Kitabı oku: «Cántico de Navidad», sayfa 5
Allí habia como veinte personas entre viejos y jóvenes.
Todos jugaban, hasta el mismo Scrooge, quien, olvidando de todo punto que no sería dado, se interesaba en todo aquello, diciendo en alta voz el secreto de los enigmas que se proponian: os aseguro que adivinaba muchas y que la más fina aguja, la de marca más acreditada, la más puntiaguda, no lo era tanto como el ingenio de Scrooge, á pesar del aire bobalicon de que revestia para engatusar á sus parroquianos.
El aparecido gozaba de verle en semejante disposicion de espíritu, y lo contemplaba con aspecto tan lleno de benevolencia, que Scrooge le pidió encarecidamente como un niño, que lo tuviese allí hasta que se marcharan los convidados.
—Un nuevo juego, espíritu; un nuevo juego. Media hora nada más.
Tratábase del juego conocido con el nombre de sí y no. El sobrino de Scrooge debia tener un pensamiento, y los demás la obligacion de adivinarlo. A las preguntas que le hacian él no contestaba más que sí ó no. La granizada de interrogatorios á que lo sujetaron, fué causa de que hiciese muchas indicaciones; que pensaba en un animal: que era un animal vivo, adusto y salvaje; un animal que rugia y gruñia en varias ocaciones: que otras veces hablaba: que residia en Lóndres: que se paseaba por las calles: que no lo enseñaban por dinero: que no iba sujeto con cordon: que no estaba en una casa de fieras ni destinado al matadero, y que no era ni un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un gato, ni un oso. A cada pregunta que le hacian aquel tunante de sobrino daba á reir, y tan grandes eran á veces los accesos, que se veia obligado á levantarse para patear de gusto. Por fin la cuñada regordetilla, riéndose á más no poder, exclamó:
—Lo he adivinado, Federico: ya sé lo que es.
—¿Qué es?
—Es vuestro tio Scro… o… o… o… oge.
Efectivamente habia acertado. La admiracion fué general, si bien algunas personas objetaron que á la pregunta: «¿Es un oso?» debia haberse contestado: «Sí,» tanto más, cuanto que á la respuesta negativa, muchos habian dejado de pensar en Scrooge para buscar por otro lado.
—En medio de todo ha contribuido muy especialmente á divertirnos, dijo Federico, y seríamos sobre toda ponderacion ingratos, si no bebiéramos á su salud. Cabalmente todos empuñamos ahora un vaso de ponche de vino; por lo tanto: á la salud de mi tio Scrooge.
—Sea: á la salud del tio Scrooge, contestaron.
—Felices Pascuas y dichoso año para el viejo, á pesar de su genio. El no aceptaria este buen deseo de mi parte, pero se lo tributo sin embargo. A mi tio Scrooge.
Scrooge se habia dejado dominar de tal modo por la hilaridad general, experimentaba tanto descanso en su corazon, que de buena gana hubiera tomado parte en el brindis, aunque nadie sabía de su presencia allí, y pronunciado un buen discurso de gracias, siquiera fuese desoido, á no ser porque no se lo permitió el fantasma. Hubo cambio de escena. Cuando el sobrino pronunciaba la última palabra del brindis, Scrooge y el espíritu comprendieron de nuevo el curso de su viaje.
Vieron muchos países. Fueron muy lejos visitaron un gran número de moradas, y siempre con las mejores consecuencias para aquellos á quienes se acercaba el espíritu de la Navidad.
Al aproximarse al lecho de uno, enfermo y en extranjera tierra, éste se olvidaba de su dolencia y se creia trasportado al suelo patrio. Si á una alma en lucha con la suerte, le infundia sentimientos de resignacion y esperanza en mejor porvenir. Si á los pobres, inmediatamente se creian ricos. Si á las casas de caridad, á los hospitales y á las prisiones, á todos estos refugios de la miseria, donde el hombre vano y orgulloso no habia podido, abusando de su pequeño y efímero poder, impedir la entrada al espíritu, éste dejaba caer su bendicion y enseñaba á Scrooge mil preceptos caritativos.
