Kitabı oku: «Enrique IX»
Enrique IX
de
Charley Brindley
charleybrindley@yahoo.com
www.charleybrindley.com
Traducido por M. L. Mario
Del original inglés
Henry IX
Originalmente editado por Karen Boston
https://bit.ly/2rJDq3f
© 2020 Charley Brindley, todos los derechos reservados
Portada original de Charley Brindley © 2020, todos los derechos reservados
Originalmente impreso en los Estados Unidos de América
Primera edición, marzo de 2020
Este libro está dedicado a
Tatta Marie Brindley
Otros libros de Charley Brindley
1. Oxana’s Pit
2. The Last Mission of the Seventh Cavalry
3. Raji Book One: Octavia Pompeii
4. Raji Book Two: The Academy
5. Raji Book Three: Dire Kawa
6. Raji Book Four: The House of the West Wind
7. Hannibal’s Elephant Girl
8. Cian
9. Ariion XXIII
10. The Last Seat on the Hindenburg
11. Dragonfly vs Monarch: Book One
12. Dragonfly vs Monarch: Book One
13. The Sea of Tranquility 2.0. Book One
14. The Sea of Tranquility 2.0. Book Two: Invasion
15. The Sea of Tranquility 2.0. Book Three
16. The Sea of Tranquility 2.0. Book Four
17. Sea of Sorrows, Book Two of The Rod of God
18. Do Not Resuscitate
19. Hannibal’s Elephant Girl, Book Two
20. The Rod of God, Book One
Próximas publicaciones
21. Dragonfly vs Monarch: Book Three
22. The Journey to Valdacia
23. Still Waters Run Deep
24. Ms Machiavelli
25. Ariion XXIX
26. The Last Mission of the Seventh Cavalry Book 2
27. Hannibal’s Elephant Girl, Book Three
Véase el final de este libro para más detalles sobre otras publicaciones
Índice
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo uno
Hoy, 23 de junio, Nueva York
Scipio
Scipio deambulaba por el cementerio de Trinity Church buscando una lápida específica. Llevaba papel de calco, cinta protectora y carboncillo en su mochila.
Mientras esperaba ver la lápida que buscaba, hacía copias de otras lápidas para justificar su motivo de estar allí.
En otros cementerios había encontrado lápidas de hombres con la misma fecha de nacimiento que él tenía, pero los detalles no habían terminado de cuadrar.
Necesitaba un muerto nacido en su fecha de cumpleaños, sin familiares vivos y con una constitución y apariencia semejante a la que tenía Scipio cuando estaba vivo; un hombre caucásico de aproximadamente 1,80 metros, constitución atlética, cabello castaño oscuro y ojos marrones. Había encontrado diversos hombres con las mismas características físicas, pero todavía tenían familiares cercanos vivos. Nunca servirían para su propósito.
«Eh, amigo. ¿Qué estás haciendo?».
Scipio se dio la vuelta y encontró a un guardia de seguridad tras de sí. El muchacho de barriga cervecera plegó sus enormes brazos, enseñando una pistola enfundada en su cadera derecha.
Lo último que Scipio quería era ser multado o arrestado. «Tan solo estoy haciendo unos esbozos». Abrió un rollo de papel de estraza. «He aquí uno de los que ya he terminado».
«Ah, un esbozo de lápidas, ¿no? Está bien. Es solo que hemos tenido cierto vandalismo últimamente y tengo que revisar a todo el mundo».
«Perdón. Cuando entré no vi a nadie. De lo contrario, habría pedido permiso. Quiero preservar las lápidas, no profanarlas».
Scipio mantuvo un tono de voz suave y evitó dar más información de la necesaria. No preguntó nada que pudiera dar pie a conversación para así no mantener al guardia ocupado demasiado tiempo.
«Sí, no hay problema. Suerte con eso».
«Gracias». Enrolló el dibujo. «Solo quiero hacer un par de ellos más y salgo de aquí».
«Claro, tómate tu tiempo».
