Kitabı oku: «Las negociaciones nuestras de cada día», sayfa 3

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Las negociaciones con los hijos

Las negociaciones con los hijos suelen ser una de las más difíciles porque, entre otras cosas, ponen en evidencia la falta de incondicionalidad materna. Sabemos que negociar es pactar condiciones y valorar las propias necesidades tanto como las ajenas. Poder amarse a sí misma tanto como al propio hijo puede ser vivido como un ataque al mandato patriarcal de incondicionalidad materna, que deja su huella culposa en los deformados corazones femeninos. Una mujer dejó constancia de esto cuando comentó que su hijo pretendía que lo trasladara en su coche a la hora de la siesta, que es cuando ella toma un pequeño descanso entre sus horas de trabajo de la mañana y la tarde. Decía:

¡Ruego a Dios que no me lo pida porque soy incapaz de decirle que no! ¡Que no me lo pida! ¡Que no me lo pida!

Lo que hace más interesante este comentario es que se trata de un hijo mayor de edad, que usa a menudo el coche de su madre, quien no tiene inconveniente en prestárselo. En realidad, lo que él pretendía era que su madre fuera su chófer. Ella se sentía entorpecida para negociar y le ofrecía el coche, pero no era el medio de transporte lo que él demandaba sino la atención incondicional de la madre. Y a ella le costaba rehusarse para no perder la ilusión de que «seguía siendo la mejor madre del mundo». Sobre el mismo tema, otra mujer comentaba:

Me considero una excelente negociadora, pero soy incapaz de negociar con mi familia, especialmente con mis hijos. Por ejemplo, comparto mi auto con mi hijo menor y todos los días por la mañana se repite el mismo diálogo. Él me pregunta: «¿Necesitás el auto hoy?», y yo, que soy quien debe decidir —y simplemente contestar—, en lugar de ello le pregunto a mi vez: «Y vos, querido, ¿lo necesitás?»

En pocas palabras, para muchas mujeres decir «no» a un hijo forma parte de los «no negociables».

En puntas de pie

Los «no negociables» se mimetizan con la vida y se filtran por las grietas de nuestra necesidad de ser amadas. Pasan a formar parte de lo que se considera nuestra «naturaleza» y se instalan a nuestra vera como si fueran nuestra sombra. Los incorporamos como obvios, y al hacerlo, los convertimos en invisibles para nosotras mismas. Por todo esto es que son capaces de perdurar tantos años… ¡y sin envejecer! En una oportunidad, coordinando unos talleres de reflexión en Chile, una muchacha de origen humilde contó una anécdota conmovedora.

Viví quince años con un hombre que era mucho más alto que yo. Durante quince años, todas las mañanas me ponía en puntas de pie para mirarme en el espejo de nuestro baño, que estaba colocado a la altura apropiada para su medida. Tardé mucho en darme cuenta de que eso era «negociable para mí misma». Cuando me di cuenta, lo descolgué y lo coloqué a una altura intermedia; ya no tenía que ponerme en puntas de pie, y él sólo necesitaba hacer dos pasos hacia atrás para mirarse con comodidad.

¿Cuántas puestas «en puntas de pies» habrán conocido los muros de tantas casas? Adaptándolo a las historias y las modalidades personales, no sería difícil descubrir que somos muchas las mujeres que, en mayor o menor medida, «naturalmente» nos hemos acomodado durante años, sin siquiera darnos cuenta de que lo hacíamos. La naturalidad con que se incorpora el «acomodarse» a la propia subjetividad explica esa modalidad satelital que con tanta frecuencia signa la vida de muchas mujeres.

