Kitabı oku: «El Aroma De Los Días», sayfa 6
Capítulo XIV 1925
Giulia se había levantado antes del amanecer y se movía por la cocina intentando hacer el menor ruido posible. Aún dormían todos. Era domingo y los chicos no debían ir a la escuela. Podían estar tranquilos en la cama todavía un par de horas.
La escuela.
Sonrió pensando como Antonino la soportaba. Dentro de pocos meses tendría el examen de selectividad y terminaría su tortura. Los años de la escuela superior habían sido para él un verdadero suplicio, los soportada en nombre de un deber impuesto al que no osaba rebelarse pero del que huía a la mínima ocasión. Lo veía bajar de su habitación ceñudo cada vez que se paraba sobre los libros el tiempo razonable para hacer los deberes y volver, en cambio, alegre y vigoroso de un día en el campo, donde había desenvuelto la pesada tarea de un hombre. Habría podido aliviarlo de aquella fatiga impuesto por la familia. Cada vez que, malhumorado, subía las escaleras con los libros y cuadernos para encerrarse en la habitación a estudiar, ella encontraba mil excusas para entrar y hablarle o llevarle un trozo de dulce.
Clara, en cambio, parecía fastidiada por sus raras incursiones. La escuela había sido siempre un pasatiempo para ella. Le bastaba poco para aprender y conseguía hacer rápidamente y de la mejor manera todos los deberes. Giulia subía con algún pretexto sólo para comprobar cómo ocupaba su tiempo.
Cada vez que entraba en su habitación la encontraba dedicada a leer los libros que tomaba prestados de la biblioteca escolar y a la pregunta de rigor:
–Clara, ¿quieres que te traiga algo?
Seguía siempre la misma respuesta:
–No, gracias, dentro de un rato bajo.
Sus relaciones no habían mejorado. Giulia la había visto crecer con el orgullo de la madre por una hija que se convertía cada día en más hermosa y con la aprensión de quien intuye el invisible obstáculo que no permitía que a ella, como a ningún otro, cruzar el umbral para llegar hasta el fondo de sus pensamientos. La relación con el padre era aquella privilegiada de la infancia pero también la mirada de Giovanni había cambiado. Con sus dieciséis años Clara había salido para siempre del mundo cómplice que los había unido desde niña, y también él, que la habría querido proteger, al mirarla se había visto asaltado por mil miedos y celos. Era Antonino, ahora, el que con su espontaneidad la hacía reír a menudo. Había mantenido con ella, como con todos, una relación alegre sin complicaciones. Fuerte por ser mayor que ella y de complexión más robusta, en cuanto estaba a su lado la hacía reír con pequeños puñetazos y ligeros empujones que la hacían vacilar para luego susurrar al oído:
–¿Me haces los deberes para mañana?
–No, hazlo solo.
Él, superándola en altura, desde detrás la estrechaba con fuerza por la cintura y medía su fuerza levantándola en el aire e implorándole:
–¡Te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…! ―hasta que, haciéndola reír, la obligaba a ceder.
Con los gemelos Clara era muy paciente. Agnese y Luciano mientras creían habían mantenido su vínculo exclusivo que les había convertido, desde que eran pequeños, en una entidad aparte, pero ahora, Agnese, ya adolescente, buscaba siempre la compañía de la hermana. Era feliz cuando ella podía dedicarle un poco de su tiempo.
–Buenos días, Giulia.
La voz de María, aunque suave, la sobresaltó.
–Buenos días. ¿Ya levantada? Podías reposar todavía un poco
–No tenía sueño… ¿Todavía duermen todos?
–Sí, hoy es domingo, no hay escuela.
–Ah, ya… hoy es domingo… entonces, hay que hacer la pasta…
–Sí, dentro de un rato la preparamos. No te preocupes, todavía hay tiempo.
