Kitabı oku: «Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina»
Hacia una exploración epistemológica del cuento
Tatuado
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
Video killed the radio star
La Ola
Árboles en la noche
Un cuento cotidiano
Encomendar el alma
Tiempo, intervalos, escalar, quemar grasas
1. Secuestro
2. Amanecer
El otro lado del muelle
Nos invaden los humanos
Cyborgiano ka’u (El cyborg de Kuré-reví City)
Cabeza de poeta
Información sobre los autores
Hacia una exploración epistemológica del cuento
La construcción de la prosa en América Latina se funda socialmente en la exploración de nuevas formas de tomarle el pulso a diversos temas emergentes en la vida de los Estados; es decir que la narrativa en formato cuento es un modo de conocer lo real. Un conocer a partir de la representación de lo real y, sobre todo, a partir de su interpretación por parte de un autor determinado que viene cargado de una serie de experiencias domésticas, cotidianas, educativas y económicas que determinan su escritura y el foco de atención que coloca sobre el devenir de sus personajes (que son creación, recreación e imaginación). Así, el cuento latinoamericano contemporáneo afronta también la ruptura con la tradición. Y no es una tradición que haya ceñido el sistema narrativo del cuento, más bien es una que colocó al cuento en un lugar específico del campo literario e hizo de él una ballena blanca cuya cacería implicaba un riesgo y un ejercicio de estilo, pero también una política. La política del cuento es un reconocimiento sobre su estética, su brevedad y revelación. Si bien la fórmula remite a los factores clásicos de manual de escritura del cuento, hay que notar que ese piso mítico afronta su mutación y distorsión debido a los contextos cambiantes del universo sobre el cual el escritor tiene puestos los pies al momento de escribir. Y es que ningún escritor escribe desde un vacío. Ni tampoco escribe sin precedentes o sin precursores. Por ello, el escritor busca establecer un puente entre ese manual clásico de la escritura del cuento y una forma diferente de conectar lo íntimo con lo exterior; y lo exterior en muchos de los cuentos de esta antología tienen sello de realidad concreta, marcas de agua que delimitan, nombran y connotan una geografía. Una geografía que permite que el cuento tome muchas formas de presencia en el espacio público del debate sobre la narración del presente.
Aprehender el presente es el límite de la literatura. Es el límite que impone la tradición del rol del escritor como gran traductor de la realidad a una forma de ficción que puede ser consumida como entretenimiento pero que, al mismo tiempo, posee la capacidad de interrogar a lo que cuenta a medida que lo va escribiendo.
En todo proceso creativo hay problemas, y lo que hace el escritor es recurrir a una selección de lo que se debe contar por el bien de la historia y lo que se debe contar por el bien del formato cuento. En esa tensión de resolución por la historia y el formato, el escritor debe decidir el sentido y el significado que desea otorgarle a lo que escribe. Lo que escribe, entonces, termina por convertirse en la síntesis creativa de una forma de afrontar la selección que la escritura impone al escritor, su rigor y su mirada. El foco de atención es desplazado en procura de la economía de palabras o por la fuerza de la metáfora en el momento justo, o por la epifanía que remite a la idea de que la expiación del personaje debe ser tal solo si tras su descenso al infierno emerge renovado con una pátina vital que le ayudará a afrontar su nueva existencia. A veces, incluso, el cuento solo narra el antes y lo que viene después del conflicto; queda en manos del lector, en su imaginación, el rellenar los vacíos.
En ese sentido, la interpretación social del cuento es un puente sobre un vacío: un sentido que la prosa en el cuento intenta indagar sobre la discontinuidad. Aquí no se trata de interpretar el tema y los recursos para ponerlos en escena, sino la forma, y más que la forma, los recursos conceptuales y teóricos sobre los que el cuento inconscientemente se mueve para funcionar y ser escrito. Una epistemología del cuento interroga esos niveles de decisión creativa por los cuales atraviesa el escritor a la hora de dar sentido a una historia que tiene en mente; o una historia, si se prefiere, que ha sido socialmente invisibilizada, y el rol que escoge el escritor es básicamente el de hacer emerger esa historia a la superficie. Poner en cuestión la realidad es sacar a flote lo que la propia realidad histórica de cada sociedad se ha empeñado, desde los imaginarios culturales modernos, en ocultar bajo un discurso de modernización y progreso.
