Kitabı oku: «Humano Roto»

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Claudia Aguilar Armijos

Humano Roto

Pautas para dejar de romperte


Humano roto

Primera edición: Abril 2021

©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L

© Del texto 2021, Claudia Aguilar Armijos

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©Corrección y edición: Génessis García

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Luna Nueva Ediciones.

Guayas, Durán MZ G2 SL.13

ISBN: 978-9942-8581-9-1

ISBN DIGITAL: 978-9942-8581-7-7

A mis padres Ramiro y Nelly que me enseñaron a ser valiente y me ayudan a recuperarme cada vez que me siento rota.

A mi único, Edgar Segundo, que jamás se rompe porque su alma es pura.

A mis hijos Zama y Abbi, que vivieron mis ausencias mientras ponía el punto final a esta historia.

I

(Las palabras)

Aquella mañana despertó más temprano de lo habitual, en realidad no había dormido nada, sus ojos lo delataban, había sido una de esas noches en las que te acuestas en la cama y por tu cabeza pasan decenas y decenas de historias, unas que recuerdas y otras que imaginas; se levantó y fue a la ducha, mientras el agua tibia caía a su cuerpo se sumergió en un recuerdo de historias, era Ágata, cómo la conoció, las historias en su auto, en el instituto, por su mente cruzaron los primeros besos, caricias, la primera fiesta juntos y la única noche que durmieron abrazados, caía el agua y se mezclaba con las lágrimas que sus ojos derramaban, el vapor se acumuló en la ducha y notó que ya llevaba mucho tiempo ahí, cerró el grifo y se secó con la toalla amarilla, su favorita. Vio el reloj y notó que si no se apresuraba llegaría tarde al instituto. Se vistió casi de forma mecánica y bajó hacia la cocina donde su mamá estaba preparando el desayuno.

—¡Oh Max, no puedo creer cuánto has crecido! —dijo Amanda su madre, quien también estaba desde hace varios días con ojeras— Me haces muy feliz mi pequeño Max —le dijo con vos tierna, aunque haya sido nada más para levantarle el ánimo.

Max llevaba decaído ya casi una semana, no era el mismo, la situación que atravesó lo deprimió, ya no salía de su dormitorio, no escuchaba música, ni si quiera iba al gimnasio, sus padres estuvieron ahí apoyándolo, ellos sabían lo importante que es el apoyo de la familia en momentos como ese. Por ello su madre le hablaba con cariño, con ternura, que diferente hubiese sido ni siquiera hablarle, pero Amanda sabía que las palabras tienen vida.

Las palabras tienen vida, algunas lloran en silencio, otras en su intento por vivir mueren con un suspiro; las palabras sienten, sienten y hacen sentir; tienen sueños, vida y muerte.

Cuando las pronuncias sientes su existencia, sientes su movimiento, su sabor: amargura o dulzura, algunas están gorditas y pesadas, te cuesta decirlas, te cuesta dejarlas vivir, y a veces te cuesta escucharlas, te duele.

Otras son ligeras, las pronuncias sin pena, y ellas empiezan a viajar, así como las aves vuelan por el cielo, algunos las ven, otros no. Algunas palabras se dicen sin hacer ruido, a veces los ojos las pronuncian, las miradas las explican, debes verlas, las miradas también hablan.

Hoy en día las palabras sangran y lloran de dolor, han sido reemplazadas, les han quitado la vida, las están asesinando sin piedad, ha llegado una figura, una carita que las mata.

Cuan dolorosas resultan algunas palabras, trepan húmedas por tu alma y a medida que escalan te desgarran la garganta, te desgarran la vida, las palabras duelen hieren y sanan; imagina cuánto duele un “adiós” e imagina cuánto cura un “te amo”.

Las palabras son como los olores, (decir esto me recuerda a Patrick Süskind contando la historia de un asesino), y es que en realidad los olores, y hedores nos hacen sentir, como las palabras, ellos también tienen vida.

Ayer a media mañana, un ancianito regresaba del mercado, caminaba taciturno con su pantalón de tela negra, camisa blanca y tirantes; con un canasto azul en mano y su delgadez lo hacía ver muy alto, los tirantes bien ajustados para evitar que caiga su pantalón, su brilloso cabello cenizo cargado de experiencia y sus manos surcosas por la edad y el trabajo; caminaba lentamente y con la mirada baja, de pronto al pasar por el aserrío se detuvo, aproximadamente 12 minutos ahí, de pie, con los ojos cerrados; nadie entendía el porqué, pero en su mente él bailaba con su esposa, quien había fallecido hace 4 meses, y ese aroma de aserrío le recordaba a ella, estar ahí de pie percibiendo ese olor de humedad y troncos jóvenes lo llevaba a aquella época en donde la conoció, en la loma debajo de un pino, los dos, enamorados y vestidos de color, ella con un vestido de flores que le cubría hasta la rodilla y él con su camisa blanca de rayas rojas cuya manga cubría sus codos, los dos con sombreros recibiendo el sol, época dorada, añorada y aniquilada; el estar en ese lugar lo transportó; ese aroma a pino, corteza y leña lo ubicaron en un campo abierto, con árboles y flores, en donde el ciprés se movía con las caricias del viento, y en aquella mañana ese olor a hierba y a musgo lo detuvieron ahí frente al aserrío para recordar a su esposa con quien había compartido su media vida.