María, después de la muerte de Ada, ya no era la misma. El físico delgado se había curvado ligeramente como si el peso de aquel dolor fuese demasiado grande para sus hombros. Había cambiado, sobre todo, la expresión de su rostro. Parecía que había perdido también las pequeñas certidumbres que la habían sostenido siempre y que ahora, para cada cosa, dependía totalmente de Giulia. Esperaba confiada las indicaciones de la cuñada, mirándola como un niño observa a su maestra antes de iniciar una tarea, para comenzar diligentemente a desarrollar el cometido que le han impartido, en silencio. Respondía a las preguntas que le hacían, sin jamás dar su parecer o intervenir de manera espontánea en la conversación. Sólo Antonino, con sus pequeñas bromas, y Agnese, que de vez en cuando la besaba en una mejilla llamándola tiíta, conseguían hacerla sonreír. Giulia, a pesar de que no fuese mucho más joven que ella, la consideraba ya como una hija necesitada de directrices continuas.
Ya casi había amanecido cuando al fondo del camino apareció una figura envuelta en un mantón oscuro. Caminaba con rapidez, casi corría, mientras mantenía con los brazos cruzados el pañolón alrededor de la cintura. Giulia se paró a mirarla con la aprensión de quien, no esperando a nadie sobre todo a aquella hora, teme una mala noticia. La figura se acercó y reconoció a Lucia.
Desde la muerte de Ada Lucia trabajaba con ellos todas las mañanas. Giulia y María necesitaban ayuda y Lucia había crecido, prácticamente, en su casa, trabajando ya en el campo ya ayudando con pequeñas tareas. Su figura menuda no conocía un momento de respiro, amable y servicial, eternamente agradecida a quien, de esta manera, la había aliviado de la continua angustia de la supervivencia cotidiana. Vivía con su hijo Andrea, orgullosa de haberlo podido sacar de la miseria y de las privaciones en las que ella había vivido. A costa de grandes sacrificios lo había llevado a la escuela hasta los catorce años cuando sus coetáneos, a menudo analfabetos, ya desde muy pequeños eran obligados a acompañar a los adultos a los campos, hiciese calor o frío. Crecía bien su muchacho, serio y voluntarioso, que en verano, durante las vacaciones, era el primero en ir al campo y, si la veía más fatigada de lo normal, se apresuraba a desarrollar su tarea para ir a ayudarla, sin hacer caso del implacable sol de agosto.
–Está llegando Lucia… tan pronto… ¿cómo es posible?
Giulia pensaba en voz alta mientras miraba afuera desde la ventana. También María miró afuera y, movida por aquella incontrolable agitación que la asaltaba ante cualquier acontecimiento inesperado, siguió a la cuñada que se había ido a abrir la puerta antes de que llegase Lucia.
–Buenos días, señora.
Muchas veces Giulia le había dicho que no la llamase con aquel apelativo hasta que había comprendido que era la misma Lucia la que se sentía a gusto manteniendo una relación de afectuosa distancia.
–¿Cómo tan temprano? ¿Ha sucedido algo?
El rostro delgado y severo de Lucia estaba tenso y atemorizado. La cogió por un brazo y la guió silenciosamente hacia la cocina. Después de que se hubiese sentado, bajo la mirada preocupada e inquisitiva de las dos mujeres dijo:
–Esta noche ha sucedido algo…
–¿El qué?
–Una cosa muy mala.
–Sí, pero qué cosa… ―la mente de Giulia en un momento había recorrido cada posible itinerario y se había parado ante un terrible pensamiento.
–No, no, señor, Andrea no… ―rezó casi paralizada.
–Han entrado en casa del doctor…
–¿Qué doctor… Marinucci?
–Sí, el doctor Marinucci.
–¿Quién ha entrado, Lucia? … habla.
–Ellos… los fascistas… han desfondado la puerta… han golpeado al doctor y antes de irse han incendiado su estudio.
Giovanni, alarmado por los insólitos ruidos, había bajado y desde las escaleras había escuchado todo.
–¿Cómo? ―dijo volviéndose hacia Lucia aunque hubiese entendido perfectamente.
Fue Giulia la que respondió.
