Kitabı oku: «Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia», sayfa 4
Los tópicos antijudíos tardoantiguos se completan, por último, con aquellos ataques vinculados al abandono de los judíos por parte de Dios y a su reemplazo por la gentilidad. Así, eventos históricos como la destrucción del Segundo Templo en el 70 e.c. son presentados como testimonio irrefutable del error judío. Se construye, así, la noción de un judaísmo lánguido, perseguido y agonizante como muestra palpable, para el cristianismo, de la verdad evangélica. Se trata, en gran parte, de una construcción que, en ocasiones, es aceptada acríticamente por los historiadores y las historiadoras contemporáneos/as. Porque si bien, como veremos, la situación de los judíos tardoantiguos se degradó, estos siguieron siendo activos y dinámicos, lejos de la imagen fosilizada que la literatura cristiana construía para sus objetivos teológicos.
Dentro de los tópicos antijudíos que vieron la luz en la antigüedad siempre se resalta, por los perniciosos efectos que tuvo, el deicidio. Aunque no todos los Padres de la Iglesia apelaron a esta idea, ya puede vislumbrarse tempranamente en Melitón de Sardes quien, hacia finales del siglo II e.c. afirmó: “Dios ha sido asesinado. El Rey de Israel fue muerto por una mano diestra israelita”88. ¿Por qué el hombre de Sardes desplegó un discurso tan violento? Vale aquí una digresión sobre las controversias en torno al origen de los tópicos antijudíos sobre la que volveré en breve. Es que, para una parte de la crítica –por ejemplo Wilson (1985)–, Melitón –aunque nunca lo afirma explícitamente– se encontraba alarmado por la presencia del judaísmo en su ciudad, corroborada –aunque no sin debates– en el registro arqueológico89. Otros autores, sin embargo, sostuvieron que su virulento antijudaísmo se relacionaba exclusivamente con una puja interna. De hecho, el tratado en el que aparece el deicidio, el Περί Πάσχα (Sobre la Pascua), fue concebido para sostener la idea de que tal festividad debía celebrarse el 14 de Nisán, precisamente la fecha en la que se conmemoraba Pesaj (la Pascua judía). Ahora bien, en esta maniobra, Melitón debía dejar en claro –no a los judíos sino a sus adversarios cristianos– que él no era judaizante. Y su modo de hacerlo habría sido, precisamente, enarbolar un mensaje profundamente antijudío. O sea, antijudaísmo nacido no por un conflicto entre judíos y cristianos sino entre cristianos exclusivamente. Vemos, así, cómo la crítica puede, frente a las mismas evidencias, esbozar dos explicaciones diferentes (no necesariamente excluyentes, pero con énfasis diversos).
Vale aclarar, por último, que el repertorio tardoantiguo de referencias contra los judíos no posee tópicos que, hoy día, asociamos al antijudaísmo cristiano: usura, riqueza, crimen ritual90, envenenamiento de pozos, etc. Lo aclaro, simplemente, para que no perdamos de vista que cuando decimos antijudaísmo cristiano debemos ser conscientes de que no es absolutamente estable temporal ni espacialmente. Es cierto que, con el tiempo, se opera cierta acumulación de referencias, pero el aglutinamiento de tópicos siempre involucra énfasis y relegamientos que dependen de cada tiempo y espacio.
Hasta aquí, entonces, la característica más llamativa del antijudaísmo tardoantiguo es la incansable y abrumadora repetición de tópicos sin vínculos con el contexto de emisión del mensaje. Es arduo para el/la investigador/a la lectura de un tratado adversus Iudaeos, en el cual se reiteran sin cesar tópicos. Uno va leyendo página tras página a la espera de alguna información concreta pero se topa con las mismas acusaciones sin coordenadas. Son judíos sin tiempo que pueden ser hallados, incólumes, en discursos del siglo III e.c., del V o del VII. Es verdaderamente desalentador, sobre todo cuando se espera obtener información para regiones (Europa, por ejemplo) donde no han sobrevivido textos escritos por judíos más allá de algunas lápidas. Solo en escasas oportunidades los cristianos acercan algún esquivo dato sobre los judíos de su ciudad. Pero en general aparecen aquellos judíos hermenéuticos de los que hemos hablado. Jeremy Cohen bien describió a tal figura como “el judío construido en el discurso de la teología cristiana y, sobre todo, en la interpretación teológica cristiana de la escritura”91. No casualmente han proliferado, en los estudios sobre el antijudaísmo tardoantiguo y medieval, conceptos como judío de papel (Biddick, 1996), judío virtual (Tomasch 2000); judío espectral (Kruger, 2006), judío teológico (Dahan, 1999) y judío retórico (Frediksen, 2013), entre otros. Porque quienes construyeron los discursos antijudíos tardoantiguos no hablan –insisto, excepto casos contados– de judíos reales. Hablan de judíos que transitan la Biblia o los propios textos cristianos, pero no de los habitantes de las ciudades y los campos del período. Son judíos, además, que no mutan. Sobreviven –en términos agustinianos–, apátridas y abandonados, como testimonio de la verdad cristiana. Por eso mismo el discurso cristiano no releva, en general, la mutación del judaísmo hacia el rabinismo. Porque (insisto por última vez, excepto ocasiones extrañas92) los autores cristianos no miraron a los judíos de su entorno al momento de hablar del judaísmo. No les importaba porque su objetivo, en última instancia, no eran los judíos sino la masa de cristianos. Incluso si advirtieron cambios en el judaísmo, decidieron no plasmarlos en los textos porque la herramienta que necesitaban no era el judío real y dinámico sino el lánguido, el de papel, el eternamente castigado.
