Kitabı oku: «Las rosas del apocalipsis»

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LAS ROSAS DEL

APOCALIPSIS

Una novela para tiempos de crisis global

Clara Bennett

© Las rosas del apocalipsis. Una novela para tiempos de crisis global

© Clara Bennett

ISBN: 978-84-18411-41-0

Editado por Tregolam (España)

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Diseño de portada: © Tregolam

Imágen de portada: © Tregolam

1ª edición: 2020

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Nota al lector: cualquier semejanza con aspectos de la realidad social, política o religiosa, incluso el uso de nombres o apellidos, forman parte de la ficción literaria para contextualizar la novela y a sus personajes.

AGRADECIMIENTOS

A mi familia y amigos, a mis compañeros de trabajo y a los del camino. A todos aquellos que directa o indirectamente inspiraron a esta novela y sus personajes con sus luces y sombras, que son también las mías y las de todos.

«La voz de la verdad habla bajito, para asegurarse de que quien quiera escucharla, quiera escucharla».

Anónimo

«Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas; con la cual han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación.

Y me llevó en el Espíritu al desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas y diez cuernos.

Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación».

Apocalipsis 17: 1-4

CAPÍTULO 1

HUMO

El camarlengo Giuseppe Baglione despertó alterado con un rosario de cuentas negras entre las manos. La noche de vigilia y oración había sido traicionada por el cansancio de un simple mortal.

Mientras tanto, la Plaza «San Pedro» exigía respuestas.

Multitudes se agolpaban a las puertas de la Santa Sede, esperando el humo blanco y nuevos tiempos de esperanza para la Iglesia católica.

Los cardenales habían pasado tres días sin contacto con el mundo exterior, pero ninguno de los candidatos había obtenido los dos tercios del sufragio necesarios para ser electo. Por este motivo, se había convocado un día completo de retiro y oración, aguardándose una resolución en el cónclave de esa mañana.

En un descuido, el rosario de cuentas caoba rodó sobre la lujosa alfombra y Baglione cuidadosamente lo volvió a colocar junto al altar. Aquel objeto era un regalo especial de Carlo, su tutor espiritual y anterior pontífice. Nadie podía llamar al difunto papa por el nombre de pila, pero para él, era la forma habitual de dirigirse a su amigo.

Los ojos se le humedecieron una vez más al recordarlo. Jamás iba a olvidar el día en que Carlo aceptó el honor de ser el santo padre, eligiendo el nombre de Pedro II con todo lo que eso implicaba. Ningún pontífice se había animado a utilizar esa denominación, por respeto al primer apóstol y también por temor a las profecías de san Malaquías, que anunciaban el fin de los tiempos para ese papa. No obstante, Carlo siempre tuvo claro que su misión era la continuación de la obra, de quien fuera la piedra fundamental sobre la que se construyó la primera Iglesia.

El camarlengo mantendría siempre en su memoria la mirada del flamante papa al salir de la «sala de las lágrimas» aquella mañana. La sotana blanca hecha a su medida y la bendición que dio a la multitud desde el balcón.

Invadido por los recuerdos, Baglione se postró nuevamente frente al altar y tomando el gastado rosario pidió iluminación a Dios, para mantener su mente alejada de las cuestiones del mundo. No obstante, las plegarias parecían reticentes a la intervención divina y los recuerdos perturban sus mayores esfuerzos de concentración.

En ese momento, otra imagen se coló sin permiso en su memoria. Sellar las habitaciones papales tras corroborar la muerte de Pedro II y romper frente al consejo el anillo conocido como «Pescatorio», eran los peores recuerdos de aquellos días de pesadilla.

Muchas cosas extrañas habían sucedido esa oscura mañana de noviembre, asuntos que aparte de él solo conocía Dios.

Las palabras pronunciadas horas atrás por el cardenal Rudolph Hailler también retumbaban en sus oídos.

Pasado, presente y futuro lo acosaban sin concierto.