Metió el esbozo en su mochila. Cuanto menos tiempo pasara hablando, mejor. No quería dejar una huella duradera, incluso si estaba vistiendo uno de sus disfraces; esta vez, era un hombre de mediana edad, con barba y bigote entrecano, y sus mejillas estaban marcadas por cicatrices de viejos forúnculos. Siempre se creaba una apariencia en la que nadie querría estarse fijando durante mucho tiempo, sin ser a la vez algo fácil de recordar.
«Genial. Hasta la vista», dijo Scipio.
El guardia de seguridad ya se había girado para seguir su camino.
Scipio recorrió las tres últimas hileras de tumbas, leyendo las fechas de nacimiento.
Nada. Hora de irse al siguiente cementerio.
* * * * *
La autopista de Brooklyn-Queens atraviesa el cementerio Calvary, cerca del Departamento de Sanidad de la Ciudad de Nueva York, en Long Island.
En el amanecer del martes Scipio aparcó en la calle 48, cogió sus materiales de calco y entró en el cementerio. Echó una mirada a los campos de estelas, las cuales se elevaban como brotes de bambú de granito y mármol que crecen con ayuda de fertilizante humano.
Guau. Dos millones setecientas mil tumbas. Menos mal que me he traído el almuerzo.
Caminó durante dos horas, sin poder encontrar lo que buscaba.
Pensando en justificar su presencia en el lugar, Scipio se arrodilló y sacó una hoja de papel sobre una lápida. Según esparcía el carboncillo por la superficie, las fechas de nacimiento y defunción se iban materializando junto con el epitafio; «Aquí yace un ateo bien avituallado y sin lugar adonde ir».
También sería posible divertirse un poco con este trabajo.
Se detuvo para sentarse en un soleado banco rodeado de muertos y se comió su sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete. Tenía media docena de esbozos, pero no tenía identidad todavía. Se acabó su Dr. Pepper, tiró las sobras a una papelera llena de rosas de plástico descoloridas; entonces volvió a la búsqueda solitaria de su nueva identidad.
Había encontrado seis lápidas con su fecha de nacimiento, pero cuatro de ellas eran de mujeres, una de un hombre que todavía tenía a su viuda viva y la sexta era de alguien nacido en China.
Solo después de las tres de la tarde Scipio encontró a otro candidato. Encendió su iPad, encontró la necrológica del hombre y sonrió al ver los detalles. A través de Google localizó una foto del hombre, quien aparecía de pie con su nueva esposa bajo un arco decorado con flores. Databa del 11 de julio de 2017. Según su necrológica, él y su mujer habían muerto en un accidente de tráfico en el 2019 sin dejar descendientes.
Maldito Tim, al fin te he encontrado.
Echó un vistazo a la tumba que estaba junto a la de Timothy Delenor.
Hola, Sra. D. Lo siento por su prematura muerte.
Scipio deslizó su Rolex de oro, dejando el reloj en el interior de su muñeca. Hizo un esbozo de las dos lápidas; después se fue a casa a hackear un rato.
A medianoche ya tenía el carné de conducir del Sr. Timothy Morton Delenor, su última factura del agua, su certificado y lugar de nacimiento y, lo más importante, su número de la Seguridad Social.
A la mañana siguiente, después de crear un nuevo carné de conducir usando Photoshop, su propia foto, su nueva dirección temporal y una pequeña y útil plastificadora, Scipio fue a la oficina de correos para que le hicieran una foto y así obtener un pasaporte. Pagó los cincuenta dólares adicionales para acelerar el proceso.
Scipio había trabajado como programador en una empresa de software durante tres años. Durante aquel tiempo formó parte de un grupo de piratas informáticos «de sombrero negro». No solo aprendió cómo construir una puerta trasera a toda aplicación que registró, también tuvo acceso a la Dark Web, donde compró sofisticados programas que le permitían infiltrarse a través de los firewalls más fuertes del planeta, incluso de aquellos para bancos chinos. Aquellos programadores de la Dark Web habían instalado accesos traseros a miles de programas de software comerciales, permitiéndoles colarse en los sistemas informáticos de bancos, empresas de información crediticia y, lo más sencillo de todo, agencias gubernamentales como los departamentos de vehículos automotores y de archivos de antecedentes penales.