En efecto, una explicación a este desinterés cristiano por los judíos históricos es que el discurso antijudío fue dirigido, en gran parte, a cristianos. ¿Es posible que centenares de líneas contra los judíos no hayan estado dirigidas a estos? Sí. En efecto, si lo pensamos en términos actuales, el planteo deja de llamar la atención. ¿O acaso el discurso islamófobo tiene por objetivo exclusivo su recepción por los propios musulmanes? Claro que no. Las diatribas contra el Islam buscan generar un impacto, precisamente, en los no-musulmanes. No solo se busca concitar odio; se aspira, también, a disciplinar a la propia población receptora del mensaje. Valga asimismo el ejemplo de la figura del comunista en el contexto del macartismo: importaban menos los comunistas señalados que la fobia y la paranoia generada frente a cualquier opositor al gobierno estadounidense. El discurso antijudío cristiano de los primeros siglos del milenio operó de un modo similar. El judío hermenéutico fue un modelo adecuado para mostrar aquello que no debía hacerse: no se debía dudar de Dios (y, por ende, de la palabra del obispo); no se debía ir contra las autoridades; no se debía ser carnal, etc. El judío hermenéutico, además, podía operar para deslegitimar a vertientes cristianas que se oponían a la ortodoxia de turno. El hereje se comportaba, entonces, como un judío. Con sus palabras mataba a Dios. Poniendo en tela de juicio la autoridad del obispo “ortodoxo”, actuaba como quienes habían perseguido a los apóstoles. El judío hermenéutico era, así, una herramienta para atacar a otros cristianos más que para atacar a los judíos.
Un buen ejemplo de cómo el discurso antijudío puede mutar en un mismo autor en función de los rivales no judíos se detecta en Agustín. Cuando atacó a los donatistas, fue muy agresivo con los judíos (Shaw, 2011). Pero cuando escribió contra los maniqueos y debió defender la valía del Antiguo Testamento, la violencia contra los judíos fue notoriamente menor (Fredriksen, 2008). En efecto, en esta línea de salvar el pasado judío para solidificar el presente cristiano, Agustín formuló su noción de los judíos como testigos de la verdad (testes Veritatis). Judíos que sobrevivían, en un estado de agonía, para mostrar la verdad del Evangelio. Sobrevivían y tenían derecho a hacerlo. En este sentido, Agustín es importante para comprender, también, que incluso un escritor que desarrolló un tratado específico contra los judíos pudo establecer líneas teológicas que permitían sustentar la supervivencia de estos en tiempos cristianos. Pero esta operación respondió más a disputas intracristianas que a la interacción con los judíos. Porque los ataques y las defensas del judaísmo en la patrística en su mayoría son, insisto, herramientas de un conflicto que no los involucra.
Por supuesto que, en ocasiones, el discurso antijudío sí tuvo como objetivo, al menos en parte, a los propios judíos. Juan Crisóstomo (ca. 347-407 e.c.) se sincera frente a los cristianos que asisten a su iglesia, les dice que se acercan las fiestas judías y teme que ellos –los propios cristianos– se unan a las celebraciones. El sacerdote antioqueno lanza, entonces, una sarta de ataques discursivos furibundos contra los judíos de la ciudad: que son impíos, que mataron a Cristo, que la sinagoga es una cueva de ladrones, un prostíbulo, etc. Dice, incluso, que sabe que hay cristianos que van a realizar juramentos a la casa de culto judía porque la consideran sagrada. Habla de sinagogas específicas, en la ciudad y en las afueras. Crisóstomo es, como adelantamos, una de las pocas fuentes cristianas que revelan datos concretos sobre la interacción entre judíos y cristianos en una urbe tardoantigua93.
