Kitabı oku: «Decirlo bien»
Decirlo Bien: Cómo conmover a otros con sus palabras
© 2016 por Charles R. Swindoll
Publicado por Editorial Patmos, Miami, FL. 33169
Todos los derechos reservados.
Publicado originalmente en inglés por FaithWords una división de Hachette Book Group, 237 Park Avenue, New York, NY 10017, con el título Saying It Well: Touching Others with Your Words.
© 2011 Charles R. Swindoll
A menos que se indique lo contrario, el texto Bíblico ha sido tomado de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.
Las citas de la Escritura marcadas (NTV), corresponden a la Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente, © Tyndale House Foundation, 2010. Usadas con permiso.
Las citas de la Escritura marcadas (NVI), corresponden a la Santa Biblia, Nueva Versión Internacional® NVI® Copyright © 1999 by Bíblica, Inc.® Usadas con permiso.
Las citas de la Escritura marcadas (LBLA), corresponden a La Biblia de las Américas © Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation Usadas con permiso
Traducido por Marisoly Alvarez-Scarpitta
Editado por Gisela Sawin
Edición contextual: Carlos A. Zazueta, Carmen Montgomery
y Williams Trigueros
Adaptación de portada por Adrián Romano
ISBN: 978-1-58802-740-5
ISBN eBook: 978-1-58802-912-6
Categoría: Vida cristiana/ Comunicación
Dedicatoria
Aprender a hacer las cosas bien toma tiempo… mucho tiempo.
Me tomó mucho tiempo aprender a relacionarme bien con la gente, a preocuparme por otros profunda, sincera y significativamente. Doy gracias a mi matrimonio y a mi familia por ello.
Me tomó mucho tiempo aprender a dirigir bien, a ser firme y no desplomarme cuando la vida es difícil, demandante y agotadora. Le debo esto a mi entrenamiento en la Infantería de Marina.
Me tomó mucho tiempo aprender a pensar bien, a estudiar diligentemente, a buscar la verdad, a ser fiel a mi llamado y ser disciplinado con el tiempo. Agradezco a muchos de mis profesores por ello.
Me tomó mucho tiempo aprender a cómo comunicarme bien, poner pensamientos en imágenes mentales, y luego expresar esas imágenes en palabras para así por conectarme claramente con otros. Debo agradecer por ello a mi antiguo maestro, mi modelo, mi mentor y querido amigo por más de cincuenta años.
El Dr. Howard G. Hendricks significa tanto para mí mucho más de lo que pueda expresar. De muchas maneras, yo soy el hombre que soy hoy gracias a sus contribuciones en mi vida. Por tanto, es con gran placer y sincera gratitud que dedico este volumen a él. Por su gran inversión personal en mí, ahora conozco el gozo y los beneficios de comunicarme bien.
Contenido
Contenido
Introducción
Capítulo 1 - Llamado
Capítulo 2 - Preparar
Capítulo 3 - Explorar
Capítulo 4 - Excavar
Capítulo 5 - Construír
Capítulo 6 - Orar
Capítulo 7 - Ilustrar
Capítulo 8 - Reír
Capítulo 9 - Aplicar
Capítulo 10 - Concluír
Post Scríptum - Vivirlo Bien
Notas
Introducción
Soy un predicador. Estoy involucrado en muchas otras cosas, pero principalmente soy un predicador. ¡Y me encanta!
De niño nunca me hubiera imaginado diciendo esto. El último lugar en donde yo quería estar era hablando en frente de otras personas. Aunque crecí en la iglesia y llegué a conocer a varios predicadores bastante bien, la idea de que algún día llegaría a estar de pie predicando, nunca pasó por mi mente.
No solo no me interesaba hacerlo, además tenía un problema importante para hacerlo: era tartamudo. No sé a qué se debía, pero el problema empeoró cuando alcancé la adolescencia. Cuando llegué a la preparatoria lo último que deseaba era estar hablando frente a un grupo de personas. Obviamente, los planes de Dios no pueden ser saboteados por nuestros miedos o limitaciones. Por razones que nunca comprenderé, el Señor decidió que alguien, con una lengua tan inútil como la mía, llegaría a dedicar su vida a preparar y luego a presentar mensajes de su Palabra por lo menos cuarenta veces al año (con frecuencia más). Eso además de cumplir con el papel de pastor.
