Kitabı oku: «David Copperfield», sayfa 65
Capítulo 18 Ausencia
Fue una noche muy larga y muy tenebrosa, turbada por tantas esperanzas perdidas, por tantos recuerdos queridos, por tantos errores, por tantas penas.
Dejé Inglaterra sin comprender bien todavía la fuerza del golpe que había sufrido. Dejé todo lo que me era querido, y me fui. Creía que todo terminaría así. Como cuando un soldado acaba de recibir un balazo mortal, y todavía no se da cuenta siquiera de que está herido, yo, solo con mi corazón indisciplinado, tampoco me daba cuenta de la profunda herida contra la que tenía que luchar.
Por fin fui percatándome, pero poco a poco, lentamente. El sentimiento de desolación que llevaba al alejarme se hacía a cada instante más profundo. Al principio sólo era un sentimiento vago y penoso de tristeza y de soledad; pero después fue transformándose por grados imperceptibles en una pena sin esperanzas por todo lo que había perdido: amor, amistad, interés; por todo lo que el amor había roto en mis manos: la primera fe, el primer afecto, el sueño entero de mi vida. Ya no me quedaba nada más que un vasto desierto, que se extendía a mi alrededor irrompible, hacia el horizonte oscuro.
Si mi dolor era egoísta, yo no me daba cuenta. Lloraba por mi «mujer-niña», arrebatada tan joven. Lloraba por el que hubiera podido ganar la amistad y la admiración de todos, igual que había sabido ganarse la mía. Lloraba por el pobre corazón roto que había encontrado descanso en el mar enfurecido, y por los restos diseminados de aquella casa donde había oído sonar el viento de la noche cuando yo era niño.
No veía ninguna esperanza de salida a la tristeza, acumulada donde había caído. Iba de un lado a otro llevando mi pena conmigo. Sentía todo el peso de aquel fardo que me doblaba, y mi corazón pensaba que nunca podría verse libre de él.
En aquellos momentos de depresión creía que iba a morir. A veces pensaba que por lo menos quería morir al lado de los míos, y volvía hacia atrás, para estar más cerca. Otras veces continuaba mi camino a iba de pueblo en pueblo, persiguiendo no sé qué ante mí y queriendo dejar detrás tampoco sé el qué.
Me sería imposible describir una a una todas las fases de tristeza por las que pasé en mi desesperación. Hay sueños de esos que no podrían describirse más que de una manera vaga e imperfecta, y cuando trato de recordar aquella época de mi vida, me parece que es un sueño de esos, que me viene a la memoria. Veo de pasada ciudades desconocidas, palacios, catedrales, templos, cuadros, castillos y tumbas; calles fantásticas, todos los viejos monumentos de la historia y de la imaginación. Pero no los veo, los sueño, llevando siempre mi penosa carga y dándome cuenta apenas de los objetos que pasan y desaparecen. No ver nada, no oír nada, únicamente absorto en mi dolor, esa fue la noche que cayó sobre mi corazón indisciplinado. Pero salgamos de ello, como yo terminé por salir, a Dios gracias… Ya es hora de sacudir este largo y triste sueño.
Durante muchos meses viaje así, con una nube oscura en el espíritu. Razones misteriosas parecían impedirme tomar el camino de mi casa y animarme a proseguir mi peregrinación. Tan pronto iba de un sitio a otro, sin detenerme en ninguna parte, como permanecía mucho tiempo en el mismo lugar, sin saber por qué. No tenía sentido. Mi espíritu no encontraba sostén en ninguna parte.
Estaba en Suiza; había salido de Italia atravesando los Alpes, y erraba con un guía por los senderos apartados de las montañas. No sé si aquellas soledades majestuosas hablaban a mi corazón; pero había algo maravilloso y sublime para mí en aquellas alturas prodigiosas, en aquellos precipicios horribles, en aquellos torrentes que rugían, en aquellos caos de nieve y de hielo… Fue lo único de que me di cuenta.