Pero incluso en este caso, donde claramente es el contexto el que impulsa el discurso antijudío y no la propia dinámica teológica cristiana, el obispo construye su sermón para los cristianos. Porque, a fin de cuentas, los textos cristianos están hechos para cristianos; son leídos por estos; son escuchados por estos. Es cierto que hay registros (escasísimos) en los que consta que algunas normas obligaban a los judíos a escuchar los sermones del obispo. También es verdad que los tópicos adversus Iudaeos pudieron haber llegado a oídos judíos a través de polémicas públicas. Pero la mayoría de los discursos antijudíos fueron gestados teniendo en mente un auditorio cristiano. E incluso cuando se atacó a los judíos de carne y hueso, se lo hizo con el fin de impedir que la feligresía continuara teniendo contacto con estos para evitar el riesgo de influencia.
Volviendo a los judíos hermenéuticos, vale decir que la constitución de estas figuras retóricas tampoco fue gratuita para los propios judíos y judías de la Antigüedad Tardía y el Medioevo. Porque aunque la motivación haya sido disciplinar a los cristianos y a las cristianas, lo cierto es que durante la Antigüedad Tardía se fue conformando un corpus de tópicos antijudíos muy grande. Y aunque veremos que la eficacia de estos discursos no parece haber eliminado la interacción entre cristianos y judíos, en ocasiones su recepción sí generó actos de violencia. Porque si bien la mayoría de la población que escuchó a Agustín en Hipona pudo haber hecho caso omiso a sus referencias sobre judíos, algunos sujetos sí pudieron haberle dado crédito. Vuelvo al ejemplo anterior: la islamofobia no suele calar en toda la población, pero de vez en cuando se lee en las noticias sobre agresiones contra los musulmanes sustentadas en creencias que provienen, claramente, de discursos anti-islámicos. En otras palabras: aunque el discurso antijudío cristiano haya nacido como una necesidad teológica y haya devenido dispositivo hermenéutico, las referencias negativas allí contenidas saltaron, en ocasiones, del papel a la realidad.
Otro problema que los judíos hermenéuticos trajeron a los judíos históricos se relaciona con la permanencia. Porque el judío espectral no tiene tiempo. Nace como un modelo, una efigie. Y como no tiene vida, no muere. Y surca el tiempo, indemne. Va sumando, incluso, nuevos atributos negativos. Para dar un ejemplo, en la Inglaterra pre-normanda no había, según las fuentes disponibles y el consenso historiográfico, judíos. No había judíos pero autores como Aelfrico (ca. 955-1010) escribieron textos que poseen múltiples referencias antijudías. Aelfrico murió y los judíos, después del 1066, llegaron a Inglaterra. Él murió pero sus textos no. Y fueron leídos tardíamente por sujetos que sí tenían frente a sus ojos a judíos reales. Entonces un texto antijudío nacido para disciplinar a cristianos en un tiempo donde no había judíos, fue recepcionado siglos más tarde por sujetos que sí lidiaban con judíos94. Obviamente que ello no explica la violencia que sufrieron los judíos en los siglos XII y XIII –la cual, para desencadenarse, requirió múltiples variables políticas, sociales y económicas– pero sí otorga un elemento más a la posibilidad de existencia de esta. Me adelanto a la crítica: ¿entonces por qué decir que el discurso cristiano antijudío previo a la Shoa no tuvo nada que ver con Treblinka? Dije ya que tuvo que ver, pero solo en parte. Treblinka existió por muchos motivos y el antijudaísmo cristiano no fue el principal. De hecho, Hitler, en algunos textos, despreciaba abiertamente el antijudaísmo cristiano –al que denominaba pseudo-antisemitismo–95 y se mostraba preocupado porque el bautismo otorgaba un potencial escape a la “raza” judía96. Se ha argumentado que la elección por parte de Hitler de los judíos como enemigos –y antes que él, por Wilhelm Marr, quien acuñara el término antisemitismo97– hunde sus raíces en el odio generado por discursos cristianos previos. Creo, nuevamente, que tal afirmación es una petición de principio. Las razones por las que Agustín y Marr escribieron contra los judíos son hijas de tiempos diferentes y, en palabras de ellos mismos, responden a razones distintas. No se lea esto como una defensa del cristianismo inicial, cuya literatura antijudía generó grandes daños. Es simplemente responsabilidad de un historiador intentar comprender los fenómenos sin reduccionismos y, sobre todo, teniendo en cuenta los contextos en los que suceden los eventos.