Tuvo que hacer una pequeña limpieza en los archivos del Sr. Delenor, ya que había sido arrestado cinco veces por conducir ebrio, había poseído seis tarjetas de crédito por encima del límite permitido y había dejado de pagar las facturas mensuales.
Cuando el Departamento de Estado de los Estados Unidos investigara al Sr. Delenor utilizando su número de la Seguridad Social y su número del carné de conducir para expedir su pasaporte, sabía que encontrarían un historial impecable recientemente limpiado por él.
Capítulo dos
Hoy, 17 de junio, Londres, Inglaterra
Ciana
Todo estaba repleto de fotógrafos, compradores de moda y escritores a lo largo de la pasarela, tanto en los laterales como al final de esta.
Odiaba el ajustado vestido de color cóctel esmeralda que exhibía, pero lo lucía con aires de ostentación, como si hubiera sido hecho a medida para ella.
Poinciana Victoria Lancaster siempre estaba nerviosa en las sesiones fotográficas. Sabía que tenía una silueta estupenda y se consideraba razonablemente bella. Es solo que tenía que asumir una actitud altiva en la pasarela, un comportamiento totalmente opuesto a su alegre y extrovertida personalidad habitual. Sin embargo, tenía que ganarse la vida y desfilar era todo lo que sabía hacer.
Alta, pero no delgada, su pelo era del color de la chatarra, apagado por difusos destellos de luz solar congelada. Rizos esponjosos rebotaban en sus hombros, sombreando su talla 32 copa C.
Ciana, tal y como la conocían sus amigos, era una aristócrata extraña que poseía poco más que su título. A los diecinueve años, ella solita luchaba cada mes para pagar su mitad de alquiler en un pequeño piso. Era un lugar adorable en Hillingdon, cerca del Aeropuerto de Heathrow, en Branpton Lane, pero aun así algo caro para su bolsillo. Las cuatrocientas libras mensuales eran demasiado para ella.
El piso estaba cerca de una estación de metro, lo que le era muy útil a la hora de ir a cualquier zona de Londres para sus sesiones fotográficas. Quizá en un año o algo más podría comprarse un MINI Cooper de segunda mano. Aunque, por el momento, el metro y Uber deberían bastar.
Su compañero de piso era un chico maravilloso; guapo y tan solo un año mayor que ella. Él compartía con ella las labores de mantener el apartamento limpio y arreglado, y ocasionalmente también cocinaba para ambos. Normalmente hacía la limpieza después de la cena, dejándole a ella tiempo para el trabajo de clase. La mayoría de las tardes pedían comida a domicilio. Ella asistía a clases nocturnas en la Universidad de Westminster, esforzándose por obtener un grado en diseño de moda.
Ciana y Bradley habían llegado a un acuerdo sobre las visitas nocturnas; si alguno de ellos quería pasar la noche con un amigo, el otro compañero de piso haría planes para dormir en casa de un colega. Era un poco incómodo, pero rara vez ocurría más de una o dos veces al mes.
A Ciana le gustaban las citas, pero siempre acababa una relación antes de que derivara en algo serio. Había otras cosas más importantes a esas alturas de su vida.
Eso era una de las mejores cosas que tenía Bradley; el sexo. Nunca fue un problema entre ellos, ya que él era gay, lo que le convertía en un maravilloso colega y confidente. Tener sexo al margen de una relación amorosa hacía la vida mucho más fácil. El sexo, los celos y más tarde el rencor siempre parecían ir de la mano. Ella no quería dramas.
Ciana se detuvo al final de la pasarela, hizo una pose con su mano izquierda sobre la cadera, alzó la nariz al aire y dio un giro sobre sus afilados tacones. Exagerando el movimiento de sus caderas al terminar el giro, dio la vuelta sobre la pasarela; entonces salió del escenario directa a cambiarse para su próximo desfile de acentuada pomposidad esnob.