Una tarde, antes de la puesta de sol, bajaba al fondo de un valle, donde pensaba pasar la noche. A medida que seguía el sendero alrededor de la montaña desde donde acababa de ver al sol muy por encima de mí, creí sentir el placer de lo bello y el instinto de una felicidad tranquila despertarse en mí bajo la dulce influencia de aquella paz y reanimar en mi corazón una llama de aquellas emociones desde hacía tanto tiempo olvidadas. Recuerdo que me detuve con una especie de tristeza en el alma, que ya no se parecía al agotamiento de la desesperación. Recuerdo que estuve a punto de creer que podía operarse en mí algún cambio feliz.
Bajé al valle en el momento en que el sol doraba las cimas, cubiertas de nieve, que iban a ocultarle como una nube eterna. La base de las montañas que formaban la garganta donde se encontraba el pueblo era de fresca vegetación, y por encima de aquel alegre verdor crecían los sombríos bosques de pinos, que cortaban la nieve, sosteniendo las avalanchas. Más arriba se veían las rocas grisáceas, los senderos, los hielos, y pequeños oasis de pastos, que se perdían en la nieve que coronaba la cima de los montes. Aquí y allí, en las laderas, se veían puntos en la nieve, y cada punto era una casa. Todos aquellos hoteles solitarios, aplastados por la grandeza sublime de las cimas gigantescas que los dominaban, parecían de juguete. Lo mismo ocurría con el pueblo, agrupado en el valle, con su puente de madera sobre el arroyo, que caía en cascada y corría con ruido en medio de los árboles. A lo lejos, en la calma de la tarde, se oía una especie de canto: eran las voces de los pastores; y viendo una nube, deslumbrante con el fuego del sol, que se ponía, casi me pareció que salían de ella los acentos de aquella música serena que no es de la tierra. De pronto, en medio de aquella grandeza imponente, la voz, la gran voz de la naturaleza me habló. Dócil a su influencia secreta, apoyé en el musgo mi cabeza fatigada y lloré, pero como no había llorado desde la muerte de Dora.
Algunos momentos antes había encontrado un paquete de cartas que me esperaban, y había salido del pueblo para leerlas mientras me preparaban la comida. Otros paquetes se habían perdido, y no había recibido nada hacía mucho tiempo. Aparte de alguna línea diciendo que estaba bien y que había llegado aquí o allá, yo no había tenido fuerzas para escribir ni una sola carta desde mi partida.
Tenía el paquete en las manos y lo abrí. La letra era de Agnes.
Era dichosa, como nos había asegurado, al sentirse útil. Y tenía éxito sin esfuerzo, como había esperado. Era todo lo que me hablaba de ella. Después hablaba de mí.
No me daba consejos, no me hablaba de mis deberes; me decía únicamente, con su fervor acostumbrado, que tenía confianza en mí. Me decía que sabía que con mi carácter no dejaría de sacar una lección saludable de la pena que me había tocado. Que sabía que las pruebas y el dolor no harían más que elevar y fortificar mi alma. Estaba segura de que ahora daría a mis trabajos un fin más noble y más firme. Se alegraba de la fama que ya tenía mi nombre, y esperaba con impaciencia los éxitos que todavía lo ilustrarían, pues estaba segura de que continuaría trabajando. Sabía que a mi corazón, como a todos los corazones buenos y elevados, la aflicción les da fuerzas. Del mismo modo que las desgracias de mi infancia habían hecho de mí lo que ya era, las desgracias mayores, agudizando mi valor, me harían todavía mejor para que pudiera transmitir a los demás, en mis libros, todo lo que yo había aprendido. Me encomendaba a Dios, que había acogido en su reposo a mi inocente tesoro; me repetía que me quería siempre como una hermana y que su pensamiento me seguía por todas partes, orgullosa de lo que había hecho e infinitamente más orgullosa todavía de lo que estaba destinado a hacer.