–Han entrado en casa del doctor Marinucci…
–¿Cómo está el doctor? ―la interrumpió.
–Yo no lo he visto. Han subido a su casa Andrea con Cencio della Menna y Carlone, para ayudarlo. Han dicho que tenía un labio partido y se lamentaba.
–Voy con ellos ―dijo Giovanni y en un momento estuvo fuera de casa.
–Ten cuidado, por favor.
Las palabras, tantas veces repetidas, esta vez ni las escuchó.
Cuando volvió era casi la hora de comer.
Giulia oyó llegar la carreta antes incluso de verla. Había estado toda la mañana esperando aquel sonido, moviéndose mecánicamente en el interior de la casa, con los ojos continuamente vueltos hacia la ventana. Los muchachos habían intuido su nerviosismo pero sólo Antonino se había atrevido a pedir una explicación:
–¿Algo va mal, mamá?
Ella le contó lo que sabía.
–Voy al pueblo ―había sido la reacción del chaval.
–Tú no te mueves de aquí.
La respuesta tenía el tono perentorio de quien no acepta réplicas y Antonino comprendió que cualquier otra insistencia habría complicado la situación.
El trote veloz del caballo los hizo salir corriendo. Con Giovanni venía también Andrea y el aire atemorizado del muchacho iba parejo con aquel preocupado del hombre.
–¿Y bien… cómo está el doctor… qué ha ocurrido…?
–Marinucci está en la cama. Se ha asustado mucho y está dolorido. Lo han agredido hacia las dos de la madrugada. Ha dicho que había oído llamar a la puerta, se levantó pensando que alguien lo necesitase y se ha encontrado de frente con cuatro hombres que no conocía. Lo han empujado dentro de la casa y han comenzado a golpearle con patadas y a puñetazos gritando: Maldito subversivo, ahora aprenderás. ―Se quedó en el suelo aturdido y los ha escuchado ir hacia la habitación de abajo donde tiene su estudio. Han roto todo, luego le han pegado fuego y se han escapado. Ha tenido suerte de que los ruidos han despertado a Carlone que habita cerca. Ha corrido enseguida y ha conseguido apagar el fuego, luego ha llamado a Andrea y a Cencio para que le ayudasen a llevar a la cama al doctor.
–¿Pero por qué lo han hecho? Marinucci es un anciano que vive solo y que siempre ha hecho el bien a todos. No hay nadie en el pueblo que lo quiera mal.
Las palabras ahogadas por el ansia salían a duras penas y Giulia hablaba estrujando nerviosa el delantal entre las manos.
–Giulia, Giulia ―dijo Giovanni con un tono de desesperación en la voz ―ya no vale ser buenos o malos… ya no sé lo que es importante… ¿entiendes?… ¿Qué es importante?
Una pregunta a la que nadie supo responder.
En los días sucesivos las condiciones del doctor parecieron mejorar. Consiguió levantarse y estar sentado por lo menos un poco en la butaca cerca de la cama. Cada vez más encerrado en un penoso aislamiento, no hablaba, ni una palabra ni un acusación por los asaltantes ni de agradecimiento por quien estaba a su lado, los ojos fijos en el suelo como queriendo olvidar el mundo que le rodeaba.
Se fue así, en un silencio amargo que ni siquiera todos los recuerdos de su vida consiguieron vencer.
Lo que había sucedido es que Marinucci veía en Roma a un viejo compañero de estudios con el que había mantenido una relación de fraternal amistad. Era un estimado profesor universitario que había rechazado tener el carné del partido y no escondía su abierta crítica con respecto a las nuevas leyes excepcionales aprobadas por el régimen. Ahora ya, en los umbrales de la jubilación, debido a esto había quedado relegado de su puesto y se había ido de la universidad sin renunciar a la oposición contra el sistema. Muchas veces amenazado, desahogaba toda su rabia y su desilusión hablando con el viejo compañero, personalmente o por teléfono, sin imaginar que estuviese bajo control. Esta había sido la culpa de Marinucci: compartir las ideas y los actos de quien se atrevía a objetar.
