Kitabı oku: «Grandes Esperanzas», sayfa 8

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Me preguntó entonces si me gustaba el lugar, y como yo le contesté afirmativamente, me pidió permiso para ausentarse por espacio de unos instantes. Pronto volvió con una botella de agua y una esponja empapada en vinagre.

—Es útil para ambos —dijo, dejándolo todo junto a la pared.

Entonces empezó a quitarse ropa, no solamente la chaqueta y el chaleco, sino también la camisa, de un modo animoso, práctico y como si estuviera sediento de sangre.

Aunque no parecía muy vigoroso, pues tenía el rostro lleno de barros y un grano junto a la boca, he de confesar que me asustaron aquellos temibles preparativos. Me pareció que mi contendiente sería de mi propia edad, pero era mucho más alto y tenía un modo de moverse que le hacía parecer más temible. En cuanto a lo demás, era un joven caballero que vestía un traje gris (antes de quitárselo para la lucha) y cuyos codos, rodillas, puños y pies estaban mucho más desarrollados de lo que correspondía a su edad.

Me faltó el ánimo cuando le vi cuadrarse ante mí con todas las demostraciones de precisión mecánica y observando al mismo tiempo mi anatomía cual si eligiera ya el hueso más apropiado. Por eso no sentí nunca en mi vida una sorpresa tan grande como la que experimenté después de darle el primer golpe y verlo tendido de espaldas, mirándome con la nariz ensangrentada y el rostro excesivamente escorzado.

Pero se puso de pie en el acto y, después de limpiarse con la esponja muy diestramente, se puso en guardia otra vez. Y la segunda sorpresa enorme que tuve en mi vida fue verlo otra vez tendido de espaldas y mirándome con un ojo amoratado.

Sentí el mayor respeto por su valor. Me pareció que no tenía fuerza, pues ni siquiera una vez me pegó con dureza, y él, en cambio, siempre caía derribado al suelo; pero se ponía de pie inmediatamente, limpiándose con la esponja o bebiendo agua de la botella y auxiliándose a sí mismo según las reglas del arte. Y luego venía contra mí con una expresión tal que habría podido hacerme creer que, finalmente, iba a acabar conmigo. Salió del lance bastante acardenalado, pues lamento recordar que cuanto más le pegaba, con más dureza lo hacía, pero se ponía de pie una y otra vez, hasta que por fin dio una mala caída, pues se golpeó contra la parte posterior de la cabeza. Pero, aun después de esta crisis en nuestro asunto, se levantó y confusamente dio algunas vueltas en torno de sí mismo, sin saber dónde estaba yo; finalmente, se dirigió de rodillas hacia la esponja, al mismo tiempo que decía, jadeante:

—Eso significa que has ganado.

Parecía tan valiente e inocente que aun cuando yo no propuse la lucha, no sentí una satisfacción muy grande por mi victoria. En realidad, llego a creer que mientras me vestía me consideré una especie de lobo u otra fiera salvaje. Me vestí, pues, y de vez en cuando limpiaba mi cruel rostro, y pregunté:

—¿Puedo ayudarlo?

—No, gracias —me contestó.

—Buenas tardes —dije entonces.

—Igualmente —replicó.

Cuando entré al patio, encontré a Estella, quien me esperaba con las llaves; no me preguntó dónde estuve ni por qué la había hecho esperar. Su rostro estaba arrebolado, como si hubiera ocurrido algo que le causara extraordinaria satisfacción. En vez de ir directamente hacia la puerta, volvió a meterse en el corredor y me hizo señas, llamándome.

—¡Ven! Puedes besarme si quieres.

Le besé la mejilla que me ofrecía. Creo que, en otra ocasión, habría sido capaz de cualquier cosa para besarle la mejilla, pero comprendí que aquel beso fue concedido a un muchacho ordinario, como pudiera haberme dado una moneda, y que, en realidad, no tenía ningún valor.

A causa de las visitas que recibió la señorita Havisham porque era su cumpleaños, tal vez también por haber jugado a los naipes más que otras veces o quizá debido a mi pelea, el caso es que mi visita fue mucho más larga, y cuando llegué a las cercanías de mi casa, la luz que indicaba la existencia del banco de arena, más allá de los marjales, brillaba sobre el fondo de negro cielo y la fragua de Joe dibujaba una franja de fuego a través del camino.

