Kitabı oku: «Mujeres en conflictos», sayfa 2
Afuera, la noche ya cayó sobre el Olivar. También cae una garúa antipática que brilla a la luz de los faros. Indiferente a todo el entorno, Patricia sigue hablando frente a una taza de café de la que se olvidó por completo.
La mujer invisible
El día en que Patricia se quedó sola en la ciudad fronteriza de Qetta luego de que salieran en estampida todos los corresponsales extranjeros, tuvo la oportunidad de conocer la solidaridad en un medio que, hasta ese momento, le había parecido demasiado enfocado en conseguir la primicia de una noticia y no siempre dispuesto a ayudar a sus colegas.
No había ninguna posibilidad de transporte local. Estaba sola al borde de la pista cuando paró una camioneta, se abrió la puerta, el chofer se quedó mirándola y luego dijo en español: «Sube. No tienes cómo salir de acá». Era Tim McGirk, del Times. Era muy conocido y apreciado por todos. Se habían visto anteriormente y habían intercambiado unas cuantas palabras, lo suficiente como para saber quién era quién y para quién trabajaban. En la soledad física y moral en la que Patricia se hallaba, lo de McGirk le pareció un gesto de humanidad y, desde entonces, él forma parte de las personas de las que guarda un recuerdo imborrable.
Al menos alguien, por cierto, un occidental, la había visto en un país donde ser mujer la volvía invisible.
Entre tanto, en Lima, pasaba todo lo contrario: se había vuelto visible.
Unos vecinos informaron a la hermana de Patricia, que nunca leía los diarios, que en El Comercio salían artículos de una tal Patricia Castro Obando, enviada especial. ¿Tu hermana? ¿Algún doble? Un error, seguramente, contestó la hermana. Ella está estudiando en Taiwán. Patricia reconoce que, cuando le propusieron la cobertura, no informó a su familia porque no estaba segura de llegar ni cuánto tiempo se iba a quedar. Luego, una vez en Afganistán, no hubo forma de comunicarse con ellos, pues sus reportes pasaban primero. «Además —precisa—, nadie leía el periódico en casa, menos aún El Comercio, así que yo pensaba que no se iban a enterar». Tuvo que aclarar su situación apenas logró llamarlos, minimizando los riesgos. Estaban inquietos, le pidieron no arriesgar su vida y mantenerlos informados. «Lo bueno —dice riendo—, es que a partir de ese día mi hermana, al saber que yo reportaba a diario, empezó a comprar el periódico todos los días».
Hasta que Patricia comenzó a reportar por televisión, callaron el hecho a su madre. Ella tampoco leía el periódico, pero en cambio, miraba la tele. Por temor a que la viera en la pantalla sin previa información, Patricia la llamó: cumplía con un simple trabajo de periodismo en Afganistán. Tranquilizada, su madre que nunca había viajado y para quien Afganistán, París, Bogotá o Piura era igual, le pidió simplemente que se cuidara.
Se ríe cuando se le pregunta si su credencial de reportera especial de El Comercio le abrió las puertas, y contesta que ser latina, peruana y mujer no eran credenciales que abrieran las puertas. En Pakistán, su presencia no suscitaba ningún interés. Se había dado cuenta desde un principio que cuando recurría a autoridades pakistaníes, simplemente no la veían. Su mirada pasaba por encima de ella y se dirigían a los hombres que estaban detrás. Y no se debía a su pequeña estatura…
Se había convertido en la versión femenina de Garabombo, el invisible, de Manuel Scorza. Y, como Garabombo, decidió aprovechar su invisibilidad porque, en una guerra, a quien pasa desapercibido, le va mejor.