Algunos investigadores piensan que una mujer menea su trasero de forma distinta a un hombre porque su diseño pélvico no es como el de este, con el fin de que se pueda realizar correctamente el parto. Esos cerebritos son unos charlatanes.
Una mujer con un trasero bien definido lo mueve provocativamente porque sabe que los hombres se lo están mirando. Cuando una mujer se aproxima a un hombre, este se fija en su cara y luego le mira los pechos. Cuando esta se aleja, el hombre no hace sino comerle las nalgas con la mirada. Por otro lado, a las mujeres también les gustan las nalgas bien definidas y los hombros anchos que parecen acentuarse en comparación con una cintura estrecha.
En el camerino, una de las chicas se esforzaba por caber en un vestido rojo de terciopelo con frente de volantes de Eliza J.
«A ver, déjame ayudar». Ciana dio un paso y se colocó detrás de la delgadísima chica negra, ajustó los hombros del vestido y luego tiró de la cremallera. «¿Qué tal ahora?».
«Estoy bien jodida». La chica se volvió cogiendo las manos de Ciana.
«Cierra los ojos, respira hondo y aguanta la respiración». Las frías manos de la chica estrecharon las de Ciana. «Si no respiras, te vas a desmayar. Tienes las manos heladas».
La barbilla de la chica tembló al asentir. Soltó el aire y volvió a cogerlo.
«Y bien, ¿tienes un mantra?».
La chica cerró su mano, aguantando la respiración.
«Está bien, hoy puedes usar el mío; luego búscate uno propio».
Exhaló. «Gracias. ¿Cuál es?».
Ciana se giró y bajó su siguiente atuendo del estante; un vestido bodycon vaquero negro de manga larga de Michelle Keegan con botones plateados del tobillo al cuello. «Vaya mierda».
«¿Vaya mierda?». ¿Ese es tu mantra?».
Ciana se rio. «No, este vestido es una mierda. Prueba esto, Ommmm sat chit ekam brahma».
«¿Qué?».
Ciana repitió el mantra.
«¿Ommmm sat chit ekam brahma?», preguntó la chica.
«Perfecto», dijo Ciana.
La chica lo dijo de nuevo. «¿Qué significa?».
«Es del sistema apocalíptico hindú. Una traducción aproximada es “El yo es omnipresente, radiante, incorpóreo, indoloro”».
«Me gusta».
«Dítelo una y otra vez mientras das tu primer paseo de sufrimiento».
«¿Cómo sabes que es mi primera vez?».
«Una mera suposición».
«Shady», gritó el pastor del rebaño. «Eres la siguiente».
«Esa soy yo. Estoy muy asustada».
«Enséñame lo que sabes hacer», dijo Ciana. «No, no sonrías».
Shady volvió a intentarlo.
«Cierra los ojos». Ciana usó su dedo para difuminar un punto marrón en la sombra de ojos verde de la chica.
«¡Shady!», gritó el mánager. «Ven aquí».
«Recuerda tu mantra. Eres la reina de Saba, caminando por la Via Appia Antica en Roma. Posees esta ciudad y a todos los que hay en ella. Mira a la derecha y a la izquierda, pero nunca mantengas contacto visual directo. Fíjate solo en sus coronillas. Ahora, avanza y conquístalos». Le dio una palmada a Shady en el hombro mientras se dirigía hacia la pasarela.
Ciana lanzó un suspiro mientras se quitaba el vestido de color cóctel, lo tiró sobre una silla y luego se metió en el bodycon de botones plateados.
* * * * *
«Alfred», dijo Ciana cuando el joven la saludó desde detrás de la barra el sábado por la noche. «Pida lo que pida...», dijo mientras le daba un billete de diez libras, «ponme siempre un Seven-Up».
«Ahí tienes». Él dobló las diez libras y las introdujo en el bolsillo del pecho.
«Está bien. Creo que voy a empezar por el champán».