De esta manera Giovanni había sabido que todas las redes telefónicas, todos los puestos públicos, estaban controlados y que de los raros abonados privados se debía saber quién era, cómo actuaban y a qué partido pertenecían.
El dolor por la muerte de Marinucci, que tanta felicidad e inquietudes había compartido con su familia, se hizo más grande por la preocupación. Desde hacía poco tiempo también en su casa había un teléfono. Había sido Giulia la que había insistido.
–… así Rudi puede llamar cuando quiera desde Milano.
Ahora eso que parecía un milagro de la técnica se estaba transformando en un peligro, también porque Rudi no escondía su firme oposición al régimen.
Capítulo XV En Milano
―De ahora en adelante es necesario tener más cuidado.
–¿Más cuidado, por qué, Rudi, a lo que se escribe? ¿Con lo que se escucha? ¿A cómo se habla? ¿En lo que se piensa? ―Fosco hablaba con rabia.
–No… no… no quería decir esto… decía… mirar a nuestro alrededor con más cautela…
–¿No crees, por el contrario que, lo que ha sucedido, pueda marcar un giro, que se deba incitar a actuar de otra manera, a participar más directamente en los acontecimientos y no sólo a describirlos?
–Fosco ¿por qué crees que no es suficiente? ¿No es ya ésta una forma de combatir? ¿No es éste un modo de actuar?
Los dos amigos, sentados en la trattoria de siempre, en un rincón, hablaban en voz baja. Habían escogido una mesa alejada de oídos indiscretos, una pequeña mesa para dos pegada a la pared, lo más distante posible de los pocos clientes. Esperaban a que Totò trajese las viandas. El rostro de Fosco estaba ceñudo, los ojos bajos mirando fijamente a un punto indefinido del mantel. Con los codos apoyados mantenía las manos juntas delante de la boca y las palabras salían con dificultad, fruto de un pensamiento largamente meditado.
–No lo sé, Fosco, no lo sé… ―continuó Rudi ―creo que tú tienes razón… quizás no basta ya definirse en contra… quizás es necesario actuar contra…
–Rudi, escucha…―de repente el rostro de Fosco se había animado y, curvando el pecho hacia delante, se había acercado más al amigo. ―Escucha ―repitió ―En estos últimos años hemos visto cambiar a la sociedad… a mejor… a peor… para unos sí, para otros no… no lo sé, depende… pero de lo que estoy convencido es de que, si hay alguien que quiere matar mi pensamiento, es porque tiene miedo de este pensamiento y si tiene miedo es porque en su mundo no hay lugar para todos, sino sólo para algunos. Lo que ha sucedido esta mañana en el periódico me da miedo por mí, por ti, pero aquello por lo que todos somos amenazados mi aterroriza todavía más, porque no me ofrece seguridad con respecto al futuro.
Rudi escuchaba en silencio, los brazos cruzados sobre la mesa con las manos cerradas en un puño. Vio subir de la cocina a Totò y por un momento le sonrió.
–¡Aquí está, buen provecho!
El rostro del tabernero, abierto y cordial, disipó por un instante incluso los pensamientos de Fosco que se enderezó en la silla y acogió el plato humeante con un Gracias, Totò.
Durante unos minutos los dos amigos comieron en silencio, luego, después de haberse servido un abundante vaso de vino. Fosco volvió a hablar:
–¿Has comprendido lo que quiero decir?
–He comprendido y no sé si hacerte caso… veo todos los días que le situación empeora… ahora ya quien se opone tiene miedo de acabar como Matteotti y muchos se marchan…
–¡Es eso lo que quieren! ¡Expulsarnos, reducirnos al silencio! Esa calavera que hemos encontrado esta mañana dibujada en la puerta del periódico dice esto: ¡cuidado, estáis siendo controlados y vuestra vida no vale nada para nosotros! Lo que quieren es nuestro silencio, ¡el silencio o el consenso servil de la prensa!
–¿Qué más se puede hacer sino continuar defendiéndonos?