Capítulo XII

Me intranquilizó mucho el caso del joven caballero pálido. Cuanto más recordaba la pelea y mentalmente volvía a ver a mi antagonista en el suelo, en las varias fases de la lucha, mayor era la certidumbre que sentía de que me harían algo. Sentía que la sangre del joven y pálido caballero había caído sobre mi cabeza, y me decía que la ley tomaría venganza de mí. Sin tener idea clara de cuáles eran las penalidades en que había incurrido, para mí era evidente que los muchachos de la aldea no podrían recorrer la comarca para ir a saquear las casas de la gente y acometer a los jóvenes estudiosos de Inglaterra, sin quedar expuestos a severos castigos. Durante varios días procuré no alejarme mucho de mi casa, y antes de salir para cualquier mandado miraba a la puerta de la cocina con la mayor precaución y hasta con cierto temblor, temiendo que los oficiales de la cárcel del condado vinieran a caer sobre mí. La nariz del pálido y joven caballero me había manchado los pantalones, y en el misterio de la noche traté de borrar aquella prueba de mi crimen. Al chocar contra los dientes de mi antagonista me herí los puños, y retorcí mi imaginación en un millar de callejones sin salida, mientras buscaba increíbles explicaciones para justificar aquella circunstancia condenatoria cuando me curaran ante los jueces.

Cuando llegó el día de mi visita a la escena de mi violencia, mis terrores llegaron a su colmo. ¿Y si algunos agentes, esbirros de la justicia, especialmente enviados desde Londres, estaban emboscados detrás de la puerta? ¿Y si la señorita Havisham, deseosa de tomar venganza personal de un ultraje cometido en su casa, se pusiera de pie, llevando aquel traje sepulcral, y, apuntándome con una pistola, me mataba de un tiro?

¿Quién sabe si cierto número de muchachos sobornados —una numerosa banda de mercenarios— se habrían comprometido a esperarme en la fábrica de cerveza para caer sobre mí y matarme a puñetazos? Pero tenía tanta confianza en la lealtad del joven y pálido caballero, que nunca lo creí autor o inspirador de tales desquites, los cuales siempre se presentaban a mi imaginación como obra de sus parientes, incitados por el estado de su rostro y por la indignación que había de producirles ver tan malparados los rasgos familiares.

Sin embargo, no tenía más remedio que ir a casa de la señorita Havisham, y allá me fui. Pero, por maravilloso que parezca, nada oí acerca de la última lucha. No se hizo la más pequeña alusión a ella, ni tampoco pude descubrir en la casa al pálido y joven caballero. Encontré la misma puerta abierta, exploré el jardín y hasta miré a través de las ventanas de la casa, pero no pude ver nada porque los postigos estaban cerrados y por dentro parecía estar deshabitada. Tan sólo en el rincón en que tuvo lugar la pelea descubrí huellas del joven caballero. En el suelo había algunas manchas de su sangre, y las oculté con barro para que no pudiera verlas nadie.

En el rellano, muy grande, que había entre la estancia de la señorita Havisham y la otra en que estaba la gran mesa vi una silla de jardín, provista de ruedas, y que otra persona podía empujar por el respaldo. Había sido colocada allí a partir de mi última visita, y aquel mismo día uno de mis deberes fue pasear a la señorita Havisham en aquella silla de ruedas, eso en cuanto se cansó de andar, apoyada en su bastón y en mi hombro, por su propia estancia y por la inmediata en que había la mesa. Hacíamos una y otra vez este recorrido, que a veces llegaba a durar hasta tres horas sin parar.

Insensiblemente menciono ya esos paseos como muy numerosos, porque pronto se convino que yo iría a casa de la señorita Havisham todos los días alternados, al mediodía, para dedicarme a dicho menester, y ahora puedo calcular que así transcurrieron de ocho a diez meses.

Cuando empezamos a acostumbrarnos más uno a otro, la señorita Havisham hablaba más conmigo y me dirigía preguntas acerca de lo que había aprendido y lo que me proponía ser. Le dije que me figuraba sería puesto de aprendiz con Joe; además, insistí en que no sabía nada y que me gustaría saberlo todo, con la esperanza de que pudiera ofrecerme su ayuda para alcanzar tan deseado fin. Pero no hizo nada de eso, sino que, por el contrario, pareció que prefería fuera un ignorante. Ni siquiera me dio algún dinero u otra cosa más que mi comida diaria, y tampoco se estipuló que se me debiera pagar por mis servicios.

