba a Scrooge. Pero antes de cerrar la pesada puerta, registró las habitaciones para ver si todo estaba en orden; deseaba hacerlo, porque persistía en él el recuerdo de aquella cara.

La sala, el dormitorio, el cuarto de trastos, todo estaba normal. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; un poco de lumbre en la rejilla; la cuchara y la jofaina, listas; y la cacerola, con un caldo (Scrooge tenía un resfriado de cabeza) junto al fuego. Nadie debajo de la cama; nadie en el gabinete; nadie dentro de la bata, que colgaba de la pared en actitud sospechosa. El cuarto de los trastos, como siempre. El viejo guardafuegos, los zapatos viejos, dos cestas para pescado, el lavabo de tres patas y un atizador.

Enteramente satisfecho, cerró la puerta y echó la llave, dándole dos vueltas, lo cual no era su costumbre. Asegurado así, contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar su cocimiento.

Era en verdad un fuego insignificante, casi nada para noche tan cruda. Se vio obligado a arrimarse a él todo lo posible, cubriéndolo, para poder extraer la más pequeña sensación de calor de tal puñado de combustible. El hogar era viejo, construido por algún comerciante holandés mucho tiempo antes, y pavimentado con extraños ladrillos holandeses, que representaban escenas de las Escrituras.

Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón, reinas de Sabá, mensajeros angélicos descendiendo a través del aire sobre nubes que parecían de plumón, Abrahames, Baltasares, apóstoles navegando en mantequilleras, cientos de figuras para atraer la atención; no obstante, aquella cara de Marley, muerto siete años antes, llegaba como la vara del antiguo Profeta y hacía desaparecer todo. Si cada uno de los pulidos ladrillos hubiera estado en blanco, con virtud para presentar sobre su superficie alguna figura proveniente de los fragmentados pensamientos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley sobre todos ellos.

—¡Tonterías! —dijo Scrooge, y empezó a pasear por la habitación.

Después de algunos paseos, volvió a sentarse. Al recostarse en la silla, su mirada fue a tropezar con una campanilla, una campanilla que no se utilizaba, colgada en la habitación y que comunicaba, para algún servicio olvidado, con un cuarto del piso más alto del edificio. Con gran admiración, y con extraño e inexplicable temor, vio que la campanilla empezaba a oscilar. Oscilaba tan suavemente al principio, que apenas producía sonido; pero pronto sonó estrepitosamente y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.

Ello pudo durar medio minuto, un minuto, mas a Scrooge le pareció una hora. Las campanillas dejaron de sonar como habían empezado: todas a la vez.

A aquel estrépito siguió un ruido rechinante, que venía de la parte más profunda, como si alguien arrastrase una pesada cadena sobre los toneles del sótano del vinatero. Entonces recordó Scrooge haber oído que los espectros que se aparecían en las casas se presentaban arrastrando cadenas.

La puerta del sótano se abrió con estrépito y luego se oyó el ruido con mucha mayor claridad en el piso de abajo; después el viejo oyó que el ruido subía por la escalera, que se dirigía derechamente hacia su puerta.

—¡Tonterías, nada más! —dijo Scrooge—. No quiero pensar en ello.

Sin embargo, cambió de opinión cuando, sin detenerse, el Espectro pasó a través de la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Cuando entró, la moribunda llama dio un salto, como si gritara: "¡Lo conozco! ¡Es el espectro de Marley!", y volvió a caer.

La misma cara, exactamente la misma. Marley, con sus cabellos erizados, su chaleco habitual, sus estrechos calzones y sus botas, con su casaca ribeteada. La cadena que arrastraba la llevaba alrededor de la cintura, era larga y estaba sujeta a él como una cola, y se componía (pues Scrooge la observó muy de cerca) de cajas de caudales, llaves, candados, libros comerciales, documentos y fuertes bolsillos de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, observándolo y mirando a través de su chaleco, pudo ver los dos botones de la parte posterior de la casaca.

Scrooge había oído decir muchas veces que Marley no tenía entrañas; pero nunca lo había creído hasta entonces.

No, ni aun entonces lo creía. Aunque miraba al fantasma de parte a parte y le veía en píe delante de él; aunque sentía la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte, y comprobaba que aún el tejido del pañuelo q le rodeaba la cabeza y la barba, y el cual no había observado antes. Se sentía incrédulo y luchaba contra sus sentidos.

—¡Cómo! —dijo Scrooge, cáustico y frío como siempre—. ¿Qué quieres de mí?

—¡Mucho! —contestó la voz de Marley pues, sin duda, era él.

—¿Quién eres?

—Pregúntame quién fui.

—¿Quién fuiste? —dijo Scrooge, alzando la voz.

—En vida fui tu socio, Jacob Marley.

—¿Puedes... puedes sentarte? —preguntó Scrooge, mirándolo perplejo.

—Puedo.

—Siéntate, pues.

Scrooge hizo esa pregunta porque no sabía sí un espectro tan transparente se hallaría en condiciones de tomar una silla, y pensó que, en el caso de que le fuera imposible, habría necesidad de una explicación embarazosa. Pero el espectro tomó asiento enfrente del fuego, como si estuviera habituado a ello.

—¿No crees en mí? —preguntó el espectro.

—No —contestó Scrooge.

—¿Qué evidencia deseas de mi existencia real, además de la de tus sentidos?

—No lo sé.

—¿Por qué dudas de tus sentidos?

—Porque lo más insignificante —dijo Scrooge— les hace impresión. El más ligero trastorno del estómago les hace fingir. Tal vez eres un trozo de carne que no he digerido, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata poco cocida. Hay más de guiso que de tumba en ti, quienquiera que seas.

Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes, y, según entonces sentía el corazón, sus bromas tenían que ser de mal gusto. Lo cierto es que procuraba mostrar agudeza como medio de distraer su propia atención y ahuyentar su terror, pues la voz del espectro le trastornaba hasta la médula de los huesos.

Permanecer sentado, con la vista clavada en aquellos ojos vidriosos, en silencio, durante unos instantes, sería estar, según pensaba Scrooge, con el mismo Demonio. Había algo muy espantoso, además, en la atmósfera infernal, propia de él, que rodeaba al espectro. Scrooge no pudo sentirla por sí mismo, pero no por eso era menos real, pues, aunque el espectro se hallaba en completa inmovilidad, sus cabellos, los ribetes de su casaca, se agitaban todavía impulsados por el ardiente vapor de un horno.

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