Kitabı oku: «David Copperfield», sayfa 63

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El ruido del cañón era tan fuerte a incesante, que no podía oír una cosa que estaba deseando oír, hasta que, haciendo un gran esfuerzo, me desperté. Estábamos en pleno día, entre ocho y nueve de la mañana; la tormenta atronaba en lugar de las baterías, y alguien me llamaba dando golpes en la puerta.

-¿Qué pasa? -grité.

-¡Un naufragio muy cerca!

Salté de la cama y pregunté:

-¿Qué naufragio?

-Una goleta española o portuguesa, cargada con fruta y vinos. Dése prisa si quiere verlo. Creo que está cerca de la playa y que se hará pedazos muy pronto.

La voz excitada se alejaba alborotando por la escalera; me vestí lo más aprisa que pude y corrí a la calle.

Un público numeroso estaba allí antes de que yo llegara, todos corriendo en la misma dirección a la playa. Corrí yo también, adelantando a muchos, y pronto llegué frente al mar enfurecido.

Puede que el viento hubiera amainado un poco, pero tan poco como si en el cañoneo con que yo soñaba, que era de cientos de cañones, hubieran callado una media docena de ellos. Pero el mar, que tenía sumada toda la agitación de la noche, estaba infinitamente más terrible que cuando yo lo había dejado de ver. Parecía como si se hubiera hinchado, y la altura donde llegaban las olas, y cómo se rompían sin cesar, aumentando de un modo espantoso.

Entre la dificultad de oír nada que no fuera viento y olas, y la inenarrable confusión de las gentes, y mis primeros esfuerzos para mantenerme contra el huracán, estaba tan aturdido que miré al mar para ver el naufragio, y no vi más que las crestas de espuma de las enormes olas.

Un marinero a medio vestir, que estaba a mi lado, me apuntaba hacia la izquierda con su brazo desnudo (que tenía el tatuaje de una flecha en esa misma dirección). Entonces; ¡cielo santo!, lo vi muy cerca, casi encima de nosotros.

Tenía la goleta uno de los palos rotos a unos seis a ocho pies del puente, tumbado por encima de uno de los lados, enredado en un laberinto de cuerdas y velas; y toda esta ruina, con el balanceo y el cabeceo del barco, que eran de una violencia inconcebible, golpeaba el flanco del barco como si quisiera destrozarlo. Como que estaban haciendo esfuerzos aún entonces para cortarlos, y al volverse la goleta, con el balance, hacía nosotros vi claramente a su tripulación, que trabajaba a hachazos, especialmente un muchacho muy activo, con el pelo muy largo y rizado, que sobresalía entre todos los demás.

Pero en aquel momento un grito enorme, que se oyó por encima del ruido de la tormenta, salió de la playa; el mar había barrido el puente, llevándose hombres, maderas, toneles, tablones, armaduras y montones de esas bagatelas dentro de sus olas bullientes.

El otro palo seguía en pie, con los trapos de su rasgada vela y un tremendo enredo de cordajes que le golpeaban en todos los sentidos. «La ha cabeceado por primera vez», me dijo roncamente al oído el marinero que estaba a mi lado; pero se alzó y volvió a cabecear. Me pareció que añadía que se estaba hundiendo, como era de suponer, porque los golpes de mar y el balanceo eran tan tremendos que ninguna obra humana podría soportarlos durante mucho tiempo. Mientras hablaba se oyó otro grito de compasión, que salía de la playa; cuatro hombres salieron a flote con los restos del barco, trepando por los aparejos del último mástil que quedaba; iba el primero el activo muchacho de cabellos rizados.

Había una campana a bordo; y mientras la goleta, como una criatura que se hubiera vuelto loca, furiosa cabeceaba y se bamboleaba, enseñándonos tan pronto la quilla como el puente desierto, la campana parecía tocar a muerte. Volvió a desaparecer y volvió a alzarse. Faltaban otros dos hombres. La angustia de las gentes de la playa aumentó. Los hombres gemían y se apretaban las manos; las mujeres gritaban volviendo la cabeza. Algunos corrían de arriba abajo en la playa, pidiendo socorro, cuando no se podía socorrer. Yo me encontraba entre ellos, implorando como loco, a un grupo de marineros que conocía, que no dejasen perecer a aquellas dos criaturas delante de nuestros ojos.