Acciones
Pasemos ahora a la praxis cristiana frente a los judíos. Es, claramente, más difícil de investigar porque lo que sobrevive a la historia son los textos y no los eventos98. Es decir, sin el texto no hay evento. Si nadie registró que un obispo instó a golpear judíos durante la Pascua, no tenemos forma de reconstruirlo. Más difícil de detectar es, aún, la convivencia pacífica dado que la noticia es la quema de una sinagoga; no su permanencia.
Para analizar la política cristiana tardoantigua frente a los judíos disponemos de evidencias escasas e incompletas. No voy a hablar aquí de las –aún más difíciles de corroborar– reacciones populares (volveremos sobre esto más tarde) sino de las acciones que tomaron individuos pertenecientes a los grupos de poder.
Un buen punto de partida son las normas. Si bien es muy difícil calibrar el grado de aplicación y cumplimiento, al menos reflejan la voluntad de las elites. Es cierto que un sermón antijudío también es, de algún modo, un intento de accionar sobre el cotidiano, pero la constitución de leyes es un mecanismo más directo dado que posee carácter vinculante y se apoya en el uso de la fuerza. El Código Teodosiano, promulgado en 438 e.c., recolecta varias leyes destinadas a los judíos. Aunque el discurso antijudío está presente dado que el judaísmo es presentado como superstición y secta, la lectura del Codex pone de manifiesto que, sin bien jurídicamente subordinados, los judíos eran aceptados por la legislación imperial cristiana. Ello se refleja, por ejemplo, en la aparentemente contradictoria frase “Es evidente que la secta de los judíos no está prohibida por ninguna ley”99.
La vida de los judíos se permite. Se prohíben las conversiones forzosas y los ataques, tanto a individuos como a casas de culto. Pero claramente subordinada: no pueden poseer esclavos cristianos; no pueden construir sinagogas nuevas ni embellecerlas; no pueden convertir gente al judaísmo100. Una existencia aceptada, pero en segundo plano. Silenciosa. Ciertamente un judío del siglo V tenía, para el Código Teodosiano, más derecho a mantener su fe que un cristiano de creencia arriana. Sin embargo –respecto del período pre-cristiano– la situación de los judíos empeoró. No al nivel de languidez sugerido por los tópicos o por la historia lacrimógena, pero sí a una existencia menos fácil.
El carácter subordinado y silencioso del judaísmo se revela, con claridad meridiana, en canon del Concilio de Narbona (589 e.c.):
Se ha decretado, ante todos, lo siguiente: que a los judíos no les sea permitido trasladar un cuerpo cantando salmos; pero dada su tradición y la costumbre antigua, conduzcan el cuerpo y lo entierren. Si se permitieran hacer otra cosa, paguen al funcionario de la ciudad seis onzas de oro101.
Pueden realizar, acorde a la tradición, el cortejo fúnebre. Pero en silencio. Pueden vivir; pero según establezcan las autoridades cristianas.
Los cánones conciliares nos otorgan más pistas sobre la política eclesiástica frente a los judíos. Si bien de más difícil aplicación que la normativa secular, también intentan regular la vida de judíos y cristianos. Revelan, sin embargo, aquello que parecen no poder controlar: prohíben insistentemente las comidas en común; los casamientos mixtos; la posesión de esclavos cristianos por parte de judíos, etc.102 Pero incluso si nos resignamos a no saber si efectivamente había interacción o no, lo que sí es claro es que quienes se congregaban en los concilios querían que los judíos y los cristianos se mantuvieran distantes para evitar, así, posibles influencias judías en sus feligresías.
Si dejamos atrás las leyes y nos concentramos en algunos relatos hallamos situaciones de todo tipo, entre los que resaltan los hechos violentos. Esta violencia es innegable, aunque debemos insistir en que las crónicas, para dar un ejemplo, registran los hechos de violencia y no la convivencia cotidiana. Este sesgo debe ser tenido en cuenta dado que cuando se reconstruye la historia se encadenan ataques a las sinagogas, dejando de lado que, tal vez, durante 200 años, en determinada ciudad, solo hubo un ataque contra la casa de culto judía. Por supuesto que los textos no registraron todos los eventos y la ausencia de referencias a actos antijudíos tampoco debe llevarnos a concebir existencias libres de violencias.
