Kitabı oku: «El cofre de Nadie», sayfa 2
4
Y duermen hasta que el sol aparece. Nadia se gira y esconde la cabeza cuando la luz le da en la cara, busca el hueco para dormirse de nuevo, pero de pronto recuerda quién estaba en su salón cuando se quedó dormida y se levanta. Intenta no molestar a Érika y baja las escaleras restregándose los ojos y temiendo encontrarse un paisaje de fiesta descontrolada, desconocidos dormidos en su sofá, vasos rotos o cualquier otro desastre. Tarda unos segundos en darse cuenta de que no hay nadie más que ellas en la casa. Todo está mucho más recogido de lo que temía. Enciende la cafetera, saca el sirope y amontona junto a la batidora huevos, harina, mantequilla, levadura, azúcar, leche. No encuentra la canela, pero lo mezcla todo y tararea mientras prepara el desayuno. Durante un momento, cuando cuenta las cucharadas de azúcar, siente una punzada de culpa por preparar un desayuno gordo sin estar su padre, y luego se acuerda de las camas balinesas con velos blancos frente al mar y se le pasa.
Oye a Érika bajando la escalera. Va descalza, pero aun así Nadia escucha cada paso. Vuelca un poco de masa en la sartén y se gira sonriendo para darles los buenos días.
–Voy a matar a Lola.
Érika tiene el teléfono en la mano y le muestra una fotografía.
–Lo ha subido a Instagram, la mato.
Nadia se acerca, toma el teléfono y mira. Son ellas dos durmiendo sobre la colcha, con el cofre junto a la almohada. Lee los comentarios, los piropos y los emoticonos de sorpresa, las tres caras con corazones en los ojos que ha dejado Hugo. El olor a quemado llega demasiado tarde.
–¡Mierda! El desayuno gordo. Eso sí es motivo para matar a alguien.
Apagan el fuego y abren la ventana para que se vaya el humo.
–Yo friego la sartén –dice Érika.
Pero no tienen ganas. Suben a cambiarse para salir a desayunar y hablan en voz alta de un cuarto al otro. El móvil de Nadia, sobre la mesita, tiene la luz azul de un mensaje de WhatsApp.
«Estáis preciosas».
Es Hugo.
Contesta con la misma cara de corazones y termina de vestirse. Érika aparece en la puerta de su habitación con un pantalón y una camiseta idénticos a los que llevaba un rato antes, aunque menos arrugados.
–Nadie va a creer por esa foto que tú y yo... que tú... –por primera vez desde que la conoce, Érika se ha quedado sin palabras.
–¡Venga ya! Me fastidia que haya subido hasta aquí y que ponga una foto sin pedir permiso. Pero, oye –le da un golpecito en el hombro–, ahora no dirás que no te hace caso.
No hay sonrisas ni bromas ni comentarios graciosos como respuesta. Solo unos ojos azules enmarcados en pelo blanco. Parece tan frágil que dan ganas de abrazarla.
–Escúchame –dice Nadia, y le sujeta la barbilla para que levante la vista–. Esa foto no tiene ninguna importancia, ya está, olvídala.
–No soy buena eligiendo, ¿eh?
–Bah, las he visto peores. Yo ya le he perdonado lo de la foto y lo del cofre y que sea tan idiota. ¿Sabes qué no voy a perdonarle nunca?
Érika dice que no con la cabeza.
–Las tortitas.
Camino de la chocolatería, Érika le cuenta quién era quién en la fiesta de la tarde anterior. El chico que fumaba, la pequeñita de los vaqueros rosas, el guapo de las deportivas plateadas y la sudadera de superhéroe, la pareja que no se soltó de la mano en ningún momento.
–¿Todos son amigos tuyos?
–Bueno, amigos amigos... Gente del instituto, del barrio, gente con la que me muevo, alguno que vio la foto del Insta...
–Yo solo tengo un amigo. Se llama Hugo.
–Lo conozco. De fotos y eso. Lo vi en una contigo y lo seguí y luego él me siguió a mí y otro par de chicos de tu instituto... Y así llegué a Lola.
–Mierda, al final va a ser mi culpa.
El olor a chocolate lo inunda todo cuando abren la puerta de la cafetería.
No son las tortitas de casa, pero el efecto es el mismo. Revisan los comentarios que han ido dejado los amigos de una y otra. En realidad, los amigos de Érika, porque más allá de Hugo, Nadia se relaciona poco.