Se le veía incluso tan inofensiva que, una vez en Afganistán, mientras iba camino a Kabul, hizo un alto en Jalalabad, un pueblo en pleno desierto donde, agobiada de calor, les pidió a unos hombres armados que la dejaran ingresar a un ambiente techado. Una vez repuesta, revisó antes de salir la cámara que acostumbraba a tener siempre lista colgando del cuello y, al salir, se topó con ocho hombres apuntándola con sus armas. No se inmutó. Solo pensó que esa sería una buena foto. Agarró su cámara e hizo una serie de tomas. En todas, los afganos sonríen. Para ellos era una diversión: solo la querían asustar y ver cómo iba a reaccionar, convencidos de que les suplicaría que no la mataran como lo hacía la mayoría de los extranjeros a quienes les gastaban la misma broma. Les sorprendió por lo tanto que un ser tan frágil no les tuviera miedo e, impactados por su valentía, pero convencidos de que, si no la habían matado ellos, la iban a matar otros, uno de ellos la escoltó hasta Kabul para protegerla de cualquier agresión.
En medio de tanta soledad e indefensión: Tim McGirk, luego los talibanes afganos… «Tuve suerte», reconoce. Las desventajas del principio iban cediendo el paso a las ventajas. «Yo era un ser chiquito que no podía hacerle daño a nadie. Mi presencia no se notaba ni para bien ni para mal, y eso jugó en mi favor», dice. Y se ríe recordando el «incidente», porque si hay algo que caracteriza a Patricia Castro es su risa, una risa suave que acompaña ciertos comentarios y recuerdos y chispea en sus ojos.
Doblemente invisible tras una burka, con un tamaño para nada amedrentador y un físico que poco la diferenciaba de los locales, despertó la confianza de taxistas, dueños de hostales y comerciantes. Algunos, incluso, al verla tan sola, tan pequeña, le tenían lástima y estaban dispuestos a ayudarla y protegerla. Mientras nunca se lo habrían permitido a un periodista, muchos no tuvieron ningún reparo en que se acercara a sus esposas y a sus hijas y ellas, a su vez, la pusieron en contacto con otras mujeres. Las mujeres no le tenían miedo ni desconfiaban de ella: se convirtieron en su público predilecto.
Gracias a ellas, Patricia adquirió un mejor conocimiento del mundo musulmán y en especial de la situación de las mujeres. Ella, que desde un punto de vista occidental siempre había visto la burka como una prisión de tela, descubrió que la percepción de estas mujeres era otra y que el concepto de libertad no se podía limitar a una prenda.
En ese clima hostil a los periodistas y a las mujeres, la burka fue por lo tanto su garante de invisibilidad a la vez que su pasaporte, y le permitió reportar incluso una violenta manifestación talibán desde el balcón de una casa. Una mujer en un balcón era de lo más normal: podía estar haciendo la limpieza. Lo más difícil fue entrar, subir hasta el balcón, tomar las fotos y, sobre todo, bajar y salir antes de que alguien notara su presencia o que la marea de hombres cada vez más violentos se acercara a la casa. Frente a un hombre, o dos, una puede hablar, razonar o, con suerte, escapárseles si se dispone de un entrenamiento maratónico como era el suyo. ¿Pero contra cientos, contra miles?
Otras corresponsales han pagado caro el querer reportar en medio de turbas de hombres enardecidos: Lara Logan, corresponsal de CBC, en febrero de 2011; Caroline Sinz, periodista de France 3, en noviembre del mismo año junto con Mona Al Tahawy; Sonia Dridi, corresponsal de France 24, en octubre del 2012. Las cuatro, en la plaza Tahrir de El Cairo, en Egipto. Hasta tal punto que la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) aconsejó, mediante un comunicado en el periódico Le Monde del 25 de noviembre de 2011, «que los medios de comunicación no envíen a mujeres a realizar reportajes a Egipto».
El dolor cambia la mirada
En Pakistán, el contacto se veía facilitado por el uso del inglés, una de las lenguas oficiales del país. Lo hablaban los pashtunes, mientras no ocurría lo mismo en Afganistán, donde necesitaba de un intérprete. Pero un idioma no es garante de comprensión del otro. Cada uno ve y percibe el mundo de manera distinta.
La mirada de Patricia había sido hasta entonces la de una mujer treintañera occidental. Su sensibilidad funcionaba a partir de una interpretación occidental: de adentro suyo para afuera del otro. Deshacerse de lo personal, aprender a mirar desde la mirada del otro, aceptar otro sistema de valores, se construye a partir de vivencias y dolores. El dolor humano permite pasar la barrera de la incomprensión y entender que cada cual tiene su forma de interpretar, no importa que sea correcta o incorrecta.