La sagrada teta

Para finalizar con esta parte del capítulo comentaré un ejemplo que tiene la particularidad de ser la excepción de la regla de las «no negociables». Es un ejemplo atípico, donde es probable que muy pocas mujeres puedan reconocerse, sobre todo porque está reñido con una de las expectativas más sagradas del patriarcado. Este es uno de los motivos por los cuales es posible que llegue a herir la sensibilidad de muchos varones y de no pocas mujeres. Tuve la oportunidad de comprobar que mis sospechas acerca de lo irritativo del ejemplo no eran infundadas. En un taller coordinado por mí en el marco del XX Congreso Internacional de Grupos, realizado en Buenos Aires, en agosto de 1995, lo comenté, y al día siguiente una mujer se me acercó para «advertirme» que yo debía tener mucho cuidado al contar ese caso porque podía ser tomado como ejemplo por muchas mujeres y generar actitudes «peligrosas». Este es el ejemplo y ustedes sacarán sus propias conclusiones.

Tengo tres hijos y siempre les he dado de mamar. En parte porque me resulta muy placentero y en parte porque soy de tetas exuberantes y siempre estuvieron llenas de leche. Sucedió que cuando parí a uno de mis hijos, nuestra situación económica pasaba por un período de estrechez y mi aspiración de estudiar un idioma extranjero —que era para mí en ese momento una pasión, además de expresión de mis múltiples inquietudes— corría el riesgo de no ser satisfecha a causa de dicha estrechez. Me puse a pensar concienzudamente y me di cuenta de que yo tenía hijos no sólo para satisfacer mi necesidad personal de maternidad sino también para satisfacer la necesidad de paternidad de mi marido. Ambos compartíamos el proyecto familiar de crear y parir hijos y estábamos dispuestos a compartir no sólo las satisfacciones de tenerlos sino también los costos múltiples que eso significaba. Me di cuenta, al mismo tiempo, de que el hecho de dar de mamar era un rubro de nuestra economía familiar. Saqué la cuenta de los litros de leche que nos ahorrábamos de comprar al usar la leche de mi propia producción y resultó ser una cifra muy considerable. Curiosamente coincidía con lo que necesitaba para cubrir los gastos del curso anual que deseaba hacer. De manera que me dispuse a plantearle a mi marido una negociación. Yo estaba dispuesta a aportar mi leche (sin agregar en los costos la inversión de tiempo, energías y riesgos físicos) y él acordaría en destinar el dinero —que había previsto para otros fines— en pagar mi curso de idiomas. Creo que lo pude hacer porque mi marido tiene una ética solidaria y porque yo tengo una autoestima suficientemente afianzada como para no creerme ese cuento de que una es «mala madre» si defiende sus propias necesidades e intereses.

Dicen que la necesidad aguza el ingenio. Probablemente, sin la estrechez económica esta mujer tal vez hubiera perdido la ocasión de tomar conciencia de que amamantar es —además de saludable para el bebé y a veces satisfactorio para la madre— un aporte económico concreto a la economía familiar. El aporte económico que significa amamantar no le quita atractivo ni seriedad al hecho. Si las mujeres tuvieran más conciencia de ello, probablemente se sentirían menos culpables y con más derechos para decidir sobre el dinero conyugal, conscientes de que se trata de una sociedad (la conyugal) donde cada uno aporta lo suyo. No podemos negar que la teta que amamanta, por muy sagrada y enaltecida que sea, ya ha entrado en el circuito económico. Sin embargo, este hecho se mantiene cuidadosamente encubierto y su contabilidad, registrada «en negro».

Para muchas mujeres resulta impensable reflexionar en términos económicos sobre la sagrada teta mientras que a muy pocos varones se les escapa. Nos consta que en la sociedad consumista de los años noventa las tetas son un elemento infaltable de toda propuesta vendedora. Son uno de los argumentos de venta de mayor rating. Usadas como recurso erótico o como decoración sexual, las tetas femeninas son fuente de admiración, de excitación o de ataque. Criticadas por muy pequeñas o muy grandes, por muy paradas o muy caídas, suelen protagonizar el imaginario social de chistes y refranes. Adoradas como un resabio de ensoñaciones maternales, distraen a más de uno. En fin, siempre presentes y en cualquier menú, las tetas parecerían ser el paradigma del deseo humano. Sin embargo ese amplio espectro que contempla casi todo —y no deja de utilizarlas como recurso económico en publicidades y demás yerbas— deja fuera de registro justamente aquel punto de la economía que reconoce a las mujeres como sus legítimas productoras y primeras beneficiarias.