Guardé la carta en mi pecho, y pensé en lo que era una hora antes. Cuando escuchaba las voces lejanas, y veía las nubes de la tarde tomar un tinte más sombrío, y todos los matices del valle borrarse, la nieve dorada de las cumbres se confundía con el cielo pálido de la noche, y sentí la noche de mi alma pasar, y desvanecerse con aquellas sombras y aquellas tinieblas. El amor que sentía por ella no tenía nombre; más querida para mí de lo que lo había sido nunca…
Releí muchas veces su carta, y le escribí antes de acostarme. Le dije que había necesitado mucho su ayuda; que sin ella no sería ni hubiera sido nunca lo que me decía, pero que ella me daba la ambición de serlo y el valor de intentarlo.
Lo intenté, en efecto. Faltaban tres meses para que hiciera un año de mi desgracia. Decidí no tomar ninguna resolución antes de que expirase aquel plazo, y, en cambio, tratar de responder a la estimación de Agnes. Aquel tiempo lo pasé todo en el valle en que estaba y en sus alrededores.
Transcurridos los tres meses decidí permanecer todavía durante cierto tiempo lejos de mi país, y establecerme por de pronto en Suiza, que se me había hecho querida por el recuerdo de aquella tarde. Después volví a tomar la pluma y a ponerme al trabajo.
Seguía humildemente los consejos de Agnes; interrogaba a la naturaleza, a quien nunca se la interroga en vano; ya no rechazaba lejos de mí los afectos humanos. Pronto tuve casi tantos amigos en el valle como los había tenido en Yarmouth, y cuando los dejé, en el otoño, para ir a Ginebra, y cuando volví a encontrarlos en la primavera, su sentimiento y su acogida me llegaban al corazón, como si me lo dijeran en mi lengua.
Trabajé mucho y con paciencia. Me ponía temprano y me quitaba tarde. Escribí una historia triste, con un asunto no muy alejado de mi desgracia, y la envié a Traddles, que gestionó su publicación, de una manera muy ventajosa para mis intereses; y el ruido de mi reputación creciente llegó hasta mí con los viajeros que encontraba en mi camino. Después de haberme distraído y descansado un poco, volví a ponerme al trabajo con mi antiguo ardor sobre un nuevo asunto de ficción. A medida que avanzaba en aquella tarea me apasionaba más y ponía en ella toda mi energía. Era mi tercer trabajo de ficción. Había escrito, poco más o menos, la mitad cuando en un intervalo de reposo pensé en volver a Inglaterra.
Desde hacía mucho tiempo, sin perjudicar a mi trabajo paciente, me había dedicado a ejercicios robustos. Mi salud, gravemente alterada cuando dejé Inglaterra, se había restablecido por completo. Había visto mucho, había viajado mucho, y creo que había aprendido algo en mis viajes.
Ahora ya he contado todo lo que me parecía necesario decir sobre esta larga ausencia… Sin embargo, he hecho una reserva. La he hecho; pero no porque tuviera intención de callar ni uno solo de mis pensamientos, pues, ya lo he dicho, estas son mis memorias; pero he querido guardar para el fin, este secreto envuelto en el fondo de mi alma. Ahora llego a él.
No consigo entrar por completo en este misterio de mi propio corazón, y, por lo tanto, no puedo decir en qué momento empecé a pensar que hubiera podido hacer a Agnes el objeto de mis primeras y más queridas esperanzas. No puedo decir en qué época de mi pena empecé a pensar que en mi despreocupada juventud había arrojado lejos de mí el tesoro de su amor. Quizás había cogido algún murmullo de este lejano pensamiento cada vez que había tenido la desgracia de sentir la pérdida o la necesidad de ese algo que no debía nunca realizarse y que faltaba a mi felicidad. Pero era un pensamiento que no había querido acoger, cuando se había presentado, más que como un sentimiento mezclado de reproches para mí mismo, cuando la muerte de Dora me dejo triste y solo en el mundo.