Enormes cambios sociales se estaban manifestando a nivel internacional. Frente a un mundo occidental decadente, crecía un oriente violento y unificado bajo la fe islámica.

El resultado de la denominada «Primavera Árabe» ocurrida décadas atrás, había desembocado ahora en un nuevo tipo de «guerra santa». Las múltiples guerrillas, los problemas sanitarios y climáticos, sumados a los constantes ataques terroristas, hacían cada vez más difícil la vida humana y la paz internacional pendía de un hilo.

En cuanto a los aspectos religiosos, la fe católica estaba siendo duramente cuestionada por una sociedad cada vez más secularizada. Las mujeres habían llegado a lugares de poder impensados para el actual camarlengo.

—¡Pero en la santa Iglesia no! —gritó hacia adentro su sangre roja como el atuendo cardenalicio.

El Vaticano había resistido siglos de conflictos, movimientos y revueltas por la igualdad de derechos dentro del clero. No obstante, las crisis actuales evidenciaban una humanidad cada vez más permisiva. Era importante que la Iglesia no cayera en esa redada.

Debido a lo complejo de la situación y en vísperas de una nueva elección papal, todos los altos cargos del mundo católico habían sido convocados durante el novenario de luto. Era sabido que nunca como en aquella ocasión, el nombramiento del nuevo pontífice sería clave para el futuro de la Iglesia Católica. De las características personales del elegido, dependía la paz y la unidad interreligiosa o el conflicto y las guerras santas a escala global.

A pesar de estas preocupaciones, el camarlengo presentía que aquel sería un gran día. Algo en su interior le decía que finalmente acabarían las amenazas y con la gracia de Dios, un nuevo papa dirigiría los destinos de millones de fieles en todo el planeta.

En ese instante, el sonido grave de las campanas lo despertó de sus cavilaciones. Baglione se vistió según el protocolo y salió sin más demora para unirse al resto de los cardenales y entonar el Veni Creator Spiritus.

Acabadas las letanías, los prelados se dirigieron a la capilla Sixtina y allí esperaron reunidos en pequeños grupos, aguardando al decano Rudolph Hailler, para que presidiera el escrutinio.

El decano cardenalicio llegó minutos más tarde y junto con él todos los purpurados ingresaron al recinto que fue sellado decretando el extra omnes.

Cada uno de los presentes tomó asiento en su silla de cedro y se iniciaron las deliberaciones. No obstante, el rostro del cardenal Hailler parecía desencajado, por lo que Baglione adivinó que no era el único que había pasado una mala noche.

Así comenzaron los rituales previos y la distribución de las papeletas con la frase: «Eligo in summum pontificem» junto a un espacio en blanco. Cada cardenal debía colocar allí el nombre del «elegido» disimulando su propia caligrafía, tal como disponía el protocolo.

En esos menesteres se encontraba el cónclave, cuando intempestivamente el decano cardenalicio cayó al suelo como fulminado por un rayo.

El espanto fue generalizado y varios minutos pasaron antes de que se pudiera avisar a la guardia suiza. La situación era de una excepcionalidad tal, que generó un verdadero caos entre quienes sostenían que ya no podían abrirse las puertas del cónclave y los que creían que era una situación extrema y había que actuar en consecuencia.

Lo cierto era que el estupor se había instalado en el rostro y alma de los clérigos de sotana escarlata, por lo que suspendieron una vez más las votaciones papales, en esta ocasión, de forma indefinida hasta que hubiera un clima más propicio elegir al nuevo pontífice.

En esos momentos, la imagen del difunto parecía sagrada. El decano yacía en el piso con las manos aprisionando su crucifijo, mientras los ojos tiesos se perdían en el infinito.

Lo único que desentonaba en la póstuma escena del impecable cardenal alemán, eran sus zapatos rojos inusualmente manchados de lodo. Pero nadie, excepto el camarlengo, parecía haber notado ese detalle.

CAPÍTULO 2

ORIENTE MEDIO

—¡Allahu akbar! —gritaron todos luego de la explosión de la pequeña iglesia en la ciudad de Palmira.

