Kitabı oku: «Jane Eyre», sayfa 8

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Me miró fijamente por encima de sus anteojos, después abrió un cajón entre cuyo contenido hurgó largo rato, tanto, que empezaron a disiparse mis esperanzas. Por fin, habiendo sostenido ante sus ojos un documento durante casi cinco minutos, me lo pasó por encima del mostrador, acompañando su acción de otra mirada curiosa y desconfiada: era para J. E.

—¿Solo hay una? —pregunté.

—No hay más —dijo. La guardé en el bolsillo y me encaminé a casa. No podía abrirla, puesto que eran ya las siete y media y el reglamento exigía que estuviera de vuelta a las ocho.

Me esperaban varias tareas a mi regreso: vigilé a las chicas durante la hora de estudio; luego me tocó leer las oraciones y acompañarlas a la cama, y después cené con las demás profesoras. Incluso cuando por fin nos retiramos a dormir, la ineludible señorita Gryce era aún mi compañera. Nos quedaba un corto cabo de vela en la palmatoria y temía que siguiera hablando hasta agotarlo. Afortunadamente, la cena pesada que había comido tuvo un efecto soporífero sobre ella, y antes de terminar de desvestirme, ya roncaba. Quedaba una pulgada de vela; saqué la carta y rompí el sello, que llevaba la inicial F; el contenido era breve.

«Si J. E., que se anunció en el Herald del condado de… del jueves pasado, posee los conocimientos que menciona y puede proporcionar referencias satisfactorias en cuanto a su carácter y eficiencia, se le puede ofrecer un puesto para instruir a una sola alumna de menos de diez años de edad, con un sueldo de treinta libras al año. Se ruega a J. E. que envíe las referencias, el nombre, dirección y todos sus datos a: Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, Condado de…».

Estuve mucho tiempo examinando el documento; la letra era anticuada y un poco vacilante, como la de una anciana. Esta circunstancia era satisfactoria, ya que me había preocupado el secreto temor de que, al actuar por mi cuenta y sin consejos, me arriesgaba a hallarme en un apuro, y, por encima de todo, deseaba que el resultado de mis esfuerzos fuese respetable, correcto y en règle. Pensé que una señora mayor no era mal ingrediente del asunto que tenía entre manos. ¡La señora Fairfax! La veía vestida con un traje negro y un velo de viuda, quizás distante, pero amable, un modelo de respetabilidad inglesa. ¡Thornfield! Indudablemente era el nombre de su casa, un lugar primoroso y ordenado, estaba segura, aunque fracasaron mis esfuerzos por imaginar un plano de la propiedad. Millcote, Condado de…: repasé mis conocimientos del mapa de Inglaterra, y los vi, tanto el condado como el pueblo. El condado de… estaba a setenta millas más cerca de Londres que el lejano condado donde residía, lo que me parecía una recomendación. Ansiaba estar en un lugar lleno de vida y movimiento. Millcote era un pueblo industrial grande a orillas del río A…, seguramente un sitio de bastante actividad. Tanto mejor: por lo menos sería un cambio total, aunque no me atraía mucho la idea de las altas chimeneas con sus nubes de humo. «Pero —me dije— seguramente Thornfield estará alejado del pueblo».

En aquel momento se hundió la base de la vela y se apagó la mecha.

Al día siguiente había muchas cosas que organizar. Ya no podía guardar para mí mis planes, sino que debía comunicarlos para lograr mi propósito. Pedí entrevistarme con la directora y me recibió durante el recreo de mediodía. Le conté que tenía la posibilidad de conseguir un nuevo puesto con un sueldo dos veces mayor que el actual (en Lowood me pagaban solo quince libras al año). Le rogué que comunicara la noticia al señor Brocklehurst o a otros miembros del comité, para averiguar si me permitirían nombrarlos como referencias, y consintió, solícita, en hacer de intermediaria en el asunto. Al día siguiente, informó al señor Brocklehurst de la noticia, y este dijo que había que escribir a la señora Reed, puesto que era mi tutora natural. Se redactó una carta para esta señora, a la que contestó que yo podía hacer lo que me viniera en gana, ya que hacía tiempo había renunciado a interferir en mis asuntos. Esta carta pasó al comité y, finalmente, después de lo que me pareció una demora fastidiosa, se me dio permiso formal para mejorar mi situación si podía. También añadieron que, como siempre había tenido un buen comportamiento, tanto de alumna como de profesora, en Lowood, me entregarían inmediatamente un certificado, firmado por los inspectores de la institución, dando fe de mi buen carácter y aptitudes.

