Kitabı oku: «Cántico de Navidad», sayfa 3

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El espectro se detuvo ante la puerta de un almacen y le preguntó á Scrooge si lo reconocia.

—¡Si lo reconozco! Aquí fué donde hice mi aprendizaje.

Entraron. Habia allí un anciano cubierto con una peluca, y sentado en una banqueta tan elevada, que si aquel señor hubiera tenido dos pulgadas más de estatura, habria tropezado en el techo. En cuanto lo vió Scrooge no pudo menos de exclamar lleno de agitacion:

—¡Pero si es el viejo Feziwig! Dios lo bendiga. Es Feziwig resucitado.

El viejo Feziwig abandonó la pluma y miró el reloj: señalaba las siete de la noche. Se restregó las manos, se arregló el inmenso chaleco, y riéndose bonsachonamente desde la punta de los piés hasta la punta de los cabellos, llamó con poderoso, sonoro, rico y jovial acento:

—Hola; Scrooge; Dick.

El otro Scrooge cenvertido ahora en un adolescente, acudió presuroso acompañado de su camarada de aprendizaje.

—Es Dick Vilkins á no dudarlo, dijo Scrooge al espíritu… Es él. Hélo ahí. Me queria mucho ese pobre Dick.

—Ea, ea, hijos mios, grito Feziwig: esta noche no se trabaja. Es la Noche Buena Dick; es la Noche Buena, Scrooge. Prontito, colocad los tableros en las ventanas, continuó Feziwig haciendo chasquear sus manos alegremente. Pero pronto. ¿Aún no habeis concluido?

Es imposible figurarse como ejecutaron la órden las jóvenes. Corrieron á poner los tableros, uno dos y tres… los colocaron en sus respectivos sitios, cuatro, cinco, seis… despues las barras, despues las chavetas, siete, ocho nueve… y volvieron antes deque se hubiera podido contar hasta doce, jadeantes como caballos de carrera.

—Oh, oh, gritó el anciano Feziwig descendiendo de su pupitre con maravillosa agilidad: quitemos estorbos de delante, hijos mios, y hagamos lugar. Hola, Dick: vamos de prisa, Scrooge.

¡Quitar estorbos! Tenian animos para desamueblar aquello. Todo quedó hecho en brevísimo rato: todo lo que era susceptible de ser transportado, desapareció de aquel lugar como si nunca debiera reaparecer. El pavimento fué barrido y perfectamente regado; las lámparas dispuestas, la chimenea bien prevenida de combustible, y en un momento convirtieron el almacen en un salon de baile, tan cómodo, tan templado, tan seco y con tanta luz como podía desearse para una noche de invierno.

Luego vino un músico con sus papeles, y colocándose en el elevado pupitre de Feziwig produjo acordes enteramente ratoneros. Despues entró la señora de Feziwig, señora de plácida sonrisa; despues las tres hijas del matrimonio, hermosas y excitantes; despues los seis galanes que las requerian de amores; despues las jóvenes y los jóvenes empleados en el comercio de la casa; despues la criada con un primo suyo panadero; despues la cocinera con el vendedor de leche, amigo íntimo de su hermano; despues el aprendiz de enfrente, de quien se sospechaba que no recibía mucha comida de su amo: se ocultaba detrás de la criada del número 15, á quien su ama, esto se sabía positivamente, tiraba de las orejas. Todos entraron; unos tímidamente, otros con atrevimiento; estos con gracia, aquellos con torpeza, pero entraron todos de una manera ú otra; esto importa poco. Todos se lanzaron veinte parejas á la vez formando un círculo. La mitad se adelanta; á poco retroceden. Esta vez les toca á los unos balancearse cadenciosamante; la otra á los demás para acelerar el movimiento. Luego principian á girar agrupándose, estrechándose, persiguiéndose los unos á los otros: la pareja de los ancianos dueños, no está nunca parada; las demás jóvenes la persiguen, y cuando la han estrechada se separan todos rompiendo la cadena. Despues de este magnífico resultado, Feziwig, dando unas palmadas ordena la suspension del baile. Entonces el músico se refresca del calor que le abrasa con un vaso de cerveza fuerte, dispuesto especialmente con este objeto. Pero desdeñándose de descansar, vuelve á la carga con mayor estusiasmo, vuelve á la carga con mayor entusiasmo, aunque no salian ya bailarines como si el primer músico hubiera sido transportado, sin fuerzas, á su domicilio en un tablero de ventana, y el músico encargado de reemplazarle estuviera decidido á vencer ó morir.