La hermosa ciudad que fuera denominada como la «Venecia del desierto», yacía ahora convertida en ruinas.

Apenas el humo se difuminó, el grupo terrorista tomó prisioneros a los sobrevivientes cristianos, separando a las mujeres y niños de los hombres adultos. Estos últimos, serían crucificados como mofa a aquella religión de infieles.

Igual o peor suerte correrían los niños, algunos serían vendidos para el tráfico de órganos o las redes de pedofilia, mientras que a los mayores, los adoctrinarían según la fe sunita para convertirse en mercenarios. Las mujeres, serían previamente violadas antes de morir y, en el mejor de los casos, subastadas junto con las niñas como esclavas sexuales.

Nadie parecía sentir piedad ni compasión por aquellos Zindīqs, término utilizado para denominar a quienes no profesaban la misma fe de la terrible milicia. Todos en el campamento sabían el oscuro destino que les esperaba por esta causa y nadie osaba oponerse, a riesgo de correr la misma suerte.

Tarik estaba asqueado de tanta violencia entre sus manos, pero rezaba con todas sus fuerzas para que nadie lo notara. Cualquier signo de debilidad, podía pagarse con la propia vida o con la de su familia.

Muchas cosas habían cambiado décadas atrás con la llegada de los terroristas sunitas del DAESH: Estado Islámico de Irak y el Levante, más conocido como ISIS. Aquel grupo había sido el pionero de una serie de milicias que evolucionaron con los años, hasta convertirse en algo distinto a simples células de mercenarios. El ejército inicial, había devenido en una organización política, militar y económica, que pretendía extenderse por el mundo respondiendo a los intereses del denominado «Nuevo Orden Mundial». En apariencia parecían pertenecer a la religión musulmana, pero su misión era unificar el poder mediante la guerra santa, conformando un nuevo imperio a nivel internacional que apoyaba a uno de los grandes bloques en conflicto.

El plan global, consistía en utilizar a las religiones como herramienta y excusa para la guerra, financiando a ambos bandos hasta lograr los objetivos. Se trataba de imponer una dictadura a nivel político y religioso, asignando también nuevas reglas de mercado a nivel económico.

El cometido primario del Estado Islámico, era tomar control de toda la región de oriente medio y posteriormente seguir con la expansión internacional, uniéndose con los distintos bloques de poder financiados por las élites, para generar el miedo necesario y así abonar el camino a la imposición de gobiernos autoritarios. La estrategia fue lanzada el día en que el imán Abdul Al Baghdabi llamó a la guerra santa, recrudeciendo la violencia y la radicalización del Islam, con la aplicación estricta de la sharía. Había que reconquistar los territorios de Alá como en la edad de oro del califato, por lo tanto, era cuestión de fe y honor, cumplir con el mandato de la yihad.

Ayman Al Said, jefe militar de la facción del sur de Siria, era un reconocido guerrero de las tropas musulmanas. Se lo buscaba vivo o muerto en todos los servicios de inteligencia del mundo occidental. El comandante manejaba negocios petroleros para financiar el armamento del Estado Islámico, siendo parte de las altas jerarquías que estaban poniendo al mundo de rodillas.

Al Said tan solo se consideraba a sí mismo, como un buen muyahidín musulmán. Un guerrero de la fe que acataba los suras del Corán, procurando extender la ley de Alá por el mundo. Ese era el sagrado decreto de la yihad y a esa misión había encomendado su vida.

A lo lejos, comenzó a escucharse el adhan salat de un almuecín llamando a las plegarias de la puesta de sol.

Ayman y sus hombres cumplieron con el ritual, orientándose hacia la Meca. Muchos de ellos, justificaban sus acciones mediante el ejemplo de Mahoma como gran guerrero de la fe. El profeta también había degollado cientos de infieles para merecer el paraíso. Por tanto, guerra, política y religión, no eran opuestos irreconciliables para los terroristas islámicos.

