Kitabı oku: «David Copperfield», sayfa 67
Capítulo 20 Agnes
Cuando nos dejaron solos, mi tía y yo estuvimos charlando hasta muy entrada la noche. Me contó que todas las cartas de los emigrantes respiraban esperanza y alegría; que míster Micawber había enviado ya muchas veces pequeñas sumas de dinero para saldar sus deudas, « como debe hacerse de hombre a hombre; que Janet había vuelto al servicio de mi tía al establecerse esta de nuevo en Dover, y que, por último, había renunciado a su antipatía por el sexo masculino, casándose con un rico tabernero, y habiendo confirmado mi tía aquel gran principio ayudando y asistiendo a la novia y hasta honrando la ceremonia con su presencia. He aquí alguno de los puntos sobre los que versó nuestra conversación, aunque ya me había hablado de ello en sus cartas, con más o menos detalles. Míster Dick tampoco fue olvidado. Mi tía me dijo que se dedicaba a copiar todo lo que le caía en las manos, y que con aquel trabajo había conseguido que el rey Carlos I se mantuviera a una distancia respetuosa; que estaba muy contenta de verle libre y satisfecho, y que, en fin (conclusión que no era nueva), sólo ella sabía todo lo que valía.
-Y ahora, Trot -me dijo, acariciándome la mano mientras estábamos sentados al lado del fuego, siguiendo nuestra antigua costumbre-, ¿cuándo vas a ir a Canterbury?
-Buscaré un caballo a iré mañana por la mañana, a menos de que quieras venir conmigo.
-No -dijo mi tía en tono breve-; pienso quedarme aquí.
-En ese caso iré a caballo. No hubiese atravesado hoy Canterbury sin detenerme si hubiera sido para ver a otra persona que no fueras tú.
En el fondo estaba encantada; pero me contestó: «¡Bah, Trot! Mis viejos huesos hubieran podido esperar hasta mañana». Y volvió a acariciarme la mano mientras yo miraba al fuego, soñando.
Soñando. No podía saberme tan cerca de Agnes sin sentir en toda su fuerza los sentimientos que me habían preocupado tanto tiempo. Quizá ahora estaban dulcificados por el pensamiento de que aquella lección me estaba merecida por no haberlo previsto cuando tenía todo el porvenir ante mí; pero no por eso dejaba de sentirlo. Todavía oía yo la voz de mi tía repetirme lo que ahora comprendía mejor: « ¡Oh Trot! ¡Ciego!, ¡ciego!, ¡ciego!».
Guardamos silencio durante unos minutos. Cuando levanté los ojos vi que me observaba atentamente. Quizá había seguido el hilo de mis pensamientos, menos difícil de seguir ahora que cuando mi espíritu se obstinaba en mi ceguera.
-Quizá te parezca que a su padre se le han blanqueado mucho los cabellos; pero en lo demás está mucho mejor: es un hombre nuevo. Ya no aplica su medida limitada a todas las alegrías y a todas las penas de la vida humana. Créeme, hijo mío; es necesario que todos los sentimientos se hayan empequeñecido mucho en un hombre para que se pueda medir con semejante medida.
-Es cierto -le respondí.
-En cuanto a ella, la encontrarás —dijo mi tía- tan bella y tan buena, tan tierna y tan desinteresada como siempre. Si supiera un elogio mayor, Trot, no dudaría en dárselo.
Y, en efecto, no había mejor elogio para ella, ni más amargo reproche para mí. ¡Oh! ¿Por qué fatalidad me había extraviado de aquel modo?
-Si enseña a las niñas que la rodean a ser como ella —continuó mi tía, y sus ojos se llenaron de lágrimas-, Dios sabe que será una vida bien empleada. «Dichosa de ser útil», como decía ella. ¿Y cómo podría ser de otra manera?
-Tiene Agnes algún- -pensaba alto, más bien que hablaba.
-¿Algún qué? —dijo vivamente mi tía.
-Algún enamorado -dije.
-Por docenas —exclamó mi tía, con una especie de orgullo indignado-. Hubiera podido casarse veinte veces, amigo mío, desde que te has marchado.