–¿Este quién es? –dice Érika.
Señala un comentario y, antes de que Nadia pueda ver qué hay escrito, Érika ha abierto el perfil. En la fotografía solo aparece una máscara de madera.
–Mario, no dice más.
Nadia hace memoria, porque el nombre le suena. Rebaña el chocolate del plato con el último trozo de tortita y, con la boca llena, dice:
–Ah, ya. El que me preguntó por el cofre.
Le cuenta que estaba hablando con él cuando llegó Lola y trata de disimular que hasta le cuesta pronunciar su nombre sin enfadarse.
–¿No es amigo tuyo?
Érika niega con la cabeza. Revisan las fotos que han puesto sus amigos y sigue explicándole a Nadia quién es quién. Le repite nombres y apodos que ella olvida y mezcla en cuanto los oye.
–¡Este, este! –dice Nadia señalando el teléfono.
Érika amplía la foto del salón y la mueve con los dedos hasta que la cara de Mario ocupa casi toda la pantalla.
–No tengo ni idea.
–Ya. ¿Qué es lo que ha puesto?
Érika vuelve a la fotografía de ellas dos en la cama y desliza el dedo hasta que da con el comentario.
«Tres joyas únicas, irrepetibles».
–Anda ya, parece un anuncio de la Galería del Coleccionista –dice Érika.
–¿Tres? ¿Tú, yo y el fantasma?
–No, mujer, será tú, yo y el cofre.
El teléfono sigue sobre la mesa cuando aparece un comentario nuevo justo debajo de la frase de Mario:
«A cualquier cosa llamas joya».
Ninguna de las dos parece sorprendida al ver el nombre de Lola.
–Qué maja es, oye. No me extraña nada que te guste tanto.
Se arrepiente nada más decirlo porque Érika ha vuelto a esa sonrisa triste del día anterior, así que cambia de tema, le pregunta por la parejita empalagosa y la anima a que le cuente los cotilleos de sus amigos, aunque no sea capaz de retener ni un nombre.
Siguen charlando hasta que la mesa vibra un poco. El teléfono de Nadia está bocabajo, así que lo gira y encuentra la notificación de un mensaje directo. Es Mario. Le ha enviado una fotografía de un cofre parecido al suyo, pero viejo y sucio y roto.
«De verdad es una joya».
Vuelve a colocar el teléfono bocabajo en la mesa.
–¿Algo interesante? –dice Érika.
Nadia duda un momento.
–No, qué va –dice al fin–. Hugo, ya sabes.
Y busca en la boca el recuerdo del chocolate para tapar el sabor amargo que le deja la culpa.
5
Pero la culpa por mentir se queda como un recuerdo en el fondo de su garganta. El sábado avanza sin más sobresaltos, el olor a tortitas quemadas desaparece y se lleva también el malhumor por la fotografía de Lola. Érika sale con sus amigos y, aunque la invita, Nadia prefiere quedarse en casa. En cuanto oye la puerta cerrarse, sube a su habitación, enciende el ordenador y busca el perfil de Mario. Apenas hay una docena de fotos de arena, piedras y ruinas, y una, solo una, en la que sale él. Le cuesta reconocerlo porque lleva una gorra de visera ancha y no se ha afeitado. No llega a tener barba, solo esa sombra oscura que a algunos chicos les sienta tan bien y a otros da ganas de meterlos en una bañera y frotar con un cepillo para borrársela. Mario es de los segundos.
Tal vez esperaba encontrar un cartel luminoso que advirtiese del peligro de responder a mensajes de desconocidos, o tal vez solo esté dilatando la respuesta; pero cuando ya no quedan fotografías ni perfiles de amigos de Mario que revisar ni búsquedas absurdas que hacer, vuelve al mensaje que ha recibido por la mañana y contesta:
«¿Por qué te interesa tanto?».
Antes de dos segundos tiene una cara sonriente y el maldito mensaje de que la otra persona está escribiendo. Un millón de horas después, Mario termina de explicarle que se trata de una curiosidad antropológica, que hay pocos, tal vez ninguno en tan buen estado, y que de verdad le encantaría verlo de cerca.
–A ti o al cofre –dice Hugo cuando lo llama para contárselo.