Ningún cuento de esta antología reflexiona por fuera del Estado, aquella formación que históricamente se ha constituido como estructura de dominación que emprende procesos hegemónicos para establecer una gramática que apoye su funcionamiento y su intervención para mapear el sentido de la acción colectiva; es en el espesor de esta realidad que los cuentos funcionan. Dialogan con este estado de situación para romper la tradición desde un lugar de enunciación que posibilita la materialización de una narrativa disruptiva con el orden imperante.
Los cuentos de esta antología cuestionan esa normalidad y atentan contra la legitimidad política, social y cultural del Estado. Son las formas diversas por las cuales este se presenta en la sociedad porque no puede ocultar ni reducir la prosa a un ejercicio de retórica. Los cuentos de esta antología desmienten la retórica de la narrativa instrumental que repite el ejercicio de estilo porque la fórmula funciona. El cuento como lo conocíamos terminó cuando la modernidad entró en crisis. Porque la crisis motivó formas, sentidos y voces inéditas que buscan dar cuenta de una realidad porosa y contradictoria. El Estado y el estado del cuento en América Latina hasta hace veinte años han necesitado que no exista la contradicción porque el sentido buscado era lo homogéneo, lo sólido y lo tranquilo.
La soledad del neón, por ello, es peligrosa, porque en esa soledad ocurre todo. El silencio. El peligro y la violencia, la evocación y la exploración artificial de lo natural; la sustitución de lo artificial por lo natural no termina de cuajar y por eso algunos de los cuentos presentes en este libro indagan en el grado de verosimilitud de la propia realidad: como si estuviesen escritos por David Lynch, buscan el reverso perverso de la forma social, a la que quieren insertar el bisturí para que la pus sea el antídoto del aburrimiento y del tedio.
Lo que parece un simple cuento resulta ser un cazador solitario que busca, sin ir muy lejos, revelar lo que se puede hacer legible de las relaciones humanas que funcionan como agentes constitutivos de formaciones sociales en cambio. El proceso de cambio ingresa de distintas formas en la percepción del mundo, y por tanto los cuentos de este libro se convierten en registros de época, en marcas de un tiempo en duda. Por eso, en apariencia los cuentos empiezan de una forma, y a medida que avanzan parecen ser una cosa, pero terminan siendo otra muy distinta y eso se debe a que el lector, por un lado, está acostumbrado a que el cuento funcione como un artefacto que produzca sorpresa. Pero por otro lado, aquí el motivo del cambio de final parte de un cuestionarse a sí mismo como género y se rebela a su propio autor cuando desea ser algo que ni el mismo autor predijo que sería.
El cuento puede ser un concepto. Una herramienta. Una obra de arte. Un objeto de consumo. Un artefacto comercial. Un sentido de pertenencia y un espacio en la cultura. Un cuento además puede ser una disputa dentro del campo letrado y un cuento también es un sistema normativo del lenguaje, pero al mismo tiempo un dispositivo en el que se suspenden las reglas y la tradición; con ello, tenemos que el cuento es, desde otro punto de vista, un sentimiento y una exploración sensorial o una crónica ficticia sobre un tiempo finito. El cuento es por último el sentido práctico de unos personajes que luchan consigo mismos por entender qué lugar ocupan en el espacio de la producción capitalista de la cultura, de los objetos y de los sentidos. Todas las definiciones posibles del cuento tienen algo de verdad y cada una de ellas es aplicable a un cuento de esta antología. Y es por eso que esta selección apuesta por la diversidad, porque diverso es el continente y múltiple es la experiencia que se pretende capturar.