Despues aun hubo un poco de baile. Despues más baile, pasteles, limonada con vino, un enorme trozo de asado frio, pasteles de picadillo y cerveza abundosamente. Pero lo bueno del sarao fué cuando el músico (ladino como él solo, tenedlo en cuenta,) que sabia muy bien cómo manejarse, condicion por la que ni vosotros ni yo hubiéramos podido criticarle, se puso á declamar: Sir Roberto de Cowerley.

A seguida de esto salió el viejo Feziwig con la señora Feziwig y se colocaron á la cabeza de los bailarines. Esto si que fué trabajo para los ancianos. Debían dirigir veintitres ó veinticuatro parejas, que no admitian chanzas porque eran jóvenes, ansiosos de bailar, y enemigos de ir despacio.

Mas aun cuando hubieran sido en mayor número, el viejo Feziwig era capaz de dirigirlos, así como su esposa. Era su dignísima compañera en toda la extension de la palabra. Si esto no es un elogio, que se me indique otro y lo aprovecharé. Las pantorrillas de Feziwig eran como dos astros; eran como medias lunas que se multiplicaban para todas las operaciones del baile. Aparecian, desaparecian, reaparecian de cada vez mejor. Cuando el anciano Feziwig y su señora hubieron ejecutado el rigodon completo, él hacía cabriolas con una ligereza pasmosa, y al terminarlas se quedaba tieso como una I sobre los piés.

Cuando el reloj marcaba las once tuvo fin aquel baile doméstico. El señor y la señora de Feziwig se colocaron á cada lado de la puerta, y fueron estrechando cariñosamente y uno á uno las manos de todos los concurrentes; él las de los hombres y ella las de las mujeres, deseándoles mil felicidades. Cuando no quedaban más que los aprendices, se despidieron de ellos de la misma manera: todo quedó en silencio y los dos jóvenes se acostaron en la trastienda.

Durante estas operaciones Scrooge se hallaba como un hombre desatinado. Habia tomado parte en aquella escena con su corazon y con su alma. Lo reconocía todo, lo recordaba todo, gozaba de todo y experimentaba una agitacion singular. Tan sólo cuando la animada fisonomía de su imágen y la de Dick hubieron desaparecido, fué cuando se acordó del fantasma.

Entonces advirtió que le miraba atentísimamente, y que la luz que sobre la cabeza tenia brillaba con todo su esplendor.

—No se necesita gran cosa, dijo el fantasma, para infundir en esos tontos un poco de agradecimiento.

—No se necesita gran cosa, repitió Scrooge.

El espíritu le indicó que escuchase la conversacion de los jóvenes aprendices, los cuales, desbordándose en reconocimiento por Feziwig, lo elogiaban de mil maneras.

—Ya veis, añadió el espíritu; el gasto no ha subido mucho; algunas libras esterlinas de vuestro mundanal dinero; tres ó cuatro acaso. ¿Merece Feziwig que se le dispensen tantos elogios?

—No es eso, replicó Scrooge al oir esta observación, y hablando como si fuera aquella imágen suya y no como el Scrooge actual; no es eso, espíritu. Está en manos de Feziwig hacernos dichosos ó desgraciados; que nuestra dependencia sea ligera ó incómoda; un placer ó una pena. Que todo ese poder se reduzca á frases ó á miradas; á cosas tan insignificantes, tan fugaces que es imposible acumularlas y sumarlas en una cuenta, ¿qué importa? La dicha que nos proporcionan es tan grande, como si tratase de una gran fortuna.