Entre los actos violentos llevados a cabo por algunas autoridades cristianas durante la Antigüedad Tardía resaltan los ataques a sinagogas103 y las conversiones forzadas. No se registran matanzas. En cuanto a la escala del fenómeno es, excepto el caso visigodo104, local. Son eventos, también, esporádicos. Así, el obispo de Terracina expropió el edificio sinagogal en dos ocasiones en un lapso corto mientras que, apenas 100 km al norte, el Papa –Gregorio Magno, sobre el que volveremos– criticaba tal accionar y garantizaba la tranquilidad de la comunidad judía de Roma (Laham Cohen, 2013).
En cuanto a quienes impulsaban tales actos no es un asunto fácil de dirimir dado que en ocasiones las fuentes parecen haber operado con el objetivo de difuminar la iniciativa de los hombres de Iglesia y poner en primer plano la supuesta participación espontanea del pueblo. Aunque me referiré luego a este tema, adelanto aquí que hay documentos donde es muy claro que los obispos iniciaron los actos violentos, mientras que en otros es posible creer que las autoridades religiosas intentaron evitar los desórdenes. Las conversiones forzadas obviamente fueron impulsadas por las autoridades, tanto laicas como religiosas, aunque el fenómeno parece haber sido muy limitado a excepción, nuevamente, de la Hispania del siglo VII.
En resumen, no puede decirse que, durante la Antigüedad Tardía, haya existido una política antijudía uniforme. La suerte de los judíos dependió de las autoridades laicas y religiosas de cada ciudad. Exceptuando el Reino visigodo, no hubo una postura coherente. En este sentido hay un claro contraste entre la uniformidad suprarregional del discurso adversus Iudaeos y la atomización espacial de las actitudes frente a los judíos.
Radica, en este último aspecto, una clave del antijudaísmo que ya hemos anticipado. Escribir contra los judíos en la Antigüedad Tardía no es sinónimo de tener un mal vínculo con los judíos de carne y hueso.
Gregorio Magno (ca. 540-604) es, sin dudas, uno de los hombres de Iglesia que, con sus textos y sus políticas, pone en evidencia la posibilidad de conciliar un discurso teológico antijudío con una praxis moderada frente a estos. Porque en obras como los Comentarios morales a Job o las Homilías sobre el profeta Ezequiel, expuso todo el arsenal de topoi adversus Iudaeos: asoció a los judíos con el diablo, los acusó de ciegos espirituales, malvados, malditos, destinados al castigo eterno, etc. Pero en sus epístolas, donde da órdenes a otros obispos o se comunica con autoridades laicas, repudia cualquier accionar violento contra los judíos: insta a devolver las sinagogas, a dejar de convertirlos forzosamente, etc. No es que Gregorio fuera pro-judío. Con la responsabilidad política de mantener ordenada a la Península Itálica en un momento de amenaza longobarda y amparado en el legado agustiniano, simplemente aceptó su existencia. Intentó convertirlos con la prédica y se ofuscó, ciertamente, cuando descubrió judíos que poseían esclavos cristianos. No obstante, tal conversión debía lograrse, en su lógica, a través del convencimiento105.
Gregorio escribiendo por la mañana que los judíos eran aliados del Anticristo y, por la tarde, que se les debía devolver la sinagoga usurpada porque tenían derecho a continuar con sus antiguas tradiciones, nos permite avanzar al próximo apartado: el debate historiográfico en torno a las motivaciones de la literatura cristiana adversus Iudaeos de la Antigüedad Tardía.
En torno a las motivaciones de la literatura adversus Iudaeos
Si bien ya hemos adelantado en parte las claves sobre las motivaciones del discurso antijudío, vale la pena aquí realizar un breve derrotero de un largo debate que, aunque hoy sea presentado como superado por algunos/as especialistas, sigue, desde nuestro punto de vista, vigente.