El trayecto del tartamudeo hasta «decirlo bien» me llevó un largo tiempo. No fue fácil y tampoco rápido. El proceso requirió la ayuda de otros que vieron un potencial en mí que yo no podía ver. Mi peregrinaje me llevó al otro lado del mundo y de regreso antes de que yo siquiera considerara cualquier tipo de papel que implicara hablar en público. Este peregrinaje también requirió varios años de educación formal y otros tantos bajo la supervisión de una serie de mentores, cada uno con algo específico que ofrecer y que realmente necesitaba. Finalmente, tuve que soportar unos cuantos años turbulentos de andar por mí cuenta antes de poder sentirme cómodo cumpliendo mi llamado: la predicación.
Después de todos estos años (más de cinco décadas) de exponer, enseñar y predicar, siento que por fin estoy listo para poner en papel mucho de lo que hoy en día funciona para mí. Me gustaría poder comunicarlo todo, pero eso sería una utopía. Algunas cosas, aceptémoslo, no pueden ser expresadas en palabras sobre el papel; deben surgir naturalmente desde adentro. Cada uno de nosotros tiene su propio «estilo» inimitable, y que es nuestro y solo nuestro. Dios ha dotado a cada persona de manera única. Es esencial que usted descubra «de qué esta hecho», como decía mi padre. Una vez que descubra su estilo, necesita cultivarlo para ser USTED mismo. Tendré esto en mente a medida que escriba este libro. La última cosa que usted necesita es ser otro como yo. ¡Con uno como yo basta! Pero hay algunas cosas que mencionaré aquí que pueden serle de mucha utilidad; eso espero.
Antes de proseguir, volvamos a lo que he llamado «esencial»… ser USTED mismo. Quiero presentarle tres ideas simples, pero muy importantes que he mencionado a individuos y grupos a lo largo de los años. Si estas tres ideas son recordadas y cultivadas, no solo le permitirán seguir siendo USTED, sino también marcarán la diferencia en sus habilidades de comunicación verbal cuando se ponga de pie y hable a otros.
Sepa quién es usted.
Acepte quién es usted.
Sea quién es usted.
No solo que cada uno de estos punto es esencial, sino también el orden es importante. A primera vista puede parecer algo tan elemental que le provoque bostezar. Pero espere. Mire otra vez. Para poder ponerse de pie y hablar con un mínimo de confianza y soltura, es valioso que descubra y aplique cada uno de ellos.
Sepa quién es usted. La verdad sea dicha, la mayoría de las personas que he conocido jamás han hecho un estudio de sí mismos. Por lo tanto, no se conocen a sí mismos, al menos no de manera profunda. Por la razón que sea, la falta de una profunda conciencia de uno mismo se ha generalizado. La mayoría no conoce sus propias habilidades y destrezas, su temperamento y personalidad, sus fortalezas y debilidades, o de qué manera son percibidos por las demás personas. Mientras mejor sepamos quiénes somos, más grande será nuestra efectividad y facilidad para hablar, y menores serán nuestros intentos por ser quien no somos. Esto, por cierto, es un grave problema entre los predicadores.
Acepte quién es usted. Luego de descubrir quiénes somos, el siguiente gran paso es tomar la decisión de aceptar la verdad de este descubrimiento. El efecto secundario es un maravilloso alivio: usted es ahora libre. Recuerde, la verdad es la que nos hace libres. En lugar de aparentar, quien se acepta a sí mismo vive en el maravilloso mundo de la realidad, no en la tierra de la fantasía. Sin embargo, esto no significa que nos guste todo de nosotros mismos; significa que entendemos cómo somos. Estamos conscientes de nuestra identidad, estamos dispuestos a vivir con ella y no intentaremos aparentar que no existe. Los buenos comunicadores no pueden fingir, lo cual nos lleva al entender mejor el tercer punto.
Sea quien es usted. No conozco nada que sea más valioso, cuando se trate de la importantísima virtud de la autenticidad, que simplemente ser quien es usted. Cuando usted llegue a sentirse cómodo en su propia piel, experimentará una fluidez natural en sus labios. Además, tendrá mucha menos dificultad para lograr dos metas incalculables: «encontrar su voz» y «convertirse en el mensaje». Desafortunadamente, este «ser quien es usted» no se da en forma tan natural como se piensa, no es algo que se pueda decidir sentado cómodamente, aunque ciertamente comienza con una decisión, y luego suceda de repente. Es un proceso de crecimiento en el cual usted voluntariamente le permite a Dios que le haga cada vez más quien es USTED, primero en la vida, y luego cuando se pare delante de una audiencia.