–No dejarán que lo hagamos, ya lo verás. Es demasiado fácil para ellos. ¿Cuánto piensas que podamos todavía resistir? Dentro de poco nos reducirán al silencio como ya han hecho con los otros y entonces la batalla estará perdida.
Rudi miró con aprensión al amigo y después de unos momentos de duda, dijo:
–¿Qué te propones hacer?
Fosco guardó silencio. Había comido muy poco. Alejó el plato hasta el centro de la mesa, bebió un sorbo de vino manteniendo la mirada baja murmuró:
–No lo sé, realmente no lo sé. Debo pensar sobre esto… debo pensarlo.
Capítulo XVI En casa
―Giovanni, ¿qué ocurre?
La pregunta le había cogido por sorpresa y a Giulia no se le escapó un ligero sobresalto. La casa estaba silenciosa con los chicos en la escuela y María encerrada en las habitaciones de arriba.
Giovanni estaba quieto y miraba afuera desde la gran ventana de la cocina. El campo en diciembre estaba vacío, endurecido por el viento tramontano. Con las faenas casi paradas había poco que hacer. Por la mañana podía demorarse en casa y salir sin prisa. Giulia, antes de hablar, se había parado un instante para observar la figura cargada por los años, los cabellos con alguna cana y las espaldas un poco curvadas. Una gran ternura la había invadido, parecida a aquella que sentía cuando observaba a sus hijos dormir cuando por la noche entraba en sus habitaciones y los acariciaba con los ojos para no despertarlos.
–¿Qué ocurre? ―le repitió.
Había angustia en su voz. Entre ellos nunca había sido ella la que había hecho preguntas. Giovanni sabía hablarle facilidad de cualquier cosa y a ella le bastaba con escucharle para comprender todo. Ahora advertía detrás de su silencio una inquietud que no conseguía entender, especialmente amenazadora porque era indescifrable.
Después de unos minutos Giovanni respondió.
–Pienso en el doctor… en cómo lo han matado.
–Es por el doctor ―pensó Giulia ―Es desde entonces cuando las cosas han cambiado.
–Ha sido terrible para todos, Giovanni, para todos.
Se le acercó hasta tocarlo. Lo acarició en un brazo y sintió que su tensión no había desaparecido.
–No es sólo esto ―pensó.
No se equivocaba con sus intuiciones. Buscó las palabras que pudiesen hacerlo sentir cómo sería más fácil ayudarle si ella hubiese comprendido sus pensamientos hasta el fondo. Luego, de repente, ya no hubo necesidad de esta explicación y advirtió también en ella el peso de la preocupación que lo atormentaba.
Fue ella la que habló primero.
–Los tiempos son difíciles… hay decisiones que se deben tomar que no nos competen sólo a nosotros…
Como un ovillo hasta este momento inextricable que después de un solo movimiento casi de repente se desenreda, de esta manera Giovanni sintió que podía comunicar su dolor.
–Giulia, es la primera vez en toda mi vida que no sé qué hacer. Tu hermano habla libremente de sus ideas y yo me he enterado de que los teléfono están siendo controlados. He visto lo que han hecho a Marinucci y tengo miedo por vosotros.
No había ya un motivo para esconderlo y ahora las palabras salían de manera apasionada. Giulia lo veía tantear, sin encontrar un apoyo, en busca de una solución que pudiese aliviar su angustia.
–Dentro de unos días es Navidad y Rudi regresa a casa ―dijo ―Hablaremos sobre esto con él, le pediremos que sea más prudente, que evite explicar sus opiniones por teléfono…
–Ya lo he pensado ―respondió Giovanni ―y es por esto que en los últimos tiempos he evitado hablarle.
–Esperemos todavía unos días, luego veremos cómo actuar. Rudi lo entenderá, verás como lo entenderá.
El ligero chirrido de la puerta los hizo volverse. Era María que, silenciosamente, había bajado las escaleras y había entrado en la cocina.