Fué una noche muy larga, si es que todo esto se cumplió en una noche: Scrooge lo dudó porque á su juicio habian sido condensadas muchas Navidades en el tiempo que estuvo con el aparecido. Sucedia una cosa extraña y era que mientras Scrooge conservaba incólumes sus formas exteriores, el espíritu se hacía más viejo; visiblemente más viejo.
Scrooge advirtió la transformacion, mas no dijo nada, hasta que al salir de un recinto, donde varios niños celebraban la fiesta de Reyes, miró al espíritu, así que se encontraron solos, y vió lo mucho que habia encanecido.
—¿Tan corta es la vida de los espíritus?
—La mia es muy breve en este mundo, contestó el espectro. Termina hoy por la noche.
—¡Esta noche!
—Esta noche. A las doce. Oid: la hora se acerca. A la sazon daba el reloj los tres cuartos para las doce.
—Dispensadme si es que soy indiscreto, dijo Scrooge que consideraba atentamente la vestidura del espíritu: veo algo extraño que sale de debajo de vuestra túnica y que no es vuestro. ¿Es un pié ó una garra?
—Podria ser garra si se fuera á juzgar por la carne que la cubre, contestó es espíritu: mirad.
Y de los pliegues de la túnica sacó dos niños, dos míseros seres, que se arrodillaron á sus piés y se agarraron á su vestido.
—¡Oh, hombre! Mira, mira, mira á tus piés, exclamó el espíritu.
Eran un niño y una niña, amarillos, flacos, cubiertos de andrajos, de fisonomía ceñuda, feroz, aunque servil en su abyeccion. En vez de la graciosa juventud que hubiera debido hacer frescas y redondas sus mejillas, con hermosos colores, una mano seca y descarnada, como la del tiempo, las había puesto rugosas, escuálidas y descoloridas. Aquellos rostros, que hubieran podido asemejarse á los de los ángeles, parecian como de demonios, hasta en las miradas tan torvas que lanzaban. Ningun cambio, ninguna descomposicion de la especie humana, en ningun grado, hasta en los misterios más recónditos de la naturaleza, han producio mónstruos tan horrorosos y terribles.
Scrooge retrocedió, pálido y lleno de espanto. No queriendo ofender al espíritu, padre acaso de aquellos infelices seres, probó á decir que eran unos niños hermosos, pero las palabras se le detuvieron en la garganta por no hacerse cómplices de una mentira tan atroz.
—Espíritu, ¿son vuestros hijos?
Scrooge no pudo añadir más.
—Son los de los hombres, contestó el espíritu contemplándolos, y me piden auxilio para quejarse de sus padres. El de allá es la ignorancia; el de aquí la miseria. Preservaos del uno y del otro y de toda su descendencia; pero sobre todo del primero, porque sobre su frente veo escrito «¡Condenacion!» Apresúrate, Babilonia, continuó extendiendo la mano sobre la ciudad; apresúrate á que desaparezca esa palabra que te condena más que á él: á tí á la ruina, á él á la desdicha.¡Atrévete á decir que no eres culpable! Calumnia á los que te acusan: esto puede servir á tus aborrecibles designios; pero, ¡cuidado al fin!
—¿No poseen ningun recurso, ni cuentan con asilo? gritó Scrooge.
—¿No hay prisiones? respondió el espíritu devolviéndole irónicamente, y por la vez postrera, sus mismas frases.
En el reloj daban las doce.
Scrooge buscó al espectro, pero ya no lo vió. Al sonar la última campanada, hizo memoria de la prediccion del viejo Marley, y alzando la vista divisó otro aparecido de majestuosa apostura, envuelto en una túnica y encapuchado, que se acercaba deslizándose sobre el suelo vaporosamente.
Cuarta estrofa
El último de los espíritus
Cuando llegó cerca de Scrooge, éste se arrodilló, experimentando el terror sombrío y misterioso que envolvía al espíritu.