Lo que se captura en el tiempo, finalmente, es una señal intermitente que se lanza al espacio social. Y como todo espacio está en él, es capaz de integrar esas señales en su nueva concepción de mundo o, por el contrario, puede subsumir y cosificar la señal que lanza y que añade a su sistema discursivo. Estas cuestiones ya no dependen del escritor. Ni siquiera del mismo cuento. Dependen solo del modo en que se difunde el cuento y la manera en que funciona su recepción en un tiempo y un lugar determinados. La lectura del cuento está en última instancia en su fondo social e histórico; y en síntesis, lo que se presenta como un cuento puede ser tal vez una crónica fragmentada de un tiempo fragmentado donde cada texto es como un trazo que se conecta con el siguiente para, al final, dar cabida a una figura que es el mapa sensorial de la región y del continente. Pero aquí, la política de los sentidos es política porque cada selección hecha por el autor a la hora de escribir es también una selección sobre la realidad, estableciendo de esa manera el tipo de realidad más notoria y representativa de su país frente a las narrativas de los otros países. No es un juego de espejos. Tampoco una forma de estereotipo. Es, más bien, una constelación de símbolos y de sentidos que se ocupan de lo normal y común, pero que, al mismo tiempo, lo transforman, lo desnaturalizan, y lo entregan como algo —un cuento, una historia—, inusual.
Entonces, si de cerca nadie es normal, y si de sentidos comunes está tejida la historia natural de las naciones, lo que hace un escritor cuando afronta la realidad desde la construcción artística del cuento es limar lo normal, quitar lo repetitivo y apuntar el arco narrativo hacia el sentido del significante. Llenarlo y devolverlo a lo social para que sean el discurso y la opinión públicos quienes se encarguen de irradiar esa nueva señal de alerta que lanza el escritor cuando siente que la realidad ha rebasado su espacio de contradicción. Oxigena con su historia lo común y el tejido social se ensambla otra vez, y una nueva oportunidad vital tiene lugar. Dicho acontecimiento ocurre, en mayor o menor grado, en cada uno de los cuentos de esta antología; corre por cuenta del lector encontrar el instante en que aquello sucede.
Tras encontrar aquel momento, lo que se desea es que el lector dé voz de alarma a los suyos e integre, junto a los autores de los cuentos, el grupo de aquellos que pueden ver el reverso y al anverso de un mismo fenómeno en un mismo tiempo.
Christian Jiménez Kanahuaty
La Paz, noviembre de 2020
Tatuado
Carlos Yushimito
I
Poco después de comenzar las beligerancias en São Clemente, Pedro de Assís anunció que se completaría el cuerpo. Esa misma tarde abandonó la casa que poseía en la rúa de Niemeyer y ocupó, en el filo del morro, la barraca donde había nacido cuarenta y siete años atrás. Mamboretá había vuelto. El rumor de su regreso fue traspasando la ciudad como lo habría hecho una gota de agua: lentísima, permanente, fatigosamente, logró vadear el asfalto, y los pies ligeros que cargan las desgracias y las malas entrañas hicieron el resto. No tardaron en callarse; en afirmar enseguida:
«Mamboretá ha vuelto». Y en poco tiempo su oscura densidad, esa pasmosa exactitud del azar que recorre el último ciclo de su historia, se depositó en las páginas principales de los diarios, y, quietamente, su metáfora obtuvo la aprobación que le hacía falta para volverse irreversible.
Era entonces la guerra.
Dos meses antes habíamos heredado los negocios de Tomé. Me refiero a Belego y a los demás caras, sobrinos y primos segundos del viejo. De pronto nos descubrimos quedándonos por costumbre en la que antes era su sala, comiéndonos su comida, haciendo las mismas cosas que hacía él, sin echarle de menos ni pedir consentimiento alguno. Tres días después del luto, cuando Belego abrió la puerta clausurada y el aire estancado se liberó como una exhalación, la vida recuperó la normalidad y ninguno de nosotros quiso recordar, en realidad, que a Tomé le habían jubilado con siete puñaladas en un hostal de São Conrado. Los motivos de su muerte —lo sabrán ya mejor que ninguno— iban a comenzar la guerra, cosidos alrededor de su cuerpo con tanta claridad que la gente empezó a murmurar, a contar historias, hasta que Mamboretá vino para confirmar en silencio las noticias que nos decían que había sido Pinheiro su asesino y no otro. A nadie cupo duda de que el viejo era lo más cercano a un padre que el visitante tenía; y aunque nosotros acumulábamos una deuda muy profunda por él, sabíamos que, antes de morir, Tomé nos había dejado otra deuda por cumplir, y que nos correspondía a nosotros lidiar con ella.
Fue un jueves.