Faltaban pocos días para Navidad y en casa había la agitación de todos los anos, con los chicos que vagabundeaban por las habitaciones a la espera de la fiesta.
Esperaban sobre todo al tío Rudi que, desde Milano, llegaría con su carga de noticias y de regalos. Antonino y Clara advertían la extraña inquietud de los adultos y, cada uno a su manera, intentaba mantenerla alejada. Antonino entraba en la cocina a todas horas y, robando con descaro los dulces que la madre y la tía estaban preparando, bromeaba con ellas consiguiendo siempre hacerlas sonreír. Clara sentía el peso de una ansiedad que todos, por cariño hacia los otros, intentaban disimular y por su parte se esforzaba por estar mas disponible, luchando para no escapar arriba y encerrarse en la habitación dejando afuera al resto del mundo. Tampoco esto, lo sabía bien, habría bastado y el buscado aislamiento no habría hecho otra cosa que intensificar su desazón. Mejor esforzarse intentando participar en los pequeños hechos cotidianos que preparaban para la fiesta.
Para los gemelos era distinto. Con trece años su Navidad estaba hecha de vacaciones, de libertad, de regalos y de buena comida. El mundo externo apenas comenzaba a mostrarse ante sus ojos, difuminado, marginal con respecto al propio ser que todavía ocupaba todo el espacio dentro y fuera de ellos.
La llegada de Rudi se esperaba durante la noche.
Había telefoneado la noche anterior diciendo que no se preocupasen porque desde Viterbo tomaría el autobús de línea para llegar al pueblo, así que Giovanni podía ahorrarse el viaje. No estaba todavía completamente seguro pero, había añadido, a lo mejor Fosco llegaba con él, dado que tenía que hacer unas gestiones en Roma. Giovanni se había alegrado. Giulia no había escondido una cierta incomodidad. Tenía tantas cosas de las que hablar con Rudi, esperaba poder compartir algunos días de intimidad y pensaba que Fosco le quitaría un tiempo muy valioso para sus conversaciones. Visto que la noticia no estaba todavía confirmada deseó que en el último momento sus planes pudiesen cambiar.
No fue así.
A la noche siguiente Rudi y Fosco bajaron del autobús de línea con paquetes y paquetitos.
Estaban Antonino y los gemelos esperándoles. No había sido posible de otra manera. Luciano y Agnese habían sido inflexibles: si no tenían su puesto en la carreta se irían a pie hasta el pueblo y lo mismo harían a la vuelta. A Giovanni no le quedó más alternativa que dejar a Antonino guiar la carreta, de otra forma no hubiera habido sitio para todos.
Su llegada fue precedida por los gritos que decían en voz alta.
–… mamá… tía… ¡estamos aquí!
Salieron todos fuera de casa y la alegría por encontrarse disipó en Giulia el desagrado por la presencia de Fosco.
Clara se había quedado delante de la puerta. Esperaba que la emoción de los gemelos se debilitase para saludar al tío. Rudi la vio y se le acercó con los brazos abiertos.
–¡Clara!
La abrazó con fuerza, luego, manteniéndole las manos sobre los hombros, sin soltarla, la apoyó contra él y la miró asombrado:
–Ya eres mayor… y hermosa… ¡más que tu madre! ―dijo riendo para esconder el asombro por verla tan cambiada. Ella sonrió sin decir nada mientras Giulia se apresuró a recoger los paquetes y paquetitos y entrar en casa.
Durante la cena la euforia de los gemelos ahogó cualquier posible conversación. Varias veces Giulia les riñó pero Rudi y Fosco estaban divertidos por su entusiasmo. Todo el tiempo estuvo ocupado en responder a sus preguntas que Antonino solicitaba para convertirlos en más interesantes y, la cena, por primera vez desde hacía muchos días, se desenvolvió en una atmósfera de alegría que contagió a todos. Cuando Giulia decidió que era hora de irse a dormir, los hombres se quedaron solos. También Antonino permaneció con ellos y nadie tuvo nada que objetar.
El primero en hablar fue Giovanni.