Escribiré más sobre este punto a lo largo de este libro porque es de crucial importancia para «decirlo bien». Desafortunadamente, al tratar de explicar cómo «encontrar su voz» y «convertirse en el mensaje» se puede caer en ser demasiado esotérico como para ser práctico, o demasiado pedante como para ser interesante. Por eso, he decidido usar mi propia experiencia como ejemplo de cómo el Señor logró esto en mi propia vida. Rara vez prefiero hablar de mí mismo, pero es más fácil mostrar la transformación en mi propia vida que hablar de ello en la vida de los demás.
Después de todo, este es el método utilizado en la Biblia. Piense en varios personajes citados en las páginas de la Palabra de Dios. La mayoría de ellos fueron efectivos en su comunicación porque estuvieron conscientes de la verdad sobre ellos mismos, hicieron las paces con esa verdad, y permitieron al Señor obrar en ellos y a través de ellos para, finalmente, hablar con una voz de autenticidad. Solo por nombrar algunos, considere los siguientes catorce personajes:
Moisés, a la edad de ochenta años, no podía hablar con facilidad y lo admitió.
Amós fue un profeta tosco y poco sofisticado que nunca intentó disimularlo.
Jeremías estaba tan quebrantado que frecuentemente lloraba.
Juan el Bautista se rehusó a perder el tiempo tratando de ser el Mesías.
David nunca olvidó las raíces humildes de su juventud.
Pablo se vio a sí mismo como el mayor de los pecadores y un pobre infeliz.
José perdonó a sus hermanos, pero jamás negó que habían actuado mal.
Ester sabía que lo que le dijera al rey podía ponerla en grave peligro.
Lucas fue un médico y su culto vocabulario lo demuestra.
Una vez que la virgen María entendió su papel, lo aceptó con humildad.
Cuando Elías cayó en depresión, lo reconoció.
Nehemías se negó a que Sanbalat lo intimidara.
Job expresó abiertamente su dolor y confesó su confusión.
Juan escribió sobre su propio miedo al presenciar el juicio venidero.
Incluso Jesús, aunque jamás estorbado por pecados o problemas personales, tuvo que aprender a aceptar su identidad como Mesías. Él pasó de la infancia a un conocimiento pleno de su deidad, y luego a la edad de treinta y tres años se indentificó a sí mismo como «el camino, la verdad y la vida».
Cada uno de estos individuos transmitió mensajes que fueron significativos e influyentes. Aunque vivieron hace varios siglos, lo que dijeron (y, en algunos casos, escribieron) continua llegando a los corazones, y conmoviendo vidas. Cuando analizamos a cada personaje, nos damos cuenta de lo diferentes que fueron cada uno de ellos, pero el «estilo» inimitable de cada persona penetró las mentes de aquellos que los escucharon. En algunos casos, la vida no volvió a ser la misma como resultado de lo que comunicaron. Una razón fundamental de su efectividad fue el conocerse a sí mismos, su disposición de aceptar la realidad, y su determinación para ser quienes ellos eran.
Deseaba cubrir estos aspectos al principio, antes de que alguien que tomara este libro pensara que al leer lo que aquí está escrito podía escapar la realidad de quien es. ¡Al contrario! Quién usted es juega un papel decisivo en la transmisión apasionada y efectiva de su mensaje. Porque Dios le hizo de la manera en que es usted, y supervisó cada momento de su pasado incluyendo todas sus dificultades, penas y luchas, Él quiere usar sus palabras en forma única. Nadie más puede hablar a través de sus cuerdas vocales e, igualmente importante, nadie más tiene su misma historia. Cuando todo esto se mezcla en un mensaje que Dios desea que sea proclamado, el resultado es extraordinario. Quizás no esté listo para creerlo ahora mismo, al igual que yo no podía ver más allá de mi tartamudez, así que solo le pido que mientras tanto lo acepte «por fe». Le tomará algún tiempo poder asimilarlo todo. A mí me tomó décadas.