Ellos me explicaban con mucha agitación (no sé cómo, pues lo poco que oía no estaba casi en disposición de entenderlo) que el bote salvavidas había intentado con valentía socorrerlos hacía una hora, pero que no pudo hacer nada; y como ningún hombre estaba tan desesperado como para arriesgarse a llegar nadando con una cuerda y establecer una comunicación con la playa, nada quedaba por intentar. Entonces noté que se armaba un revuelo entre la gente, y vi adelantarse a Ham, abriéndose paso por entre los grupos.

Corrí hacia él (puede que a repetir mi demanda de socorro); pero aunque estaba muy aturdido por un espectáculo tan terrible y tan nuevo para mí, la determinación pintada en su rostro y en su mirada fija en el mar (exactamente la misma mirada que tenía la mañana después de la fuga de Emily) me hicieron comprender el peligro que corría. Le sujeté con los dos brazos, implorando a los hombres con quienes había estado hablando que no le escucharan, que no cometieran un asesinato, que no le dejaran moverse de la playa.

Otro grito se elevó de entre la multitud, y al mirar a los restos de la goleta vimos que la vela cruel, a fuerza de golpes, había arrancado al hombre que estaba más bajo, de los dos que quedaban, y envolvía de nuevo la figura activa que quedaba ya sola en el mástil.

Contra aquel espectáculo y contra la determinación de un hombre tranquilo, acostumbrado a imponerse a la mitad de la gente allí reunida, todo era inútil; lo mismo podía amenazar al viento.

-Señorito Davy -me dijo apretándome las dos manos-, si mi día ha llegado, es que ha llegado, y si no, pronto nos veremos. ¡Que Dios le bendiga y nos bendiga a todos! ¡Compañeros, preparadme, porque voy a salir!

Me arrastraron suavemente a alguna distancia, donde la gente me rodeó para no dejarme marchar, argumentándome que, puesto que se había propuesto socorrerle, lo haría con o sin ayuda de nadie, y que ya no hacía más que dificultar las precauciones que estaban tomando para su seguridad. No sé lo que les dije ni lo que me contestaron; pero vi hombres que trajinaban en la playa, y otros que corrían con las cuerdas de un cabestrante cercano, y se metían en un círculo de gentes que me lo escondían. Luego lo vi, en pie, solo, vestido con su traje de mar: con una cuerda en la mano o arrollada a la muñeca, otra alrededor de la cintura, que él mismo iba soltando al andar y en el extremo varios de los hombres más fuertes la sujetaban.

La goleta se hundía delante de nuestros ojos. Vi que se abría por el centro y que la vida del hombre sujeto al mástil pendía de un hilo nada más; pero él se agarraba fuertemente. Tenía puesto un extraño gorro rojo (no de mejor color que el de los marineros), y mientras las pocas tablas que le separaban del abismo se balanceaban y se doblaban, y la campana se anticipaba a tocar a muerto, todos le vimos hacemos señas con su gorro, y yo creí que me volvía loco, porque aquel gesto me trajo a la memoria el recuerdo de un amigo que me fue muy querido.

Ham, en pie, miraba al mar, solo, con el silencio de la respiración contenida; detrás de él, y ante él, la tormenta. Por fin, aprovechando una gran ola que se retiraba, miró a los que sujetaban la cuerda, para que la largasen, y se precipitó en el agua; en un momento se puso a luchar fieramente, subiendo con las colinas, bajando con los valles, perdido en la espuma y arrastrado a tierra por la resaca. Pronto le arriaron con la cuerda.

Se había herido. Desde donde estaba le vi la cara ensangrentada; pero él no se fijaba en semejante cosa. Me pareció que daba algunas órdenes para que le dejaran los movimientos más libres (o por lo menos así lo juzgué yo al ver cómo accionaba) y otra vez volvió a lanzarse al agua.

Ahora se acercaba a la goleta, subiendo con las colinas, cayendo a los valles, perdido bajo la ruda espuma, traído hacia la playa, llevado hacia el barco, en una lucha muy dura y muy valiente. La distancia no era nada, pero la fuerza del mar y del viento hacían la contienda mortal. Por fin se acercó a la goleta. Estaba tan cerca ya, que con una de sus brazadas vigorosas hubiera podido llegar y agarrarse; pero una montaña de agua verde altísima se abalanzó sobre él y el barco desapareció.