La puerta abierta nos sonreía como una boca sin dientes, y, a pesar del luminoso mediodía tras los cristales, el grupo de negros se dispersaba por el taller con una circunspección nocturna. Lo habían ocupado en nada, examinando y removiendo cada resquicio de la casa, geométricos en su experiencia. Buscaron, sospecharon y no tardaron en quedarse quietos. (Luego supimos que esa misma tarde Pinheiro había ordenado matar a Andorinho como hiciera antes con el viejo: atado de manos a la espalda, pinchado en el abdomen y con el cuello abierto, un párpado dormido sobre la mesa llena de recortes y papeles rojos que respondían a la amenaza del regreso). Los vimos a través de esa óptica de suspicacia que nos llevó a pensar. Pero el rubio Mamboretá nunca sintió miedo. Sus ojos miraban con el mismo fuego azul pálido, y esa autoridad que arrastraba como el vértigo de una poderosa adicción gobernaba cada uno de sus gestos, incluso los que, como entonces, solo eran dictados por el desaliento. A sus órdenes muchos morían con agrado, según supimos y comprobamos luego, pues su droga era grande, y cada vez que mataba a sus enemigos plegaba sus manos afiladas y graves, y oraba por ellos como si en verdad sintiera lástima por su propia fuerza.
Mientras se apoderaba del taller, sin más bienvenida que una mano descubierta, los negros detuvieron su acecho y se asentaron pesadamente, ocupando el local y tejidos por una extraña red de estrategias y supersticiones. Miraron a través de los visillos, la escolta en alto, y aunque todos sabíamos que nada sucedería, el más antiguo de ellos —un negro llamado Cuaresma— insistió en que nadie saliera y nosotros acatamos sus reglas en silencio. Luego Mamboretá hizo un alto con la mano y, en conjunto, la escena toda se detuvo. Nosotros pensamos en Tomé, en su gran sonrisa de gato formándole arcos en las comisuras de los labios, en su camiseta sin mangas sacudiéndose sobre el pecho de vellos blancos y en las enrevesadas cadenas de oro, tan gruesas y brillantes como cordeles de mata. Él le habría dado la acogida acostumbrada: un abrazo, efusivas muestras de afecto. Pero ya no estaba más aquí y nadie supo cómo interpretar esa antigua ceremonia sin el caudal de su risa. Pese a lo cual, Mamboretá se sentó en el único sofá del cuarto como había hecho tantas veces en nuestra ausencia, y las palabras que Tomé había anunciado que diría escaparon ahora con una perfecta sincronización de su boca. Y fue como si el viejo Tomé nunca se hubiera ido de nuevo.
—Alguien que se llame Belego... —dijo, por fin, el visitante.
Buscamos a Milton en un ángulo de la sala.
Ahora lo sabíamos: a él, sin duda, le tocaba sellar la profecía del viejo.
—Es lo único que sé por ahora —insistió Mamboretá, arrellanado ya en la comodidad del mueble—: que se llama Belego y que era el protegido del viejo.
Mamboretá ya no dudaba:
—¿Puede ser?