Scrooge sorprendió en el aparecido una mirada penetrante, y se detuvo.

—¿Qué os ocurre? preguntó el espíritu.

—Nada de particular.

—Sin embargo, teneis aspecto como de hombre á quien le ocurre alguna cosa.

—No, dijo Scrooge, no. Lo que deseo únicamente es poder decir cuatro palabras á mi compañero. Hé ahí todo.

Al manifestar Scrooge este deseo, su imágen apagó los quinqués. Scrooge y el fantasma se encontraron solos al aire libre.

—Mi tiempo pasa, observó el espíritu… . pronto.

Estas palabras no iban dirigidas á Scrooge ó á alguien que él pudiera ver, pero produjeron un efecto inmediato, pues Scrooge volvió á contemplarse, aunque de más edad, en la flor de la vida. Su rostro no tenia los rasgos duros y severos de la madurez, pero sí notaba en él ya las señales de la inquietud y de la avaricia, y en sus ojos una inmovilidad ardiente, codiciosa, que revelaba en él la pasion dominante; se conocia ya hácia qué lado iba á proyectarse la sombre del árbol que empezaba á crecer.

No apareció solo. A su lado habia una hermosa jóven, vestida de luto, cuyos ojos, llenos de lágrimas, brillaban á la luz del espíritu.

—Poco importa, dijo ella suavemente; á lo menos por lo que á vos toca: otro ídolo se ha apoderado del lugar que ocupaba yo. Si es que este puede alegraros y consolaros, como lo hubiera yo hecho tambien, no tendré motivos para afligirme.

—¿Y qué ídolo es eso?

—El becerro de oro.

—Hé ahí la imparcialidad del mundo. Critican severamente la pobreza, y á la vez no hay cosa que condenen con más rigor que el ánsia de riquezas.

—Temeis demasiado la opinion de las gentes, replicó la jóven con dulzura. Habeis sacrificado todas vuestras esperanzas á la de huir del desprecio sórdido del mundo. He visto desaparecer, una á una, vuestras más nobles aspiraciones delante de la que á todas las ha absorbido: una; la dominante pasion del luero. ¿Estoy en lo cierto?

—Bien, ¿Y qué? Aunque al envejecer me haya hecho más sabio, ¿he cambiado por eso con respecto á vuestra persona?

La jóven movió la cabeza.

—¿He cambiado? insistió Scrooge.

—Nuestro compromiso es muy antiguo. Lo contrajimos cuando éramos unos pobres y estábamos contentos con nuestra situacion. Nos propusimos aguardar á labrarnos una fortuna con una industria y nuestra perseverancia. Vos habeis enmbiado: cuando contrajisteis el compromiso érais otro hombre.

—Era un niño, replicó él con impaciencia.

—Vuestra conciencia os está diciendo que hoy no sois lo que érais entonces. En cuanto á mi la misma soy. Lo que podia haber sido para nosotros una felicidad cuando conteníamos de disgustos hoy que tenemos dos. Es imposible figurarse cuántas veces y con cuánta amargura he pensado y que pueda relevaros de vuestro compromiso y devolveros la palabra.

—¿Lo he querido así?

—De boca no: jamas.

—Entonces ¿cómo?

—Cambiando totalmente. Vuestro carácter no es el mismo, así como tampoco la atmósfera en que vivís, ni la esperanza que os animaba. Si no hubiera existido el compromiso que á entrambos nos unia, dijo la jóven con dulzura pero con firmeza, decid: ¿solicitarías mi mano hoy? ¡Oh! no.

Scrooge estuvo á punto de conceder esta suposicion, casi contra su voluntad, pero se resistió aún.

—Eso no lo creeis.