Y luego no para de hablar, porque ha conocido a un chico de sonrisa muy blanca y de piel muy morena. Siempre los describe así, como actores de películas romanticonas, impecables, guapos y bien peinados. Y no es que mienta, es que adorna la felicidad como otros adornan los dramas. Probablemente, la próxima vez que hablen el tipo de la sonrisa perfecta será solo un recuerdo.
–Volviendo a ti y a ese Mario...
–No te hagas líos, no hay nada de eso.
–Un día me echaré un novio de verdad y te quedarás sola.
Lo dice así, entre risas, como dice que si nieva en la playa y se queda aislado no volverá al instituto, pero a Nadia se le vacían un poco los pulmones al escucharlo y le cuesta que el aire entre de nuevo. Después vuelven al chico de piel morena, de sonrisa increíble, de ojos impresionantes, el de la voz más dulce que ha escuchado en toda su vida. Hugo es así, superlativo.
También le pregunta por su hermanastra vikinga y se ríe al decirlo. Y Nadia le contesta que no está tan mal.
–Igual os hacéis amigas.
Charlan, ríen, bromean a cuatrocientos kilómetros de distancia y es como si lo tuviera a su lado. Al colgar, busca el mensaje de Mario y le responde:
«Cuando quieras».
Baja a la cocina para comer algo de lo que Rut dejó en la nevera y elige pimientos rellenos, una caja para dos personas, por si Érika llega a cenar. No es que le haya ocultado lo de Mario, es que es tan impulsiva que le habría organizado una cita sin saber siquiera quién es. Sigue sin saberlo, pero al menos no parece un psicópata y le ha despertado la curiosidad. Cuenta los pimientos de la caja y divide entre dos. Separa justo en la mitad, se sirve su parte en un plato, sin prisa, tan despacio como puede. Pero Érika no llega, así que empieza a comer mientras repasa en el teléfono la información que ya ha visto de Mario.
No ha terminado el primer pimiento cuando Mario responde:
«Puedo esperar a que vuelvan tus padres».
Le dan ganas de llamar de nuevo a Hugo, para contarle lo equivocado que estaba y reírse con él. O para que se ría de ella.
«Tú verás».
Se arrepiente justo cuando le da al botón de enviar y teclea a toda prisa.
«Quiero decir que como lo veas, lo que tú prefieras, a mí me da igual. Eres tú el que quiere ver el dichoso cofre».
Se vuelve a arrepentir, pero ya no manda nada más. Deja el teléfono bocabajo en la mesa y la emprende contra los pimientos. Cuando termina su mitad, escribe una nota para Érika diciéndole que tiene el resto en la nevera. Y, como un momento antes, se arrepiente por si ha sonado muy seca y añade, en letra diminuta, un beso y un buenas noches.
Mario ha respondido mientras cenaba. Ha visto la luz azul asomando por debajo del teléfono, pero ha sujetado las ganas de darle la vuelta. Subiendo la escalera lo lee:
«¿Lo trajiste de Kenia?».
Y, ya tumbada en la cama, con el pijama puesto, piensa qué responderle.
«Mi padre nos trajo».
«¿Eres adoptada? ¿Tu padre solo?».
No puede, no quiere, contarle toda su historia.
«Trabajaba allí, es médico. ¿Por qué tanto interés?».
«¿Te adoptó recién nacida? ¿De qué parte de Kenia?».
Se queda mirando el teléfono. En realidad, no sabe nada de Mario y su curiosidad resulta un poco incómoda. Le manda un último mensaje, más largo, y le dice que son muchas preguntas para un directo de Instagram, que ya hablarán otro día. Sabe que ha sonado un poco borde, pero esta vez no le importa demasiado. Mario dice que de acuerdo, se despide y lanza una última pregunta a la que Nadia ya no responde:
«¿Hay algo dentro?».
Oye la puerta entre sueños. Érika no viene sola: la acompaña la voz aguda y desagradable de Lola. Tal vez no sea tan aguda. Puede que no sea desagradable, pero lo que sí es seguro es que Lola está en su cocina y que la media caja de pimientos para dos se la cenará Nadia al día siguiente o al otro. Sola. Duerme y despierta durante toda la noche, sueña con las camas de velos blancos, con aviones de papel que transportan personas, con una chica que reparte comida a domicilio, con dragones. Se levanta al amanecer, camina descalza hacia el baño y, cuando ve un estuche de lentillas en la repisa, da la vuelta y entra en la habitación de su padre, que tiene baño dentro y que está suficientemente lejos del cuarto de Érika como para no despertarlas.