II
Cuando bajaba a la orilla de Copacabana, cargado con esa piel verdosa y su exuberante sombra de rapaces negros, São Clemente sabía que Mamboretá era quien decían que era porque nada lo describía mejor que sus huellas. Tenía cobradas muchas deudas y cada tatuaje en su cuerpo significaba una guerra victoriosa, incluso alguna que no había peleado aún. Tal vez por eso nunca se arregló con Pinheiro, un antiguo socio del sector que se había tornado incómodo en sus cobranzas a la zona sur, y que no tardó en convertirse en enemigo suyo cuando consiguió que alguien lo abasteciera, discretamente, desde los interiores de Sergipe. Desde mediados de los sesenta, São Clemente había crecido como crecen las bestias: puro instinto, pura libertad. Cuando se hizo grande ya era tarde para domesticarlo, y en sus entrañas latían los gérmenes que no tardaron en explotar cuando las primeras cometas volaron el cielo en la favela más próxima y muchos de los zafados de Pernambuco encontraron en sus barrios el tránsito natural hacia las zonas más ricas de Río. La autoridad política se resumía a rondas de uniformados azules, cuyos cascos brillantes, oteados desde lo alto, semejaban el resto de la ciudad: ese panorama que solo nos permitíamos ver como si se tratase de los reflejos mismos del océano. Así, en esta ley muerta, el negocio prosperó. Pero el día en que Mamboretá descubrió que Pinheiro le restaba poder tratando a sus espaldas, quiso engullirlo como un antiguo dios a su hijo, y la guerra no tuvo tregua porque Pinheiro tenía más poder del que se había sospechado. Durante soles y lunas, los insectos de la peste cruzaron el aire del morro. Dejaron libres los rugidos de sus ráfagas de metal, fecundaron de cartuchos la noche; rozaron invictos y se zambulleron sin pecado en las carnes blandas de la gente. Muchos cayeron. Otros se levantaron. Pactaron. Traicionaron. La guerra se dilató hasta convertirse en meses y días. Pero nadie supo, hasta la tarde en que a alguien se le ocurrió contarlos, que los muertos pronto formarían un montículo tan prominente como aquel que ahora nos daba espacio para la vida. Por último los diarios, haciéndose eco de voces sensibles, involucraron al Planalto y pronto se oyeron notas de conciliación, tal vez buscando no verse empantanadas por infiltrados azules y más patrullas que bloquearan el próspero negocio de la droga en el nordeste. En el fondo, los viejos líderes empezaban a mirar con buenos ojos las estrategias de Pinheiro, su refinada fórmula para hacer negocios. Y aunque continuaron abasteciendo a Mamboretá con grandes encomiendas, en alguna casa, en el paseo de Tiradentes, vestidos con calzados blancos y una recatada elegancia civil, terminaban de relegar su gobierno a las zonas menos importantes de Río. En su infinito poder, solo bastaba a los antiguos señores que cerraran sus dedos para terminar esta historia. Así quisieron ellos que fuera. Y así fue.
III
En realidad se llamaba Milton Menezes, pero aquí cada uno es como quieran bautizarlo en sus calles. A él le habían llamado Belego desde que era un crío. A Pedro de Assís, Guaraní o Paraguayo, del modo como bautizaron a su madre cuando llegó, viuda y sin más propiedad que el niño que ya se gestaba en su vientre. Pero Mamboretá se llamó a sí mismo con el tiempo, lejos del Ceará de sus padres, de su padre muerto, y, más que con el tiempo, se había hecho un hombre con sus actos, y esto es tan definitivo y merecedor de respeto como la leyenda que lo acompañó desde entonces en el corazón de São Clemente.
¿Les digo algo ahora que tenemos tiempo y su historia mantiene la mejilla tibia? Su historia es una cosa grande. Visto así... ¿cómo empezar? Tal vez la tarde en que llegó al taller de Tomé, reclinándose en el único sofá del cuarto, diciendo a los negros: «Era el protegido del Misionero. Su nombre es Belego. Dios guarde en su gloria a todos los hombres justos que vivieron en nuestra tierra». Sí: Mamboretá había vuelto. Los negros, santiguándose al igual que él, ponían las mismas caras compungidas y austeras que era su modo familiar de guardar respeto a los muertos. Les vimos estrecharse las manos con fuerza, como si se hubieran conocido de mucho antes. Y entonces, de improviso, Mamboretá se había puesto de buen humor, ordenando que nos dieran algo de hierba a fin de que siguiéramos fumando mientras Belego le tatuaba el cuerpo. Agradecimos. El taller era modesto y no quisimos molestar. Apenas una luz hambrienta se filtraba lamiendo las ventanas, e incluso el rumor de un desfile en el barrio medio entraba pidiendo permiso, discretamente, cabizbajo. Pese a lo cual, Belego llevó a su esquina a Mamboretá, se cubrió con el biombo y trabajó. De cuando en cuando oíamos la voz del visitante a través del frágil tabique, una voz desatada como un gran ovillo de lana que caía sobre nosotros como persianas a media tarde. Belego, entretanto, callaba. Y nosotros callábamos, imaginando que había sacado el dibujo de uno de los cajones y que se lo enseñaba orgulloso, porque de pronto el otro decía hermoso y sabíamos que eso solo podía decirlo viendo el grabado que había dejado el viejo. Calcaba, sin duda, la imagen sobre el pecho de Mamboretá, el único lugar que Tomé había dejado más de quince años descubierto para que Belego pudiera terminarlo ahora.