-No lo dudo -dije-; pero ¿ha encontrado un hombre digno de ella? Pues de no ser así, ella no le querría.
Mi tía permaneció silenciosa un momento, con la barbilla apoyada en la mano. Después, levantando lentamente los ojos:
-Sospecho —dijo- que está enamorada de uno, Trot.
-¿Y es correspondida? -pregunté.
-Trot -repuso gravemente mi tía-, no tengo derecho para decirte más. Ella no se ha confiado nunca a mí, y sólo son suposiciones mías.
Me miraba atentamente, con inquietud (hasta la vi temblar), y me di cuenta, más que nunca, de que seguía mis íntimos pensamientos. Hice una llamada a todas las resoluciones que había tomado durante tantos días y noches de lucha con mi corazón.
-Si es así -proseguí—, creo que lo será…
-No digo que lo sea -dijo bruscamente mi tía-; no debes fiarte de mis sospechas. Al contrario, has de guardar secreto. A lo mejor es una idea mía, y no tengo derecho a decir nada.
-Si fuera así -continué-, Agnes me lo dirá algún día. Una hermana, a la que he demostrado tanta confianza, tía, no me negará la suya.
Mi tía separó su mirada de mí, tan lentamente como la había fijado, y, pensativa, se tapó la cara con una mano. Poco a poco puso la otra mano encima de mi hombro, y permanecimos así, uno al lado de otro, pensando en el pasado, sin cambiar una palabra hasta el momento de acostarnos.
Al día siguiente, temprano, salí para el lugar donde había pasado el tiempo lejano de mis estudios. No puedo decir que me sintiera completamente dichoso con la esperanza de ganar una batalla conmigo mismo, ni con la perspectiva de ver pronto su rostro querido.
Pronto recorrí, en efecto, aquel camino, que conocía tan bien, y atravesé aquellas calles tranquilas, donde cada piedra me era tan familiar corno un libro de clase a un colegial. Fui a pie hasta la vieja casa; después me alejé; tenía el corazón demasiado lleno para decidirme a entrar. Volví, y vi al pasar la ventana baja de la torrecilla donde Uriah Heep y después míster Micawber trabajaban: ahora era un saloncito; ya no había oficinas. Y la casa tenía el mismo aspecto limpio y cuidado que cuando la había visto por primera vez. Rogué a la criada que vino a abrirme que dijera a mistress Wickfield que un caballero deseaba verla de parte de un amigo que volvía del extranjero. Me hizo subir por la vieja escalera, advirtiéndome que tuviera cuidado con los escalones (los conocía yo mejor que ella), y entré en el salón. Nada había cambiado. Los libros que leíamos juntos Agnes y yo estaban en el mismo sitio; volví a ver en el mismo rincón el pupitre en que tantas veces había trabajado. Todos los pequeños cambios que los Heep habían introducido en la casa habían sido deshechos. Todo estaba lo mismo que en los tiempos felices.
Me asomé a una ventana, y miraba las casas de la otra acera recordando cuántas veces las había contemplado los días de lluvia, cuando vine a estudiar a Canterbury, y todas las suposiciones que me divertía hacer sobre la gente que se asomaba a sus ventanas, y la curiosidad con que los seguía subiendo y bajando las escaleras, mientras la lluvia golpeaba el empedrado. Recordaba que compadecía con toda mi alma a los que llegaban a pie, por la noche, en la oscuridad, empapados y arrastrando las piernas, con su envoltorio al hombro, en la punta de un palo. Todos aquellos recuerdos estaban todavía tan frescos en mi memoria; sentía el mismo olor de la tierra húmeda y de hojas mojadas; hasta me parecía el mismo viento que me había desesperado durante mi penoso viaje.
El ruido de la puertecita que se abría en el zócalo de madera tallada me hizo estremecer. Me volví. La bella y serena mirada de Agnes encontró la mía. Se detuvo, poniéndose la mano en el pecho; yo la cogí en mis brazos.
-Agnes, querida mía, ¡he llegado demasiado de improviso!
-No, no; ¡estoy tan contenta de verte, Trotwood!