No obstante, por ese día ya no habría más ejecuciones, ahora era momento de rezar y más tarde comenzarían los festejos privados con las mujeres cristianas.

Al día siguiente la suerte estaba echada, pero esa noche había que disfrutar el botín.

Tarik vio ponerse el sol mientras por el lado opuesto crecía la luna. Le parecía extraño cuando ese encuentro de astros se producía en el cielo y aquello invariablemente le hacía pensar en Aisha, la que había sido su prometida. Sin embargo, esa noche su mente no podía regodearse en dulces recuerdos.

Las risas de los hombres de Ayman y los gritos desgarradores de niñas y mujeres comenzaron a oírse en el campamento. Tarik esperó que estuviera oscuro y se dispuso a caminar para alejarse de aquel infierno.

Su mente precisaba estar en blanco y su corazón llorar, aunque fuera sin derramar lágrimas. Esas niñas y mujeres podían ser su hermana o hasta su propia madre, pensó. La sola idea le produjo arcadas y el vómito no tardó en expandirse sobre las arenas del desierto.

Miró nuevamente la luna que ahora estaba acompañada de un séquito de estrellas. Deliberó sobre la cantidad de veces que aquel astro habría sido testigo de actos crueles como aquellos.

No obstante, algo le hizo pensar también en otras lunas cómplices de intrépidos viajeros, poetas y enamorados. Lunas que él también quería llegar a conocer. No obstante, en ese momento, el amor parecía algo tan lejano de ese campamento, como el más distante de los planetas.

Su corazón, a pesar de todo, por momentos insistía imaginando el rostro de su amada. En algún lugar lejos de ese infierno, estaría la dulce Aisha de los ojos color noche.

Él la había conocido cuando apenas era una niña, pero ahora sería una joven de unos dieciocho años, apenas tres años menor que él.

Tarik todavía guardaba la esperanza de que más allá del tiempo y la distancia, ella todavía lo recordara.

«Las mujeres del desierto—le había dicho su madre una vez—siempre saben esperar al amor verdadero».

Y Aisha era una mujer del desierto.

CAPÍTULO 3

ELLAS

Fátima era la menor de las cuatro. Quizás por haber sido la niña mimada, era tan distinta de sus hermanas. En una familia de mujeres devotas, ella había resultado ser la excepción, convirtiéndose en una adolescente agnóstica y feminista.

Para su madre Sara, su pequeña era tan solo una chica rebelde que requería más atención, pero esta no era una opinión compartida por el resto de sus hijas.

La joven poseía un agudo intelecto y avidez cultural, que la hacían un extraño fenómeno entre sus amistades. La costumbre de aislarse durante horas ensimismada en la lectura, le habían causado más de un problema de relacionamiento, por lo que Fátima no era precisamente una chica popular.

A pesar de ser una joven de belleza exótica, raramente aceptaba citas con muchachos. Salía en grupos mixtos, pero prefería la compañía de chicas de su edad.

Sara la excusaba pensando que como su padre había fallecido cuando ella era pequeña, tal vez viera a los hombres como seres extraños o incluso, peligrosos.

Pilar, su hija mayor, la más sensata de las cuatro hermanas, era quien estaba más preocupada por el comportamiento de la menor. Encontraba excéntricas las reacciones de Fátima, especialmente por tratarse de una adolescente de diecinueve años. Tampoco le gustaba el contacto de su hermana con las corrientes feministas que generaban un permanente enfrentamiento entre hombres y mujeres y con ello, producían cada vez más violencia en la sociedad.

Para una mujer pragmática, exitosa arquitecta, que estaba casada y a la espera de su primer hijo, su hermana menor iba por mal camino.

Varias veces había intentado hablar con ella, pero Fátima la evitaba de todas las maneras posibles. Mucho más desde que supo que Pilar estaba embarazada. Parecía que el lazo que antes las unía a través de las charlas sobre artes y ciencias, se había cortado definitivamente entre ellas.