Al cabo de una semana recibí este certificado, del que envié una copia a la señora Fairfax, y me llegó la contestación de esta señora, declarándose satisfecha y fijando una fecha quince días más tarde para que asumiera el puesto de institutriz en su casa.

Me puse a hacer los preparativos enseguida y los quince días pasaron volando. No poseía mucha ropa, aunque sí suficiente para mis necesidades, y me bastó el último día para preparar mi baúl, el mismo que había traído de Gateshead ocho años atrás.

Se ató el baúl con cuerdas y se le fijó una etiqueta. Media hora después, había de recogerlo un mensajero para llevarlo a Lowton, adonde yo misma iba a dirigirme al día siguiente de buena mañana para coger el coche. Había cepillado mi vestido de viaje de tela negra, y preparado mi sombrero, guantes y manguito. Busqué en todos los cajones por si me olvidaba de algún objeto y, no teniendo otra cosa que hacer, me senté e intenté descansar, pero no pude. Aunque había pasado todo el día de pie, no podía reposar ni un instante, por estar demasiado nerviosa. Se cerraba una fase de mi vida esa noche, y se abriría una nueva al día siguiente. Era imposible dormir en el intermedio: debía vigilar ansiosa el cumplimiento del cambio.

—Señorita —me dijo una criada en el pasillo, donde erraba como alma en pena—, abajo hay una persona que quiere verla.

«Será el mensajero, sin duda», pensé, y me apresuré a bajar sin hacer preguntas. Cuando, camino de la cocina, pasé por el cuarto de estar de las profesoras, cuya puerta estaba entreabierta, alguien salió apresuradamente.

—¡Es ella, estoy segura! ¡La habría reconocido en cualquier sitio! —gritó la persona que se puso ante mí y me cogió de la mano, deteniéndome.

Miré y vi a una mujer vestida como una criada bien arreglada, una matrona, aunque todavía joven, guapa y vivaz, con el cabello y los ojos negros.

—Bueno, ¿quién soy? —preguntó con una voz y una sonrisa que reconocí a medias—. ¿No me habrá olvidado, señorita Jane?

Inmediatamente la abracé y besé extasiada. «¡Bessie, Bessie, Bessie!» fue lo único que dije, haciéndola reír y llorar a la vez. Entramos ambas en la sala, donde, junto a la chimenea, se encontraba un niño de tres años, con traje de pantalón de cuadros escoceses.

—Es mi hijo —dijo Bessie enseguida.

—Entonces, ¿estás casada, Bessie?

—Sí, desde hace casi cinco años, con Robert Leaven, el cochero, y además de este, que se llama Bobby, tengo una niña a la que he puesto Jane.

—¿Y no vives en Gateshead?

—Vivo en la portería, ya que se ha marchado el antiguo portero.

—Bueno, ¿cómo están todos? Cuéntamelo todo, Bessie. Pero siéntate primero, y tú, Bobby, siéntate aquí en mis rodillas, ¿quieres? —pero prefirió acercarse tímidamente a su madre.

—No se ha hecho muy alta, señorita Jane, ni muy gruesa —prosiguió la señora Leaven—. Supongo que no le han dado demasiado bien de comer en la escuela. La señorita Eliza le saca la cabeza y los hombros, y la señorita Georgiana le dobla en anchura.