Si en aquella época hubiera estado yo cerca de Agnes, quizá, en mi debilidad, hubiese traicionado aquel sentimiento íntimo. Y ese fue al principio el temor vago que me empujaba lejos de mi país. No me hubiera resignado a perder la menor parte de su afecto de hermana, y mi secreto, una vez escapado, hubiera puesto entre nosotros una barrera hasta entonces desconocida.
Yo no podía olvidar la clase de afecto que ella tenía ahora por mí y que era obra mía; pues si ella me había querido de otro modo, y a veces pensaba que quizá fuera así, yo la había rechazado. Cuando éramos niños me había acostumbrado a considerarla como una quimera, y había dado todo mi amor a otra mujer. No había hecho lo que hubiese podido hacer; y si Agnes hoy era para mí lo que era, una hermana y no una amante, yo lo había querido, y su noble corazón había hecho lo demás.
Al principio del cambio que gradualmente se operaba en mí, cuando ya empezaba a reconocerme y observarme, pensaba que quizá algún día, después de una larga espera, podría reparar las fuerzas del pasado; que podría tener la felicidad indecible de casarme con ella. Pero, al transcurrir, el tiempo se llevaba aquella lejana esperanza. Si me había amado, ¿no debía ser todavía más sagrada para mí recordando que había recibido todas mis confidencias? ¿No se había sacrificado para llegar a ser mi hermana y mi amiga? Y si, por el contrario, nunca me había amado, ¿podría esperar que me quisiera ahora? ¡Me había sentido siempre tan débil en comparación con su constancia y su valor! Y ahora lo sentía todavía más, Y aunque antes hubiera sido digno de ella, ya había pasado aquel tiempo. La había dejado huir lejos de mí, y me merecía el castigo de perderla.
Sufrí mucho en aquella lucha; mi corazón estaba lleno de tristeza y de remordimientos, y, sin embargo, sentía que el honor y el deber me obligaban a no it a ofrecer a una persona tan querida mis esperanzas desvanecidas, después de que por un capricho frívolo las había llevado a otro lado cuando estaban en toda su frescura y juventud. No trataba de ocultarme que la quería, que la quería para siempre; pero me repetía que era demasiado tarde para poder cambiar en nada nuestras relaciones mutuas.
Había reflexionado mucho en lo que me decía mi Dora, cuando me hablaba en sus últimos momentos, de lo que nos hubiese ocurrido si hubiéramos tenido que pasar más tiempo juntos; había comprendido que a veces las cosas que no suceden producen sobre nosotros tanto efecto como las que suceden en realidad. Aquel porvenir de que ella se asustaba por mí era ahora una realidad que el cielo me enviaba para castigarme, como lo hubiese hecho antes o después, aun al lado suyo, si la muerte no nos hubiera separado antes. Traté de pensar en todos los resultados felices que hubiera producido en mí la influencia de Agnes para ser más animoso y menos egoísta, más atento a velar sobre mis defectos y a corregir mis errores. Y así, a fuerza que pensar en lo que hubiera podido ser, llegué a la convicción sincera de que aquello no sería nunca.
Esta era la arena movediza de mis pensamientos, las perplejidades y dudas en que pasé los tres años transcurridos desde mi partida hasta el día en que emprendí mi regreso a la patria. Sí; hacía tres años que el barco cargado de emigrantes se había echado a la mar, y tres años después, a la misma hora, en el mismo sitio, a la puesta de sol, estaba yo de pie en el puente del barco que me traía a Inglaterra, con los ojos fijos en el agua matizada de rosa, donde había visto reflejarse la imagen de aquel barco.
Tres años. Es mucho tiempo en un sentido, aunque sea corto en otro. Y mi país me resultaba muy querido, y Agnes también… pero no era mía… nunca sería mía… Eso hubiese podido ser; pero ya había pasado el tiempo…
Capítulo 19 Regreso
Desembarqué en Londres, en una tarde fría de otoño. Estaba oscuro y lluvioso, y en un momento vi más niebla y barro que los que había visto en un año. Por no encontrar coche, fui a pie desde Custom House hasta el Monument; y mirando las fachadas de las casas y las hinchadas goteras, que eran como viejas amigas mías, no podía por menos que pensar que eran unas amigas algo sucias.