A manera de clarificación, permítame asegurarle que lo leerá a continuación no es una lista pulida de técnicas que de la noche a la mañana lo transformarán en un orador sobresaliente. Aunque haré lo mejor que pueda por explicar las cosas que he aprendido y son invaluables para mí, no piense que al ponerlas en práctica tendrá la habilidad persuasiva de Winston Churchill, la extravagante elocuencia de Charles Haddon Spurgeon, o la voz y presencia imponentes del ex presidente Ronald Reagan. Esto, no solo es imposible, sino absurdo. En lugar de ello, vea a cada uno de ellos como consejos de compañeros de viaje, quienes ya se han cruzado con la mayoría de los desvíos y tropiezos peligrosos con los que usted tendrá que lidiar. Ninguna suma de técnicas podrán reemplazar la autenticidad, pero cuando usted habla siendo auténtico, las técnicas enriquecerán su mensaje.
Por medio de este libro espero alentarlo a conocerse, y luego a aceptarse y después a ser el verdadero USTED, con verrugas y todo. A medida que se sienta más cómodo con ello, sentirá menos deseos de intentar ser (o sonar) como otra persona. Puesto que Dios le hizo como usted es, Él espera que el mensaje que usted comunique salga de USTED y no de alguien más. Lo único que usted y yo tenemos en común con cualquier otro individuo es que somos seres humanos. Lo que hablamos fluye a través de cuerdas vocales humanas que cualquier otro ser humano también posee. Aparte de esta realidad anatómica, somos individuos completamente diferentes.
Este hecho es lo que hace que nuestro mensaje sea persuasivo y nuestra presentación única: nuestra propia individualidad. Nunca olvidemos esto. A partir de este punto, es importante que se libere de la camisa de fuerza de las expectativas ajenas. Más aún, debe vencer el miedo de no sonar como alguna otra persona que usted admire. Ciertamente puede aprender de tales personas, pero no pierda su tiempo intentando ser como ellos, o actuando parecido a ellos. Esto es plagio. Mientras no se libere de esta trampa, no podrá hallar su propia voz. Repito: usted es USTED y nadie más. De aquí en adelante intente aprovechar lo que le sea útil de este libro sin olvidar jamás que cada principio o sugerencia debe ser adaptada a SU propio estilo y a SU propia manera de expresarse cuando USTED hable o predique.
¡Cómo me habría gustado que durante mi educación formal alguien me hubiera dicho estas cosas! Porque nadie lo hizo, pasé demasiado tiempo tratando de parecerme o de sonar como alguien que no era. Felizmente, todo eso quedó en el pasado y espero que algún día sea igual para usted.
Debo hacer una pausa para expresar mi agradecimiento hacia varias personas que me animaron a escribir este libro. Mis fieles amigos editoriales Rolf Zettersten y Joey Paul de Faith Words, quienes no solo creyeron en este proyecto, sino que me animaron a escribirlo después de haber publicado mi obra anterior, Despertando a la Iglesia. Su entusiasmo me motivó a hacerlo y a mantenerme «diciéndolo bien». Mi viejo amigo Sealy Yates, excelente receptor de mis ideas a medida que hablábamos largamente sobre el valor y la necesidad de escribir este libro. Su ayuda excepcional como mi agente literario ha sido invaluable. Y, por supuesto, mi editor Mark Gaither, quien me brindó valiosas ideas y sugerencias durante el proceso. Siendo mi yerno y además increíblemente talentoso y creativo con la pluma, pasamos horas de interacción significativa juntos. Con qué frecuencia cubrimos los extremos en nuestras numerosas conversaciones, desde tranquilas y profundamente serias discusiones, hasta aquellas llenas de situaciones divertidas y carcajadas estridentes. Sin Mark no habría podido escribir mis palabras tan claramente o expresarlas tan bien.
Con esto ya tenemos suficiente para empezar. En las páginas siguientes quiero llevarlo a través de un proceso que es como un diagrama de mi propia vida como conferencista y predicador. Para ayudarme a enfocarme en un importante segmento luego de otro, he titulado cada sección con una sola palabra.
Ya que todo comenzó con lo que con frecuencia me refiero a mi «llamado», este es el mejor lugar por donde comenzar.
Capítulo 1 - Llamado
[El llamado de Dios] tenía todo que ver con vivir toda la vida de uno en obediencia… por medio de la acción. No solo requería unamente, sino también un cuerpo. Era el llamado de Dios a ser plenamente humano, a vivir como como seres humanos obedientes a aquel que nos había hecho, que era el complimiento de nuestro destino. No se trataba de una vida estrecha, comprometida y circunspecta, sino una que se viva en una especie de libertad salvaje, gozosa y a pleno pulmón. En esto consistía obedecer a Dios.