—Georgiana será guapa, ¿verdad, Bessie?

—Mucho. Se fue a Londres el invierno pasado con su madre y la admiró todo el mundo y se enamoró de ella un joven lord, pero la familia de él se opuso al matrimonio, y ¿qué le parece? él y la señorita Georgiana trataron de escaparse, pero los encontraron y los detuvieron. Fue la otra señorita Reed la que los descubrió. Creo que le tenía envidia. Ahora ella y su hermana se llevan como el perro y el gato, siempre están riñendo.

—¿Y qué hay de John Reed?

—Bueno, no le va tan bien como quisiera su madre. Estuvo en la universidad pero le… dieron calabazas, creo que se dice. Entonces sus tíos querían que fuese abogado, que estudiase leyes, pero es un joven tan disipado que no sacarán nada de él, me parece.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es muy alto. Algunos dicen que es bien parecido, pero tiene unos labios tan gruesos…

—¿Y la señora Reed?

—La señora está robusta y tiene buen aspecto, pero creo que está muy inquieta, no la complace el comportamiento del señorito John, que gasta grandes cantidades de dinero.

—¿Ella te ha mandado aquí, Bessie?

—Desde luego que no. Pero hace mucho que yo tenía ganas de verla y cuando me enteré de que había llegado una carta suya, y de que se marchaba a otra parte del país, decidí ponerme en camino para verla antes de que se alejara.

—Me temo que te he decepcionado, Bessie —dije riendo, pues me di cuenta de que la mirada de Bessie, aunque expresaba afecto, no mostraba ni un atisbo de admiración.

—No, señorita Jane, en absoluto. Es usted refinada, parece una señora, y no esperaba más, porque de niña no era ninguna belleza.

Sonreí por la franqueza de la respuesta de Bessie. Me pareció correcta, pero confieso que su contenido no me dejó indiferente. A los dieciocho años, la mayoría de nosotros queremos agradar, y el convencimiento de que nuestro aspecto no acompaña este deseo nos produce todo menos placer.

—Pero me imagino que será muy lista —continuó Bessie, como para consolarme—. ¿Qué sabe hacer? ¿Sabe tocar el piano?

—Un poco.

Como había uno en la sala, Bessie se acercó a él y lo abrió, pidiéndome que me pusiera a tocarle una melodía. Toqué uno o dos valses, y quedó encantada.

—¡Las señoritas Reed no tocan tan bien! —dijo ufana—. Siempre dije que usted las superaría en los estudios. ¿Sabe dibujar?

—Ese cuadro que está sobre la chimenea es uno de los míos —era una acuarela de un paisaje, que había regalado a la directora en agradecimiento por su intervención en mi favor ante el comité, y ella la había mandado enmarcar y barnizar.

—¡Qué precioso, señorita Jane! Es tan bonito como los cuadros del profesor de dibujo de la señorita Eliza, por no hablar de los de las señoritas, que no hacen nada parecido. ¿Y ha aprendido francés?

—Sí, Bessie, lo leo y lo hablo.

—¿Y sabe hacer labores en muselina y lienzo?

—Sí.

—¡Oh, qué señora está hecha, señorita Jane! Sabía que sería así. Usted saldrá adelante con o sin la atención de sus familiares. Hay una cosa que quería preguntarle, ¿ha tenido noticias de la familia de su padre, los Eyre?

—Jamás.

—Bueno, ya sabe que la señora siempre ha dicho que eran pobres y desdeñables. Puede que sean pobres, pero creo que son tan señores como los Reed, porque un día, hace casi siete años, vino a Gateshead un tal señor Eyre, que quería verla. La señora le dijo que estaba usted en la escuela, a cincuenta millas de distancia. Pareció muy decepcionado, pues no podía detenerse, porque se iba de viaje al extranjero en un barco que salía de Londres un día o dos después. Tenía todo el aspecto de un caballero, y creo que era hermano de su padre.

—¿A qué país extranjero se iba, Bessie?