He notado a menudo (y supongo que a mucha gente le habrá ocurrido otro tanto) que el marcharse uno de un sitio que le es familiar parece ser la señal para que ocurran en él muchos cambios. Mirando por la ventanilla del coche observé que una vieja casa de Fish-Street Hill, que seguramente no había visto, desde hacía un siglo, pintores, carpinteros ni albañiles, la habían derribado durante mi ausencia, y que una calle cercana, célebre por su insalubridad y mal estado, había sido dragada y ensanchada. ¡Casi esperaba encontrarme la catedral de Saint Paul envejecida!
También estaba preparado para encontrar cambios de fortuna en mis amigos. Hacía tiempo que mi tía había vuelto a establecerse en Dover, y Traddles había empezado a tener, poco tiempo después de mi marcha, cierto nombre como abogado. Ahora ocupaba unas habitaciones en Gray's Inn, y me había dicho en sus últimas cartas que tenía ciertas esperanzas de unirse en breve a la chica más encantadora del mundo.
Me esperaban en casa antes de Navidad; pero no creían que volviera tan pronto. Los había engañado a propósito, para tener el gusto de sorprenderlos. Y, sin embargo, era tan injusto, que sentía un escalofrío de disgusto al no verme esperado por nadie, y rodaba solo y silencioso entre las sombrías calles.
Las tiendas tan conocidas, con sus alegres luces, me animaron algo, y cuando me apeé en la puerta del café de Gray's Inn recobré mi buen humor. Al principio recordé aquellos tiempos tan diferentes, cuando dejé Golden Cross, y los cambios que habían acaecido desde entonces; pero aquello era natural.
-¿Sabe usted dónde vive míster Traddles? -le pregunté al camarero, mientras me calentaba en la chimenea del café.
-Holtom Court, señor, número dos.
-¿Creo que míster Traddles empieza a tener una fama cada vez mayor entre los abogados? -dije.
-Es posible -contestó el camarero-; pero yo no estoy enterado.
Este camarero, de edad madura y flaco, pidió ayuda a otro de más autoridad (hombre fuerte, con gran papada, vestido de calzón corto negro), que se levantaba de un sitio que parecía un banco de sacristía, en el fondo del café, donde estaba en compañía de la caja, del libro de direcciones y de otros libros y papeles.
-Míster Traddles -dijo el camarero flaco-, número dos en la Court.
El majestuoso camarero le hizo seña con la mano de que podía retirarse, y se volvió gravemente hacia mí.
-Preguntaba -dije yo- si míster Traddles, que vive en el número dos, en Court, no tiene una fama cada vez mayor entre los abogados.
-Nunca he oído su nombre -dijo el camarero, con una hermosa voz de bajo.
Me sentí humillado, por Traddles.
-Será muy joven seguramente -dijo el portentoso camarero fijando sus ojos severamente en mí-. ¿Cuánto tiempo hace que ejerce?
-No más de tres años —dije yo.
El camarero, que yo suponía que hacía cuarenta años que vivía en su banco de sacristía, no podía interesarse por un asunto tan insignificante, y me preguntó qué quería para comer.
Me sentía en Inglaterra otra vez, y estaba realmente triste por lo que había oído de Traddles. No tenía suerte. Pedí con timidez un poco de pescado y un bistec, y me quedé de pie delante del fuego, meditando sobre la oscuridad de mi pobre amigo.