—Dietrich Bonhoeffer1
Cree usted que podría sentirse feliz y realizado haciendo cualquier otra cosa, en otra vocación que no sea el ministerio?»
La pregunta hizo que me quedara sentado por un momento. El Dr. Donald K. Campbell, director de inscripciones (y futuro presidente ) del Seminario Teológico de Dallas, me miró fijamente desde el otro lado de su escritorio, quizás midiendo mi reacción. Su pregunta me llegó al corazón e indagó sus verdaderas intenciones. Acabado de salir de la Infantería de Marina, con el corte de cabello estilo militar y vistiendo el único traje oscuro que tenía, me senté en posición rígida mientras mi mente recorría los pasos que me habían llevado a Dallas, Texas, aquella mañana de mayo de 1959.
Dos años antes, mis planes eran completamente diferentes. Después de graduarme de preparatoria en Milby High School en Houston, tomé un trabajo como aprendiz en la tienda de maquinarias de la compañía Reed Roller Bit. Mi meta final era llegar a ser ingeniero mecánico. Para el momento en que terminé ese programa, que incluyó asistir a clases nocturnas en la Universidad de Houston, Cynthia y yo ya nos habíamos conocido, enamorado, casado y comprado una pequeña casa en Channelview, un suburbio de Houston. También comenzamos a servir en una iglesia local de esa pequeña comunidad, donde ella tocaba el piano mientras yo dirigía los cantos. Había vivido desde muy niño en Houston y creíamos que sería igual con nuestros hijos. Solo una pequeña cosa se interponía entre mi y el futuro ideal que había yo imaginado para mí: La ley de Fuerzas de Reserva de 1955. Esta ley requería por lo menos un mínimo de dos años de servicio militar activo, seguidos de cuatro años en el servicio de reserva activa. En lugar de enfrentar la inseguridad del reclutamiento, hablé con un reclutador del Cuerpo de Marina. Después de que me él me asegurara que cumpliría el servicio dentro del territorio nacional, y no en el extranjero, me enlisté y di un suspiro de alivio. Podríamos tener que vivir fuera de Houston por un cierto tiempo, pero Cynthia y yo regresaríamos pronto y, lo más importante, estaríamos juntos.
Después de completar mi entrenamiento de reclutamiento en San Diego y y la formación de infantería avanzada en Camp Pendleton , recibí órdenes de presentarme en San Francisco, en el número 100 de la calle Harrison Street, el Centro de operaciones del Pacífico, una asignación que cualquier marino esperaba. Cynthia y yo estábamos entusiasmados. Compramos un auto nuevo y nos dirigimos a nuestro hogar temporal en la península de California. Conseguimos un diminuto apartamento-estudio en Daly City. Cynthia encontró un buen empleo, yo estaba en un cargo envidiable cerca del litoral, y disfrutamos de algo así como una luna de miel extendida en aquella hermosa y romántica ciudad. Luego, un trozo de papel con el sello presidencial lo cambió todo.
Ya había visto antes aquel tipo de sobres y casi nunca contenían buenas noticias, así que lo metí en mi bolsillo decidido a abrirlo después, cuando recobrara el valor para hacerlo. Aquella tarde, me senté en el auto frente a la firma de electrónicos en donde trabajaba Cynthia, con el sobre entre los dedos mientras miraba la bahía, en Alcatraz, aquella isla miserable, morada de los delincuentes más peligrosos del país. Finalmente, abrí el sobre. Me quedé de una pieza al leer la orden oficial de transferirme a la pequeña isla japonesa de Okinawa, a casi siete mil millas de distancia de mi esposa. En aquel momento, Alcatraz me parecía más atractivo. Nuestro mundo idílico se derrumbó.
Cynthia y yo lloramos toda la noche hasta que nos quedamos dormidos por el cansancio. Debo admitir que las circunstancias se sentían como un golpe de crueldad divina. Dios conocía mis planes y mis deseos eran honorables. Quería cuidar de mi esposa, trabajar diligentemente en una buena compañía que me pagara un buen salario, criar bien a mis hijos y glorificar a Dios durante los días que viviera sobre la tierra. No podía entender por qué Dios permitía que las circunstancias destruyeran algo tan bueno y perfecto. Eventualmente, mi asombro se transformó en desilusión, la cual dio paso a la amargura.