Las tetas llenas de leche de una mujer que acaba de parir son algo más que un don de la naturaleza pródiga que ofrece a la especie humana recursos concretos con que alimentar a los niños recién nacidos. Son también un recurso económico que, a través del cuerpo femenino, contribuye a la economía familiar. Sin embargo, este hecho tan evidente suele ser negado de forma permanente y reiterada no sólo por las propias mujeres sino por la sociedad entera. El placer que a una mujer pueda producirle la experiencia de amamantamiento o la satisfacción de cumplir con los mandatos tradicionales no invalida el hecho de que al hacerlo está aportando recursos de valor económico que tienen una incidencia concreta en la canasta familiar. Afortunadamente, hay algunas que, por esos azares de la vida y de la educación, logran mantener a salvo su capacidad reflexiva y su autoestima como para adoptar actitudes que resultan esclarecedoras para muchas otras mujeres. La anécdota que antecede es un ejemplo de ello.

Reconocer el valor económico del amamantamiento por parte de las mujeres duplica sus méritos (y sus réditos). Las mujeres que disfrutan con dar de mamar no perderán ese clima de ensoñación excitante (que hasta llega a generar flujo vaginal, lo cual suele ser cuidadosamente ocultado) por tomar conciencia de que hacen un aporte económico concreto a la canasta familiar. Al contrario, creo que advertirlo las liberaría de las culpas que el disfrute les genera.

En síntesis: es cierto que existen «no negociables», pero también es cierto que muchos de los que así se rotulan, son sólo prejuicios y condicionamientos sociales. Son muchas las servidumbres disfrazadas de «no negociables» que para su mejor ocultamiento fueron elevadas al rango de privilegios. Es un desafío para todas aquellas mujeres y varones solidarios —que coinciden en rechazar las servidumbres— intentar separar «la paja del trigo», es decir desenmascarar los pseudo-no-negociables que contaminan y desprestigian los auténticos valores solidarios.

3. Tiempo para vivir y espacio para crecer

Sabemos que toda realidad es compleja y, por lo tanto, también toda afirmación puede resultar esquemática en la medida en que sólo muestra un aspecto parcial de esa realidad. Sin embargo, hay ciertas afirmaciones que se pueden arriesgar sin demasiado margen de error. Podríamos afirmar, por ejemplo, que el objetivo central de las negociaciones económicas es el dinero, aun cuando todos sabemos que este es un recurso de poder y que, en última instancia, detrás de la ambición económica suele estar agazapada la ambición de poder.

Pero así como resulta claro focalizar el objetivo central de las negociaciones en el ámbito político y económico, no resulta tan fácil precisar cual es el objeto de fondo en las negociaciones cotidianas. Me refiero a las «negociaciones nuestras de cada día», aquellas que involucran a la familia, las amistades, los afectos, las relaciones sexuales y nuestra vida interior.

Sabemos que las apariencias tienen la particularidad de mostrar superficies y que muchas veces esas superficies tienen poco que ver con el fondo o son débiles reflejos parciales que, aun cuando no pretendan engañar, terminan tergiversando o encubriendo. En el caso de las negociaciones cotidianas, los objetos de negociación —concretos y visibles— suelen ser a menudo apenas la punta del objeto u objetivo del que en el fondo se trata. Los ejemplos del capítulo anterior sirven para ilustrar esta afirmación. Pensando en ellos, podríamos decir que cuando la madre negocia el uso del coche con su hijo, el objeto concreto de negociación parecería ser el vehículo. De igual manera, cuando la esposa comparte el cuidado de los hijos con su marido, el objeto de negociación parecerían ser los pañales con caca, y también cuando una mujer defiende su deseo de programar los fines de semana de manera diferente de la de su marido, el objeto concreto de negociación parecería ser la libertad de elegir otro programa.