Seguía al camarero con mis ojos, y no podía dejar de pensar que el jardín en que había florecido aquella planta era un sitio difícil para crecen Tenía un aire tan tieso, tan antiguo, tan ceremonioso, tan solemne. Miré alrededor de la habitación, cuyo suelo habían cubierto de arena, sin duda del mismo modo que se hacía cuando el camarero mayor era un niño, si alguna vez lo fue, lo cual me parecía dudoso. Y miré a las mesas relucientes, en las que me veía reflejado en el mismo fondo de la antigua caoba; y a las lámparas, sin una sola raja en sus colgajos tan limpios; y a los confortables cortinajes verdes, con sus pulimentadas anillas de cobre, cerrando cuidadosamente cada departamento; y a las dos grandes chimeneas de carbón que ardían resplandecientes; y a las filas de jarras jactanciosas, como demostrando que en la cueva no costaba trabajo encontrar viejas barricas poseedoras de buen vino de Oporto; y me decía que, en Inglaterra, tanto la fama como el foro eran muy difíciles de ser tomados por asalto. Subí a mi dormitorio para mudar mis ropas húmedas, y la espaciosa habitación de viejo entarimado (que recuerdo que estaba encima del paseo de arcos que daba a Inn), y la apacible inmensidad del lecho de cuatro columnas, y la indomable gravedad de los ventrudos cajones, todo, parecía cernirse austeramente sobre la fortuna de Traddles o de cualquier aventurada juventud. Bajé otra vez a comer, y la misma solemnidad de la comida y el ordenado silencio del establecimiento, vacío de clientes, pues no habían terminado aún las vacaciones, parecía condenar con elocuencia la audacia de Traddles y de sus pequeñas esperanzas, que todavía tendrían que esperar lo menos veinte años.
No había visto nada parecido desde que me fui, y mis esperanzas por mi amigo se desvanecieron.
El camarero mayor se había cansado de mí, y se puso a las órdenes de un viejo caballero de altas polainas, para el cual pareció surgir de la bodega una botella especial de Oporto, pues él no había dado ninguna orden. El camarero segundo me confirmó, en un susurro, que aquel señor estaba retirado de los negocios, que vivía en el Square y que tenía una gran fortuna, que esperaban dejaría a una hija de su lavandera; se murmuraba también que tenía en su oficina un servicio de plata muy estropeado por el desuso, aunque jamás ojos humanos vieron en su casa más que una cuchara y un tenedor desparejados.
Entonces pensé que Traddles estaba perdido y que no había esperanza para él. Sin embargo, como tenía muchas ganas de ver a mi viejo y querido amigo, despaché mi comida de manera nada apropiada, para confirmar la opinión del camarero mayor, y me apresuré a salir por la puerta trasera. Pronto llegué al número dos de Court. Una inscripción en la puerta de entrada me informó de que míster Traddles ocupaba varias habitaciones en el último piso. Subí la escalera. Una escalera destartalada, débilmente iluminada en cada descansillo por un quinqué ahumado, que se moría en una jaula de cristal sucio.
En mi ascensión precipitada me pareció oír el sonido agradable de una risa, y no la risa de un procurador o abogado, ni de un estudiante de procurador ni de abogado, sino la risa de dos o tres alegres muchachas. Al pararme a escuchar puse el pie en un agujero donde la Honorable Sociedad de Gray's Inn había olvidado poner madera, y me caí, con bastante estrépito; al levantarme había cesado el ruido.
El resto de mi ascensión la hice con más cuidado; y mi corazón palpitaba con fuerza, cuando encontré abierta una puerta exterior en que se leía: «Míster Traddles». Llamé. Se oyó un gran alboroto en el interior, pero nada más. Llamé otra vez.
Un chico de mirada viva, medio recadero y medio empleado, que estaba muy sofocado, pero que me miró como para desafiarme legalmente con arrogancia, se presentó:
-¿Está míster Traddles en casa? —dije yo.
-Sí, señor; pero está ocupado.
-Deseo verle.
Después de un momento de inspección, el chiquillo de mirada viva decidió dejarme entrar, y abriendo más la puerta, me introdujo primero en un pequeño vestíbulo y después en un gabinete, donde me encontré en presencia de mi viejo amigo (igualmente sofocado), sentado delante de una mesa a inclinado sobre unos papeles.