Dejé a Cynthia en Houston viviendo con sus padres y me reporté en el regimiento de preparación en Camp Pendleton, un mes antes de partir de San Diego. Mi hermano mayor, Orville, vivía en Pasadena en aquella época, preparándose para un futuro en las misiones transculturales, que eventualmente lo llevaron a la Argentina por más de treinta años. Tuve un par de días libres antes de embarcarme, así que lo visité. Mi desilusión era demasiado obvia. Antes de subir al autobús para regresar a Pendleton me entregó un libro y me dijo: «Aquí tienes un libro que quiero que leas mientras vas al extranjero».
Leí el título: Portales de esplendor. No había leído el libro, pero sabía de qué trataba. Todos lo sabían. Unos cuantos años antes, todos los periódicos de los Estados Unidos y muchos otros alrededor del mundo, publicaron la historia de cinco misioneros que fueron brutalmente asesinados por una tribu remota de indígenas, entonces conocidos como los Auca, en lo profundo de la selva ecuatoriana. El libro que sostenía en mis manos fue escrito por Elisabeth Elliot, una de las cinco viudas.
Le devolví el libro a mi hermano y le dije: —«No me interesa leer esto».
Me lo volvió a entregar, diciendo: —«Quiero que lo leas».
—«No me interesa leer este libro. No voy al extranjero para ser un misionero».
—«¡Toma el libro!», —me dijo firmemente—. «¡Léelo!».
Intercambiamos unas cuantas palabras no muy agradables, pero me subí al autobús con el libro en la mano y dos horas de tiempo libre. Mientras las nubes oscuras descendían y la lluvia golpeaba contra la ventana de aquel solitario autobús, abrí el libro y comencé a leerlo:
Capítulo 1: «No me atrevo a quedarme en casa»
La historia me cautivó. Antes de darme cuenta, el autobús ya había llegado a la base, pero no podía dejar de leer. Encontré el único lugar en donde las luces permanecían encendidas toda la noche, en el pasillo que conducía a la sala de los hombres. Sentado en el suelo, terminé de leer libro al amanecer. Para cuando llegué a la última línea, la terca y egoísta amargura que se había adueñado de mi corazón, comenzó a abandonarme. Había entrado en el mundo de cinco hombres jóvenes que habían ido a la universidad y luego a la escuela de idiomas para prepararse para el servicio misionero durante toda su vida. No mucho después de graduarse, todos ellos yacían muertos en el río Curaray, algunos atravesados por flechas. Eso me impresionó. Aunque aquellos hombres habían tenido un trágico final, no fueron los primeros misioneros en entregar sus vidas al obedecer a su llamado. Mi corazón se enterneció porque Elisabeth Elliot, junto con las otras cuatro viudas, contó la historia con una seguridad absoluta en la providencia de Dios. Sus palabras llenas de gracia llegaron hasta los salvajes que habían matado a su pareja. La vida le había dado a esta joven mujer todos los motivos para desilusionarse y sentirse amargada; sin embargo, su determinación en seguir su llamado inicial se afianzó. En lugar de considerar que las circunstancias eran ilógicas, o quizás, una indicación de que su misión había sido un disparate, Elisabeth Elliot siguió trabajando en Ecuador. De hecho, después de la publicación del libro, Elisabeth, su hija Valerie de tres años y Rachel Saint, lograron entrar con éxito en la aldea indígena, se ganaron la confianza de los asesinos de sus esposos, y completaron el trabajo que sus mártires maridos habían comenzado.
¿Por qué? ¿Por qué lo hicieron? Las circunstancias no cambiaron su llamado.
Aquel libro acabó, no solo con la amargura de mi corazón, sino también abrió mi mente a la posibilidad de que abordar un navío militar para ir al otro lado de la tierra (a siete mil millas lejos de la vida que había soñado para mí), podía ser algo más que un capricho de las circunstancias. Pensé, «Puede ser…» Pero no hubo ninguna revelación espectacular. Ninguna repentina epifanía. Ningún momento dramático de claridad. Simplemente consideré la remota posibilidad de que debería estar haciendo algo que contara para la eternidad. Pero eso fue todo.