—A una isla a miles de millas, donde hacen vino, me lo dijo el mayordomo…

—¿Madeira? —sugerí.

—Sí, sí, esa palabra era.

—¿Y se marchó?

—Sí, no se quedó mucho tiempo en la casa. La señora lo trató muy altivamente, y después lo llamó «comerciante ruin». Mi Robert cree que era comerciante en vinos.

Bessie y yo estuvimos conversando sobre los viejos tiempos durante una hora más, después de lo cual se vio obligada a dejarme. La vi de nuevo unos minutos al día siguiente en Lowton, mientras esperaba la diligencia. Nos separamos finalmente en la puerta de la posada Brocklehurst Arms. Cada una emprendió su propio camino: ella, hacia la cima de la colina de Lowood para coger el coche que la había de llevar de regreso a Gateshead, y yo me subí al vehículo que me iba a conducir hacia nuevas obligaciones y una nueva vida en desconocidos parajes cerca de Millcote.

Capítulo XI

Un nuevo capítulo de una novela se parece a veces al nuevo decorado de una obra de teatro; cuando se levanta el telón esta vez, lector, debes imaginar que ves una habitación de la George Inn de Millcote, el papel pintado de sus paredes ostenta los grandes dibujos típicos de tales posadas; típicos también son la alfombra, los muebles, los adornos sobre la chimenea y las láminas, entre las que se encuentran un retrato de Jorge III, otro del príncipe de Gales y una representación de la muerte de Wolfe. Todo esto se ve a la luz de una lámpara de aceite que pende del techo, y de un magnífico fuego, junto al cual me hallo yo sentada envuelta en una capa y tocada con un sombrero. Mi manguito y mi paraguas yacen sobre la mesa, y yo me ocupo en calentarme y quitarme el entumecimiento producido por dieciséis horas de exposición a la intemperie de un día de octubre. Salí de Lowton a las cuatro de la madrugada y, en estos momentos, el reloj del pueblo de Millcote da las ocho.

Lector, aunque pueda parecer que estoy cómodamente instalada, no tengo el espíritu muy tranquilo. Pensé que cuando parase aquí la diligencia, habría alguien esperando para recibirme. Miré a mi alrededor ansiosamente al bajar los peldaños de madera que había colocado un mozo para ese fin, esperando oír pronunciar mi nombre y ver algún tipo de vehículo esperando para llevarme a Thornfield. No había nada parecido a la vista, así que inquirí a un criado si había preguntado alguien por la señorita Eyre y me contestó negativamente, por lo que no tuve más remedio que pedir que me acompañara a un cuarto privado, donde ahora me encuentro esperando, mis pensamientos turbados por toda clase de dudas y temores.

Es una sensación muy extraña para una persona joven y sin experiencia encontrarse totalmente sola en el mundo, alejada de todo lo conocido, insegura de poder alcanzar su destino e incapaz, por muchos impedimentos, de volver al lugar de origen. El encanto de la aventura dulcifica la sensación y el sentimiento de orgullo la suaviza, pero un latido de miedo la turba. El miedo se apoderó de mí cuando, al cabo de media hora, todavía estaba sola. Se me ocurrió tocar la campanilla.

—¿Hay un lugar aquí cerca llamado Thornfield? —pregunté al criado que acudió a mi llamada.

—¿Thornfield? No lo sé, señora. Preguntaré en el mostrador.

Desapareció pero volvió enseguida:

—¿Se llama usted Eyre, señorita?

—Sí.

—Una persona la espera.

Me levanté de un salto, recogí el manguito y el paraguas y me apresuré a salir al corredor de la posada. Un hombre estaba al lado de la puerta abierta y, en la calle iluminada por una farola, vi un vehículo de un caballo.

—Este será su equipaje, supongo —dijo el hombre algo bruscamente al verme, señalando mi baúl, que estaba en la entrada.

—Sí.