–Gracias por haber venido, os esperábamos con ansiedad.
–Es Navidad, Giovanni, y es una fiesta que no se puede pasar lejos de la familia… hasta que se puede… ―añadió después de unos segundos de duda.
–Ya… hasta que se puede… respondió casi para sí mismo Giovanni.
La atmósfera de fiesta que los muchachos habían conseguido mantener durante la cena había desaparecido de golpe. Una sombra de preocupación, en un instante, había ensombrecido las miradas y Antonino, sentado al lado del padre, advirtió, de repente, el haber sido incluido en el mundo de los adultos, aquel del que, cuando se es un niño, se perciben los estados de ánimo sin comprender las razones.
–¿Qué le ha sucedido a Marinucci?
La pregunta de Fosco, directa y esencial, señaló la razón de su visita. Quería conocer qué estaba ocurriendo en la provincia, cuáles eran las consecuencias de aquel laberinto de acontecimientos que en Milano pasaban con tanta velocidad que eran difíciles de interpretar, como vistos a través de unos prismáticos rotos, tan cercanos que parecen desenfocados.
–Ha sucedido que… Giovanni contó lo que sabía y había visto con sus propios ojos―… y esto ―dijo volviéndose a Rudi ―me preocupa, es más, me angustia porque ahora ya vivo con miedo de lo que nos pueda suceder a todos nosotros ―continuó mirando un instante a Antonino.
En el silencio general, manteniendo la mirada baja, continuó:
–Lo siento, Rudi… lo siento mucho…
En voz baja, Rudi dijo:
–¿Qué es lo que sientes? No es culpa tuya lo que ha ocurrido…
Antonino observaba a Giovanni en silencio. La angustia, el tono de sus palabras le hacían entrever un escenario no desvelado todavía por completo, más sombrío de como lo había percibido hasta el momento. Una angustia sutil y desconocida lo invadía lentamente, como si la fuerza que hace más ligera la juventud lo estuviese abandonando, convirtiendo su cuerpo en más pesado. No le era posible moverse, aplastado por aquella nueva realidad que se abría delante de él. A su padre, el fuerte e invencible padre que, más allá de toda consciencia, llenaba cada ángulo de su ser, lo veía ahora como un hombre confuso, incierto, con dudas, en busca de soluciones difíciles de encontrar. Los temores de Giovanni, confesados abiertamente de esta manera, lo llenaban con un horror jamás sentido y mientras él, el padre, parecía finalmente haberse liberado de un peso intolerable de soportar solo, Antonino advertía que, del mismo modo que sucede con los vasos comunicantes, había llegado también para él el momento en que su posición de hijo no bastaría ya para salvarle de las preocupaciones de las que había sido defendido hasta ese momento.
–¿También tú has recibido amenazas? ―dijo Fosco.
–Sí ―respondió Giovanni.
–¿Cuándo? ¿De quién? ―la voz de Rudi estaba alterada por la angustia.
–Hace una semana. Estaba en el campo cerca del bosque controlando los animales cuando he visto acercarse tres hombres. Estaba solo. Indudablemente han esperado a que estuviese solo y cuando he conseguido distinguirlos lo comprendí enseguida. A dos los conocía, son del pueblo. Dos facinerosos entre los primeros que abrazaron las ideas fascistas. El tercero no, no lo había visto jamás. Se han acercado con una extraña sonrisa y me han saludado llamándome por el nombre. Incluso con los dos que conozco no tengo trato8 y he respondido de mala gana, pero ellos, siempre con ese aire de superioridad, han continuado como si nada ocurriese: ¿Cómo van los negocios… cómo están tus hijos…?… Giulia, han dicho Giulia. ¿Cómo está…? Se le ve poco por el pueblo… ¿y tu cuñado, sigue en Milano?… ¿sigue trabajando en ese periódico de izquierdas?… sabemos que se mueve en ese círculo… sabes lo que le ha ocurrido al pobre Marinucci… pobrecito… no se merecía un fin de ese tipo…
–Mientras tanto, el tercer hombre, el que no conocía, se había quedado en silencio y daba vueltas con una falsa indiferencia a una rama sobre la que, hasta ese momento, había estado apoyado. He tenido miedo, lo admito, he tenido miedo porque me he dado cuenta de lo que aquella visita podía significar. He preguntado qué habían venido a hacer, qué querían. Me han respondido que habían venido sólo para charlar un poco de manera amistosa y que la próxima vez estarían muy contentos de verme en su sede, en la plaza, donde ahora mucha gente, toda gente de bien han dicho, se deja ver para intercambiar ideas y charlar un poco. Tienen una sede, justo en el atrio del duomo, el viejo palazzo Bengoni, donde se reúnen y deciden cómo actuar. He hablado con otros cabezas de familia y muchos me han confirmado que ha recibido la misma visita, de la misma manera. Las primeras veces han intentando ignorarles, pero con cada nueva visita las amenazas se han hecho más evidentes y han comenzado extraños y pequeños accidentes hasta que, de mala gana, han acabado por inscribirse al partido y los han dejado finalmente en paz.