-¡Cielos! -exclamó Traddles levantando los ojos, ¡Si es Copperfiedl!
Y se precipitó en mis brazos, donde le estreché fuertemente.
-¿Va todo bien, mi querido Traddles?
-Todo va bien, mi queridísimo Copperfield, y sólo tengo buenas noticias que darle.
Los dos llorábamos de placer.
-Mi querido amigo -dijo Traddles mesándose los cabellos en su excitación, cosa completamente innecesaria-; mi queridísimo Copperfield, ¡cuánto tiempo que no lo había visto! Y bien, amigo mío, ¡cuánto me alegra verte! ¡Qué moreno estás! ¡Qué feliz soy! Te juro por mi honor y por mi vida que nunca me he regocijado tanto, mi querido Copperfield, ¡nunca!, ¡nunca!
Por mi parte, tampoco podía expresar mi emoción. Al principio era incapaz de hablar.
-¡Mi querido Copperfield, que ha adquirido una fama tan grande! -continuó Traddles-. ¡Mi glorioso Copperfield! ¡Cielo santo! Pero ¿cuándo has venido? ¿De dónde sales? ¿Qué has estado haciendo?
Sin esperar contestación a nada de lo que decía, Traddles, que me había instalado en un butacón, avivaba el fuego con una mano y me tiraba de la corbata con la otra, creyendo, sin duda, que era el abrigo. Sin soltar la tenaza, me abrazaba, y yo le abrazaba también; y ambos, riéndonos y secándonos los ojos, nos sentamos y nos estrechamos las manos por encima de la chimenea.
-¡Pensar -dijo Traddles- que estaba tan cercana tu vuelta y que no has asistido a la ceremonia!
-¿A qué ceremonia, mi querido Traddles?
-Pero ¡cómo! —dijo Traddles abriendo los ojos, según su costumbre-, ¿no has recibido mi última carta?
-Desde luego que no, si se refería a una ceremonia.
-¡Cómo, mi querido Copperfield! —dijo Traddles agarrándose el pelo con las dos manos y apoyándolas luego en mis rodillas-. ¡Me he casado!
-¡Casado! —exclamé alegremente.
-Dios me bendiga, sí —dijo Traddles-. El reverendo Horace me casó con Sofía, en Devonshire. Pero, chico, ¡si la tienes ahí detrás de la cortina de la ventana! ¡Mira!
Con gran sorpresa mía, «la chica más encantadora del mundo» salió de su escondite, riéndose y enrojeciendo. La más deliciosa, amable, dichosa; la más resplandeciente novia que jamás vio el mundo, según creo que le dije a Traddles. La besé como un antiguo amigo, y le deseé felicidades con todo mi corazón.
-¡Dios mío! -dijo Traddles-. ¡Qué reunión más encantadora! Estás morenísimo, querido Copperfield. ¡Bendito sea Dios, qué contento estoy!
-Y yo también —dije.
-Lo mismo digo -exclamó Sofía enrojeciendo y riendo.
-Somos todo lo felices que se puede ser -dijo Traddles-. Hasta las chicas son dichosas; por cierto que me olvidaba de ellas.
-¿Olvidado? -dije.
-Sí; las chicas —dijo Traddles-, las hermanas de Sofía. Están con nosotros; han venido a dar una vuelta por Londres. El hecho es que cuando… ¿Eras tú el que dabas traspiés por las escaleras, Copperfield?
-Sí, yo era -dije riendo.
-Pues entonces, cuando ibas dando tumbos por las escaleras -dijo Traddles-, yo estaba jugando con las chicas; especifiquemos: jugábamos al escondite. Pero como esto no se debe hacer en Westminster Hall, pues no parecería correcto si lo viera un cliente, se marcharon, y ahora, sin duda, están escuchando —dijo Traddles, echando una mirada a la puerta de otro cuarto.