Lo cargó en el vehículo, una especie de calesa, y después subí yo. Antes de que cerrase la puerta, le pregunté a qué distancia estaba Thornfield.

—A unas seis millas.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Hora y media, tal vez. Cerró la puerta, se encaramó a su asiento en el pescante y emprendimos el camino. Íbamos a paso lento y tuve tiempo de sobra para reflexionar. Me alegraba estar tan cerca del final de mi viaje, y, recostándome en el vehículo cómodo, si no elegante, me entregué tranquilamente a mis meditaciones.

«Supongo —pensé—, a juzgar por la sencillez del criado y del coche, que la señora Fairfax no será una persona muy elegante. Tanto mejor; solo una vez he vivido entre gente refinada y fui muy desgraciada. Me pregunto si vive sola con la niña. Si es así y si es mínimamente agradable, me llevaré muy bien con ella. Pondré todo mi empeño en ello, pero, desgraciadamente, no siempre es suficiente. Por lo menos, en Lowood me lo propuse, perseveré y lo conseguí, pero recuerdo que con la señora Reed mis mejores propósitos fueron siempre rechazados con desprecio. Ruego a Dios que la señora Fairfax no resulte ser una segunda señora Reed; pero, si lo fuera, no estoy obligada a quedarme con ella. Si las cosas salen mal, puedo volver a poner un anuncio. Me pregunto cuánto faltará ahora».

Bajé la ventanilla y me asomé. Habíamos dejado atrás Millcote. A juzgar por el número de luces, debía de ser un lugar de grandes proporciones, mucho mayor que Lowton. Nos hallábamos, por lo que pude ver, en una especie de ejido, pero había casas dispersas por toda la zona. Me pareció un lugar diferente de Lowood, más poblado y menos pintoresco, más emocionante y menos romántico.

La carretera era mala y la noche nublada. El conductor dejó que el caballo fuera al paso, y realmente creo que la hora y media se alargó hasta las dos horas. Por fin se giró y dijo:

—Ya falta poco para Thornfield.

Me asomé otra vez. Pasábamos ante una iglesia cuya torre vi ancha y baja contra el cielo, y cuya campana estaba tocando el cuarto. También vi una estrecha galaxia de luces sobre una colina, señalando una villa o aldea. Unos diez minutos más tarde; se apeó el cochero para abrir unas puertas, que se cerraron de golpe después de pasar nosotros. Subimos lentamente por una calzada hasta encontrarnos ante la fachada larga de una casa. Brillaba una vela tras la cortina de un mirador; las demás ventanas estaban a oscuras. El coche se detuvo en la puerta principal, abierta por una criada. Me apeé y entré.

—Haga el favor de venir por aquí, señora —dijo la muchacha, y la seguí a través de un vestíbulo cuadrado rodeado de altas puertas. Me acompañó a una habitación, cuya iluminación doble de velas y chimenea me deslumbró al principio, en contraste con la oscuridad a la que se habían acostumbrado mis ojos. Sin embargo, cuando recuperé la vista, se me presentó delante un cuadro acogedor y agradable.

Una habitación pequeña y cómoda, una mesa redonda junto a un fuego alegre y, sentada en un sillón anticuado de respaldo alto, la señora mayor más encantadora imaginable, con velo de viuda, vestido negro de seda y delantal inmaculado de muselina blanca: exactamente como había visualizado a la señora Fairfax, solo un poco menos elegante y más plácida. Hacía calceta; un gato grande estaba sentado gravemente a sus pies: no faltaba detalle para completar el ideal de felicidad doméstica. Es difícil concebir mejor presentación para una nueva institutriz; no había esplendor que me abrumara, ni elegancia que me desconcertara. Al entrar yo, se levantó la anciana y se adelantó amablemente para recibirme.

—¿Cómo está usted, querida? Me temo que habrá tenido un viaje pesado, ¡va tan despacio John! Debe de tener frío, acérquese al fuego.

—¿La señora Fairfax, supongo? —dije.