«Ahora mismo vuelvo». Alfred cogió una copa de champán del estante de espejo, entonces alzó la copa hacia la luz. Contento con que relucía de lo limpia que estaba, fue al refrigerador por un botellín de 7-Up.
Tras veinte minutos, la copa de champán de Ciana ya estaba medio vacía cuando pasó la página. El libro que estaba leyendo era Al Faro. Observó el canto del libro.
Vaya, ya solo quedaban unas cuarenta páginas.
El pub Vine Inn era ruidoso y, según iba avanzando la noche, lo era todavía más. Pero a ella le gustaba leer allí porque el lugar propiciaba una gran variedad de encuentros.
«¿Está cogido este sitio?».
Miró al joven de arriba abajo, luego se fijó en los tres taburetes vacíos que había a cada uno de sus lados. «Sí, está cogido». No está mal. Vamos a ver de qué pasta está hecho.
«Oh, ¿estás con alguien?».
«No».
El chico miró confuso por un instante. «¿Qué es eso que estás leyendo?».
Ella puso un dedo en la parte del texto donde se había quedado y cerró el libro para que él pudiera ver el título.
«Creo que lo he leído».
«¿En serio? ¿Quién va al faro?».
«Eh... ¿El guardián de la luz?».
«No lo creo».
«¿El asesino?».
«No».
«¿El inspector de Scotland Yard?».
«No, no». Ella abrió el libro y se puso a leer de nuevo.
«No sabía que iba a haber un maldito examen sorpresa», murmuró y la dejó para irse junto a una señorita maquillada al final de la barra.
Ciana sonrió mientras volteaba una nueva página.
«Hola, cariño».
Hum... es guapa. Poco maquillada y sin piercings. «Hola».
Alfred cogió el paño de su hombro para limpiar la barra justo enfrente de la recién llegada. La miró y levantó una ceja.
La señorita se fijó en la copa de Ciana. «Yo quiero una de esas».
Alfred miró a Ciana.
Ella se encogió de hombros.
«Es champán, ¿verdad?», preguntó la señorita.
«Necesitaré ver tu DNI».
«¿Estás intentando ligar conmigo, jovencito?».
«Sí, pero igualmente necesitaré ver tu DNI».
«Manda narices. ¿Y si no llevo el DNI?».
«Entonces no te puedo servir».
«Yo pediré en su lugar», dijo Ciana.
«¿Y qué pasa si es menor?».
«Si es menor, entonces yo soy su madre».
«¿En serio? Nunca habría pensado que sobrepasaras los treinta y siete ni por un solo día».
«Muy gracioso», dijo Ciana.
Alfred sonrió y fue a buscar la bebida.
«Gracias», dijo la señorita a Ciana. «Tengo el carné de conducir, pero simplemente me gusta joder a los chicos».
«Sí, a mí también. Aunque no joderlos en plan sexual».
«¿Hablas de echar un polvo metafórico o un casquete intelectual?».
«Cualquiera de los dos».
«Aquí tienes». Alfred puso la copa de champán a la señorita.
Ella lo probó. «¡Esto es un jodido Seven-Up!». «¿Te piensas que estoy de coña, imbécil?».
«Tú has dicho que querías lo mismo que ella».
«Joder, Alfred», dijo Ciana. «Se supone que no le deberías decir a la gente que estoy bebiendo Seven-Up».
«No me has dicho que fuera un secreto».
Ciana recogió el dedo índice para hacer que se acercara. Él se arrimó a ella por encima de la barra.
«Pida lo que pida», dijo Ciana susurrando alto, «siempre ponme un puñetero Seven-Up. Y no se lo digas a nadie».
«Ah, de acuerdo. Ya lo pillo. Tienes miedo de desinhibirte si te emborrachas».
«Exacto, Alfred. Eso es lo que más me preocupa en el mundo».
La otra dama se rio.
«¿Quieres entonces un champán de verdad?», dijo a la dama.
«Sí, de verdad que estoy intentando ahogar mis inhibiciones».