Vi algunos fragmentos arremolinados, como si sólo un tonel se hubiera roto al ser rodado para cargarlo en algún barco. La consternación se pintaba en todos los semblantes. Lo sacaron del agua y lo trajeron hasta mis mismos pies insensible, muerto.

Se lo llevaron a la casa más cercana, y como ya nadie me prohibía que me acercase a él, me quedé probando todos los medios posibles para hacerle volver en sí; pero aquella ola terrible le había dado un golpe mortal, y su generoso corazón se había parado para siempre.

Cuando, después de haberlo intentado todo y perdida la última esperanza, estaba sentado junto a la cama, un pescador que me conocía desde que Emily y yo éramos niños, murmuró mi nombre desde la puerta.

-Señorito Davy -me dijo, temblándole los labios y con lágrimas en su cara curtida, que entonces estaba de color ceniza-, ¿quiere usted venir conmigo?

El antiguo recuerdo que había vuelto a mi memoria estaba en su mirada. Me apoyé en el brazo que me tendía para sostenerme y le pregunté lleno de terror:

-¿Ha traído el mar algún cadáver a la playa?

-Sí -me contestó.

-¿Le conozco yo? -le pregunté entonces.

No me contestó; pero me llevó a la playa, y en la parte donde ella y yo, cuando niños, buscábamos conchas (en la parte donde había algunos fragmentos del viejo barco, que había sido destrozado la noche anterior por el vendaval, entre las ruinas del hogar que había deshonrado) le vi a «él», con la cabeza descansando encima de su brazo, como le había visto tantas veces dormir en el colegio.

Capítulo 16 La nueva y la antigua herida

No había necesidad; ¡oh, Steerforth!, de que me dijeras, el día que hablamos por última vez, aquel día que yo nunca hubiera creído que era el de nuestra despedida; no necesitabas decirme: «Piensa de mí lo mejor que puedas» ; lo había hecho siempre, y no era la vista de semejante espectáculo la que podía hacerme cambiar.

Trajeron una parihuela, le tendieron encima, la cubrieron con una bandera y lo llevaron al pueblo. Todos los hombres que cumplían aquel triste deber le habían conocido, habían navegado con él, le habían visto alegre y valiente. Lo transportaron, entre el ruido de las olas y de los gritos tumultuosos que se oían a su paso, hasta la cabaña donde el otro cuerpo descansaba ya.

Pero después de depositar la carga en el dintel, se miraron y se volvieron hacia mí, hablando en voz baja. Y comprendí que sentían que no podía colocárseles uno al lado de otro, en el mismo lugar de reposo.

Entramos en el pueblo para llevarle al hotel. Tan pronto como pude reflexionar envié a buscar a Joram para rogarle que me proporcionara un coche fúnebre donde llevarle a Londres aquella misma noche. Sabiendo que era yo el único que podía tomarme aquel cuidado y cumplir el doloroso deber de anunciar a su madre la horrible noticia, quería cumplir aquel enojoso deber fielmente.

Preferí viajar de noche, para así escapar a la curiosidad del pueblo en el momento de la partida. Pero a pesar de que era casi media noche cuando salí del hotel en mi silla de postas, seguido por mi carga, había mucha gente esperándome. Por las calles, y hasta a cierta distancia por la carretera, me seguían grupos numerosos; después ya sólo vi la noche oscura, el campo tranquilo y las cenizas de una amistad que había hecho las delicias de mi infancia.

En un hermoso día de otoño, a eso de mediodía, cuando el suelo está ya perfumado por las hojas secas, y mientras las que quedan en los árboles son numerosas todavía, con sus matices amarillo, rojo y violeta, a través de las cuales brillaba el sol, llegué a Highgate. Terminaba la última milla a pie, reflexionando en el camino en lo que debería hacer y dejando tras de mí el coche, que me había seguido toda la noche.

Cuando llegué delante de la casa, la encontré tal como la había dejado. Todas las persianas estaban echadas; ni un signo de vida en el patio adoquinado, con su galería cubierta, que conducía a aquella puerta hacía tanto tiempo inútil. El viento se había apaciguado y todo estaba silencioso a inmóvil.