-Siento mucho -dije riéndome de nuevo- el haber ocasionado esa dispersión.
-Ni una palabra -añadió Traddles encantado-; si las hubieras visto escaparse y volver otra vez, después de que llamaste, a coger las peinetas, que se les habían caído del pelo, y marcharse como locas, no hubieses dicho eso. Querida mía, ¿quieres ir a buscarlas?
Sofía salió corriendo, y oímos que en el cuarto contiguo la recibían con risotadas.
-Verdaderamente musical, ¿no te parece, mi querido Copperfield? -dijo Traddles-. Es muy agradable de oír. Ilumina por completo estas habitaciones, ¿sabes? Para un desdichado bachiller, que ha vivido solo toda su vida, es verdaderamente delicioso; es encantador. ¡Pobres chicas! Han tenido una pérdida tan grande con Sofía, la cual, te lo aseguro Copperfield, es y será siempre la muchacha más encantadora; y me alegro mucho más de lo que puedo expresar al verlas de tan buen humor. La compañía de muchachas es una cosa deliciosa, Copperfield. No es propio de la profesión; pero es realmente delicioso.
Viendo que tartamudeaba, y comprendiendo que, en la bondad de su corazón, temía haberme ocasionado alguna pena con lo que había dicho, me apresuré a tranquilizarle con una sinceridad que evidentemente le alivió y le agradó mucho.
-Pero, a decir verdad —dijo Traddles-, nuestros arreglos domésticos están por completo en desacuerdo, mi querido Copperfield. Hasta la estancia de Sofía aquí está en desacuerdo con el decoro de la profesión; pero no tenemos otro domicilio. Nos hemos embarcado en un bote y estamos dispuestos a no quejamos. Y Sofía es una extraordinaria administradora. Te asombraría ver cómo ha instalado a estas chicas. Apenas si yo mismo sé cómo lo ha hecho.
-¿Y cuántas tienes aquí? -pregunté.
-La mayor, la Belleza, está —dijo Traddles en tono confidencial-; Carolina y Sarah están, ¿sabes?, aquella que lo decía que tenía algo en la espina dorsal; está muchísimo mejor; y las dos más jóvenes, que Sofía educó, también están con nosotros. ¡Ah!, también Luisa está aquí.
-¿De verdad? —exclamé.
-Sí —dijo Traddles-. Ahora bien; toda la casa (quiero decir las habitaciones) no son más que tres; pero Sofía las ha arreglado, las ha instalado del modo más maravilloso, y duermen lo más cómodamente posible. Tres en ese cuarto —dijo Traddles señalando- y tres en este otro.
No pude por menos que lanzar una mirada a mi alrededor buscando dónde podrían acomodarse míster y mistress Traddles. Traddles me comprendió.
-Como acabo de decirte, estamos dispuestos a no quejarnos de nada -dijo Traddles-, y así, la semana pasada improvisamos una cama aquí, en el suelo. Pero hay un cuartito debajo del tejado, un cuarto muy mono una vez que se ha llegado a él, que la misma Sofía ha acondicionado para darme una sorpresa y que es ahora nuestro dormitorio. Es como un cuchitril de gitanos, pero tiene unas vistas muy hermosas.
-Por fin, mi querido Traddles, estás casado -dije'. ¡Cómo me regocija!
-Gracias, gracias, Copperfield —dijo Traddles, mientras nos estrechábamos una vez más la mano-; soy tan feliz como no se puede ser más. Aquí tienes a tu antiguo amigo, ya ves -me dijo Traddles mostrándome con aire triunfante el florero y el velador-, y ahí tienes la mesa de mármol; todos los demás muebles son sencillos y útiles, como puedes ver. Y en cuanto a plata, no tenemos ni siquiera una cucharilla.
-¡Ya irá ganándose todo! —dije alegremente.
-Eso es —contestó Traddles-: hay que ganarlo.
-Cucharillas para mover el té no nos faltan; pero son de metal inglés.