—Me consideraria muy dichosa en poder opinar de otro modo. Para que me haya resuelto á admitir una verdad tan triste, ha sido preciso que yo advirtiese en ella una fuerza invencible. Pero si os viérais hoy ó mañana en libertad. ¿podría yo creer, como en otro tiempo, que escogeríais para esposa una jóven sin dote, vos, que en vuestras íntimas confianzas, cuando me descubríais vuestro corazon francamente, no cesábais de calcularlo todo en la balanza del interés y de apreciarlo todo por la utilidad que de ello podríais reportar, ó tendríamos que, faltando á vuestros principios á causa de ella, á los principios que constituyen vuestra conducta, os fijaríais en esa jóven para hacerla vuestra mujer, sin que esto es produjera muy pronto, segun es mi opinion, amargo sentimiento? Estoy muy convencido de ello, y por eso os devuelvo vuestra libertad, precisamente á causa del amor que os profesaba en otro tiempo, cuando érais otro de los que hoy sois.

El queria hablar, mas ella, apartando la vista, continuó:

—Tal vez… .. pero no; mas bien. Sin duda alguna padecereis al abandonarla y la memoria de lo pasado me autoriza á creerlo así. Mas al poco tiempo, muy poco tiempo, arrojareis de vos con prisa un tan importuno recuerdo, como si se tratara de un sueño inútil y enfadoso, felicitándoos por veros libre de él.

Dichas estas palabras se retiró, separándose ambos.

—Espíritu, no me enseñeis más, dijo Scrooge. Restituidme á mi morada. ¿Por qué os complaceis en atormentarme?

—Otra sombra, gritó el fantasma.

—No, no más, dijo Scrooge. No, no quiero ver más. No me enseñeis nada.

Pero el implacable fantasma, estrechándole entre sus brazos, le hizo ver la seguida de los acontecimientos.

Y se transportaron á otro sitio donde vieron un cuadro de diferente género. Era una estancia no muy grande ni bella, pero vistosa y cómoda. Próxima á un hermoso fuego habia una linda jóven, tan semejante á la de la escena anterior, que Scrooge la confundía con ella, hasta que vió á ésta convertida en madre de familia, sentada al lado de su hija. El alboroto que se levantaba en aquel salon ensordecedor, porque jugaban en él tantos niños, que Scrooge, dominado por una poderosa agitacion, no podria contarlos: cada uno de ellos daba más que hacer que cuarenta. La consecuencia de todo aquello era un estruendo imposible de describir, pero nadie se inquietaba por eso; más aún, la madre y la hija se reian y se divertian extraordinariamente. Habiendo cometido la madre el desacierto de participar en el juego infantil, aquellos bribonzuelos la entregaron á saco y la trataron sin piedad. ¡Cuánto hubiera dado yo por ser uno de ellos! Aunque seguramente yo no me hubiera conducido con tanta rudeza. ¡Oh, no! No hubiera intentado, por todo el oro de la tierra, enredar ni tirar de un modo tan inícuo aquella cabellera tan perfectamente arreglada, y en cuanto al precioso zapatito que contenia su pié tampoco se lo hubiese sacado á la fuerza, ¡Dios me libre! aunque se tratara de la salvacion de mi vida. En cuanto á medirle la cintura del modo que lo hacian aquellos atrevidos, sin escrúpulos de ninguna clase, tampoco lo hubiera hecho, temeroso de que como castigo á semejante profanacion, quedara mi brazo condenado á redondearse siempre, sin poder enderezarlo nunca. Y sin embargo, lo confieso; hubiera deseado tocar sus labios, dirigirle preguntas para obligarla á que los abriese respondiéndome; fijar mis miradas en las pestañas de sus inclinados ojos sin sonrojarla; desatar su ondulante crencha, uno de cuyos rizos hubiera sido para mí el más apreciado recuerdo; en una palabra, hubiera deseado, dígolo francamente, que me permitiera disfrutar con ella los privilegios de niño; pero siendo hombre para reconocerlos y saberlos apreciar.