Se enfada por estar enfadada, porque no quiere ser la que arruina todas las fiestas, y gira un poco el termostato de la ducha para que el agua salga más caliente, para que limpie más, para que arranque la costra de culpa o de miedo o de envidia. La piel tarda un rato en recuperar su color, de tan roja que se ha puesto.
Con el albornoz de su padre y el pelo escurriéndole por la cara, baja el cofre de lo alto del armario y lo vuelca sobre la colcha. Saca una foto de las tres baratijas: el muñeco de palos, el trocito de tela y el burruño de lana, y se la envía a Mario en respuesta a su mensaje de la noche anterior.
«Solo estas mierdas», le escribe.
«¿Puedo ir a tu casa ahora?».
6
Y le dice que sí, claro. Se cambia de ropa tres veces antes de que Mario llame a la puerta y, cuando oye el timbre, se mira en el espejo de la entrada y se coloca el pelo antes de abrir. Qué bien le vendrían ahora las horquillas de la abuela.
–Disculpa la prisa –dice Mario–, es que me encantaría verlo de cerca.
–Yo también me alegro de verte.
Fuerza una risa que se queda a medias y suena casi como un gruñido y lo invita a pasar.
–Vaya, sin gente la casa parece más grande.
–Tengo el cofre arriba, si quieres...
–Prefiero que lo traigas.
Nadia sube hasta su cuarto, coge el cofre y trata de disimular el enfado que se le está gestando dentro mientras vuelve hasta la planta baja.
–¿No hay nadie más? ¿No están tus padres?
Nadia no responde, solo lo mira.
–Verás... Igual esto te suena un poco idiota, pero... Solo me interesa el cofre. No quisiera que tú o que cualquier otro pensara...
–Venga, va. Vamos a la cocina.
Mario camina delante, sortea el mueble del pasillo, abre la puerta despacio, como si temiera molestar, y se sienta. Nadia se pone junto a él, y él se levanta y se coloca en el lado más próximo a la ventana.
–Aquí hay más luz –dice.
–Tranquilo, no voy a tirarme encima de ti ni nada parecido. A ver, eres mono, pero tampoco tanto.
Mario parece relajarse un poco. Incluso se quita la chaqueta y la deja en el respaldo de la silla antes de volcar toda su atención en el cofre. La mesa está vacía, él en un lado y Nadia en el contrario, y durante un rato solo se escucha la respiración de los dos, desacompasada. Mario abre el cofre y sujeta cada pieza con mimo, como si temiera romperla. Gira el cofre, lo acerca a la ventana y lo mira al trasluz.
–Solo es una baratija –dice Nadia.
–Me gustaría conocer a tu padre, preguntarle algunas cosas sobre este cofre, si no te importa.
–Aún no me has dicho por qué te interesa tanto.
Mario le cuenta que está haciendo el doctorado en Antropología y Nadia se aguanta las ganas de preguntarle cuántos años tiene. Se ha especializado, dice, en los ritos de la muerte en África.
–Pues te has equivocado, entonces: esto es un cofre de vida.
–¿Tu padre te ha contado de dónde lo sacó?
Nadia oye movimiento en el piso de arriba y tensa sin querer los músculos del cuello. Un momento después, la voz de Lola se le clava en la nuca antes de que pueda reaccionar:
–Vaya, hay quien no pierde el tiempo.
–Dijo ella.
Nadia quita el cofre de la mesa justo cuando Lola va a cogerlo, pero no puede evitar que levante el trozo de tela de colores. Mientras lo agita como si quisiera sacudirle el polvo, Mario contiene la respiración.
–Es muy delicado –dice, cuando al fin suelta el aire–. Esos hilos...
–¿Esto? –responde ella agitándolo aún más–. Por Dios, es un trozo de tela.
Érika entra en la cocina y saluda, pero se queda quieta mientras Mario estira la mano con la palma hacia arriba y Lola obedece a la orden que no le ha dado.
–No es más que un trozo de tela –repite antes de dejarlo sobre la mano de Mario.
Luego se gira y le dice a Érika que mejor desayunan en algún bar, que parece que estorban. Los dejan solos. Mario sujeta la tela con dos dedos, sin presionar apenas. Lo apoya muy despacio junto al muñeco y el burruño de lana.
–¿Vas a contármelo? –Nadia mira de frente a Mario, pero él no responde–. La tela, el cofre, todo esto... Que si vas a contármelo.