Nada pudo hacer Isabella, la hermana del medio, para unirlas en una charla en familia. Ni siquiera cocinándoles algo rico para compartir una tarde junto al fuego.

La situación en aquel entonces estaba realmente tensa entre las hermanas Pittameglio. Mucho más, desde que la hermana que le seguía en edad a Pilar, se había ido como monja misionera a medio oriente.

Belén era la pacificadora de la familia. Tenía esa extraña virtud de apaciguar a las «fieras» simplemente con una sonrisa. Cada una de sus hijas representaba un tesoro para Sara, pero Belén siempre había sido especial no solamente dentro del seno familiar. Ella era la única que sabía hacer de puente entre personalidades tan diferentes, generando entendimiento y comprensión. Por eso ahora se notaba tanto su ausencia.

Sara también extrañaba mucho a Antonio, su amado esposo y padre de las chicas. La figura masculina y paterna, era indispensable en esa familia de cinco mujeres y ella hacía demasiado tiempo que estaba sola al cuidado de sus hijas.

En esas reflexiones se encontraba como madre, cuando el grito de Isabella se escuchó desde la cocina.

—¡Mamá! ¡Fátima! ¡Vengan! ¡Por favor, vengan ahora!

Las dos acudieron rápidamente al llamado y entonces lo vieron.

En las noticias mostraban la explosión de una iglesia católica en las afueras de Palmira, en Siria. Niños, hombres y mujeres, yacían en una masa inerte y confusa. El causante del desastre, según decía el informativo local, había sido un grupo terrorista perteneciente al Estado Islámico, que incendió la iglesia durante la misa y tomaron rehenes entre los sobrevivientes. Para desesperación de todas, aquella tragedia había ocurrido en la congregación de misioneras a la que había sido asignada Belén.

El horror hizo que madre e hijas se abrazaran como si con ello pudieran salvar una vida. Sara se cubrió el rostro con las manos, no podía ni quería ver más de todo aquello.

Isabella se puso a llorar abiertamente y Fátima quedó inmóvil, con la mirada perdida en sus propios pensamientos y sin pronunciar palabra. Le había advertido varias veces a su hermana Belén, que eso de ser misionera no iba a traer nada bueno a su vida. Esa religión retrógrada, solamente iba a utilizarla para sus propios fines y lamentablemente este era el resultado.

Instantes después, se sintió un ruido de llaves en la puerta de entrada. Tras él, la voz de Pilar preguntaba por su madre desde el zaguán.

Las tres mujeres esperaron a que cruzara la sala con temor a contarle lo sucedido.

—¡Mamá! ¿Qué sucede? —preguntó Pilar al ver sus rostros pálidos.

Sara le pidió a su hija que se sentara, en lo avanzado de su embarazo no era bueno que se alterara. Además, tampoco sabía cómo contarle una noticia tan trágica sin tener verdadera certeza de lo sucedido. Sara e Isabella buscaban las palabras más adecuadas para contarle la noticia, pero fue Fátima quien en forma tajante dijo a su hermana cuál era la situación.

—Pilar, es por Belén. No sabemos si está viva o muerta. En la televisión mostraron un ataque de grupos terroristas del Estado Islámico, a la iglesia donde ella estaba de misión en Siria. Ha habido decenas de muertos y se han tomado varios prisioneros, pero aún no se sabe si fueron todos ejecutados o qué han hecho con los sobrevivientes.

Los ojos de Fátima brillaban como estrellas frías mientras relataba los hechos, pero las lágrimas se resistían a caer. Pilar quedó lívida, solamente atinó a sentarse en la silla más próxima y a abrazarse fuerte de su madre. El práctico cerebro de la mayor de las hermanas Pittameglio, buscaba la manera de procesar aquella situación. Sin más palabras, todas buscaron confortarse en un único abrazo. Mientras tanto, en la pantalla del televisor, el horror de la guerra continuaba como telón de fondo de esa íntima tragedia familiar.

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9788418411410
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