-Querida Agnes; yo sí que soy dichoso volviéndote a ver
La estrechaba contra mi corazón, y durante un momento nos miramos en silencio. Después nos sentamos uno al lado del otro, y vi en su rostro angelical la expresión de alegría y de afecto con que soñaba día y noche desde hacía años.
Estaba tan ingenua, tan bella, tan buena; le debía tanto y la quería tanto, que no podía expresar lo que sentía. Traté de bendecirla, traté de darle las gracias, traté de decirle (como lo había hecho a menudo en mis cartas) toda la influencia que ejercía sobre mí; pero mis esfuerzos eran vanos. Mi alegría y mi amor parecían mudos.
Con su dulce tranquilidad calmó mi inquietud; me recordó el momento de nuestra separación; me habló de Emily, a quien había ido a ver en secreto muchas veces; me habló, de una manera conmovedora, de la tumba de Dora. Con el instinto siempre justo que le daba su noble corazón tocó tan dulce y delicadamente las cuerdas dolorosas de mi memoria, que ni una de ellas dejó de responder a su llamamiento armonioso, y yo prestaba oído a aquella triste y lejana melodía, sin que me hicieran sufrir los recuerdos que despertaba en mi alma. ¿Cómo hubiera podido sufrir, cuando todo lo dominaba ella, como las alas del ángel bueno de mi vida?
-¿Y tú, Agnes? -dije por fin-. Háblame de ti. No me has dicho todavía nada de lo que haces.
-¿Y qué podría decirte? -repuso con su radiante sonrisa-. Mi padre está bien. Nos encuentras muy tranquilos en nuestra vieja casa, que nos ha sido devuelta; nuestras inquietudes se han disipado; sabiendo eso, Trotwood, lo sabes todo.
-¿Todo, Agnes? —dije.
Me miró no sin un poco de sorpresa y de emoción.
-¿No hay nada más, hermana mía? -dije.
Palideció; después enrojeció y palideció de nuevo. Me pareció que sonreía con serena tristeza, y movió la cabeza.
Había intentado hacerle hablar del asunto de que me había hablado mi tía, pues, por dolorosa que fuera para mí aquella confidencia, quería someter mi corazón y cumplir con mi deber hacia Agnes. Pero al ver que se turbaba no insistí.
-¿Tienes mucho que hacer, querida Agnes?
-¿Con mis discípulas? —dijo levantando la cabeza; ya había recobrado su serenidad habitual.
-Sí. ¿Te darán mucho trabajo, no?
-Es un trabajo tan dulce -repuso-, que sería casi ingrata si le diera ese nombre.
-Nada de lo que es bueno lo parece difícil -repliqué.
Palideció de nuevo, y otra vez, al bajar la cabeza, vi la triste sonrisa.
-¿Te esperarás para ver a mi padre —dijo alegremente-, y pasarás el día con nosotros? ¿Quizá hasta quieras dormir en tu antigua habitación? La seguimos llamando tuya.
Aquello era imposible, porque había prometido a mi tía volver por la noche; pero me gustaría mucho pasar el día con ellos.
-Ahora tengo que hacer —dijo Agnes-. Te dejo con tus antiguos libros y nuestra antigua música.
-Si hasta me parecen las antiguas flores —dije mirando a mi alrededor-; o, por lo menos, las mismas que te gustaban antes.
-Es que me gusta -repuso Agnes sonriendo- conservarlo todo durante tu ausencia, lo mismo que cuando éramos niños. ¡Éramos tan felices entonces!
-Sí. ¡Dios lo sabe! —dije.
-Y todo lo que me recuerda a mi hermano —dijo Agnes volviendo hacia mí sus ojos cariñosos- me hace compañía. Hasta esta miniatura de cestito -dijo, enseñándome el que llevaba a la cintura, lleno de llaves- me parece, cuando lo oigo sonar, que me canta una canción de nuestra juventud.
Sonrió y salió por la puerta, que había abierto al entrar.
Estaba decidido: conservaría con cuidado religioso aquel afecto de hermana. Era todo lo que me quedaba, y era un tesoro. Si quebrantaba aquella confianza queriendo desnaturalizarla, la perdería para siempre y ya no podría renacer. Tomé la firme resolución de no exponerme; cuanto más la amaba, más interés tenía en no traicionarme ni un momento.