—Sí, así es. Siéntese, por favor.

Me llevó hasta su propio sillón y empezó a quitarme el chal y a desatar las cintas de mi sombrero. Le rogué que no se molestase tanto.

—Vaya, no es molestia. Seguro que tiene las manos entumecidas de frío. Leah, prepara un poco de ponche caliente y unos emparedados. Aquí tienes las llaves de la despensa.

Y sacó del bolsillo un manojo de llaves de aspecto doméstico, que entregó a la criada.

—Venga, acérquese más al fuego —continuó—. Ha traído su equipaje, ¿verdad, querida?

—Sí, señora.

—Mandaré que lo suban a su cuarto —dijo, saliendo apresurada.

«Me trata como si fuera una visita —pensé—. No esperaba semejante recibimiento. Preveía solo frialdad y distancia; no corresponde con lo que he oído hablar del trato a las institutrices, pero no debo regocijarme demasiado pronto».

Regresó, quitó personalmente de la mesa su calceta y uno o dos libros para hacerle sitio a la bandeja que traía Leah, y me sirvió ella misma el tentempié. Me sentí algo confusa al verme objeto de más atenciones que nunca antes hubiera recibido, y menos de parte de una persona superior, pero como ella no parecía encontrarlo fuera de lugar, pensé que lo mejor sería aceptarlo como algo natural.

—¿Tendré el gusto de ver a la señorita Fairfax esta noche? —pregunté después de comer.

—¿Qué ha dicho, querida? Estoy algo sorda —respondió la buena señora, acercando su oído a mis labios.

Repetí más claramente mi pregunta.

—¿La señorita Fairfax? ¡Oh, quiere usted decir la señorita Varens! Así se llama su futura alumna.

—¿De veras? Entonces, ¿no es su hija?

—No, yo no tengo familia.

Debería haber insistido con mis preguntas para averiguar qué relación tenía con la señorita Varens, pero recordé que no era cortés hacer demasiadas preguntas, y estaba segura de que me enteraría más adelante.

—Estoy tan contenta —prosiguió, sentándose frente a mí y colocando el gato en su regazo—, estoy tan contenta de que haya venido usted. Será muy agradable tener compañía aquí. Por supuesto, siempre es agradable, pues Thornfield es una casa estupenda, aunque esté algo abandonada en los últimos años, pero es un lugar respetable. Sin embargo, en invierno, ya sabe usted, se está un poco triste sin compañía, incluso en los mejores sitios. Digo sin compañía, aunque Leah es una muchacha agradable, desde luego, y John y su mujer son muy buenas personas, pero al fin y al cabo solo son criados, y una no puede conversar con ellos como iguales: hay que mantenerlos a distancia para no perder la autoridad. Sin ir más lejos, el invierno pasado (si recuerda usted, fue muy riguroso, y cuando no nevaba, llovía o hacía viento), no vino a la casa un alma excepto el carnicero y el cartero entre noviembre y febrero, y me ponía muy melancólica sentada sola noche tras noche. A veces me leía Leah, pero creo que no le gustaba mucho la tarea, pues recortaba su libertad. En primavera y verano, me las arreglaba mejor; el sol y los días largos alegran muchísimo. Y luego, al principio del otoño, vinieron la pequeña Adèle Varens con su niñera. ¡Qué vitalidad trae un niño a una casa! Y ahora que está usted aquí, estaré contentísima.

Me embargó una gran simpatía por la encantadora señora mientras la oía hablar; acerqué mi sillón al suyo y le comuniqué mi sincero deseo de que mi compañía le resultara tan agradable como esperaba.

—Pero no la tendré levantada tarde esta noche —dijo—, ya son las doce, lleva todo el día viajando y debe de estar cansada. Si ya tiene los pies bien calientes, la acompañaré a su cuarto. He hecho preparar para usted el cuarto contiguo al mío. Es pequeño, pero pensé que le agradaría más que uno de los cuartos delanteros más grandes, que tienen muebles más elegantes, pero son tan tristes y solitarios que yo misma nunca duermo allí.