Sin embargo, el fondo de estas negociaciones cotidianas no está en el coche ni en los pañales con caca ni en los fines de semana. Estos son sólo objetivos parciales —aunque muy concretos y reales— que, como la punta de un iceberg, muestran sólo una ínfima parte de la masa de la que forman parte. Lo que parece un simple témpano —controlable y no demasiado peligroso— es en realidad una montaña sumergida tan difícil de percibir como de apreciar en su magnitud. Lo que realmente se está poniendo en juego en cada una de las negociaciones cotidianas son dos recursos clave de la vida humana: el tiempo y el espacio. El tiempo en el que transcurre nuestra vida y el espacio —tanto físico como psíquico— que necesitamos para crecer y desarrollarnos.

Cuando hablamos del tiempo, me refiero al mismo en su amplísimo espectro: el que transcurre entre el nacimiento y la muerte y se desliza desde cada amanecer hasta el próximo; el que parte velozmente en los encuentros placenteros y se adormece con cada aburrimiento; el que se empaña con el dolor y se recupera con la primera sonrisa después del llanto; el que se apretuja y arruga cuando las demandas nos exceden; el tiempo calmo del devenir sin apremios, el tumultuoso de las pasiones y el que se vuelve interminable ante las incógnitas no develadas. El tiempo irascible de los conflictos sin resolver, el tiempo lento de la infancia y el vertiginoso de la madurez; el tiempo oscuro de los abandonos y el tiempo entusiasta del amor. El que se opaca con la resignación y el transparente de la espontaneidad; el tiempo para apurarse y el tiempo de esperar.

En la dimensión humana, el tiempo consume espacio. El tiempo para pensar, por ejemplo, requiere tanto de un espacio psíquico —es decir de la disponibilidad mental y afectiva para hacerles un lugar a las reflexiones dentro de nosotros mismos— como de un espacio físico confortable. Si una persona está «disponible» anímicamente, puede pensar aun yendo de pie y apretujada en un autobús lleno de gente. En cambio resulta difícil hacerlo en el sillón más confortable cuando las presiones, los malestares o los conflictos invaden nuestro espacio psíquico. Y así como no se puede pensar cuando no hay tiempo, tampoco se puede pensar cuando el espacio psíquico está «ocupado». El tiempo sin espacio psíquico es casi un tiempo ajeno que transcurre fuera de nosotros. Es la disponibilidad de ese espacio psíquico lo que nos permite apoderarnos del tiempo, porque nos da la oportunidad de conectarnos con nuestros deseos.

Cuando el espacio psíquico está «ocupado», las posibilidades de crecimiento y desarrollo personal se reducen indefectiblemente. Son muchas las tareas que ocupan espacio psíquico y que, sin embargo, suelen pasar inadvertidas, tanto para quienes las realizan como para quienes usufructúan las que hacen otros. Para despejar las dudas posibles de este tema tan poco explicitado, analizaré en detalle un ejemplo del capítulo anterior. Ese ejemplo es particularmente sustancioso, porque tanto en sentido literal-real como simbólico pone en evidencia situaciones urticantes, que la sociedad en su conjunto se encarga de mantener encubiertas.

La caca de los pañales ocupa espacio psíquico

Transcribiré nuevamente el ejemplo para evitar a las lectores la molestia de hojear hacia atrás:

Mi marido es recolaborador. ¿Pero qué hubiera pasado si no fuera así? En mi cama compartimos mucho porque a él le gusta cocinar y salir con los chicos. Me doy cuenta de que compartimos porque es él quien lo decide. No le resto mérito a eso, pero me pregunto: si él no fuera así, ¿tendría yo la fuerza necesaria para negociar y equilibrar las cosas? Porque acabo de darme cuenta de que el limpia los pañales con pis pero no los que tienen caca. Yo lo dejo pasar porque veo que hace otras cosas, pero… ¿y si todos los pañales fueran con caca?