Iba completamente envuelto en un largo ropaje que ocultaba su fisonomía, su cabeza y sus formas, no dejando ver más que una de sus manos tendida, sin lo cual hubiera sido muy difícil distinguir aquella figura en las densas sombras de la noche que le circundaban.
Cuando Scrooge estuvo á su lado vió que el aparecido era de estatura elevada y majestuosa, y que su misteriosa presencia lo llenaba de respetuoso temor; pero no supo más, porque el aparecido no hablaba ni hacía ningun movimiento.
—¿Estoy en presencia del espíritu de la Navidad por venir?
El espectro no contestó, limitándose á tener siempre la mano tendida.
—¿Vais á mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido todavía, pero que sucederán con el tiempo?
La parte superior de la vestidura del fantasma se contrajo un poco, segun lo indicaron los pliegues al aproximarse como sí el espectro hubiera inclinado la cabeza. No dió otra respuesta.
Aunque hecho ya al comercio con los espíritus, Scrooge sentía tal pavor en presencia de aquel aparecido tan silencioso, que sus piernas temblaban y apenas disponia de fuerzas para sostenerse en pié cuando se veia obligado á seguirle. El espíritu, como si hubiera conocido la turbacion de Scrooge, se paró un momento como para darle lugar á que se repusiese.
Esto agitó más á Scrooge. Un vago escalofrío de terror le recorrió todo el cuerpo, al advertir que, bajo aquel fúnebre sudario los ojos del fantasma estaban constantemente fijos en él, y que, á pesar de todos sus esfuerzos, no podía ver más que una mano de espectro y una masa negruzca.
—Espíritu del porvenir, os temo más que á ninguno de los espectros que hasta ahora he visto. Sin embargo, como conozco que os hallais aquí por mi bien, y espero vivir de una manera muy diferente que hasta ahora, os seguiré adonde querais, con corazon agradecido. ¿No me hablareís?
Ninguna respuesta. Tan sólo la mano hizo señal de ponerse en marcha.
—Guiadme, dijo Scrooge, guiadme. La noche avanza rápidamente y el tiempo es muy precioso para mí; lo sé. Espíritu guiadme.
El fantasma empezó á deslizarse como habia venido. Scrooge fué detrás de la sombra de la vestidura; parecíale que ésta lo levantaba y lo arrastraba.
No se puede decir que penetraran en la ciudad, sino que la ciudad surgió alrededor de ellos, rodeándolos con su movimiento y su agitacion. Estaban en el mismo centro de la City, en la Bolsa y con los negociantes que iban de un lado para otro de prisa, haciendo sonar el dinero en los bolsillos, agrupándose para entretenerse en negocios, mirando sus relojes y jugando distraidamente con la cadena, etc., como Scrooge los habia visto en todas ocasiones.
El espíritu se detuvo cerca de un pequeño grupo de capitalistas, y Scrooge, adivinando su intencion por la mano tendida, se acercó á escuchar.
—No… decía un señor alto y grueso de triple y canosa barba; no sé nada más; sé tan solamente que ha muerto.
—¿Cuándo?
—Anoche, segun creo.
—¿Cómo y de qué ha muerto? preguntó otro señor tomando una provision de tabaco de una enorme tabaquera. Yo me figuraba que no se moriría nunca.
—Dios solo lo sabe, dijo el primero bostezando.
—¿Qué ha hecho de su dinero? preguntó otro señor de rubicunda faz, que ostentaba en la punta de la nariz una enorme lupia colgante como el moco de un pavo.
—No lo sé, contestó el hombre de la triple barba, bostezando de nuevo. Tal vez lo haya dejado á su sociedad: de todas suertes no es á mí á quien lo ha dejado: hé aquí lo único que sé.
Esta chanza fué recibida con una carcajada general.
—Es probable, continuó el mismo, que las sillas para los funerales no le cuesten nada, así como tampoco los coches, pues juro que no conozco á nadie que esté dispuesto á ir á semejante entierro. ¡Si fuéramos nosotros sin que nos convidaran!