A la sazon llamaron, y sobre la marcha el grupo aquel tan alborotador, empujó á la pobre madre, sin dejarla que se arreglase los vestidos, sin permitirla que se defendiese, pero sin que se perdiera su sonrisa de satisfaccion; la empujó hácia la puerta en medio de un tumulto y de un entusiasmo indescriptible, al encuentro del padre, que regresaba en compañía de un recadero cargado de juguetes y de regalos de Navidad. Cualquiera puede figurarse los gritos, las batallas, los asaltos de que fué víctima el indefenso acompañante. Uno lo escala, subiéndose sobre las sillas, para registrarle los bolsillos, sacarle los paquetes, tirarle de la corbata, suspenderse de su cuello, adjudicarle como demostracion de cariño innumerables puñetazos en las espaldas é infinitos puntapiés en las pantorrillas. Y después ¡con qué exclamaciones de alegría se saludaba la apertura de cada paquete! ¡Qué desastroso efecto produce la fatal noticia de que el rorro ha sido cogido infraganti, metiéndose en la boca una sarten de azúcar perteneciente al ajuar! Tambien se sospecha, con bastante seguridad, que se ha tragado un pavo de azúcar que estaba adherido á un plato de madera. ¡Qué satisfaccion cuando se averigua que aquella imputacion es falsa! La alegría, el reconocimiento, el entusiasmo son indefinibles. A lo último, habiendo llegado la hora, se van retirando poco á poco los niños; suben los peldaños ligeramente, se meten en su cuarto y la calma renace.

Entonces Scrooge, prestando mayor atencion, vió que el padre, á cuyo brazo iba tiernamente asida la hija, se sentaba entre ésta y la madre, junto á la chimenea, y no pudo menos de ocurrírselo que á él tambien hubiera podido darle el nombre de padre una criatura semejante á aquella, tan graciosa y tan linda, y convertirle en una lozana primavera el triste invierno de su vida: sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Bella, dijo el marido volviéndose con una duce sonrisa hácia su mujer, esta noche he visto á uno de vuestros antiguos amigos.

—¿Quién?

—¿No lo adivinais?

—¿Cómo?… Pero ya caigo, continuó riéndose como él; Mr. Scrooge.

—El mismo. Pasaba por delante de la ventana de su despecho, y como tenia sin echar los tableros, no he podido menos de verle. Su socio ha espirado, y él está allí, como siempre; solo; solo en el mundo.

—Espíritu, dijo Scrooge con voz entrecortada; sácame de aquí.

—Os he advertido que os manifestaria las sombras de los que han sido: no me echeis la culpa si son como se presentan y no otra cosa.

—Sacadme: no puedo resistir más este espectáculo.

Y se volvió á mirar al espíritu; mas viendo que éste le contemplaba con un rostro que por extraña singularidad reunia todos los aspectos de las personas que le había enseñado, se arrojó sobre él.

—Dejadme, gritó; cesad de perseguirme.

En la lucha, si lucha se podía llamar aquello, dado que el espectro, sin necesidad de oponer ninguna resistencia aparente, era invulnerable, Scrooge observó que el resplandor de la cabeza brillaba de cada vez más rutilante. Relacionado con este hecho el poderosoinglujo que sobre él hacia oesar el espíritu, cogió el apagador, y en un movimiento repentino se lo encasquetó el fantasma en la cabeza.

El espíritu se aplanó tanto bajo aquel sombrero fantástico, que desapareció casi por completo; pero por más que hacia Scrooge no alcanzaba á tapar del todo la luz bajo del apagador: en el suelo y por alrededor del fantasma aparecio un círculo de rayos luminosos.

Scrooge se sintió fatigado y con irresistibles ganas de dormir. Se vió en su alcoba, y haciendo un esfuerzo supremo para encasquetar más el apagador, abrió la mano y apenas tuvo tiempo para arrojarse sobre el lecho antes de caer en profundo sueño.

Tercera estrofa

El segundo de los tres espíritus

Se despertó á causa de un sonoro ronquido.