El primer choque se produjo cuando una mujer le pidió que cargara a su bebe para sacarse juntas una foto y, apenas se la entregó, se fue corriendo. Bebe en brazos y cámara al cuello, Patricia la persiguió. Tenía excelente forma física y corría muy veloz pues algo quedaba de su entrenamiento para la maratón de Nueva York. Alcanzó rápidamente a la mujer, dispuesta a increpar a una madre egoísta capaz de abandonar a su criatura para salvarse ella…
La mujer le dijo que estaba sola, desesperada, que no tenía familia y que Patricia representaba la salvación para su niña. La podría sacar del país y la bebé iba a vivir. Era lo único que quería. Salvar a su hija.
¿Qué ayuda ofrecer? Las soluciones son escasas. Siempre se recurre a lo elemental: dar comida, alojamiento, lo cual, en una guerra, puede también marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Patricia le dio todo el dinero que tenía, la llevó a comer y luego a un albergue de ONG. Nunca volvió a saber de ella.
Piensa que sentir el dolor de las víctimas le permitió darlo a conocer con decencia y respeto.
Y el dolor estaba en todas partes: en los hospitales, en los hospicios, en los albergues, en la calle. Vio a muchos muertos, a muchas mujeres caminando solas, desamparadas, buscando a maridos, a hijos, a algún familiar. Vio a la gente corriendo en direcciones contrarias, saliendo de Afganistán, entrando a Afganistán. Y todos contando dolor. Más los robos, la delincuencia.
Pero lo peor lo presenció en un hospital de niños.
En ausencia del director, se encargaba una mujer. Patricia reconoce que, de dirigirse a las autoridades de salud, nunca le habrían hecho caso, mientras la mujer la dejó pasar para ser testigo del horror y para que diera a conocer esta otra faceta invisible de la guerra.
Los niños del hospital no eran niños abandonados por sus padres. Sus padres habían muerto o ellos se habían perdido y, heridos y solos, los habían recogido y llevados al hospital. Muchos se estaban muriendo, pero seguían esperando a padres que nunca iban a volver.
Y afuera, en las manifestaciones, otros niños de 6, 7 años, llenos de odio, jurando que cuando crecieran matarían a Bush y a todos los americanos… Muerte, odio, impotencia. Siempre. Adonde fuera y con quien se topara. «Eso no se olvida», dice.
Aunque hable bajo, hay por momentos violencia en su voz. Queda intacta su desesperación, y ahora, en la tibieza del bar, repite lo que se decía entonces frente a los niños moribundos ¡Detengan la guerra! ¿Qué nos estamos haciendo? ¿Los dirigentes no están viendo esto?…
Su mirada ya no es risueña, porque no está en el bar, está en el hospital viendo morir a niños, está en la calle frente a una mujer desesperada que quiere que se lleve a su bebe, y Patricia sabe que sus preguntas son retóricas.
Nada cambió. La muerte sigue siendo un negocio para los vendedores de armas.
Dice que regresó de esas guerras una mujer muy distinta a la que se había ido. Se volvió tolerante, única forma de acceder a una cultura ajena. Tiene también ahora otra mirada a la vida, a la muerte. Porque nadie gana en una guerra y basta con que muera un niño para que toda la humanidad pierda. Y Patricia vio morir a muchos.
No necesita de fotos para recordarlos. Dejó de tomar fotos en el hospital de niños. No le parecía ético. Dice que no todo tiene que retratarse. A eso no lo llama censura, sino respeto.
Habla del sentimiento de culpabilidad que surgió una vez en Lima, al pensar que la gente a la que había conocido quizás había muerto «mientras yo me salvé y mi vida volvió a ser eso, mi trabajo, el gimnasio, los estudios». Tuvo que procesarlo todo.