Lo mismo sucede cuando caminas por todo sitio, pasas por una vereda y percibes aroma a café y automáticamente tu mente se traslada a casa de la abuela, donde el entredía era compartir una tacita de café acompañado de pan; y no se diga si percibes rosas y recuerdas a tus hijos, o a tu novio, y si tu ánimo va mal recuerdas el último velorio al que asististe.

¿Te das cuenta como los olores al igual que las palabras también tienen vida?. Y siempre te recuerdan a algo o a alguien; a tu trabajo, a tu libro favorito, a tu escuela o incluso al autobús.

Sería necia si trato de convencerte de que los personajes de esta corta novela son reales, pues no fueron fecundados, ni crecieron en un vientre, sin embargo nacen y viven aquí en Cúrcupin, un sitio imaginario y maravilloso, no más de 70 familias, sitio pequeño y acogedor, reconocido en los sectores aledaños por ser un pueblo lleno de magia y riqueza, cerros, cielo hermoso y nubes doradas, en cuanto llegas a Cúrcupin te sientes diferente; es su aroma, su cielo, sus casas y su gente, un lugar tranquilo en donde puedes caminar sin miedo de día o de noche, las calles silenciosas con comercios y restaurantes, gente trabajadora y emprendedora, niños sanos y jóvenes estudiosos, no se te haga raro ver en cada patio círculos de adultos, conversando, riendo, jugando cartas, mujeres haciendo deporte o ancianitas tejiendo, es un sitio especial; si visitas Cúrcupin, no debe sorprenderte el tener que saludar en cada paso dado, aquí todos se conocen, bastará con preguntar de alguien y terminarás sabiendo su dirección, ocupación, estado civil; bastará que llegues al lugar para que a todos les quepa la duda de ¿Quién eres y qué haces ahí?.

En Cúrcupin, durante algún tiempo las palabras vivían sin alimento, saltaban y jugaban en los parques, gritaban en los balcones y morían en los pasillos; pero cierto día las palabras tomaron fuerza, pues en las calles empinadas, los balcones floridos y cada carro del pueblo, se murmuraba el mismo tema, imagina ir al restaurante y escuchar “Max”, en la tienda escuchar “Max”, en el taxi escuchar el alguacil y “Max”. Y así en cada lugar de Cúrcupin todos querían conocer cómo sucedió, y quién lo hizo, y las personas empiezan a buscar respuestas, y en esa búsqueda generan otras preguntas, y en esas preguntas aparecen nuevas respuestas, respuestas convincentes pero falsas; y así se pasó el día, escuchando en cada tienda, cada oficina, cada parque, la misma pregunta con vida:

¿Quién fue el culpable?, y nadie sabe, o aparentemente nadie o pocos saben que el culpable fue “Max”.

—¿Max?

—Sí, Max.

Max es aquel joven que anoche no durmió, aun así se levantó, duchó y desayunó para salir a la calle a enfrentarse a la sociedad, esa sociedad que lo está inculpando, que lo ha deprimido que lo ha llenado de ansiedad, esa sociedad que está pendiente de las redes sociales para conocer un poco más de esa noche en donde Max “se enfrentó con el alguacil”, esos rotos que buscan por todo lado comentarios, datos y críticas para saber cómo pasó y que aunque no lo vean, están destruyendo la vida de él, un joven que hace lo que le apasiona, y disfruta de todo lo que hace, muy apuesto, alto y con cuerpo escultural, un jovencito que cuidaba su físico yendo al gimnasio tres veces por semana y depilaba sus cejas para ganar personalidad, es hijo de Don Arce, el empresario, señor reconocido y dedicado siempre al trabajo limpio y a su familia, por donde camina Arce siempre lleva de la mano a su esposa, doña Amanda quien se siente segura al caminar junto a él; ellos son una pareja singular, respetable y admirable, el verlos caminar juntos causa ternura.

Arce y Amanda solo tienen un retoño, y es Max, construyeron su modesta casa con trabajo y amor, son un ejemplo de pareja, ellos viven rodeados de modales, cariño y principios, llegar a su casa es algo especial, construida lejos del ruido de la ciudad, de los carros, de la gente, es de dos pisos, paredes de duela, pasamano delantero, patio y jardín, cuando alguien los visita ellos se alegran mucho, y a todas sus visitas le muestran las fotos, le brindan chocolate, los invitan a hacer pan en horno de leña; y a cada visita le cuentan la historia de su amor y el anhelo de haber tenido otros hijos, situación que por cosas de la vida no se les dio.