Al principio no tenía valor para llamar a la puerta, y cuando me decidí me pareció que hasta la campanilla, con su ruido lamentable, debía anunciar el triste mensaje de que era portador. La joven criada vino a abrirme, mirándome con expresión inquieta. Mientras me hacía pasar ante ella me dijo:

-Perdón, señorito, ¿está usted enfermo?

-No; es que estoy preocupado y cansado.

-¿Ha sucedido algo, caballero? ¿Míster James… ?

-¡Chis! -le dije-. Sí; ha sucedido algo, y tengo que anunciárselo a mistress Steerforth. ¿Está en casa?

La muchacha respondió con inquietud que su señora no salía casi nunca, ni aun en coche; que estaba siempre en su habitación y no veía a nadie, pero que me recibiría. También me dijo que miss Dartle estaba con su señora.

-¿Qué quiere usted que les diga?

Le recomendé que no las asustara; que no hiciera más que entregar mi tarjeta y decir que estaba esperando abajo. Después entré en el salón y me senté en una butaca. El salón había perdido su aspecto animado, y los postigos de las ventanas estaban medio cerrados. El arpa no se había tocado desde hacía mucho tiempo. El retrato de Steerforth niño seguía allí. A su lado, el escritorio donde la madre guardaba las cartas de su hijo. ¿Las releía alguna vez? ¿Las volvería a leer?

La casa estaba tan tranquila, que oí en la escalera los pasos de la doncella. Venía a decirme que mistress Steerforth estaba demasiado delicada para bajar, pero que si quería dispensarla y molestarme en subir, tendría mucho gusto en verme. En un instante estuve a su lado.

Estaba en la habitación de Steerforth, y no en la suya. Comprendí que la ocupaba en recuerdo de él, y que por la misma razón había dejado allí, en su sitio habitual, una multitud de objetos de los que estaba rodeada, recuerdos vivos de los gustos y habilidades de su hijo. Al darme los buenos días murmuró que había abandonado su habitación porque, en su estado de salud, no le resultaba cómoda, y tomó una expresión imponente, que parecía rechazar toda sospecha de la verdad.

Rose Dartle estaba, como siempre, al lado de su sillón. En el momento en que fijó sus ojos en mí me di cuenta de que comprendía que llevaba malas noticias. La cicatriz apareció al instante. Retrocedió un paso, como para escapar a la vista de mistress Steerforth, y me espió con una mirada penetrante y obstinada, que ya no me abandonó.

-Siento mucho que esté usted de luto, caballero -me dijo mistress Steerforth.

-He tenido la desgracia de perder a mi mujer -le dije.

-Es usted muy joven para haber experimentado ya una pena tan grande, y lo siento, lo siento mucho. Espero que el tiempo le traiga algún consuelo.

-Espero -dije mirándola- que el tiempo nos traiga a todos consuelo… Querida mistress Steerforth, es una esperanza que hay que alimentar siempre, aun en medio de las más dolorosas pruebas.

La gravedad de mis palabras y las lágrimas que llenaban mis ojos la alarmaron. Sus ideas parecieron de pronto detenerse y tomar otro curso.

Traté de dominar mi emoción y pronunciar con dulzura el nombre de su hijo; pero mi voz temblaba. Ella se lo repitió dos o tres veces a sí misma en voz baja. Después, volviéndose hacia mí, me preguntó con una tranquilidad afectada:

-¿Está enfermo mi hijo?

-Sí; muy enfermo.

-¿Le ha visto usted?

-Le he visto.

-¿Y se han reconciliado ustedes?

No podía decir que sí, ni podía decir que no. Ella volvió ligeramente la cabeza hacia el sitio en que creía encontrar a Rose Dartle, y yo aproveché el momento para decir a Rose, con el movimiento de los labios: «¡ Ha muerto! ».

Para que mistress Steerforth no la mirase y leyera en el rostro conmovido de Rose la verdad, para la que no estaba preparada, me apresuré a buscar su mirada; pues había visto a Rose levantar los brazos al cielo, con violenta expresión de horror y desesperación, y después cubrirse la cara con las manos, angustiada.