Incorporándose en el lecho trató de recoger sus ideas. No hubo precision de advertirle que el reloj iba á dar la una. Conoció por sí mismo que recobraba el conocimiento, en el instante crítico de trabar relaciones con el segundo espíritu que debia acudirle por intervencion de Jacobo Marley. Pareciéndole muy desagradable el escalofrío que experimentaba por adivinar hácia qué lado le descorreria las cortinas el nuevo espectro, las descorrió él mismo, y reclinando la cabeza sobre las almohadas, se puso ojo avizor, porque deseaba afrontar denodadamente al espíritu así que se le apreciese, y no ser sorprendido ni que le embargase una emocion demasiado viva.

Hay personas de espíritu despreocupado, hechas á no dudar de nada; que se rien de toda clase de impresiones; que se consideran en todos los momentos á la altura de las circunstancias; que hablan de su inquebrantable valor enfrente de las aventuras más imprevistas y se declaran preparados á todo, desde jugar á cara ó cruz hasta comprometerse en un lance de honor (creo que apellidan de esta manera al suicidio). Entre estos dos extremos, aunque separados, á no dudarlo, por anchuroso espacio, existen infinidad de variedades. Sin que Scrooge fuera un maton como los que acabo de indicar, no puedo menos de rogaros que veais en él á una persona que estaba muy resuelta á desafiar un ilimitado número de extrañas y fantásticas apariciones, y á no admirarse absolutamente de nada, ya se tratase de un inofensivo niño en su cuna, ya de un rinoceronte.

Pero si estaba preparado para casi todo, no lo estaba en realidad para no esperar nada, y por eso cuando el reloj dió la una, sin que apareciese ningun espíritu, se apoderó de él un escalofrío violento y se puso á temblar con todo su cuerpo. Transcurrieron cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora y nada se veia. Durante aquel tiempo permaneció tendido en la cama, sobre la que se reunian, como sobre un punto central, los rayos de una luz rojiza que lo iluminó completamente al dar la una. Esta luz, por sí sola, le producia más alarma que una docena de aparecidos, porque no podía comprender ni la significación ni la causa, y hasta se figuraba que era víctima de una combustion espontánea, sin el consuelo de saberlo. A lo último comenzó á pensar (como vos y yo lo hubiéramos hecho desde luego, porque la persona que no se encuentra en una situacion difícil es quien sabe lo que se deberia hacer y lo que hubiera hecho); á lo último, digo, comenzó á pensar que el misterioso foco del fantástico resplandor podria estar en el aposento inmediato, de donde, á juzgar por el rastro lumímico, parecia venir. Esta idea se apoderó con tanta fuerza de Scrooge, que se levantó sobre la marcha, y poniéndose las zapatillas fué suavemente hácia la puerta.

En el momento en que ponia la mano sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre y le excitó á que entrase. Obedeció.

Aquel era efectivamente su salon, no habia duda, pero transformado de una manera admirable. Las paredes y el techo estaban magníficamente decorados de verde follaje: aquello parecia un verdadero bosque, lleno en su fronda de bayas relucientes y camesíes. Las lustrosas hojas del acebo y de la hiedra reflejaban la luz como si fueran espejillos. En la chimenea brillaba un bien nutrido fuego, como no lo habia conocido nunca en la época de Marley y en la de Scrooge. Amontonados sobre el suelo y formando como una especie de trono, habia pavos, gansos, caza menor de toda clase, carnes frias, cochinillos de leche, jamones, varas de longaniza, pasteles de picadillo, de pasas, barriles de ostras, castañas asadas, carmíneas manzanas, jugosas naranjas, suculentas peras, tortas de reyes y tazas de humeante ponche que oscurecia con sus deliciosas emanaciones la atmósfera del salon. Un gigante, de festivo aspecto, de simpática presencia, estaba echado con la mayor comodidad en aquella cama, teniendo en la mano una antorcha encendida, muy semejante al cuerno de la abundancia: la elevó por encima de su cabeza, á fin que alumbrase bien á Scrooge cuando éste entrabrió la puerta para ver aquello.