«Ya mismo vengo».
«Soy Ciana». Le ofreció su mano.
«Aliska. Encantada de conocerte. ¿Dirías que soy lesbiana solo por mi aspecto?».
Ciana soltó su mano. «No. ¿Es eso lo que estabas persiguiendo?».
«Sí. Es mi primera vez y no sabía cómo vestirme para la ocasión».
«¿Tu primera vez? «¿Qué tienes, veintidós, veintitrés?».
«Veintiuno, de hecho».
«¿Y estás empezando a ser lesbiana ahora?».
«Pensé en intentarlo». «Estoy harta de toda esa bazofia heterosexual».
«¿Vas a dejar las relaciones con el sexo opuesto?».
Asintió con la cabeza, luego levantó la copa que Alfred acababa de ponerle. La probó y se chupó los labios. «Ahora está mejor. ¿Cuánto es?». Abrió su bolso de mano.
«Tres libras con cinco, cariño».
«Guau». Le dio un billete de cinco. «Quizá debería beber Seven-Up».
«Vale lo mismo». «Alfred se fue por el cambio».
«¿Ves ahora por qué flipo con las mujeres?».
«Sí, un poco de cortesía estaría bien». «Además, a las chicas les gustan las caricias después del sexo».
«Ahí llevas razón». Aliska dio un sorbo a su bebida. «Cuando ya has acabado, acariciarse es lo mejor que hay». La mayoría de los peleles con los que me he encamado o saltan de la cama para ponerse los pantalones y se van de un portazo, o se quedan dormidos y empiezan a roncar».
«Los míos eran de los dormilones en su mayoría. Encima, luego esperaban el desayuno por la mañana».
«Sí. Una lesbiana probablemente te ayudaría a preparar el desayuno».
El camarero volvió a ver si querían que les rellenara las bebidas. Aliska le lanzó su copa vacía.
«¿Cuántas lesbianas hay aquí ahora mismo, Alfred?», preguntó Ciana.
Echó un vistazo a la clientela. «Media docena, por lo menos».
Ambas mujeres se giraron para mirar a la gente.
«¿Cómo narices puedes diferenciar a una chica lesbiana?». Preguntó Aliska. «Sé la pinta que tiene un marimacho». «Lo he buscado en Google. Pero de las que son femeninas no tengo ni idea».
«Yo no veo ningún marimacho», dijo Ciana, «pero claro, nosotras parecemos femeninas».
«¿Por qué estáis buscando lesbianas, chicas?». Preguntó Alfred.
«Estamos pensando en cambiar de acera», dijo Ciana.
«¿Todavía no lo habéis hecho?».
«No», dijo Aliska. «Estamos solo en la fase de investigación».
«Ah, sí. Vais a hacer una estupenda pareja de lesbis».
Se giraron y le miraron. «¿Estás pensando en cambiarte de acera, Alfred?». Ciana preguntó.
«No, por Dios. Qué asco». Él las dejó para ocuparse de otro cliente.
«¿Piensas que sería en verdad un asco?». Preguntó Aliska.
«Probablemente. De todos modos, todavía no estoy lista para dejar los penes», dijo Ciana.
«Yo lo estoy. Al menos por un rato».
«Otra de las buenas cosas que tiene el sexo lésbico», dijo Ciana, «no te quedas embarazada».
«Pero, aun así, necesitas protegerte de las ETS».
«¿Qué protección utilizan las lesbianas?».
«Nunca pensé que cambiar de acera fuera tan difícil», dijo Aliska.
«Chicas, ¿podemos invitaros a una copa?».
Se dieron la vuelta y vieron a dos jóvenes con falda corta y variedad de piercings; en el labio inferior, en la ceja, en la lengua...
«¿O mejor a dos?». La segunda mujer era rubia, en la mitad de la veintena. Tenía una dulce sonrisa y un diamante en la narina izquierda.
«Hum, no...», dijo Aliska.
«Nues- nuestros novios volverán en un minuto», dijo Ciana.