Un par de días después, junto con otros tres mil quinientos marinos, abordé un transporte a Okinawa. Al cuarto día, una tormenta agitó al Océano Pacífico con una tempestad que sacudió nuestro barco como un palillo de dientes. La lluvia torrencial y las olas de cincuenta pies de altura reflejaban el caos en el que estaba mi espíritu. Dos semanas antes de llegar el otro lado del mundo, volví a leer el libro. Esta vez no solo vi el relato de Elisabeth de los eventos que condujeron al 8 de enero de 1955 en el río Curaray. Esta vez vi a Dios trabajando en las vidas de cada uno de aquellos cinco hombres. Los reunió a todos ellos, de diferente forma, y los llevó al lugar correcto y en el tiempo correcto para lograr algo profundo. En retrospectiva, sus muertes inspiraron a miles de hombres y mujeres a dedicar sus vidas a la enseñanza y la predicación de la Biblia, sirviendo a Cristo alrededor del mundo. Aunque no hallé en el libro respuestas a todas mis preguntas, ni mi confusión fue eliminada, comencé a aceptar el hecho de que Dios tenía un propósito en mi transferencia a Okinawa. Su llamado en mi vida estaba ahora en su etapa infantil.
Cuando finalmente llegué a Yokohama, a la base de la Infantería de Marina en aquella diminuta isla del Pacífico Sur, sentí que tenía un destino. No tenía idea de lo valioso que sería aquel tiempo, pero sabía que mi «calamidad» inesperada no había sido un accidente. Pasé de sentirme desilusionado con Dios a aceptar su sabiduría más allá de mi entendimiento. La amargura dio paso a la obediencia.
Poco después de llegar me encontré en un ambiente peligroso, bastante común en todas las bases militares. Camp Courtney era una mezcla volátil de hombres de sangre caliente, aburrimiento e irresponsabilidad moral. Supe de inmediato que necesitaría el apoyo de otros hombres cristianos. Afortunadamente, escuché sobre un ministerio llamado «G.I.’s for Christ» (Soldados para Cristo) que se reunía en un lugar entre mi base y la ciudad capital de Naha. Ese primer viernes por la noche, me senté entre un grupo de hombres uniformados, presentaron un pequeña dramatización, dirigieron cantos y dieron un pequeño mensaje. Cuando la reunión acababa, me dirigí a la puerta para retirarme y noté a un hombre sentado en la parte de atrás que llevaba un abrigo oscuro. Su desaliñada barba y tosca apariencia me convencieron de que se trataba de un vagabundo, quizás curioso por la reunión. Empecé a conversar con él y no mucho tiempo después, comencé a hablarle de Cristo abiertamente y le expliqué el evangelio. Cuando terminé mi presentación de los fundamentos de la fe, me respondió: «Eso estuvo muy bien hecho».
El hombre resultó ser Bob Newkirk, un misionero que servía con Los Navegantes. Me dijo: «Cualquier tipo que tiene las agallas de caminar hacia un extraño y hacer lo que tú hiciste, quisiera saber más acerca de él». Aquello dio inicio a una amistad que llegó a cambiar mi vida.
Llegué a conocer a Bob y a su familia a medida que compartía su vida con la mía. Completé el programa de memorización de las Escrituras de Los Navegantes, continué con el programa del grupo Soldados para Cristo y, eventualmente, llegué a dirigir el grupo. A lo largo de ese tiempo, Bob llegó a ser mi mentor. Él y su esposa Norma me permitieron pasar mis días libres y muchas vacaciones con ellos. Bob me dejaba acompañarlo cuando tenía que hacer diligencias del ministerio o cumplir con sus deberes en Okinawa. Cuando lo recuerdo, me doy cuenta claramente de que el tiempo que pasé con él, no solo me ayudó a mantenerme alejado de los problemas y fortalecer mi vida espiritual, sino que también me dio la oportunidad de pensar más profundamente acerca de mi propio llamado. Por supuesto, no podía ver eso en aquel momento; sin embargo, si el darme cuenta de mi llamado hubiera sido como una semilla, esa comenzó a germinar en aquellos primeros meses.
Parte del ministerio de Bob incluía reuniones en las calles, algunas veces en la parte trasera de un camión, que además incluía dirigir a la gente en algunos cantos y una corta presentación del evangelio. En poco tiempo, Bob me dio una responsabilidad de liderazgo en aquellas reuniones callejeras. Al principio me costó, pero mi confianza aumentó con el tiempo. Cuando usted comienza a aprender la Palabra de Dios, y realmente empieza a creer en sus promesa y hacerlas suyas, eso le da el valor y le «galvaniza» en contra del rechazo de la gente, no solo al hablar en público, sino también en las relaciones personales.