Me dediqué a pasear por las calles, y volví a ver a mi antiguo enemigo, el carnicero (ahora comisario, con el bastón colgado en su tienda). Fui a ver el sitio donde habíamos combatido, y allí estuve recordando a miss Shepherd, y a la mayor miss Larkins, y todas mis pasiones, amores y odios de aquella época. Lo único que había sobrevivido era Agnes, mi estrella siempre brillante y cada vez más alta en el cielo.
Cuando volví, míster Wickfield estaba ya en casa; había alquilado, a unas dos millas de la ciudad, un jardín, donde iba a trabajar casi todos los días, y le encontré tal como mi tía me le había descrito. Comimos con cinco o seis niñas, discípulas de Agnes. Míster Wickfield ya no era más que la sombra del retrato que había en la pared.
La tranquilidad y la paz que reinaban en aquella apacible morada, y de las que guardaba un recuerdo tan profundo, habían renacido. Cuando terminó la comida, míster Wickfield no tomó vino, subimos todos. Agnes y sus discípulas se pusieron a cantar, a jugar y a trabajar juntas. Después del té las niñas nos dejaron y nos quedamos los tres solos hablando del pasado.
-Tengo muchos asuntos de los que arrepentirme, Trotwood -dijo míster Wickfield, moviendo su cabeza blanca-; lo sabes muy bien; pero así y todo, aunque estuviera en mi mano, no me gustaría borrar tu recuerdo.
Lo creía, pues Agnes estaba a su lado.
-No me gustaría, pues sería destruir al mismo tiempo el de la paciencia, la abnegación, la fidelidad, el amor de mi hija, y eso no lo quiero olvidar, no; ni aun para llegar a olvidarme de mí mismo.
-Le comprendo -le dije con dulzura-. Siempre he pensado en ello… siempre… con veneración.
-Pero nadie sabe, ni siquiera tú -añadió-, todo lo que ha hecho, todo lo que ha soportado, todo lo que ha sufrido mi Agnes.
Agnes puso su mano sobre el brazo de su padre, como para detenerle, y estaba pálida, muy pálida.
-Vamos, vamos —dijo con un suspiro, rechazando evidentemente el recuerdo de una pena que su hija había tenido que soportar, que quizá soportaba todavía (pensé en lo que me había dicho mi tía). Trotwood, nunca te he hablado de su madre. ¿Te ha hablado alguien de ella?
-No, señor.
-No hay mucho que decir… aunque sufrió muchísimo. Se casó contra la voluntad de su padre, que renegó de ella. Antes de que naciera mi Agnes le suplicó que la perdonase. Era un hombre muy duro, y su madre había muerto hacía mucho tiempo. La rechazó, y destrozó su corazón.
Agnes se apoyó en el hombro de su padre y le pasó un brazo alrededor del cuello.
-Era un corazón dulce y tierno —dijo-, y lo hizo pedazos. Yo sabía cómo era de frágil y delicada. Nadie podía saberlo como yo. Me amaba mucho, pero nunca fue dichosa. Sufría siempre por aquel golpe doloroso, y cuando su padre la rechazó por última vez, estaba enferma, débil… empeoró y murió. Me dejó con Agnes, que sólo tenía entonces quince días, y con los cabellos grises que me has visto desde el primer día que viniste aquí.
Abrazó a su hija.
-Mi cariño por mi hija era un amor lleno de tristeza, pues mi alma estaba enferma. Pero ¿para qué seguirte hablando de mí? Es de su madre de quien quería hablarte, Trotwood. No necesito decirte lo que he sido ni lo que soy, lo adivinas, lo sé. En cuanto a Agnes, no necesito decirte lo que es, siempre he encontrado en ella algo de la triste historia de su pobre madre; por eso lo he hablado esta noche, ahora que estamos reunidos de nuevo, después de tantos cambios. Ya te lo he dicho todo.
Bajó la cabeza. Agnes inclinó hacia él la suya de ángel, que tomó con sus caricias filiales un carácter más patético todavía después de aquel relato. Una escena tan conmovedora venía a propósito para fijar de un modo muy especial en mi memoria el recuerdo de aquella tarde, la primera de nuestra reunión.