—Me es indiferente con tal que haya refresco, dijo el de la lupia: yo quiero que me den de comer por ese trabajo.
—Ya veo, dijo el primer interlocuor, que soy más desinteresado que todos los presentes.
Yo no iría porque me regalaran guantes negros, pues no los gasto, ni proque me dieran de comer, pues no lo acostumbro en tales casos, pero sí como alguno quisiera acompañarme. ¿Sabeis por qué? Porque, reflexionando, me han asaltado dudas acerca de si yo era íntimo amigo suyo, á causa de que cuando nos encontrábamos teníamos la costumbre de detenernos para hablar un poco. Adios señores: hasta la vista.
El grupo se deshizo para constituir otros. Scrooge conocía á todos aquellos señores, y miró al espíritu para pedirle una explicacion acerca de lo que acababan de decir.
El espíritu se dirigió á otra calle, y mostró con el dedo dos individuos que se saludaban. Scrooge escuchó en la esperanza de descifrar aquel enigma.
Tambien los conocía. Eran dos negociantes ricos, muy considerados y en cuya estimacion creía estar bajo el punto de vista de los negocios, pero sencilla y puramente de los negocios.
—Cómo está Vd.?
—Bien y vos.
—Bien, gracias. Parece que el viejo Gobseck ha dado ya sus cuentas, eh… .
—Me lo han dicho. Hace frio. ¿es verdad?
—Psch; como de la estacion: como de Navidad. Supongo que no patinais.
—No; tengo otras cosas en que pensar. Buenos dias.
Ni una palabra más. Así se encontraron, así se hablaron, y así se separaron.
A Scrooge le pareció, al principio, chocante que el espíritu atribuyese tanta importancia á conversaciones aparentemente tan triviales; pero convencido de que debian encerrar algun sentido oculto, empezó á discurrir sobre cuál sería éste, segun todas las probabilidades.
Era difícil que se refiriesen á la muerte de su antiguo socio Marley: á lo menos no parecia verosímil, porque el fallecimiento era suceso ya ocurrido, y el espectro ejercia jurisdiccion sobre lo porvenir; pero tampoco adivinaba quién pudiera ser la persona de él conocida, á la cual cupiese aplicar el acontecimiento. Sin embargo, íntimamente persuadido de que cualquiera que fuese la persona, debia encerrarse en aquello alguna leccion correspondiente á él y para su bien, determinó fijarse y recoger las palabras que oyese y las cosas quu presenciase, y particularmente observar con la más escrupulosa atencion su propia imágen cuando se le apareciese, penetrado de que la vista de ella le proporcionaría la llave del enigma haciéndole la solucion fácil.
Se buscó pues en aquel lugar, pero había alguien que ocupaba su sitio, el puesto á que más afecion tenía, y aunque el reloj indicaba la hora á que él iba, por lo comun, á la bolsa, no vió á nadie que se le pareciese en el gran número de personas que se apresuraban á entrar. Aquello le sorprendió poco, porque como desde sus primeras visiones había formado el propósito de cambiar de vida, se figuraba que su ausencia era prueba de haber puesta en ejecucion sus planes.
El aparecido se mantenía siempre á su lado inmóvil y sombrío. Cuando Scrooge salió de su ensimismamiento, se figuró, por la postura de la mano y por la posicion del espectro, que lo contemplaba fijamente, con mirada invisible. Esto le hizo estremecerse de piés á cabeza.
Abandonando el alborotado teatro de los negocios, se dirigieron á un barrio muy excéntrico de la ciudad, en donde Scrooge no habia estado nunca, pero cuya mala reputacion no le era desconocida. Las estrechas calles que lo constituian presentaban un cuadro de suciedad indescriptible, así como sus miserables tiendas y mansiones; los habitantes que moraban allí, el de seres casi desnudos, ébrios, descalzos, repugnantes. Las callejuelas y los sombríos pasadizos, como si fueran otras tantas cloacas, despedían sus desagradables olores, sun inmundicias y sus vecinos sobre aquel laberinto: aquel barrio era la guarida del crímen y de la miseria.