La hermosa señora (tan parecida, tan parecida a él) fijó en mí una mirada y se llevó la mano a la frente. Le supliqué que se tranquilizara y que se preparase a oír lo que tenía que decirle; mejor hubiera hecho rogándole que llorase, pues estaba como una estatua de piedra.

-La última vez que vine aquí -balbució miss Dartle me dijo que navegaba de un lado a otro. La noche de hace dos días ha sido terrible en el mar. Si estaba en el mar aquella noche, y cerca de alguna costa peligrosa, como dicen; si el barco que han visto era el que…

-Rose -dijo mistress Steerforth-, venga aquí.

Rose se acercó de mala gana, sin simpatía. Sus ojos brillaban y lanzaban llamas; dejó oír una risa que asustaba.

-Por fin —dijo- se ha apaciguado su orgullo, mujer insensata, ahora que le ha dado satisfacción… con su muerte. ¿Me oye? ¡Con su muerte!…

Mistress Steerforth había caído insensible en su sillón, dejando oír un largo gemido y fijando en ella sus ojos muy abiertos.

-Sí —exclamó Rose, golpeándose con violencia el pecho-; míreme, llore y gima y míreme. ¡Mira! -dijo tocando con el dedo su cicatriz-. ¡Mire la obra maestra de su hijo muerto!

Los gemidos que lanzaba de vez en cuando la pobre madre me llegaban al corazón. Siempre igual, siempre inarticulados y ahogados, siempre acompañados de un débil movimiento de cabeza, pero sin ninguna alteración en los rasgos, saliendo de unos dientes apretados, como si las mandíbulas se hubieran cerrado con llave y el rostro se hubiera helado por el dolor.

-¿Recuerda usted el día en que hizo esto? -continuó Rose-. ¿Recuerda usted el día en que, demasiado fiel a la sangre que usted le ha puesto en las venas, en un arrebato de orgullo demasiado acariciado por su madre, me hizo esto y me desfiguró para toda la vida? ¡Míreme! ¡Toda la vida tendré la huella de su antipatía! ¡Ya puede llorar y gemir sobre su obra!

-Miss Dartle -dije en tono suplicante-, ¡en nombre del cielo!…

—Quiero hablar -dijo, mirándome con sus ojos luminosos-. ¡Cállese! ¡Le digo que me mire, orgullosa madre de un hijo pérfido y orgulloso! Llore, pues usted le has criado, llora, pues usted le has corrompido; llore sobre él por usted y por mí.

Se estrechaba convulsivamente las manos; la pasión parecía consumir a fuego lento a aquella criatura diminuta.

-¿Y es usted quien no ha podido perdonarle su espíritu voluntario? —exclamó-. ¿Usted quien se ha ofendido por su carácter altanero, usted, que lo combatía (con los cabellos blancos ya) con las mismas armas que le había dado el día de su nacimiento? ¿Es usted quien, después de haberle educado desde la infancia para que fuera lo que ha llegado a ser, ha querido ahogar en germen lo que había cultivado? ¡Ahora está usted bien pagada por el trabajo que se ha tomado durante tantos años!

-¡Oh, miss Dartle, qué vergüenza, qué crueldad!

-Le repito que quiero hablar con ella. Nada en el mundo podrá impedírmelo mientras permanezca aquí. ¿Acaso he guardado silencio durante años enteros para no decir nada ahora? Le he querido como nunca le ha querido usted -dijo, mirándola con ferocidad-. Yo hubiera podido amarle sin pedirle que me correspondiera. Si hubiera sido su mujer, habría sabido hacerme la esclava de sus caprichos por una sola palabra de amor, aunque fuese una vez al año. Sí, ¿quién lo sabe mejor que yo? Pero usted era exigente, orgullosa, insensible, egoísta. Mi amor hubiera sido abnegado… hubiera pisoteado sus miserables rencores.

Con los ojos ardientes de cólera, simulaba el gesto de aplastar con el pie.

-Mire usted -dijo volviendo a golpearse la cicatriz-. Cuando tuvo ya edad de comprender lo que había hecho, lo vio y se arrepintió. He sabido cantar para darle gusto, charlar con él, demostrarle el ardor con que me interesaba por todo lo que hacía; he podido, con mi perseverancia, llegar a ser lo bastante instruida para agradarle, pues he tratado de agradarle y lo he conseguido. Cuando su corazón era todavía joven y fiel, me ha amado, sí, me ha amado. ¡Cuántas veces, cuando acababa de humillarla a usted con una palabra de desprecio, me ha estrechado a mí contra su corazón!