«Oh», dijo la rubia. «Pesábamos que estabais buscando marcha».
Aliska y Ciana sacudieron la cabeza, convirtiendo su pelo en espasmos de rizos al aire.
Las damas las dejaron, y la rubia le hizo a Alfred un corte de manga.
«Eso sí que daba miedo». Aliska dio un trago a su bebida.
«Lo sé. Aunque también tiene algo de divertido».
«Sí, divertido hasta cierto punto. Nos podría haber violado una pareja de mujeres».
Se rieron.
«¿Has visto a ese chico sentado solo en la mesa?». Preguntó Aliska.
Ciana miró al espejo de la barra. «¿Quieres decir el del traje azul marino y la cabeza rapada?».
Aliska asintió.
«¿Prefieres no cambiarte de acera?».
«Voy a dar a los hombres una última oportunidad».
«Se ha estado fijando en nosotras», dijo Ciana.
«Voy a pavonearme un poco por su lado, a ver qué pasa».
«Está bien. Siempre he querido ver cómo se pavonea uno».
Aliska se terminó la bebida. «Allá voy».
«Buena suerte».
Aliska desfiló hacia el chico, haciendo que su bolso de noche se balanceara sobre uno de sus hombros.
Ciana la observaba. Con ese contoneo debería estar conmigo sobre la pasarela.
El chico se puso en pie según ella se iba acercando.
Ciana no pudo escuchar lo que el chico decía, pero señaló el asiento que tenía al lado.
Aliska dudó por un momento y se giró para mirar a Ciana.
Ciana sonrió y levantó sus pulgares como gesto de aprobación.
Aliska aceptó el asiento que el chico le había ofrecido.
Ciana se puso a leer de nuevo.
Tras diez minutos, un hombre se sentó en el taburete que había al lado de Ciana.
Ella se fijó en él, luego volvió a su lectura. Lo estaba observando por el rabillo del ojo.
Él abrió un pequeño cuaderno y empezó a trabajar en una larga fórmula matemática.
«¿Qué te puedo ofrecer?». Preguntó Alfred.
«Un Dr. Pepper, por favor». No levantó la mirada de su fórmula.
Llegó su bebida. El hombre sacó un fajo de billetes nuevecitos de un bolsillo interior de su sudadera tostada, cogió un billete de cinco libras y lo dejó sobre la barra.
Ciana nunca había tenido a un hombre tan cerca sin que le prestara ni la más mínima atención.
Comenzó una nueva fórmula.
Ella lo observaba. Parecía tener veintipocos, de ojos azules y pelo rubio, con barba de dos días.
Se rascó el lateral de la cara, cogió su bebida, la puso al fondo sin bebérsela, luego borró un símbolo de suma para reemplazarlo por uno de raíz cuadrada. Apoyándose sobre la espalda, cruzó los brazos mientras miraba el garabato matemático.
Ciana giró la cabeza para ver aquella frustrante ecuación.
Él dio un sorbo a su bebida, la dejó, luego añadió una nueva línea de números y símbolos.
¿Ya se ha sofocado mi perfume? Dio un sorbo a su bebida, entonces se olió el interior de la muñeca.
«Daisy», dijo él.
«¿Qué?».
«Tu perfume. Daisy de Marc Jacobs».
«¿Cómo lo puedes saber?».
«Por el olor afrutado. ¿Te has bañado en esa cosa?».
«No. Quizá es tu nariz la que necesita bañarse».
«Lo dudo». Él giró su Rolex de oro. «¿No te preguntabas por qué todos los taburetes a tu alrededor están desocupados?».
Ella miró a derecha e izquierda. Su cara se enrojeció.
«Te sienta bien el sonrojo». Sonrió, pareciendo muy correcto, tanto como sus dientes; resultado de dos años de doloroso aparato cuando era un adolescente.
«Me estás vacilando». Bonitos ojos azules. ¿Cómo podría llamarse ese color? Cerúleo o zafiro, quizá. Su pelo parece descolorido por el sol. ¿Surfista? El bigote un poco poblado, pero bueno.