Estella andaba de un lado a otro, y siempre me abría la puerta y me acompañaba para salir, pero nunca más me dijo que la besara. Algunas veces me toleraba muy fríamente; otras se mostraba condescendiente o familiar, y en algunas me decía con la mayor energía que me odiaba. La señorita Havisham me preguntaba en voz muy baja o cuando estábamos solos:

—¿No te parece que cada día es más bonita, Pip?

Y cuando le contestaba que sí, porque, en realidad, así era, parecía gozar con mi respuesta.

También cuando jugábamos a los naipes, la señorita Havisham nos observaba, contemplando entusiasmada los actos de Estella, cualesquiera que fuesen. Y a veces, cuando su humor era tan vario y contradictorio que yo no sabía qué hacer ni qué decir, la señorita Havisham la abrazaba con el mayor cariño, murmurando algo a su oído que se parecía a: “¡Destroza sus corazones, orgullo y esperanza mía! ¡Destroza sus corazones y no tengas compasión!”.

Joe solía cantar una canción en la fragua, cuyo estribillo era “Old Clem”. No era, desde luego, un modo ceremonioso de prestar homenaje a un santo patrón; pero me figuro que Old Clem sostenía esta especie de relaciones con los herreros. Era una canción que daba el compás para golpear el hierro y una excusa lírica para la introducción del respetado nombre de Old Clem. Así, para indicar el tiempo a los herreros que rodeaban el yunque, cantaba:

¡Old Clem!Dale, dale, dale fuerte.¡Old Clem!El martillo que resuene. ¡Old Clem!Dale al fuelle, dale al fuelle. ¡Old Clem!Como un león ruja el fuego. ¡Old Clem!

Un día, poco después de la aparición de la silla con ruedas, la señorita Havisham me dijo de pronto, moviendo impaciente los dedos:

—¡Vamos, canta!

Yo me sorprendí al observar que entonaba esta canción mientras empujaba la silla con ruedas por la estancia. Y ocurrió que fue tan de su gusto que empezó a cantarla a su vez y en voz tan baja como si la entonara en sueños. A partir de aquel momento fue ya costumbre nuestra cantarla mientras íbamos de un lado a otro, y muchas veces Estella se unía a nosotros, mas nuestras voces eran tan quedas, aunque cantábamos los tres a coro, que en la vieja casa hacíamos mucho menos ruido que el producido por un pequeño soplo de aire.

¿Qué sería de mí con semejante ambiente? ¿Cómo podía mi carácter dejar de experimentar su influencia? ¿Es de extrañar que mis ideas estuvieran deslumbradas, como lo estaban mis ojos cuando salía a la luz natural desde la niebla amarillenta que reinaba en aquellas estancias?

Tal vez habría dado cuenta a Joe del joven y pálido caballero si no me hubiera visto obligado previamente a contar las mentiras que ya conoce el lector. En las circunstancias en que me hallaba, me dije que Joe no podría considerar al joven pálido como pasajero apropiado para meterlo en el coche tapizado de terciopelo negro; por consiguiente, no dije nada de él. Además, cada día era mayor la repugnancia que me inspiraba la posibilidad de que se hablara de la señorita Havisham y de Estella, sensación que ya tuve el primer día. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy, y por eso a ella se lo referí todo. Por qué me pareció natural obrar así y por qué Biddy sentía el mayor interés en cuanto le refería, son cosas que no comprendí entonces, aunque me parece comprenderlas ahora. Mientras tanto, en la cocina de mi casa se celebraban consejos que agravaban de un modo insoportable la exaltada situación de mi ánimo. El estúpido de Pumblechook solía ir por las noches con el único objeto de discutir con mi hermana acerca de mis esperanzas, y, realmente, creo, y en la hora presente con menos contrición de la que debería sentir, que si mis manos hubieran podido quitar un tornillo de la rueda de su carruaje, lo habrían hecho sin duda alguna.