Y él se lo cuenta. Le explica que hay una tribu en Kenia que fabrica artesanalmente esos cofres. Él los llama «arcas».
–Pero... Pero no los hacen para cualquiera, Nadia. De verdad que me gustaría hablar con tu padre. No me siento muy cómodo...
–¿Cómodo? ¿Tú no te sientes cómodo? La hija de la novia de mi padre monta una fiesta, tú apareces, preguntas por el cofre, me hablas por Insta, me vuelves a preguntar, vienes aquí... ¿Y eres tú el que no se siente cómodo?
–Cuando Érika puso la foto invitando a la fiesta, la hermana del novio de una compañera de mi departamento –para un segundo, como para ver si Nadia ha seguido la lista de gente a la que acaba de nombrar–, ya sabes cómo son estas cosas en las redes... El caso es que ella vio el cofre y me reenvió la foto, por si era uno de los que yo estudio. Me llegan cosas así mil veces, pero nunca tienen nada que ver con Kenia ni con mi tribu.
–Mi –Nadia recalca mucho el posesivo– tribu.
Mario asiente y Nadia se maldice por ser tan idiota. En realidad, no cree que sea su tribu, nunca lo ha sentido así. El sol está tan alto y es tan intenso que Mario cierra los ojos un instante. Es corto, pero suficiente para que Nadia recoja el cofre y los tesoros que, a fuerza de ver cómo otros les dan importancia, ya no le parecen baratijas.
–¿Has vuelto por allí?
–¿Por Kenia? No. De aquello no queda nada.
Parece que Mario va a decir algo, pero se mantiene callado, mirando a Nadia y luego al cofre y otra vez a Nadia.
–No sé qué tribu estudias tú, pero yo vengo de un sitio arrasado, de un lugar que desapareció. Soy una superviviente, eso dice mi abuelo. Bueno, eso y mil cosas más. Me llama su nieta negra.
–Eres su nieta y eres negra, no me parece mala forma de llamarte. ¿Cuántos años tienes?
Por un segundo le molesta la pregunta, hasta que cae en la cuenta de que posiblemente no tenga nada que ver con lo que está pensando.
–Dieciséis. Seguro que en tus estudios sobre tribus que fabrican cofres horteras para sus bebés encuentras algo de lo que pasó cuando nací.
–Tu padre seguro que podrá decirme...
–Está en una isla griega tostándose al sol con su novia, pero le diré que lo buscas. Aunque no sé bien qué le contaré de cómo te he conocido; igual una fiesta en su casa, aprovechando que él está de viaje, no le parece la mejor forma de hacer amigos.
La conversación se queda suspendida en el aire, como el humo de un cigarro mal apagado.
–Perdona, soy un poco torpe. No suelo hacer amigos de tu edad.
Nadia sonríe por primera vez en todo el día, y es una sensación tan placentera que deja que la sonrisa se quede un rato allí.
–Quiero decir que puedes explicarle a tu padre que no hay nada... nada... –parece que le cuesta encontrar la palabra– nada raro en esto. Soy muy consciente de tu edad.
–Ni que fueras un viejo. ¿Por eso insistes tanto en hablar con mi padre?
–Sería más cómodo, sí.
Mario mira el reloj, se pone en pie y da unos pasos hacia la puerta.
–Porque él no es un crío –intenta que no se note en la voz cómo va subiendo el enfado.
–Porque él tal vez sepa decirme de dónde ha sacado esto –Mario señala el cofre, sin rozarlo siquiera.
–Te lo he dicho –ya no le importa que se note el enfado–: lo encontró donde a mí. Es mi cofre de vida.
Mario tiene la mano en el picaporte. Duda un segundo y se gira hacia ella.
–No, Nadia, no es tu cofre de vida, te lo aseguro. Es un arca de familia.
–Bueno, como lo llames. Es un cofre para saber quién soy, de dónde vengo y en quién me he convertido.
Mario sigue sujetando la puerta, con un pie en la casa y otro en el porche. Tarda tanto en responder que Nadia cree que no la ha oído o que ha dejado de interesarle la conversación. Hasta que da el paso que le falta para salir y, ya desde fuera, le dice:
–Es un arca para que los niños muertos encuentren a su familia.
No dice más. Se marcha y Nadia se queda pensando en los niños, los muertos, la familia.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.