«Sí, un poco», dijo él.
«Bueno, entonces, no me importa decirte que esa fórmula es una mierda».
«No, no es una mierda».
«¿Se supone que es álgebra?».
Él asintió, contemplando la fórmula.
«Entonces tu intento fallido de impresionarme con tu brillantez te ha hecho ganar un suspenso, tanto en matemáticas como en ruptura del hielo».
«¿Qué problema hay? Señorita de antiguas matemáticas».
«Bajo el símbolo de raíz cuadrada, has puesto “d” al cuadrado cuando debería ser “c” al cuadrado».
«Oh». Él lo borró y realizó la pertinente corrección. «Lo sabía».
«Claro, claro».
«¿Cómo conoces esta fórmula?».
«La teoría de la relatividad especial de Einstein es un estudio obligatorio en los cursos más bajos de secundaria».
«Oh». Él dio un sorbo a su bebida. «Nadie llega al faro».
Ella miró su libro. «¡Genial!». Lo cerró de golpe. «Magnífica propaganda. Acabas de arruinarme la historia».
«¿Por qué? Seguramente sabías que el faro es una metáfora, no un destino real».
«No se reconoce una metáfora a partir de un símil». Ella sostuvo en alto su vaso vacío para que Alfred lo viera.
Alfred le hizo un guiño mientras levantaba siete dedos, luego apuntó hacia arriba.
Ciana puso sus ojos en blanco.
«Ya sé que uno es una alegoría y el otro no». Empujó su vaso vacío hacia Alfred.
«Entonces», dijo ella, «¿qué más sabes hacer, además de hurtar indebidamente las matemáticas de los demás, usar palabras grandilocuentes que no sabes definir y tomar refrescos?».
«Leo».
«Claro».
«El día en que el hombre le permita al verdadero amor manifestarse, todo aquello que pensamos se tornará en confusión».
«Dante no aceptaría tu mala cita de la“Divina Comedia”».
«¿Puedes tú hacerlo mejor?».
«Cuán distante es tu visión de presionar una vez más tu caballo hueco. No seré aplastado por tu petardo esta vez».
«¿Homero?».
«No. La señora Poinciana Victoria Lancaster». Hizo resonar su copa contra la de él.
Reconocerla lo sacudió como si se tratara de un trueno. «La número treinta y siete», susurró.
«¿Qué?».
«Hum».
Se inclinó hacia él, su mirada se fijó en la suya. «¿Qué has dicho?».
«S-siete», tartamudeó él. «Acabo de recordar las siete de la mañana. Tengo una cita con, eh, la Nuvaro Aquatine Corporation a las siete». Recogió su cuaderno. «Buenas noches». Salió corriendo.
«Espera», gritó ella. «¿Qué... quién?».
Solo pudo hablarle por detrás mientras se iba.
Capítulo tres
22 de junio, Londres, Inglaterra
La mañana del lunes, Kendrick Lawless recorrió el abarrotado metro hasta la estación de policía de Harlesden en Craven Park, en el vecindario de Church End & Roundwood, donde había sido inspector durante veintitrés años. Pasó como una docena de veces, todavía tenía la ilusión de ser ascendido a inspector jefe antes de jubilarse.
A sus cincuenta y cuatro años, ya era canoso por completo. En años anteriores llevaba bigote, pero cuando se le puso cano, se lo afeitó. Sufría un sobrepeso de unos 18 kilos, y lo que le sobraba de diafragma lo ralentizaba.
El primer caso en la pila de carpetas de su escritorio era «Intromisión con vehículos a motor».
Kendrick tuvo que encontrar la definición exacta antes de interrogar al sospechoso.
«Una persona es culpable del delito de intromisión con vehículo cuando interfiere con un vehículo motorizado o un remolque o con cualquier cosa transportada en un vehículo motorizado o remolque con la intención de que un delito tipificado sea cometido por sí mismo o por otra persona».
Guau, más claro que el agua. ¿Qué más tenemos?
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