En el momento, una piensa que no le afecta, quizás por la adrenalina, la responsabilidad, la obsesión por redactar la noticia, mandar, reportar, pero cuando todo esto se va, vienen las preguntas. ¿En qué he estado? ¿Qué hice? Regresan a la mente lugares, rostros. Vienen las preguntas: ¿qué habría sido de la gente que había conocido?, ¿seguían con vida los niños del hospital?…
Para superar el vacío del regreso a su mundo de antes, rechazó tomar las vacaciones que le proponían en el diario y se hundió en el trabajo. Pero durante mucho tiempo se despertaba llorando en medio de la noche. Solo hablaba del tema con su jefa y su compañera sentimental, convencida de que eran las únicas que la podían entender.
Demora mucho poner palabras sobre el dolor.
Mujer orquesta
El presupuesto de las coberturas no daba para dos personas y, tanto en la primera como en la segunda corresponsalía, Patricia lo manejó todo: fotos, notas, videos, transmisiones en vivo.
La primera cobertura de 2001 resultó mucho más complicada por ser su primera experiencia y por carecer de facilidades para el envío de despachos.
Las escasas fotos donde aparece ella, las hacía el chofer de turno. La mayoría de ellos no sabía cómo funcionaba una cámara y Patricia les tenía que explicar qué hacer. Las fotos para los reportajes las tomaba Patricia. Luego, lo de siempre en esa época: buscar dónde revelar, seleccionar en el negativo únicamente las que han de salir en el reportaje, mandar al diario.
Dos años más tarde, en Irak, le salió más fácil dada la experiencia anterior y, sobre todo, por disponer de un teléfono satelital que le permitía el acceso a internet y el envío inmediato de su material.
Le dio también mayor seguridad el haber seguido un curso para corresponsales de guerra. Lo tenía, como siempre, muy planificado.
La cobertura en Irak la había pedido ella y, mientras estaba todavía en Perú, sospechando que había grandes posibilidades que se disparara la guerra, postuló a una beca Reuters en Inglaterra para estar más cerca cuando estallara el conflicto. Aprendió sobre armas, autodefensa, primeros auxilios —para los que sus estudios de veterinaria le resultaron muy útiles…—, y sobre el manejo del estrés. El curso ponía énfasis en lo que ya había podido corroborar y poner en práctica en la primera cobertura: planificar para minimizar los riesgos, saber exactamente hacia dónde se está yendo y respetar en la medida de lo posible el plan de trabajo, detallándolo al máximo, sabiendo que siempre hay márgenes e imprevistos que pueden moverlo todo.
Desde Inglaterra, armó su plan: llegar a Bagdad por Jordania, el país vecino. Cuando el momento le pareció oportuno, tomó un vuelo con parada en Turquía, y de ahí a Amman, en Jordania. Y de nuevo la misma mecánica: espera en la frontera entre Jordania e Irak hasta la caída del gobierno de Saddam Hussein. Veinticuatro horas después, tiempo necesario para que se defina una situación, según siempre había escuchado decir a los demás corresponsales, ingresó a Irak. Sola y sin visa.
Para llegar a Bagdad tuvo que cruzar un desierto, una tierra de nadie. Lo hizo con un par de comerciantes a los que les pagó la gasolina, sin pensar en el peligro que corría. «Ahora no me volvería a subir —dice—. No era consciente del riesgo. Solo pensaba que tenía que cumplir con la corresponsalía».
El hotel internacional de Bagdad donde estaban todos los periodistas estaba lleno. Y muy caro. Tuvo que buscar un lugar más modesto. Mejor para ella: al día siguiente bombardearon el hotel. ¿El destino una vez más habría decidido por ella?
Lo más arriesgado era salir de la zona que controlaba el ejército americano porque imperaba un ambiente de hostilidad de parte de los iraquíes. Si bien eran conscientes de que se habían librado de Saddam Hussein gracias a la intervención americana, solo deseaban ahora su partida. Era notable la tensión y todos los civiles andaban armados. El caos era total. El saqueo había empezado: tiraban abajo las estatuas, entraban a los museos y vendían las piezas robadas. En una foto, Patricia posa junto a la cabeza rota de una estatua de Saddam Hussein que habían querido venderle. «Luego de los saqueos vendían cualquier cosa», dice.