Agnes se levantó y, acercándose suavemente al piano, se puso a tocar una de las cosas que tocaba antes y que habíamos escuchado tantas veces en aquel mismo sitio.
-¿Tienes intención de seguir viajando? -me preguntó, mientras yo estaba de pie a su lado.
-¿Qué opina mi hermana?
-Espero que no.
-Entonces no pienso hacerlo, Agnes.
-Puesto que me consultas, Trotwood, lo diré que tu reputación creciente y tus éxitos deben animarte a seguir, y aunque yo pudiera pasarme sin mi hermano —continuó, fijando sus ojos en mí-, quizá el éxito lo reclame.
-Lo que soy es obra tuya, Agnes, y tú debes juzgarlo.
-¿Mi obra, Trotwood?
-Sí, Agnes, mi querida muchacha -le dije, inclinándome hacia ella-; he querido decirte hoy, al volverte a ver, algo que tengo en el corazón desde la muerte de Dora. ¿Recuerdas que fuiste a buscarme al gabinete y me enseñaste el cielo, Agnes?
-¡Oh, Trotwood! -repuso ella, con los ojos llenos de lágrimas, ¡Era tan amante, tan ingenua, tan joven! ¡Nunca podré olvidarla!
-Tal corno te apareciste entonces, hermana mía, eso has sido siempre para mí. Lo he pensado muchas veces desde aquel día. Siempre me has enseñado el cielo, Agnes; siempre me has conducido hacia un fin mejor; siempre me has guiado hacia un mundo más elevado.
Ella movió la cabeza en silencio; a través de sus lágrimas volví a ver la dulce y triste sonrisa.
-Y te estoy tan agradecido, Agnes, tan agradecido eternamente, que no sé nombrar el afecto que me inspiras. Quiero que sepas, y sin embargo no sé cómo decírtelo, que toda mi vida creeré en ti, y me dejaré guiar por ti, como lo he hecho en medio de las tinieblas, que ya pasaron. Suceda lo que suceda, a pesar de los nuevos lazos que puedas formar y de los cambios que puedan ocurrir entre nosotros, yo te seguiré siempre con los ojos, creeré en ti y te querré como hoy y como siempre. Seguirás siendo mi consuelo y mi apoyo. Hasta el día de mi muerte, hermana mía, lo veré siempre ante mí señalándome el cielo.
Agnes puso su mano en la mía, y me dijo que estaba orgullosa de mí y de lo que le decía, pero que no merecía aquellas alabanzas. Después continuó tocando dulcemente, pero sin dejar de mirarme.
-¿Sabes, Agnes? Lo que he sabido esta tarde por tu padre responde maravillosamente al sentimiento que me habías inspirado cuando te conocí, cuando sólo era un colegial.
-Sabías que no tenía madre -contestó con una sonrisa- y eso te predisponía a quererme un poco.
-No era eso sólo, Agnes. Sentía, casi tanto como si hubiera sabido esa historia, que había en la atmósfera que nos rodeaba algo dulce y tierno que no podía explicarme; algo que en otra me hubiera parecido tristeza (y ahora sé que tenía razón), pero que en ti no me lo parecía.
Agnes tocaba algunas notas y seguía mirándome.
-¿No te ríes de las ideas que acariciaba entonces? ¿Esas ideas locas, Agnes?
-No.
-Y si eo dijera que aun entonces comprendía que podrías amar fielmente, a pesar de toda decepción, amar hasta tu última hora, ¿no te reirías tampoco de ese sueño?
-¡Oh no, no!
Por un instante su rostro tomó una expresión de tristeza, que me hizo estremecer; pero un momento después seguía tocando dulcemente y mirándome con su serena y dulce sonrisa.