La aguja empezó a funcionar. Oímos al inconfundible insecto hacer su trabajo.
—¿Alguna vez le dijo por qué había elegido este espacio en blanco?
Los negros fumaban y hacían ruidos entre ellos, como si fueran cuervos: distantes en nuestra ronda de hierba, nosotros los escuchábamos.
Mamboretá decía:
—No, yo quería que me lo tatuara desde la quinta vez que nos vimos. Me disgustaba que fuera justo ese trozo blanco sobre el corazón el que guardaba como una invitación a la muerte. Pero el viejo se negó siempre, los meses siguientes, cada vez que volvía. Un año después insistí. Nunca dijo nada. Pero la voz no sonaba insolente y, conociéndolo como lo hice, no podía dejar de tener sentido y tuve curiosidad por saber qué se proponía. Así que le pregunté quién lo haría si no lo hacía él. Belego, dijo por fin. El nombre me sonó familiar. Algo que le habíamos escuchado decir mi madre y yo, cuando el viejo todavía nos visitaba a diario para predicar la palabra de Dios, cuando São Clemente era apenas un montículo de pequeñas barracas armadas con retazos de caravanas recién llegadas desde el litoral de Ceará o Bahía. En su boca, el recuerdo sonaba como una de las antiguas parábolas, los ejemplos religiosos que solía contarnos, la imitación de algo que tuvo importancia y que ahora solo boqueaba cómicamente fuera de la verdad más absoluta, como lo hacen los peces fuera del agua. Así que le respondí, riéndome: «¿Desde cuándo se ha vuelto supersticioso usted, viejo?». «Desde que tatúo a un muerto», respondió. Dudé. Y enseguida dijo: «Solo los muertos pueden no morir». La idea no me disgustó del todo. Pero aun así le dije:
«Se arriesga usted mucho con la boca. Un día cualquiera se va a encontrar con un cara que se la cierre malamente». Él se rio entonces, lo recuerdo. Pero Cristo, Nuestro Señor, que lo tiene hoy en su gloria, ya me había escuchado decirlo.
Afuera había empezado a crecer un sonido débil y susurrante. La fiesta que iba gestándose con discreción a través de paredes, maderos y montículos de desperdicios, las viejas marcas de la ciudad que miraba invicta a lo lejos, nos sonreía. Recordamos que las fiestas del barrio medio celebrarían el nuevo año hoy, bajando hasta Copacabana por una ruta zigzagueante que resumía el camino salvaje que deberían atravesar los hombres hasta encontrar el reino de Yemanjá; mujeres balanceándose bajo el peso de sus plumajes y aceites, sus vestidos de hilo blanco, sus panderetas y tambores dándoles forma a sus cuerpos de barro, escultores dedicados a la perfección. ¿Qué otros paraísos escondían esa sensualidad parda, esa turgencia que se arqueaba con destreza en ondas que iban a restituirse, finalmente, al festín del mar? El sol brillaba detrás de los visillos y nos hacía gestos, guiños delicados, para que viéramos una señal que no supimos ver. Ni siquiera prestamos atención a lo que Mamboretá decía, con la lucidez de un clarividente.
—Cuando algo termina, hay que estar preparado para empezar de nuevo.
Belego apartó la cara de la ventana, donde algunos cuerpos empezaban a parecer más reales a través de su bruma de suciedad. Era difícil distinguir el sonido que llegaba partido como a cuchilladas. El día, hecho harapos en el horizonte, se convertía en un lugar diferente.
—Es lo que respondió Tomé —concluyó.
Pero, en silencio, Belego ya lo sabía.
Eran las palabras que el viejo le había repetido toda su vida.