En lo más oculto de aquella infame madriguera, se veia una tienda baja y saliente, bajo un cobertizo, en la cual se vendia hierro, trapos viejos, botellas viejas, huesos y trozos de platos de la comida del dia precedente. Sobre el piso de un compartimiento interior habia, amontonados, clavos, llaves herrumbrosas, cadenas, goznes, limas, platillos de balanzas, pesos y toda clase de ferretería.
En aquellos hacinamientos asquerosos de grasas corrompidas, de huesos carcomidos, se encerraban, acaso, muchos misterios que pocas personas hubieran tenido valor para indagar. Sentado en medio de aquellas mercancías con las que comerciaba, cerca de un fogon hecho de ladrillos ya usados, se veia un mugriento bribon, con los cabellos ya blancos por la edad (contaba setenta años), abrigándose contra el aire exterior por medio de un cortinaje grasiento, formado de retales despareados, sujetos á un cordel, fumando en pipa y saboreando con placer el deleite de su apacible soledad.
Scrooge y el espectro se colocaron enfrente de aquel hombre, en el momento en que una mujer, portadora de un grueso paquete, se escurría á la tienda. Apenas penetró fué seguida de otra cargada de la misma manera, y ésta de un hombre vestido de un traje negro y muy raido, cuyo hombre se sorprendió al verlas, como ellas al verle. Despues de algunos momentos de estupefaccion de todos ellos, estupefaccion de que tambien participó el hombre de la pipa, se echaron á reir.
—Que pase primeramente la asistente, dijo la segunda mujer: despues vendrá la lavandera y últimamente el encargado de las pompas. ¿Qué opinais, honrado tendero? ¡Por cierto que es casualidad! No parece sino que nos hemos dado cita los tres.
—No podiais haber escogido mejor lugar, dijo el tendero quitándose la pipa de la boca. Entrad en el salon. Hace tiempo que tienes facultad para entrar aquí libremente; los otros dos tampoco son extraños. Aguardad á que cierre la puerta de la tienda. ¡Cómo chirrian los goznes! Creo que no existe aquí ningun hierro más viejo que ellos, como no hay en el almacen, y de esto me considero muy seguro, otras osamentas más añejas que las mias. ¡Ah, ah! Todos nos hallamos en consonancia con nuestra condicion: hacemos un buen juego. Entrad.
El salon lo constituia el espacio que estaba separado de la tienda por la cortina de retales. El viejo tendero removió el fuego con una barra de hierro rota, procedente de una barandilla de escalera; y despues de haber reanimado su humosa lámpara (porque ya era de noche) con la boquilla de la pipa, puso de nuevo esta en la boca.
Mientras que de este modo cumplia con los deberes de la hospitalidad, la mujer que habia hablado la primera, dejó su paquete en el suelo, y se sentó con aire negligente en un taburete, colocando los codos sobre las rodillas, y landando una mirada de desafío á los otros dos concurrentes.
—Bueno. ¿Qué tenemos? ¿Qué hay señora Dilber? dijo encarándose con la otra. Todas tenemos el derecho de pensar en nosotros mismos. ¿Ha hecho otra cosa él durante su vida?
—En verdad, dio la lavandera: ninguno tanto como él.
—Pues bueno: entonces no teneis necesidad de estaros ahí, abriendo de tal modo los ojos, como si os dominara el miedo; somos lobos de una camada.
—De seguro, exclamaron la Dilber, y el saltatumbas: en ese convencimiento estamos.
—Pues no hay más que decir: estamos como queremos. No hay que buscar tres piés al gato. Y luego ¡vaya un mal! ¿A quién se le causa perjuicio con esas fruslerías? De seguro que no es al muerto.
—¡Oh, en verdad que no! dijo riéndose la Dilber.