Se conocieron mientras viajaban.

Amanda viajaba a Macondo, muy cómoda en el autobús, sentada de cara a la ventana, viendo los paisajes maravillosos y sintiendo ese clima espectacular que se vive de viaje a Macondo, las montañas, los árboles que parecían correr, el colorido de las flores y varias aves veía a su paso, de pronto el bus se detuvo, era cuestión del itinerario de viaje, pues en cada pueblo hacía una parada. En esa parada Amanda sacó de su bolso agua y bebió, mientras bebía escuchaba como subían pasajeros que iban al mismo destino, primero dos niños y un Coronel, luego un General, una prostituta y de repente cruzó miradas con Arce, quien ingresaba como pasajero, mientras Arce recorría el pasillo también la vio, se vieron y fueron de esas miradas que duran segundos, pero que se quedan para siempre.

Amanda sintió las mariposas, se sonrojó, una mirada profunda que ingresa por los ojos, y llega al corazón, el corazón le sonreía, unos ojos café que marcaron su viaje, que marcaron su vida. Amor a primera vista, así le llaman.

Desde aquel viaje su vida cambió, acostumbrada a la rutina familiar, levantarse, cocinar, de vez en cuando las humitas y tamales, reuniones en carnaval, colada morada y fanesca en semana santa, todo eso lo cambió por aventuras, viajes y salidas que Arce le ofreció. Amanda acostumbraba una vida tranquila, habían cosas que le dolían, nadie lo sabía, pero ella era fuerte, siempre regalando una sonrisa al mundo, intercambiaron miradas, palabras, anécdotas y terminaron juntos, en su proceso de enamoramiento atravesó cambios y empezó a alejarse de sus padres, ella los extrañaba pero aun así se fue, si no le abría esa oportunidad a su presente quizá siguiera en casa viviendo una historia que no era de ella, era hermosa, tenía las puertas abiertas al mundo se enamoró a primera vista y ya han pasado 21 años desde aquel viaje a Macondo en que conoció a Arce, ahora viven juntos, compartiendo su vida con Max, el hijo que Dios les dio.

Don Arce despertaba cada mañana y como costumbre el beso en la mejilla a Amanda.

—¡Buenos días! Bendiciones.

Enciende el televisor para ver las noticias, mientras ella baja a la cocina a preparar el desayuno, Don Arce es muy pulido para vestir, siempre elije su ropa y no le pide a su esposa plancharla o ayudarle, mientras observa la televisión abre el clóset, busca el pantalón de tela que más le agrada, este día escogió el gris, lo plancha y lo viste, luego busca una camisa que combine con el pantalón, la plancha y la usa; le gustan los detalles, a veces un reloj, a veces una bufanda, luego se peina, se perfuma y baja, en el momento en que terminó de vestirse cuando iba a apagar el televisor observa una publicidad de autos a la venta muy cerca de la ciudad, era una publicidad llamativa, no tenía a una guapa modelo como se acostumbraba, sino que mostraba hermosos paisajes, le llamó la atención, antes de salir del dormitorio, apaga el televisor y decide abrir el cajón en donde guardaba documentos importantes; revisa su libreta de ahorros, tenía una buena cantidad de dinero que ganaba con su negocio de distribución de granos, don Arce cierra su libreta y observa una carta que llevaba ahí por 21 años ya.

Imagino tu mirada, tu aroma, tu cuerpo...

Aquella pasión que recorre tus entrañas...

Tus caricias, tu sombra, tu pasión desmedida...

La penumbra que nos llega y

el cristal roto que nos ampara....

El murmullo de la gente y el silencio que me reclamas...

El escándalo al amanecer, el deseo de continuar...

Mi abandono, tu partida, ese aroma que te caracteriza...

El misterio de tu mirada, en los pliegues de mi cuerpo...

Un suspiro que me guardo para no delatarme,

pestañas que se cierran, y labios que se humedecen.

Este poema lo había recibido de Amanda luego del viaje a Macondo y le recordaba que Max, pronto cumpliría años, animado empieza a bajar a la cocina con la idea en la cabeza de comprar un auto a su hijo Max.

Da un sorbo de café.

—Acabo de ver un comercial de autos, —le dijo mientras bebía café— y me parece una buena idea comprarle uno a Max.

A Amanda le pareció algo extremadamente grande, ella se sacó el delantal, sirvió su café y mientras lo bebía pensó que es una gran responsabilidad, no sabía que decir, era un regalo muy grande y claro que le gustaba la idea, Max tiene 21 años y ella entiende que algunas cosas deben tardar en llegar, tardar en pasar, pero Max lo merecía, tiene potencial, es un buen joven, su amor hacia los padres es inagotable, le agradeció a Arce por siempre contar con ella antes de decidir cualquier cosa y luego de una charla detenida decidieron ir al lugar de venta de carros, para elegir uno.

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