IV
A veces no veo una, sino varias señales en lo que hago. No es un papel que se echa a la letrina cuando el boceto se ha las- timado o ha perdido encanto a tus ojos. No es como el amor ni el miedo. No alcanza la profundidad de la culpa; pero su marca, fija a tu piel, adquiere para siempre esa resistencia peculiar que se enraíza hasta convertirse en parte misma de tu identidad. De lo contrario no la elegirías como tu compañera hasta el día de tu muerte, que es el final de la vida, de nuestra esencia toda. Ya no habrá más camino. Eres un maldito kilómetro perdido en mitad del desierto. Su marca es inalterable, como la muerte en todas sus posibles formas, y es bueno que así sea, pues ser consciente de su cualidad irreversible significa respetar profundamente la vida. Piénsalo así. Es lo único que sabes con certeza que estará contigo. No una amante, no una esposa, no un hermano; no un recuerdo agradable; no una imagen amistosa, familiar, a la vista. Solo tú y el tatuaje, invitados al espectáculo de tu respiración acabando. ¿Hay algo más grande que esto? ¿Algo mejor que ver ese espectáculo posible, como otros miran a una madre pariendo la vida? Con certeza que sí. Una vez que la costra haya caído de tu carne, no faltará más a su cita: verás tu brazo y ahí estará; se despedirá, ¿y luego qué? Tu piel se llenará de otras marcas, ceños, arrugas, matices, hasta que, devorada también por el tiempo que todo lo corroe, se integrará nuevamente en el andrajo de tela de donde nuestro artesano saca todas las pieles que visten hombres y mujeres sobre la Tierra. En el fondo, solo el odio tiene una tinta similar, tan oscura y definitiva como ella. Pero tampoco sobrevive: poco antes de morir, todos los hombres somos justos; a nadie le faltan bondad ni epitafios generosos, ni lágrimas, ni un recuerdo gentil. El mapa de tu vida escrita. ¿Qué le da un poder similar a un hombre? Matar a otro. Sí, matar a un hombre. Es el único acto semejante a dejar un tatuaje en el cuerpo: matar a un hombre. Pero detente en este punto. ¿Quién quiere un estigma tan debajo del cuerpo, tan anclado en él como para hundirse en los abismos de su propia conciencia? La única marca que estará esperándote el día que cuelgues el aliento y la piel, antes de sumergirte en lo inmaterial, te observará, quedándose en el sitio que le diste en el mundo. Desde lejos te dirá adiós, y está bien que así sea. Elegir será siempre la misma responsabilidad, la misma sabiduría: que tú también, en silencio, hayas terminado por llevarte algo importante contigo.
V
Mamboretá siente curiosidad:
—¿Alguna vez has estado en la cárcel, Belego?
La pregunta no parece sorprenderlo, aunque la voz del visitante, sí. En cierto modo, no es un aire confidencial, sino casi cómplice, el que los une. Pedro de Assís adopta una suave rigidez; pero su expresión, en cambio, serena y humilde a través de sus ojos, termina por tranquilizarlo. Entre el pulgar y el índice de su mano izquierda tiene la respuesta, quieta como una ola en la orilla: un tatuaje con siete cifras que cualquiera que haya atravesado Araraquara podría interpretar sin problemas. Su pregunta, vista así, suena torpe, solo circunstancial, tautológica. Pero a pesar de ello, Belego continúa pinchando sin perder la concentración, pues su respuesta no le exige ser elaborado ni paciente, y entiende que se trata de una burda cortesía.
—Sí —responde—: fue hace tiempo, en una prisión de São Paulo. —Se justifica—: Una acusación necia. Celos, tal vez. Nunca lo supe bien. Dios sabe que para los pobres nunca hubo justicia en los tribunales, y que si sobreviví fue solo por la protección de alguien tan grande como él. —Se atreve—: ¿Y usted, señor?
Recostado como una ballena sobre la arena, Mamboretá abre una boca dotada de grandes y relucientes molares, y un trozo de oro situado entre el colmillo derecho y los frontales superiores de sus fauces lo iluminan con fuerza. El brillo vulgar de su dentadura, a pesar de todo, desluce su expresión, que revela una compleja secuela de sentimientos, tan enrevesados y oscuros como los tribales que cubren sus antebrazos.
Por fin, su risa se cierra, como una trampa.
—Sí —dice—. Por matar a un hombre.
—Matar un hombre —repite el otro.
—Sí, matar a un hombre... —dice el visitante—. Matar un hombre.
Se ríe, sin motivo aparente:
—¿Y tú?
Belego se detiene, aleja la aguja de la piel y la reposa junto a la tinta.
Sus ojos, al contacto con los otros, se embadurnan de una esquiva grasa.