Le agradecí su elección considerada y, sintiéndome realmente fatigada después del largo viaje, me declaré dispuesta para retirarme a dormir. Cogió una vela y salimos de la habitación. Primero fue a ver si la puerta principal estaba bien cerrada, sacó la llave de la puerta, y seguimos hasta el piso de arriba. Los peldaños y el pasamanos eran de roble y la ventana de la escalera era alta con vidrieras reticuladas. Tanto la escalera como el rellano que daba a los dormitorios parecían pertenecer más a una iglesia que a una casa. Un aire frío, como subterráneo, invadía la escalera y la meseta sugiriendo ideas lúgubres de vacío y soledad, por lo que me alegró, al entrar en mi cuarto, ver que era pequeño de tamaño y amueblado de un modo moderno y sencillo.

Después de despedirse amablemente la señora Fairfax, cerré la puerta y miré alrededor, y la impresión inquietante que me habían producido el amplio vestíbulo, la oscura escalera y la larga y fría galería fue prácticamente anulada por el aspecto más alegre de mi cuarto, y recordé que, tras un día de fatiga física y ansiedad mental, por fin me encontraba en un refugio seguro. Me invadió un sentimiento de gratitud y me arrodillé junto a la cama y di gracias a Dios, sin olvidarme, antes de levantarme, de pedirle ayuda para el camino que se abría ante mí y fuerza para merecer la amabilidad que se me había brindado tan cordialmente antes de ganármela. Mi cama estaba libre de inquietudes aquella noche y mi cuarto de miedos. Cansada y contenta a la vez, me dormí profundamente enseguida y, cuando me desperté, ya era de día.

La luz del sol reluciendo entre las alegres cortinas azules de quimón daba a mi cuarto un aspecto animado e iluminaba las paredes empapeladas y el suelo alfombrado, tan diferentes de las desnudas tablas y el yeso manchado de Lowood que me llenó de gozo contemplarlos. Las cosas externas tienen un gran efecto en los jóvenes: pensé que empezaba una fase más bella de mi vida, llena de flores y placeres, además de espinas y trabajos. Despertados por el cambio de escena y la nueva esfera de esperanzas, mis sentidos estaban alterados. Me es imposible definir qué es lo que esperaba, pero sé que era algo placentero, quizás no para ese día ni ese mes, sino para un momento indefinido del futuro.

Me levanté y me vestí cuidadosamente, porque así lo exigía mi naturaleza, aunque con ropa sencilla, pues no poseía ninguna prenda que no estuviera hecha con absoluta simplicidad. No solía descuidar mi apariencia ni desatender la impresión que podía causar. Al contrario, siempre quise tener el mejor aspecto posible para suplir mi falta de belleza. Algunas veces lamentaba no ser más agraciada y hubiera querido tener mejillas sonrosadas, una nariz correcta y una boca de piñón. Hubiera querido ser alta, elegante y desarrollada de proporciones. Pensé que era una desgracia ser tan pequeña, pálida y con rasgos tan marcados e irregulares. ¿Por qué tenía estas aspiraciones y pesares? Era difícil saberlo, ni yo misma lo sabía, pero había una razón lógica, y natural también. Sin embargo, una vez cepillado y recogido el cabello muy tirante, puesto el traje negro (el cual, aunque de estilo espartano, por lo menos me ajustaba perfectamente), y colocado el cuello limpio, pensé que tenía un aspecto lo suficientemente respetable como para presentarme ante la señora Fairfax y para que mi nueva alumna no me recibiera con antipatía. Después de abrir la ventana y dejar ordenadas las cosas del tocador, salí del cuarto.