A veces ni siquiera tenía que ir en busca de historias: se le acercaban mujeres enseñándole fotos de sus hijos y preguntando por ellos. Eran historias de vidas truncas y se sentía impotente ante tanto drama.
Su cobertura en Irak duró un mes. Con un presupuesto que se iba achicando como piel de zapa, dormía donde podía con tal de que hubiese una puerta que pudiera cerrarse porque no siempre conseguía encontrar hostales. Pasaba igual con la comida. Como dice, en esas circunstancias, se come cuando se puede y lo que se puede y lo que hay. Y si no hay, pues, no hay… pero siempre tenía agua y galletas. Dice riendo que desde entonces no quiere saber de galletas. Y, efectivamente, no se comerá la galletita que le dieron con el café… Pero aclara que las restricciones no le costaron nada porque viene de una familia peruana emergente que tuvo que pasar por muchas necesidades.
¿Y ahora?
Es hora de hacer el balance sobre sus corresponsalías. Dispuesta por fin a tomar su café, Patricia pide que se lo vuelvan a calentar. Tiene que irse: al día siguiente tomará el avión para China donde vive desde hace 16 años.
Inicialmente se fue al país asiático becada por la Universidad de Beijing para un trabajo de investigación cultural. Antes de que terminara el año, el gobierno chino abrió un canal de noticias dirigido a un público hispanohablante. El destino, de nuevo, jugó a su favor. Postuló y la aceptaron. Traducciones, interpretaciones, documentales en español: resucitó la mujer orquesta. Preparó luego un proyecto: abrir una corresponsalía para El Comercio. La apoyó como siempre su jefa de la sección Mundo, Virginia Rosas. En eso trabaja ahora.
En 2004, hizo una exposición en la Embajada de Perú, titulada «Adiós a las armas. Memorias de una peruana en Afganistán e Irak». Por cierto: viene de Letras y le gusta Hemingway…
¿De veras adiós a las armas, Patricia?
Y contesta que esto de las corresponsalías fue una etapa. Estaba bien por la edad y «un montón de factores» que no precisa.
Dice que, si su editora le hubiera pedido cubrir una guerra en un país asiático porque está cerca, lo haría. Pero no está muy segura de que la cubriría de la misma forma porque ninguna guerra es igual. Por lo tanto, ninguna cobertura es igual. «Nosotros tampoco somos iguales después», afirma.
Añade que es importante que haya otras voces, otras miradas y que, de esa manera, se vayan formando nuevas generaciones. Con un objetivo clave en la información: abrir los ojos de lectores y televidentes, sensibilizar a la gente, lanzar así un llamado a la razón e intentar devolverles a los conflictos un rostro humano.
Dice no sentir nostalgia de sus corresponsalías porque no se puede tener nostalgia de un tiempo de guerra y de los dramas de quienes lo padecieron. No fueron «sus» momentos. Era la guerra, y la única función de un corresponsal de guerra es cubrirla. Lo que siente es mucha pena recordando lo duro de algunas coberturas y pensando en la cantidad de pérdidas humanas y vidas destruidas.
En tanto que corresponsal de diario, lamenta que el acceso directo a la información haya creado una competencia tal que los periódicos peruanos redujeron drásticamente la información internacional. Según ella, en este mundo globalizado, los periódicos tendrían que optar por una mirada también globalizada y apuntar por una voz propia mediante los reportajes de corresponsales.
Se hizo tarde y los mozos rondan por la sala mirando de reojo a aquellas dos únicas clientes que se quedaron más de hora y media conversando y no comieron nada. Patricia toma el último sorbo de café, sonríe y dice que lo lamenta, pero no puede quedarse más tiempo. Le falta hacer la maleta y su avión sale a la mañana siguiente.
Se levanta, agarra su cartera, un abrazo y desaparece bajo la llovizna.
En la mesa del bar, la taza de café está vacía. Solo queda como huella del regreso de Patricia al pasado, una galleta solitaria en un platito blanco.
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