Mientras volvía por la noche a Dover, perseguido por el viento, como por un recuerdo inflexible, pensaba en ella y temía que no fuera dichosa. Yo no era feliz; pero había conseguido hasta entonces encerrar en mí mismo al pasado; y pensando en ello mientras miraba el cielo, pensaba en la morada eterna donde podría un día quererla con un amor desconocido para la tierra y decirle la lucha que se había librado en mi corazón…
Capítulo 21 Voy a ver a dos interesantes presidiarios
Provisionalmente (por lo menos hasta que terminara mi libro, y tenía trabajo para varios meses) me instalé en Dover, en casa de mi tía, y allí, sentado al lado de aquella ventana desde donde había contemplado la luna reflejada en el mar, la primera noche, cuando llegué buscando un refugio, proseguí tranquilamente mi tarea.
Fiel a mi proyecto de no aludir a mis obras más que cuando se mezclan por casualidad con la historia de mi vida, no diré las esperanzas, las alegrías, las ansiedades y los triunfos de mi vida de escritor. Ya he dicho que me dedicaba al trabajo con todo el ardor de mi alma, y que ponía en él toda mi energía. Si mis libros tienen algún valor, ¿qué necesito añadir? Y si mi trabajo no vale nada, lo demás tampoco interesa a nadie.
A veces iba a Londres para perderme en aquel torbellino vivo del mundo o para consultar a Traddles sobre algún asunto. Durante mi ausencia había manejado mi fortuna con el juicio más sólido, y gracias a él estaba en la mayor prosperidad. Como mi fama creciente empezaba a atraerme una multitud de cartas de personas que yo no conocía, cartas a veces muy insignificantes, a las que no sabía qué contestar, convine con Traddles en escribir mi nombre en su puerta; allí los carteros, infatigables, llevaban montones de cartas dirigidas a mí, y yo de vez en cuando me sumergía en ellas como un secretario de estado, sólo que sin sueldo.
En mi correspondencia encontraba a veces un ofrecimiento de agradecer; por ejemplo, alguno de los individuos que vagaban por Doctors's Commons me proponían practicar bajo mi nombre (sólo con que comprara el cargo de procurador) y darme el tanto por ciento de los beneficios. Pero yo declinaba aquellos ofrecimientos; había allí demasiadas cosas de aquel estilo, y persuadido como estaba de que aquello era muy malo, no quería contribuir a empeorarlo todavía más.
Las hermanas de Sofía se habían vuelto a Devonshire cuando mi nombre apareció en la puerta de Traddles. El muchacho avispado era el encargado de abrirla, y lo hacía con cara de no conocer ni de vista a Sofía, quien, confinada en una habitación del interior, podía, levantando los ojos de su labor, echar una mirada hacia un rinconcito del jardín, con su bomba y todo.
Siempre la encontraba allí, encantadora y dulce, tarareando una canción de Devonshire, cuando no oía pasos desconocidos, y teniendo quieto, con sus cantos melodiosos, al criado en la antesala oficial.
Al principio yo no comprendía por qué encontraba tan a menudo a Sofía escribiendo en un gran libro, ni por qué en cuanto me veía se apresuraba a meterlo en el cajón de su mesa. Pero pronto me fue revelado el secreto. Un día, Traddles (que acababa de entrar, con una lluvia tremenda) sacó un papel de su pupitre y me preguntó qué me parecía aquella letra.
-¡Oh, no, Tom! —exclamó Sofía, que estaba calentando las zapatillas de su marido.
-¿Por qué no, querida? -repuso Tom radiante-. ¿Qué te parece esta letra, Copperfield?
-Es magnífica; una escritura completamente de negocios. Creo que no he visto nunca una mano más firme.
-¿Verdad que no parece letra de mujer? -dijo Traddles. -¿De mujer? De ninguna manera.
Traddles, encantado de mi equivocación, se echó a reír, y me dijo que era la letra de Sofía; que Sofía le había dicho que muy pronto necesitaría un escribiente, y que ella quería hacer aquel oficio; que había conseguido aquella letra a fuerza de copiar un modelo, y que ahora copiaba no sé cuántas páginas por hora. Sofía estaba muy confusa de que me lo contase.
-Cuando Tom sea juez no lo irá contando así a todo el mundo.
Pero Tom no pensaba así, y, por el contrario, declaraba que siempre estaría igual de orgulloso, fueran las que fuesen las circunstancias.
-¡Qué mujer tan encantadora tienes, mi querido Traddles! -le dije cuando ella se marchó, riendo.