—Si queria guardarlos ese tio roñoso para despues de su fallecimiento, continuó la mujer, ¿por qué no ha hecho como los demás? No necesitaba más que haber llamada á una enfermera para que lo cuidase, en vez de morirse en un rincon abandonado como un perro.
—Es la pura verdad, ratificó la Dilber: tiene lo que merece.
—Hubiera querido que el lance no le saliera tan barato, continuó la primera mujer: os aseguro que á estar en mi mano no hubiera perdido la ocasion de coger algo más.
Desliad el paquete, tendero, y decid francamente lo que vale. No tengo reparo en que lo vean. Los tres sabíamos antes de penetrar aquí la clase de negocios que hacemos. No hay ningun mal en ello.
Pero se entabló un pugilato de cortesía. Los amigos de aquella mujer no quisieron, por delicadeza, que fuese la primera, y el hombre del traje negro tuvo la primacía en desatar su lio… No guardaba mucho. Un sello ó dos; un lapicero; dos gemelos de camisa; un alfiler de muy poco valor; esto era todo. Los objetos fueron examinados minuciosamente por el viejo tendero, quien iba marcando en la pared con una tiza la cantidad que pensaba dar por cada uno de ellos terminado el exámen hizo la suma.
—Hé ahí, dijo, lo que valen. No daría ni tres cuartos más aunque me tostaran á fuego lento. ¿Qué hay despues de esto?
Tocaba la vez á la Dilber. Enseñó sábanas, servilletas, un traje, dos cucharillas de plata de forma antigua; unas tenacillas para el azúcar y algunas botas. El tendero hizo la cuenta como antes.
—Siempre pago de más á las señoras. Es una de mis debilidades, y por eso me arruino, dijo el tendero. Hé ahí vuestra cuenta. Si me pedís un cuarto más y entramos en cuestion, me desdiré, y rebajaré algo del primer propósito que he tenido.
—Ahora desliad mi paquete, dijo la primera mujer.
El tendero se arrodilló para mayor comodidad, y deshaciendo una porcion de nudos, sacó del lio una gruesa y pesada pieza de seda oscura.
—¿Qué es esto? preguntó. Son cortinas de cama.
—Sí, contestó riendo la mujer é inclinando el cuerpo sobre sus cruzados brazos. Cortinas de cama.
—No es posible que las hayas quitado, con anillos y todo, mientras que él estaba todavía en la cama, observó el tendero.
—Sí; ¿por qué no?
—Entonces has nacido para ser rica y lo serás.
—Te aseguro que no vacilaré en echar mano sobre cualquier cosa tratándose de ese hombre: te lo aseguro, amigo, ratificó con la mayor sangre fria. Ahora cuidado que no caiga aceite sobre los cobertores.
—¿Los cobertores? ¿De él? preguntó el tendero.
—De quién habian de ser? ¿Tienes miedo de que se constipe por haberle despojado de ellos?
—Pero confio en que no habrá muerto de alguna enfermedad contagiosa. ¿Eh? preguntó el tendero parando en el exámen y levantando la cabeza.
—No tengais miedo. A ser así no hubiera yo permanecido en su compañía por tan mezquinas utilidades. Puedes examinar esa camisa hasta que te se salten los ojos. No encontrarás ni el más pequeño agujero: ni siquiera está usada. Era la mejor que tenía y en verdad que no es mala. Ha sido una dicha que yo me hallase allí, porque si no se hubiera perdido.
—¿Cómo?
—Lo hubieran enterrado con ella. No hubiera faltado alguno bastante tondo para hacerlo; por eso me ha apresurado á quitársela. El percal es suficientemente bueno para tal uso: si no es útil para ese servicio, entonces ¿de qué sirve el percal? Es bueno para envolver cadáveres, y en cuanto á la elegancia, no estará más feo el cuerpo de ese tio dentro de una camisa de percal que dentro de una de hilo: es imposible.