Aquel hombre miserable era tan estúpido que no podía discutir mis esperanzas sin tenerme delante de él, como si fuera para operar en mi cuerpo, y solía sacarme del taburete en que estaba sentado, agarrándome casi siempre por el cuello y poniéndome delante del fuego, como si tuviera que ser asado. Entonces empezaba diciendo:

—Ahora ya tenemos aquí al muchacho. Aquí está este muchacho que tú criaste “a mano”. Levanta la cabeza, muchacho, y procura sentir siempre la mayor gratitud por los que tal hicieron contigo. Ahora hablemos de este muchacho.

Dicho esto, me mesaba el cabello a contrapelo, cosa que, según ya he dicho, consideré siempre que nadie tenía el derecho de hacer, y me situaba ante él agarrándole la manga. Aquél era un espectáculo tan imbécil que solamente podía igualar su propia imbecilidad.

Entonces, él y mi hermana empezaban a decir una sarta de tonterías respecto a la señorita Havisham y acerca de lo que ella haría por mí. Al oírlos sentía ganas de echarme a llorar y de arrojarme contra Pumblechook y aporrearlo con toda mi alma. En tales diálogos, mi hermana me hablaba como si, moralmente, me arrancara un diente a cada referencia que hacía de mí; en tanto que Pumblechook, quien se había constituido a sí mismo en mi protector, permanecía sentado y observándome con cierto desdén, cual arquitecto de mi fortuna que se viera comprometido a realizar un trabajo nada remunerador.

Joe no tomaba ninguna parte en tales discusiones, aunque muchas veces le hablaban mientras ocurrían aquellas escenas, solamente porque la señora Joe se daba cuenta de que no le gustaba que me alejaran de la fragua. Yo entonces ya tenía edad más que suficiente para entrar de aprendiz al lado de Joe; y cuando éste se había sentado junto al fuego, con el hierro de atizar las brasas sobre las rodillas, o bien se ocupaba en limpiar la reja de ceniza, mi hermana interpretaba tan inocente pasatiempo como una contradicción a sus ideas, y entonces se arrojaba sobre él, le quitaba el hierro de las manos y le daba un par de sacudidas. Pero había otro final irritante en todos aquellos debates. De pronto y sin que nada lo justificara, mi hermana interrumpía con un bostezo y, echándome la vista encima como si fuera por casualidad, se dirigía a mí furiosa exclamando:

—Anda, ya estamos cansados de verte. Vete a la cama enseguida. Ya has molestado bastante por esta noche.

Como si yo les pidiera por favor que se dedicaran a hacerme la vida imposible.

Así pasamos bastante tiempo, y parecía que continuaríamos de la misma manera por espacio de algunos años, cuando, un día, la señorita Havisham interrumpió nuestro paseo mientras se apoyaba en mi hombro. Entonces me dijo con acento de disgusto:

—Estás creciendo mucho, Pip.

Yo creí mejor observar, mirándola pensativo, que ello podía estar ocasionado por circunstancias en las cuales no tenía ningún dominio.

Ella no dijo nada más, pero luego se detuvo y me miró una y otra vez; y después parecía estar muy disgustada. En mi visita siguiente, en cuanto terminamos nuestro ejercicio usual y yo la dejé junto a la mesa del tocador, me preguntó, moviendo al mismo tiempo sus impacientes dedos:

—Dime cómo se llama ese herrero con quien vives.

—Joe Gargery, señora.

—Quiero decir el herrero a cuyas órdenes debes entrar como aprendiz.

—Sí, señorita Havisham.

—Mejor es que empieces a trabajar con él inmediatamente. ¿Crees que ese Gargery tendrá inconveniente en venir contigo, trayendo tus documentos?

Yo repliqué que no tenía la menor duda de que lo consideraría un honor. —Entonces, hazlo venir.

—¿En algún día determinado, señorita Havisham?

—¡Calla! No quiero saber nada acerca de las fechas. Que venga pronto contigo. En cuanto llegué aquella noche a mi casa y di cuenta de este mensaje para Joe, mi hermana se encolerizó en un grado alarmante, pues jamás habíamos visto cosa igual. Nos preguntó a Joe y a mí si nos figurábamos que era algún limpiabarros para nuestros pies y cómo nos atrevíamos a tratarla de aquel modo, así como también de quién pensábamos podría ser digna compañera. Cuando terminó de derramar un torrente de preguntas semejantes, tiró una palmatoria a la cabeza de Joe, se echó a llorar ruidosamente, sacó el recogedor del polvo (lo cual siempre era un indicio temible), se puso su delantal de faena y empezó a limpiar la casa con extraordinaria rabia. Y, no satisfecha con limitarse a sacudir el polvo, sacó un cubo de agua y un estropajo y nos echó de la casa, de modo que ambos tuvimos que quedarnos en el patio temblando de frío. Dieron las diez de la noche antes de que nos atreviéramos a entrar sin hacer ruido, y entonces ella preguntó a Joe por qué no se había casado, desde luego, con una negra esclava. El pobre Joe no le contestó, sino que se limitó a acariciarse las patillas y a mirarme tristemente, como si creyera que habría hecho mucho mejor siguiendo la indicación de su esposa.