-Mi querido Copperfield -dijo Traddles-, es, sin excepción, la muchacha más encantadora del mundo. ¡Si supieras cómo lo lleva todo, con qué exactitud, con qué habilidad, con qué economía, con qué orden y buen humor!
-Tienes mucha razón para elogiarla -repuse-. Eres un mortal dichoso. Y estáis hechos para comunicaros uno a otro la felicidad que cada uno lleva dentro.
-Es cierto que somos las personas más felices del mundo -repuso Traddles-; es una cosa que no puedo negar. Mira, Copperfield, cuando la veo levantarse con la luz, para ponerlo todo en orden; ir a hacer la compra, sin preocuparse nunca del tiempo, aun antes de que los empleados lleguen a la oficina; hacerme no sé cómo las comidas más sabrosas con los manjares más vulgares; hacerme puddings y pastas; volver a poner cada cosa en su sitio, y, siempre tan limpia y arreglada; esperarme por la noche, por tarde que sea, y siempre de buen humor, siempre dispuesta a animarme, y todo esto para darme gusto, no, verdaderamente es algo que no acabo de creer, Copperfield.
Contemplaba con ternura hasta las zapatillas que le había calentado, al meter sus pies en ellas.
-No puedo creerlo -repetía-. Y si supieras cuántas diversiones tenemos. No son caras, pero son admirables. Cuando estamos por la noche en casa y cerramos la puerta, después de haber echado las cortinas… que ha hecho ella… ¿dónde podríamos estar mejor? Cuando hace buen tiempo y vamos a pasearnos por las calles, tenemos también mil diversiones. Miramos los escaparates de las joyerías, y yo le enseño la serpiente con ojos de diamantes que le regalaría si pudiera; y ella me enseña el reloj de oro que me compraría si pudiese; después escogemos las cucharas y los tenedores, y los cuchillos y las pinzas para el azúcar, que más nos gustarían si tuviéramos medios, y, en realidad, nos vamos tan contentos como si nos los hubiéramos comprado. Otras veces vamos a pasear por las calles principales y vemos una casa que se alquila, y pensamos si nos convendría para cuando yo sea juez. Y ya nos la imaginamos. Esta habitación será para nosotros; esta otra, para una de las hermanas, etc., etc., hasta que decidimos si nos conviene o no. Algunas veces también vamos al teatro cuando es a mitad de precio y nos divertimos en grande. Sofía, al principio, cree todo lo que oye en la escena, y yo también. Y a la vuelta, a veces compramos algo en la tienda,,o algún cangrejo en la pescadería, y volvemos y hacemos una cena espléndida, mientras charlamos de lo que acabamos de ver. Y bien, Copperfield, ¿no es verdad que si fuera lord canciller no podríamos hacer eso nunca?
-Llegues a lo que llegues, mi querido Traddles -pensaba yo-, todo lo que hagas será bueno. A propósito -le dije en voz alta-, ¿supongo que ya no dibujarás esqueletos?
-No -respondió Traddles riendo y enrojeciendo-, bueno, no me atrevería a asegurarlo, mi querido Copperfield, pues el otro día estaba con una pluma en la mano y se me ocurrió pensar si habría conservado mi antiguo talento, y temo que haya un esqueleto con peluca… en el pupitre del Tribunal.
Nos reímos con ganas. Después Traddles se puso a decir con indulgencia: « ¡Ese viejo Creakle! ».
-He recibido una carta de ese viejo… canalla -le dije, pues nunca me había sentido menos dispuesto a perdonarle la costumbre de pegar a Traddles como cuando veía a Traddles dispuesto a perdonarle a él.
-¿De Creakle, el director del colegio? —exclamó Traddles-. ¡Oh, no es posible!
-Entre las personas a quienes atrae mi fama reciente -le dije lanzando una mirada a mis cartas- y que descubren de pronto que siempre me han querido mucho, se encuentra él. Ya no es director de colegio, Traddles. Se ha retirado, y es director de la prisión de Middlesex.
Gozaba de antemano pensando en la sorpresa de Traddles; pero no demostró ninguna.