—Adelante, gritó el fantasma; adelante. No tengais miedo de trabar relaciones conmigo.

Scrooge entró tímidamente haciendo una reverencia al espíritu. Ya no era el ceñudo Scrooge de antaño, y aunque las miradas del fantasma expresaban un carácter benévolo, bajó ante las de éste las suyas.

—Soy el espíritu de la presente Navidad, dijo el fantasma. Miradme bien.

Scrooge obedeció respetuosamente. El espectro vestía una sencilla túnica de color verde oscuro, orlada de una piel blanca. La llevaba tan descuidadamente puesta, que su ancho pecho aparecia al descubierto como si despreciase revestirse de ningun artificio. Los piés, que se veian por bajo de los anchos pliegues de la túnica, estaban igualmente desnudos. Ceñia á la cabeza una corona de hojas de acebo sembradas de brillantes carámbanos. Las largas quedejas de su oscuro cabello pendian libremente; su rostro respiraba franqueza; sus miradas eran expresivas; su mano generosa; su voz alegre, y sus ademanes despojados de toda ficcion. Suspendida del talle llevaba una vaina roñosa, pero sin espada.

—¡No habeis visto cosa que se le parezca! dijo el espíritu.

—Jamás.

—¿No habeis viajado con los individuos más jóvenes de mi familia; quiero deciros (porque yo soy jóven) mis hermanos mayores de estos últimos años?

—No lo creo y aun sospecho que no. ¿Teneis muchos hermanos?

—Más de mil ochocientos.

—¡Familia terriblemente numerosa, gigante!

El espíritu de la Navidad se levantó.

—Conducidme, dijo con sumision Scrooge, adonde querais. He salido anoche contra mi voluntad y he recibido una leccion que comienza á producir sus frutos. Si esta noche teneris alguna cosa que enseñarme, os prometo que la aprovecharé.

—Tocad mi vestido.

Scrooge cumplió la órden y se agarró á la túnica. Inmediatamente se desvaneció aquel conjunto de comestibles que en el salon habia. El aposento, la luz rojiza, hasta la misma noche desaparecieron tambien, y los viajeros se encontraron en las calles de la ciudad la mañana de Navidad, cuando las gentes, bajo la impresion de un frio algo vivo, producian por todas partes una especie de música discordante, raspando la nieve amontonada delante de las casas ó barriéndola de las canalones, de donde se precipitaba en la calle con inmensa satisfaccion de los niños, que creian ver en aquello como avalanchas en pequeño.

Las fachadas de los edificios, y aun más las ventanas, aparecian doblemente oscuras, por la diferencia que resultaba comparándolas con la nieve depositada en los tejados y aun con la de la calle, si bien ésta no conservaba la blancura de aquélla, pues los carromatos con sus macizas ruedas la habian surcado profundamente: los carriles se extrecruzaban de mil modos millares de veces en la desembocadura de las calles, formando un inestricable laberinto sobre el amarillento y endurecido lodo y sobre el agua congelada. Las calles más angostas desaparecian bajo una espesa niebla, la cual caia en forma de aguanieve, mezclada con hollín, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran concertado para limpiarse alegremente. Londres, entonces, no tenia nada de agradable, y sin embargo, se echaba de ver por de quiera un aire tal de regocijo, que ni en el dia más hermoso, ni bajo el sol más deslumbrante del verano se veria otro igual.

Un efecto. Los hombres que se ocupaban de limpiar la nieve de los tejados, parecian gozosos y satisfechos. Se llamaban unos á otros, y de rato en rato se dirigian, chancéandose, bolas de nieve (proyectil más inofensivo seguramente que muchos sarcasmos) riéndose cuando acertaban y aun más cuando no.