No siempre resulta fácil establecer relaciones entre las cosas más obvias. Mucho menos fácil resulta establecerlas en lo que se ha naturalizado y que por eso mismo terminó siendo invisible. En relación con este tema tan «insignificante» como los pañales, no hace falta remarcar que cambiar pañales insume tiempo. Eso es algo de lo que todo el mundo se da cuenta, incluso aquellos varones que nunca han cambiado uno. Por eso tampoco hace falta insistir en que compartir el cambiado de pañales es una manera de compartir también el gasto de tiempo que dicha actividad insume. Pero esto que resulta tan claro en relación con el tiempo probablemente no lo sea tanto en relación con el espacio psíquico. Me refiero concretamente a que para muchas personas (tanto mujeres como varones) la relación que existe entre la caca de los pañales y el espacio psíquico resulta poco clara o totalmente nebuloso.

Trataré de aclararlo. Cuando una persona atraviesa un prado sembrado con lavandas, magnolias y tilos, su cuerpo y su espíritu se llenan de aromas atractivos y sedantes que le generan bienestar. Y el bienestar, además de ser agradable y placentero pone en disponibilidad un grado considerable de energía psíquica que estimula su utilización de diversas maneras. El bienestar favorece la lucidez para pensar, la creatividad para vivir y el entusiasmo para amar; genera la potenciación de los recursos, la que da pie a un círculo virtuoso que podría expresarse así: «Porque estoy bien hago mejores cosas, y porque las hago bien me siento cada vez mejor». En este sentido, podríamos decir que el bienestar produce superávit de energías con la consecuente sensación de riqueza y potencia interior. Por el contrario, cuando una persona, por ejemplo, entra en un baño con efluvios cloacales, todo su cuerpo y su psiquismo se contraen como una manera de defenderse de la agresividad que ejercen los malos olores. La reacción espontánea es poner distancia y escapar lo más lejos posible de ese olor que «ocupa espacio» y del cual además es necesario defenderse. Pero no siempre es factible alejarse. Cuando no es posible, el psiquismo se ve obligado a implementar mecanismos defensivos para resistir algo tan desagradable como intolerable, y no tiene más remedio que echar mano de una cantidad considerable de energía psíquica, que queda inhabilitada para otros destinos. Con lo cual, además de tener su espacio psíquico desagradablemente ocupado, debe afrontar un gasto adicional de energías para «desocuparlo».

Volviendo a nuestro ejemplo, podemos decir que cuando el olor a caca es inevitable, la economía psíquica se resiente, porque lejos de generar bienestar produce un círculo vicioso por el cual se consumen energías adicionales, que reducen la disponibilidad operativa del espacio psíquico. El hecho de que este sea menos palpable que el físico no lo hace menos real. No viene mal recordar —y destacar— que las «cacas» no se reducen a su existencia material y palpable. Es sabido que existen muchas «otras cacas», de naturaleza simbólica, que ocupan tanto espacio y generan tanto gasto como las materiales. El hecho de ser simbólicas no las hace menos desgastantes ni tampoco más etéreas.

Todo este análisis es para plantear que cuando una mujer intenta compartir el cambio de pañales, pareciera que lo que negocia es esa tarea. Sin embargo, cuando profundizamos el tema nos encontramos con que, en realidad, la tarea es sólo el aspecto visible de la negociación. Su objeto no es el cambio de pañales sino el tiempo y el espacio psíquico que esa tarea compromete. Este descubrimiento es lo que en gran medida da respuesta a la pregunta final, tan conmovedora y desenmascaradora: «¿Y si todos fueran pañales con caca?»

Resulta evidente que esta pregunta trae incluida la respuesta, que resulta dolorosa porque pone al desnudo un hecho desgarrador: saber con certeza que en esa pareja —aparentemente tan solidaria— la limpieza de la «caca» está asignada en exclusividad a la mujer y asumida obedientemente por ella. Cuando las mujeres asumen unilateralmente todo el gasto psíquico (de las «cacas») que insume un interés compartido (como es el bienestar y la limpieza del hijo o la hija en común), asumen también unilateralmente los costos de una inversión común.

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