Capítulo XIII

Fue una prueba para mis sentimientos cuando, al día subsiguiente, vi que Joe se ponía su traje dominguero para acompañarme a casa de la señorita Havisham. Aunque él creía necesario ponerse el traje de las fiestas, no me atreví a decirle que tenía mucho mejor aspecto con el de faena, y más todavía cerré los labios porque me di cuenta de que se resignaba a sufrir la incomodidad de su traje nuevo exclusivamente en mi beneficio y que también por mí se puso el cuello tan alto que el cabello de la coronilla le quedó erizado como si fuera un moño de plumas.

Nos encaminamos a la ciudad, precediéndonos mi hermana, que iba a la ciudad con nosotros y se quedaría en casa del tío Pumblechook, en donde podríamos recogerla; en cuanto termináramos con nuestras elegantes “señoritas”, modo de mencionar nuestra ocupación, del que Joe no pudo augurar nada bueno. La fragua quedó cerrada todo aquel día, y, sobre la puerta, Joe escribió en yeso, como solía hacer en las rarísimas ocasiones en que la abandonaba, la palabra “Hausente”, acompañada por el dibujo imperfecto de una flecha que se suponía haber sido disparada en la dirección que él tomó.

Llegamos a casa del tío Pumblechook. Mi hermana llevaba un enorme gorro de castor y un cesto muy grande de paja trenzada, un par de zuecos, un chal de repuesto y un paraguas, aunque el día era muy hermoso. No sé, exactamente, si llevaba todo esto por penitencia o por ostentación, pero me inclino a creer que lo exhibía para dar a entender que poseía aquellos objetos del mismo modo como Cleopatra a otra célebre soberana pudiera exhibir su riqueza transportada por largo y brillante cortejo.

En casa del tío Pumblechook, mi hermana se separó de nosotros. Como entonces eran casi las doce de la mañana, Joe y yo nos encaminamos directamente a casa de la señorita Havisham. Estella abrió la puerta como de costumbre, y, en el momento en que la vio, Joe se quitó el sombrero y pareció sopesarlo con ambas manos, como si tuviera alguna razón urgente para apreciar con exactitud una diferencia de peso de un cuarto de onza.

Estella apenas se fijó en nosotros, pero nos guió por el camino que yo conocía tan bien; yo la seguía inmediatamente, y Joe cerraba la marcha. Cuando miré a éste mientras íbamos por el corredor, vi que todavía pesaba su sombrero con el mayor cuidado y nos seguía a largos pasos, aunque andando de puntillas.

Estella me dijo que debíamos entrar los dos, de modo que tomé a Joe por la manga de su chaqueta y lo llevé ante la presencia de la señorita Havisham. La dama estaba sentada a la mesa del tocador, e inmediatamente volvió los ojos hacia nosotros.

—¡Oh! —dijo a Joe—. ¿Es usted el marido de la hermana de este muchacho?

Jamás me habría imaginado a mi querido Joe tan distinto de sí mismo o tan parecido a un ave extraordinaria, de pie como estaba, mudo, con su moño de plumas erizadas y la boca desmesuradamente abierta.

—¿Es usted el marido —repitió la señorita Havisham— de la hermana de este muchacho?

La situación se agravaba, pero durante toda la entrevista, Joe persistió en dirigirse a mí, en vez de hacerlo a la señorita Havisham.

—Cuando me casé con tu hermana, Pip —observó Joe con tono expresivo, confidencial y a la vez muy cortés— fue con la idea de ser su marido; hasta entonces fui un hombre soltero.

—¡Oiga! —dijo la señorita Havisham—. Creo que usted ha criado a este muchacho con intención de hacerlo su aprendiz. ¿Es así, señor Gargery?