–Es la táctica que usan habitualmente en los pequeños centros urbanos. En la ciudad incluso es peor.
Fosco había roto el doloroso silencio que había caído después de las palabras de Giovanni. Rudi no hablaba, absorto en una madeja de sensaciones angustiosas. Consciente de constituir un peligro para todos ellos, buscaba con desesperación una solución.
–¿Qué debo hacer? No sé qué hacer… ―continuó Giovanni casi hablando para si mismo. Luego, volviéndose a Rudi ―¿Qué dices, Rudi, qué debo hacer?
–Buena parte del problema no eres tú, soy yo ―respondió Rudi con la voz alterada por el nerviosismo ―Y es por mí que os tienen bajo control. Sé que será doloroso para todos pero sería conveniente que durante un tiempo nos comuniquemos menos y que en nuestras conversaciones telefónicas se hable sólo de cosas sin importancia. Tú, Giovanni, debes actuar para protegerlos a todos ―dijo mirando a Antonino que estaba sentado, inmóvil, como petrificado ―no puedes ponerte en su contra. Tienes un deber más grande que desempeñar que el mío.
Fosco se había quedado en silencio. Miraba los cristales de la ventana más allá de los cuales la oscuridad de la noche se había aclarado por la lejana y pálida luna, ofuscada por un halo de niebla que prometía nieve.
A la mañana siguiente la nieve había emblanquecido el campo y durante todo el día continuó cayendo a grandes copos, plácidamente. Por la noche Antonino se había movido mucho debajo de las mantas sin conseguir dormirse, los ojos abiertos mirando fijamente a las paredes, en un tumulto de pensamientos que a duras penas conseguía esclarecer. Giovanni, Rudi y Fosco había pasado la noche insomnes, en el espeso silencio de las noches de nieve, cuando todos los sonidos desaparecen, la oscuridad no es tan oscura y los insólitos rayos de luz tenue se filtran por todas partes.
Por la mañana temprano se encontraron en la cocina a la espera del desayuno que Giulia estaba preparando. Sentados alrededor de la mesa miraban fuera de la ventana.
–Durante unos días no habrá manera de moverse ―dijo Rudi.
–¿Cuánto piensas que durará? ―preguntó Fosco volviéndose a Giovanni.
–Es difícil decirlo. Habitualmente un par de días pero si continúa con esta intensidad las carreteras pueden ser intransitables incluso más tiempo.
–¿Aquí nieva a menudo? ―preguntó Fosco.
Rudi se había levantado y miraba afuera con aire absorto.
–No, no a menudo. Hay años en que jamás nieva.
De repente una sonrisa iluminó sus ojos:
–Giulia, ¿te acuerdas aquel año en que la nieve duró casi un mes? Yo era muy pequeño. ¿Cuántos años tenía?
–Cuatro ―respondió Giulia a la que la imagen de ellos dos de pequeños volvió a su mente con toda la dulzura de los recuerdos lejanos.
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