—Scrooge escuchaba lleno de horror aquel infame diálogo. Aquellos seres sentados, ó por mejor decir, agachados, sobre su presa, apretados unos contra otros á la pálida luz de la lámpara del tendero, le producía un sentimiento de odio y de asco, tan vivo como si hubiera visto á codiciosos demonios disputándose el mismo cadáver.
—¡Ah, ah! continuó riendo la mujer, viendo que el tendero, sacando un taleguillo de franela, daba á cada uno, contándola en el suelo, la parte que le correspondía. Esto es lo mejor. Mientras vivió, todo el mundo se alejó de él, y así cuando ha muerto hemos podido aprovecharnos de sus despojos. Ja, ja, ja.
—Espíritu, dijo Scrooge, estremeciéndose: comprendo: comprendo. La suerte de ese infortunado podria alcancarme á mi tambien. A eso llego quien sigue la conducta que yo… ¡Señor Misericordia! ¿Qué es lo que veo?
—Y retrocedió lleno de horror, porque habiendo cambiado la escena, se vió cerca de un lecho, de un lecho despojado, sin cortinajes, sobre el cual, y cubierto con una sábana desgarrada, habia algo que en su mudo silencio, hablaba al hombre con aterradora elocuencia.
El aposento estaba muy oscuro, demasiado oscuro para que se pudiera ver con exactitud lo que allí habia, por más que Scrooge obedeciendo á un misterioso impulso, paseaba por aquella estancia sus inquietas miradas, deseoso de averiguar lo que aquello era. Una luz pálida que venía del exterior, alumbraba directamente el lecho donde yacía el muerto, robado, abandonado por todo el mundo, junto al cual no lloraba nadie, ni rezaba nadie.
Scrooge miró al aparecido, cuya mano fatal señalaba á la cabeza del cadáver. El sudario habia sido puesto tan descuidadamente, que hubiera bastado el más pequeño movimiento de su cuerpo para descubrirle la cara. Scrooge advirtió lo fácil que era hacerlo, y aun lo intentó, pero no se encontró con vigor para ello.
—«¡Oh fria, fria, terrible, espantosa muerte! ¡Tú puedes levantar aquí tus altares y rodearlos de todos los horrores que tienes á mano, porque estos son tus dominios. Pero cuando se trata de una persona querida y estimada, ni uno de sus cabellos puede servir para que ostentes tus tremebundas enseñanzas, ni hacer odioso ninguno de los rasgos del muerto. Y no es que esntonces no caiga su mano pesadamente si lo quieres así; no es que el corazon no deje de latir, pero aquella mano fué en otro tiempo dadivosa y leal; aquel corazon animoso y honrado: un verdadero corazon de hombre.
Hiere, hiere, despiadada muerte: harás brotar de la herida del muerto las generosas acciones de éste; la honra de su efimera vida; el retoño de su existencia imperecedera.
Ninguna voz promunció al oido de Scrooge estas palabras, y sin embargo, él las oyó al contemplar al lecho. «Si este pudiera revivir, reflexionaba Scrooge, ¿qué diria ahora de sus pesados propósitos? Que la avaricia, la dureza del corazon, el afan de lucro ¡laudables propósitos! le habian conducido á una triste muerte. Ahí yace en esta mansion tan sombría y desierta. No hay ni un hombre, ni una mujer, ni un niño que puedan decir:—Fué bueno para mí en tal circustancia; yo lo seré ahora para él en memoria de su beneficio.—Sólo turbaban aquel glacial silencio un gato que arañaba en la puerta, y el ruido de las ratas que bajo la piedra de la chimenea roian algo. ¿Qué iban á buscar en aquella habitacion mortuoria? ¿Por qué demostraban tanta avidez y tanta exitacion? Scrooge no se atrevió á pensar.
—Espíritu, dijo: este sitio es verdaderamente espantoso. No olvidaré, al abandonarlo, la leccion que he recibido en él: creedlo así: marchemos.
El aparecido continuaba señalándole la cabeza del cadáver.
—Os comprendo, y lo haría como me encontrara con fuerzas para ellos, mas no las tengo.