—Ya sabes, Pip —replicó Joe—, que siempre hemos sido buenos amigos y que ya hemos convenido que trabajaríamos juntos, y hasta que nos iríamos a cazar alondras. Tú no has puesto nunca inconvenientes a trabajar entre el humo y el fuego, aunque tal vez los demás no se hayan mostrado nunca conformes con eso.

—¿Acaso el muchacho ha manifestado su desagrado? —preguntó la señorita Havisham.

—¿Le gusta el oficio?

—Ya te consta perfectamente, Pip —replicó Joe con el mismo tono confidencial y cortés —, que éste ha sido siempre tu deseo. Creo que nunca has tenido inconveniente en trabajar conmigo, Pip.

Fue completamente inútil que yo intentara darle a entender que debía contestar a la señorita Havisham. Cuantas más muecas y señas le hacía yo, más persistía en hablarme de un modo confidencial y cortés.

—¿Ha traído usted su contrato de aprendizaje? —preguntó la señorita Havisham.

—Ya sabes, Pip —replicó Joe como si esta pregunta fuera poco razonable—, que tú mismo me has visto guardarme los papeles en el sombrero, y sabes muy bien que continúan en él.

Dicho esto, los sacó y los entregó, no a la señorita Havisham, sino a mí. Por mi parte, temo que entonces me avergoncé de mi buen amigo. Y, en efecto, me avergoncé de él al ver que Estella estaba junto al respaldo del sillón de la señorita Havisham y que miraba con ojos sonrientes y burlones. Tomé los papeles de manos de mi amigo y los entregué a la señorita Havisham.

—¿Usted no esperaba que el muchacho recibiera ninguna recompensa? —preguntó la señorita Havisham mientras examinaba los papeles.

—Joe —exclamé, en vista de que él no daba ninguna respuesta—, ¿por qué no contestas?...

—Pip —replicó Joe, en apariencia disgustado—, creo que entre tú y yo no hay que hablar de eso, puesto que ya sabes que mi contestación ha de ser negativa. Y como ya lo sabes, Pip, ¿para qué he de repetírtelo?

La señorita Havisham lo miró, dándose cuenta de quién era, realmente, Joe, mejor de lo que yo mismo habría imaginado, y tomó una bolsa de la mesa que estaba a su lado.

—Pip se ha ganado una recompensa aquí —dijo—. Es ésta. En esta bolsa hay veinticinco guineas. Dalas a tu maestro, Pip.

Como si la extraña habitación y la no menos extraña persona que la ocupaba lo hubieran trastornado por completo, Joe persistió en dirigirse a mí.

—Eso es muy generoso por tu parte, Pip —dijo—. Y aunque no hubiera esperado nada de eso, no dejo de agradecerlo como merece. Y ahora, muchacho —añadió, dándome la sensación de que esta expresión familiar era dirigida a la señorita Havisham—. Ahora, muchacho, podremos cumplir con nuestro deber. Tú y yo podremos cumplir nuestro deber uno con otro y también para con los demás, gracias a tu espléndido regalo.

—Adiós, Pip —dijo la señorita Havisham—. Acompáñalos, Estella.

—¿He de volver otra vez, señorita Havisham? —pregunté.

—No. Gargery es ahora tu maestro. Haga el favor de acercarse, Gargery, que quiero decirle una cosa.

Mientras yo atravesaba la puerta, mi amigo se acercó a la señorita Havisham, quien dijo a Joe con voz clara:

—El muchacho se ha portado muy bien aquí, y ésta es su recompensa. Espero que usted, como hombre honrado, no esperará ninguna más ni nada más.

No sé cómo salió Joe de la estancia, pero lo que sí sé es que cuando lo hizo se dispuso a subir la escalera en vez de bajarla, sordo a todas las indicaciones, hasta que fui en su busca y lo agarré. Un minuto después estábamos en la parte exterior de la puerta, que quedó cerrada, y Estella se marchó. Cuando de nuevo estuvimos a la luz del día, Joe se apoyó en la pared y exclamó: —¡Es asombroso!

Y allí repitió varias veces esta palabra con algunos intervalos, hasta el punto de que empecé a temer que no podía recobrar la claridad de sus ideas. Por fin prolongó su observación, diciendo:

—Te aseguro, Pip, que es asombroso.

Y así, gradualmente, volvimos a conversar de asuntos corrientes y emprendimos el camino de regreso.