Crucé la larga galería alfombrada, bajé por los peldaños resbaladizos de roble hasta llegar al vestíbulo, donde me detuve un momento. Miré algunos cuadros que colgaban en la pared (recuerdo que uno representaba un hombre adusto con coraza y otro una señora con el cabello empolvado y un collar de perlas), una lámpara de bronce que pendía del techo, un gran reloj con caja de roble extrañamente tallado, negro como el ébano por los años y los pulimentos. Todo me parecía muy elegante e impresionante, pero yo estaba poco acostumbrada al lujo. Estaba abierta la puerta principal acristalada y crucé el umbral. Era una espléndida mañana de otoño: el sol brillaba sereno sobre los bosquecillos ocres y los campos aún verdes. Alejándome por el césped, volví la cabeza para ver la fachada de la mansión. Tenía tres plantas de proporciones no enormes, pero sí considerables; era una casa solariega, no la mansión de un noble, y las almenas le daban un aspecto pintoresco. Su fachada gris destacaba sobre una grajera, cuyos moradores volaban por encima del césped hasta un gran prado, separado del terreno de la casa por una valla hundida, y donde un conjunto de enormes espinos nudosos y anchos como robles explicaban la etimología del nombre de la casa[5]. Más lejos había unas colinas, no tan altas como las de Lowood ni tan escarpadas, por lo que no parecían una barrera separándonos del mundo de los vivos. Pero eran unas colinas silenciosas y solitarias, que parecían dotar a Thornfield de un aislamiento que no esperaba hallar tan cerca del bullicioso pueblo de Millcote. Una aldea, cuyos tejados se entremezclaban con los árboles, yacía en la ladera de una de estas colinas, y más cerca de Thornfield se encontraba la iglesia parroquial, cuya torre daba a una loma que estaba entre la casa y la entrada.

Todavía disfrutaba de la vista apacible y el aire agradable, todavía escuchaba encantada los graznidos de los grajos, todavía observaba la fachada amplia y vetusta, pensando que era un lugar muy grande para ser la morada de una señora tan pequeña como la señora Fairfax, cuando esa misma señora apareció en la puerta.

—¿Qué, ya de paseo? —dijo—. Veo que es usted madrugadora —me aproximé a ella y me recibió con un beso afable y un apretón de manos.

—¿Qué le parece Thornfield? —preguntó, y le contesté que me gustaba mucho.

—Sí —dijo—, es un lugar bonito, pero me temo que vaya a echarse a perder si al señor Rochester no le da por venir a habitarlo permanentemente, o, por lo menos, visitarlo más a menudo. Las grandes casas y buenas propiedades necesitan la presencia del amo.

—¡El señor Rochester! —exclamé—. ¿Quién es?

—El dueño de Thornfield —respondió en voz baja—. ¿No sabía usted que se llamaba Rochester?

Por supuesto que no lo sabía; nunca había oído hablar de él. Pero a la anciana su existencia le parecía un hecho universalmente difundido, que todos deberíamos conocer por instinto.

—Yo creía —proseguí— que Thornfield le pertenecía a usted.

—¿A mí? ¡Válgame Dios, qué idea! ¿A mí? Si solo soy el ama de llaves, la administradora. Es cierto que soy pariente lejana de los Rochester por parte de la madre, es decir, mi marido lo era. Era clérigo, párroco de Hay, la aldea de la colina, y la iglesia de la entrada era suya. La madre del actual señor Rochester era una Fairfax, prima segunda de mi marido, pero jamás alardeo del parentesco; no me importa nada, me considero simplemente un ama de llaves normal; mi señor se comporta correctamente, y no espero más.

—¿Y la niña, mi alumna?

—Es pupila del señor Rochester, y él me encargó que le buscase una institutriz. Pretende que se eduque en el condado de…, según tengo entendido. Aquí viene, con su bonne, como llama a su niñera —así se explicaba el enigma: esta viuda afable y bondadosa no era ninguna dama, sino una empleada como yo. No la apreciaba menos por ello; al contrario, me alegré más aún. La igualdad entre ella y yo era real y no el resultado de su condescendencia. Tanto mejor; mi situación era mucho más libre por ello.

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