Hablaba con un orgullo insultante, frenético, pero también con un recuerdo ardiente y apasionado, de un amor cuyas cenizas dormidas dejaban escapar alguna llama de fuego más dulce.

-Después he tenido la humillación… hubiera debido esperármelo, si no me hubiera fascinado con sus ardores de niño… , después he sido para él un juguete, una muñeca, que servía de pasatiempo a su ocio; la cogía y la dejaba, para divertirse, según el inconstante humor del momento. Cuando se ha cansado de mí, yo también me he cansado. Cuando ya no ha pensado en mí, yo no he tratado de recobrar mi poder sobre él; tampoco me hubiese casado con él aunque me hubieran obligado a ello. Nos hemos separado uno de otro sin una palabra. Usted quizá lo ha visto, y no le ha disgustado. Desde aquel día sólo he sido para ustedes dos un mueble insensible, que no tenía ojos ni oídos, ni sentimientos ni recuerdos. ¡Ah! ¿Llora usted? ¿Llora por lo que ha hecho de él? No llore por su amor. Ya le digo que hubo un tiempo en que yo le amé más de lo que usted le ha amado nunca…

Lanzó una mirada de cólera sobre aquella figura inmóvil, cuyos ojos no parpadeaban, y no se conmovía con los gemidos repetidos de la madre, que parecían salir de la boca de una pintura.

-Miss Dartle -le dije-, ¿es posible que tenga el corazón tan duro como para no compadecer a esta madre afligida… ?

-¿Y a mí quién me compadecerá? -repuso con amargura-. Ella ha sembrado lo que recoge hoy.

-Y si los defectos de su hijo… -empecé.

-¡Los defectos! —exclamó con lágrimas apasionadas-. ¿Quién se atreve a juzgarle mal? Valía mil veces más que todos los amigos con quienes se encontraba.

-Nadie le ha querido más que yo; nadie conserva de él un recuerdo como el mío. Lo que quería decir es que, aunque no tuviera usted compasión de su madre; que aun cuando los defectos del hijo, pues usted tampoco lo ha cuidado mucho…

-Es falso -exclamó, arrancándose sus cabellos negros… -, yo le quería.

-Aun cuando -proseguí- sus defectos no pudieran ser en este momento arrojados de su recuerdo, al menos debía usted considerar a esta pobre mujer como si no la conociera, y socorrerla.

Mistress Steerforth no se había movido, no había hecho un gesto. Estaba inmóvil, fría, con la mirada fija, y continuaba gimiendo de vez en cuando, con un ligero movimiento de cabeza; pero no daba ninguna otra señal de vida. De pronto, miss Dartle se arrodilló a su lado y empezó a aflojarle la ropa.

-¡Maldito sea! -dijo, mirándome con una expresión mezclada de rabia y de dolor-. ¡Maldita sea la hora en que vino usted por primera vez aquí! ¡Maldito sea! ¡Váyase!

Después de salir volví a entrar para llamar y avisar a los criados. Tenía en sus brazos la figura insensible de mistress Steerforth, la abrazaba llorando, la llamaba, la estrechaba contra su pecho como si hubiera sido su hijo. Y cada vez redoblaba la ternura para atraer a la vida aquel ser inanimado. Ya no temí dejarlas solas. Volví a bajar sin ruido y avisé a toda la casa al salir.

Volví por la tarde. Acostamos al hijo en un lecho, en la habitación de su madre. Me dijeron que ella seguía lo mismo. Miss Dartle no la abandonaba. Los médicos también estaban a su lado. Habían intentado todos los remedios, pero continuaba en el mismo estado, siempre como una estatua, dejando oír sólo de vez en cuando el gemido monótono.

Recorrí aquella casa funesta; cerré todas las ventanas, terminando por las de la habitación donde «él» descansaba. Levanté su mano helada y la puse sobre mi corazón. El mundo entero me parecía muerte y silencio, sólo interrumpido por el gemido doloroso de la madre.

5,0
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9782384230037
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