-¿Cómo supones que puede haber llegado a director de la prisión de Middlesex? -continué.
-¡Oh, amigo mío! -respondió Traddles-. Es una cuestión a la que sería muy difícil contestar. Quizá ha votado a alguien, o prestado dinero a alguien, o comprado algo a alguien que conocía a alguien y que ha obtenido el nombramiento.
-Sea como sea, lo es -dije-, y me ha escrito que tendría mucho gusto en enseñarme en pleno vigor el único verdadero «sistema» de disciplina para las prisiones; el único medio infalible de obtener un arrepentimiento sólido y verdadero. Ya sabes, lo último en sistemas penitenciarios: confinamientos solitarios. ¿Qué te parece?
-¿El sistema? -me preguntó Traddles con gravedad.
-No. ¿Crees que debo aceptar su ofrecimiento y anunciarle que iremos los dos?
-No tengo inconveniente -dijo Traddles.
-Entonces voy a escribirle avisándole. ¿Recuerdas (sin hablar del modo como lo trataba) que ese mismo Creakle había arrojado a sus hijos de su casa, y recuerdas la vida que hacía llevar a su mujer y a su hija?
-Perfectamente -dijo Traddles.
-Pues bien; si leyeras su carta, verías que es el más tierno de los hombres para los condenados cargados con todos los crímenes. Únicamente no estoy muy seguro de que esa ternura de corazón se extienda a las demás criaturas humanas.
Traddles se encogió de hombros sin ninguna sorpresa. Yo tampoco estaba sorprendido; había visto en acción demasiadas parodias de aquella clase. Fijamos el día de nuestra visita y escribí aquella misma tarde a Creakle.
El día señalado, que creo que fue el siguiente, nos dirigimos Traddles y yo a la prisión donde míster Creakle ejercía su autoridad. Era un inmenso edificio, cuya construcción había costado mucho dinero. Conforme nos acercábamos a la puerta, no podía por menos que pensar en el revuelo que habría armado en el país el ingenuo que hubiera propuesto que se gastara la mitad de la suma para construir una escuela industrial para los pobres o un asilo para ancianos dignos de protección.
Nos llevaron a un despacho que hubiera podido servir de cimiento para una Torre de Babel, tan sólidamente estaba construido. Allí nos presentaron al antiguo director de nuestra pensión, en medio de un grupo que se componía de dos o tres de aquellos infatigables funcionarios, sus colegas, y de algunos visitantes. Me recibió como un hombre que hubiera formado mi espíritu y mi corazón y que me hubiera amado tiernamente. Cuando le presenté a Traddles, míster Creakle declaró, aunque con menos énfasis, que también había sido el guía, el amigo, el maestro de Traddles. Nuestro venerable pedagogo había envejecido mucho, lo que no le favorecía. Su rostro seguía tan malvado, sus ojos tan pequeños, y todavía un poco más hundidos; sus raros cabellos grises, con los que siempre le recordaba, habían desaparecido casi en absoluto, y las abultadas venas de su cráneo calvo eran muy desagradables de ver.
Después de hablar un momento con aquellos señores, cuya conversación hubiera podido hacer creer que no había en el mundo nada tan importante como el supremo bienestar de los prisioneros, ni nada que hacer en la tierra fuera de las rejas de una prisión, empezamos nuestra visita de inspección. Era precisamente la hora de comer, y en primer lugar nos condujeron a la gran cocina, donde se preparaba la comida de cada prisionero, que se le llevaba a la celda con la regularidad y precisión de un reloj. Le dije en voz baja a Traddles que me parecía un contraste muy chocante el de aquellas comidas tan abundantes y tan cuidadas, y las comidas, no digo de los pobres, pero de los soldados y marineros, de los campesinos; en fin, de la masa honrada y laboriosa de la nación, entre los que no había ni un cinco por ciento que comieran la mitad de bien. Supe que el «sistema» requería una alimentación fuerte; en una palabra, descubrí que sobre este punto, como sobre todos los demás, el « sistema» quitaba todas las dudas y zanjaba todas las dificultades.,Nadie parecía tener la menor idea de que pudiera haber otro sistema mejor que el « sistema» ni que mereciese la pena discutirlo…