Las tiendas de volatería estaban medio abiertas tan sólo: las de frutas y verduras lucian en todo su esplendor. Por esta parte se ostentaban á cada lado de las puertas, anchurosos y redondos canastos henchidos de soberbias castañas, como ostentan sobre su vientre el ámplio chaleco los panzudos y viejos gastrónomos: aquellos canastos parecian próximos á caer, víctimas de su apoplética corpulencia. En otra parte figuraban las cebollas de España, rojas, de subido color, de abultadas formas, recordando por su gordura los frailes de su patria, y lanzando arrebatadoras miradas á las jóvenes que, al pasar por allí, se fijaban discretamente en las ramas de hiedra suspendidas de las paredes. Más allá, en apetitosos montones, peras y manzanas; racimos de uvas que los vendedores habian tenido la delicada atencion de exponer, en lugar visible, para que á los aficionados se les hiciera la boca agua y refrescaran así gratis; pilas de avellanas musgosas y morenas que train á la memoria los paseos en el bosque, donde se hunde uno hasta el tobillo en las hojas secas; biffins de Norfolk gruesos y oscuros, que resaltaban el color de las naranjas y de los limones, recomendables por su aspecto jugoso, para que los compraran á fin de servirlos á los postres.

Los peces de oro y de plata, expuestos en peceras, en medio de aquellos productos escogidos, si bien individuos de una raza triste y apática, parecian advertir, aunque peces, que sucedia algo extraordinario, porque giraban por su estrecho recinto con estúpida agitacion.

¡Y los ultramarinos! Sus tiendas estaban casi cerradas, excepto un tablero ó dos, pero ¡qué magníficas cosas se podian ver por las aberturas de estos! No era solamente el agradable sonido de las balanzas al caer sobre el mostrador, ni el crujido del bramante entre las hojas de las tijeras que lo separaban del carrete para atar los lios, ni el rechinamiento incesante de las cajas de hoja de lata donde se conserva el thé ó el café para servirlo á los parroquianos. Tras, tras, tras, sobre el mostrador: aparecen,desaparecen, se revuelven entre las manos de los dependientes como los cubiletes entre las de un prestidigitador. Allí no se debía fijar uno especialmente en elaroma del thé y del café tan agradables al olfato. Las pasas hermosas y abundantes; las almendras tan blancas; las cañas de canela tan largas y rectas; las demás especias tan gustosas; las frutas confitadas y envueltas en azúcar candi, á cuya sola vista los curiosos se chupaban el dedo; los jugosos y gruesos higos; las ciruelas de Toura y de Agen, de suave color rojo y gusto ácido, en sus ricas cestillas; y por último, todo lo que allí habia adornado con su traje de fiesta, llamaba la atencion. Era preciso ver á los afanosos parroquianos realizar los proyectos que habian formado para aquel dia, empujarse, tropezarse violentamente con la banasta de las provisionesm olvidándose, á lo mejor, de sus compras, volviendo á buscarlas precipitadamente, cometiendo otras equivocaciones, pero sin perder el buen humor, entranto que el dueño de la tienda y sus dependientes daban tantas muestras de amabilidad y de franqueza que no habia más que pedir.

Pero luego llamaron las campanas de las iglesias y de las capillas á que se acudiese á los oficios: bandadas degentes vestidas con sus mejores trajes, con muestras de júbilo y ocupando de lado á lado las calles acudieron al llamamiento. A la vez y desembocando de las callejuelas laterales y de los pasadizos, se dirigieron un gran número de personas á los hornos para que les asaran las comidas. Esto inspiró un interés grandísimo al espíritu, porque situándose con Scrooge á la puerta de una tahona, levantaba la tapadera de los platos, á medida que los iban llevando, y como que los regaba de incienso con su antorcha; antorcha bien extraordinaria en verdad, porque en dos ocaciones, habiéndose tropezado, un poco bruscamente, algunos de los portadores de comidas, á causa de la prisa que llevaban, dejó caer sobre ellos unas pocas gotas de agua, é inmediatamente los enojados tomaron á risa el fracaso, diciendo que era una vergüenza reñir en Navidad. Y nada más cierto, Dios mío, nada más cierto.

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110 s.
ISBN:
9782378079703
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