Tengo razón para creer que el intelecto de Joe se aguzó gracias a la visita que acababa de hacer y que en nuestro camino hacia casa del tío Pumblechook inventó una sutil estratagema. De esto me convencí por lo que ocurrió en la sala del señor Pumblechook, en donde, al presentarnos, mi hermana estaba conferenciando con aquel detestado comerciante en granos y semillas.

—¿Qué? —exclamó mi hermana dirigiéndose inmediatamente a los dos—. ¿Qué les ha sucedido? Me extraña mucho que se dignen en volver a nuestra pobre compañía.

—La señorita Havisham —contestó Joe mirándome con fijeza y como si hiciera un esfuerzo para recordar— insistió mucho en que presentáramos a ustedes... Oye, Pip: ¿dijo cumplimientos o respetos?

—Cumplimientos —contesté yo.

—Así me lo figuraba —dijo Joe—. Pues bien, que presentáramos sus cumplimientos a la señora Gargery.

—Poco me importa eso —observó mi hermana, aunque, sin embargo, complacida.

—Dijo también que habría deseado —añadió Joe mirándome de nuevo y en apariencia haciendo esfuerzos por recordar— que si el estado de su salud le hubiera permitido... ¿No es así, Pip?

—Sí. Deseaba haber tenido el placer... —añadí.

—... de gozar de la compañía de las señoras —dijo Joe dando un largo suspiro. —En tal caso —exclamó mi hermana dirigiendo una mirada ya más suave al señor Pumblechook—, podría haber tenido la cortesía de mandarnos primero este mensaje. Pero, en fin, vale más tarde que nunca. ¿Y qué le ha dado al muchacho?

La señora Joe se disponía a dar suelta a su mal genio, pero Joe continuó diciendo:

—Lo que ha dado, lo ha dado a sus amigos. Y por sus amigos, según nos explicó, quería indicar a su hermana, la señora J. Gargery. Éstas fueron sus palabras: “a la señora J. Gargery”. Tal vez —añadió— ignoraba si mi nombre era Joe o Jorge.

Mi hermana miró al señor Pumblechook, quien pasó las manos con suavidad por los brazos de su sillón y movió afirmativamente la cabeza, devolviéndole la mirada y dirigiendo la vista al fuego, como si de antemano estuviera enterado de todo.

—¿Y cuánto les ha dado? —preguntó mi hermana riéndose, sí, riéndose de veras. —¿Qué dirían ustedes —preguntó Joe— acerca de diez libras?

—Diríamos —contestó secamente mi hermana— que está bien. No es demasiado, pero está bien.

—Pues, en tal caso, puedo decir que es más que eso.

Aquel desvergonzado impostor de Pumblechook movió enseguida la cabeza de arriba abajo y, frotando suavemente los brazos del sillón, exclamó:

—Es más.

—Lo cual quiere decir... —articuló mi hermana.

—Sí, así es —replicó Pumblechook—, pero espera un poco. Adelante, Joe, adelante. —¿Qué dirían ustedes —continuó Joe— de veinte libras esterlinas?

—Diríamos —contestó mi hermana— que es una cifra muy bonita.

—Pues bien —añadió Joe—, es más de veinte libras.

Aquel abyecto hipócrita de Pumblechook afirmó de nuevo con la cabeza y se echó a reír, dándose importancia y diciendo:

—Es más, es más. Adelante, Joe.

—Pues, para terminar —dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana—, digo que aquí hay veinticinco libras.

—Son veinticinco libras —repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana—. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero. Si aquel villano se hubiera interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable, pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta.

—Ahora, Joe y señora —dijo el señor Pumblechook tomándome por el brazo y por encima del codo—, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes.

—Ya sabe, tío Pumblechook —dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero— que le estamos profundamente agradecidos.

—No se ocupen de mí para nada —replicó aquel diabólico tratante en granos—. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerlo trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso.

Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con intención de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabara de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de agarrarme in fraganti, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: “¿Qué ha hecho?”, y otros replicaban: “Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?”. Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado al boj que representaba a un joven de mala conducta, rodeado de grilletes, y cuyo título daba a entender que era “PARA LEER EN MI CALABOZO”. La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron que eran una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo tomado como si ya estuviera en camino al cadalso y en aquel momento se hubieran llenado todas las formalidades preliminares.

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