El fantasma lo miró entonces con mayor fijeza.
—Si hay alguna persona en la ciudad que experimente alguna emocion penosa á consecuencia de la muerte de ese hombre, dijo Scrooge con mortal agonía, mostrádmela espíritu; os conjuro á ello.
El fantasma extendió un momento su negra vestidura por encima de él y recogiéndola despues, le presentó una sala iluminada por la luz del dia, donde se encontraban una madre y sus hijos.
Esperaba á alguien llena de impaciencia y de inquietud, porque no hacía más que ir de un lado á otro de la habitacion, estremeciéndose al más pequeño ruido, mirando por la ventana ó al reloj, haciendo por coser para distraerse, y pudiendo sufrir apenas la voz de sus hijos que jugaban.
Por fin oyó el aldabonazo tan esperado y fué á abrir. Era su marido, hombre aun jóven, pero de fisonomía ajada por los sufrimientos, si bien entonces revestía un aspecto particular como de amarga satisfaccion que le produjera vergüenza y que tratara de reprimir.
Tomó asiento para comer lo que su esposa le habia guardado junto al fuego, y cuando ella le preguntó, al cabo de rato de silencio, con desmayado acento: «¿Qué noticias» él no quería responder.
—¿Son buenas ó malas? insistió ella.
—Malas.
—¿Estamos completamente arruinados?
—No, Carolina: todavía queda una esperanza.
—Si él se ablanda. En ocurriendo tal milagro se puede esperar todo.
—No puede enternecerse: ha muerto.
Aquella mujer era una criatura dulce y resignada. No habia más que verla para reconocerlo desde luego, y sin embargo, al oir la noticia, no pudo menos de bendecir en lo profundo de su alma á Dios y aun de decir lo que pensaba. Despues se arrepintió y demandó gracia por su malvada idea, mas el primer arranque fué el espontáneo.
—Lo que me dijo aquella mujer medio borracha, de quien os he hablado, á propósito de la tentativa que hice para verle y conseguir de él un nuevo plazo era cierto no era una evasiva para ocultarme la verdad. No solamente estaba enfermo, sino moribundo.
—¿A quién será endosada nuestra deuda?
—Lo ignoro; pero antes de que termine el plazo espero tener con que pagarla, y aun cuando no sucediera de este modo, sería el exceso de la desdicha que tropezáramos con un acreedor de corazon tan duro. Esta noche podemos dormir más tranquilos.
Sí: á pesar de ellos mismos, sus corazones se sentian satisfechos. Los niños, que se habían agrupado cerca de sus padres para oír aquella conversacion de la que nada comprendían, manifestaban en sus rostros estar más alegres: ¡la muerte de aquel hombre devolvía un poco de felicidad á una familia! La única emocion que el fallecimiento habia causado era una emocion de placer.
—Espíritu, dijo Scrooge: hacedme ver una escena de ternura íntimamente ligada con la idea de la muerte, porque si no aquella estancia tan sombría que me habeis presentado, estará siempre presente en mi memoria.
El aparecido lo condujo por diferentes calles, y á medida que adelantaban, Scrooge iba mirando á todos lados con la esperanza de contemplar su imágen, pero no la vió. Entraron en la habitacion de Bob Cratchit, la misma que Scrooge habia visitado antes, y allí encontraron á la madre y á sus hijos sentados alrededor del fuego.
Estaban tranquilos, muy tranquilos, inclusos los enredadores pequeños. Todos escuchaban á Pedro el hermano mayor, quien leia en un libro, mientras que la madre y las hermanas se entregaban á la costura. ¡Aquella familia estaba positivamente tranquila!
«Y tomando de la mano á un niño, lo puso en medio de ellos.»
¿Dónde habia oido Scrooge aquellas palabras? De seguro que no las habia soñado. Por fuerza debió ser el lector quien las pronunciara en alta voz, cuando Scrooge y el espíritu atravesaron los umbrales. ¿Por qué se habia interrumpido la lectura?