En general se suele tomar como punto de partida la obra de Adolf von Harnack quien, en 1883, trató el tema de la literatura contra judíos y generó un gran impacto en la crítica. Según su perspectiva, la gran mayoría de las referencias antijudías de la literatura cristiana temprana no apuntaban a disputar con los judíos ya que estos se encontraban, luego de la caída del Segundo Templo, en una situación de agonía y languidez. Los ataques discursivos al judaísmo habían nacido, en primer lugar, para tornar conmensurable el Antiguo y el Nuevo Testamento, explicando que Jesús era el Mesías anunciado en aquel y, por ende, no había sido comprendido por los judíos. Operaban, además, como un mecanismo para disputar con los gentiles que, empleando las figuras de los judíos, ponían en tela de juicio la interpretación cristiana. No menos importante, apuntaban a instruir a los cristianos, sobre todo a aquellos provenientes desde la gentilidad y portadores de una cristianización endeble:
La dirección a la que apuntan estos discursos fue, muy a menudo entre los siglos III y V, el judaísmo. Pero no se debe concluir de esto que realmente se quería luchar contra el judaísmo o vencerlo de esta manera. Esos discursos eran, siempre, para el público “gentil”, tanto fuera como dentro de la Iglesia. La dirección se orientaba hacia los judíos porque, como antes –y con el mismo sentido– resonaban en los escritos de los opositores paganos –incluso en Porfirio y Julián– acusaciones y objeciones de judíos. Se encontraban, también, en sus propias dudas y en la cacodoxia de los herejes. El modo en el que verdaderamente se trató al judaísmo, qué se sabía de él y cómo fue observado por la Iglesia desde los días de Constantino, se vislumbra en las disposiciones de los grandes y pequeños sínodos eclesiásticos. Los judíos fueron, simplemente, abandonados por obstinados. No se pensó en entablar una discusión con ellos y, más allá de algunas loables excepciones, no había una voluntad de convertirlos. Otra fue la situación, por supuesto, en lugares como el extremo oriental o, también, en ciertas partes del oeste, donde el judaísmo constituía un polo de poder social o político y existía un temor real de que los cristianos judaizaran como resultado de una situación dificultosa. Sin embargo, los textos cristianos que fueron escritos bajo estas condiciones difieren tan claramente de los otros que ni siquiera es posible emplearlos en situaciones particulares106.
Aunque el teólogo alemán fue generalmente criticado, vemos aquí algunas intuiciones que continúan vigentes, entre las que resaltamos la importancia que adjudicó al andamiaje teológico cristiano, al auditorio de cada texto y a los diversos contextos. Porque si bien es cierto que su diagnóstico de un judaísmo no dinámico recorre su análisis y ha sido blanco central de los críticos, vemos como también era consciente de que algunas comunidades judías generaron, por su mero peso demográfico, textos cristianos orientados a refrenar su posible influencia. En efecto, Harnack tampoco se cerraba completamente a la idea de que las fuentes pudieran revelar algo de información sobre los judíos históricos. Así, por ejemplo, consideró que en Dialogo con Trifón de Justino Mártir (ca. 100-165) había ciertas informaciones sobre los judíos reales. No obstante, afirmaba, estas eran menores y el texto había sido constituido para un auditorio gentil y cristiano:
Por otra parte, [Justino] permite que sus judíos hagan algunos comentarios que los caracterizan como verdaderos judíos y evidencian que Justino conocía el judaísmo de aquel tiempo. Pero no aparecen con frecuencia y no le otorgan una impronta al diálogo. La exposición importante, ciertamente, está destinada a lectores paganos (y cristianos)107.
Nótese que ya el autor postulaba la diferenciación entre los judíos discursivos (seinen Juden, sus judíos, en relación a Justino) y los judíos históricos (wirklichen Juden, judíos verdaderos/reales), anticipándose a categorías como las que ya hemos visto aquí y volveremos a visitar en breve.
Autores posteriores a Harnack comenzaron a deconstruir, con bastante eficacia, la idea de un judaísmo estático y agónico108. No obstante, fue Marcel Simon quien, con su Verus Israel, sacudió el campo historiográfico. Simon ubicaba su pesquisa entre el 135 e.c. y el 430 y demostraba, con éxito, la vitalidad del judaísmo en diversas regiones del Mediterráneo. Este dinamismo le ayudaba a explicar, en su lógica, la omnipresencia del discurso antijudío en los Padres de la Iglesia. Efectivamente era la potencia del judaísmo la que, por temor a influencias judaizantes en la población, había llevado a los eclesiásticos a constituir un discurso antijudío violento que funcionaba a modo de profilaxis discursiva. Plasmó una frase que tendría gran impacto en la crítica: “Es en el filo-judaísmo popular donde reside la verdadera explicación del antisemitismo cristiano”109. Simon veía que leyes y escritores intentaban, una y otra vez, alejar a cristianos de judíos. Veía, también, que los judíos construían sinagogas y tenían un peso demográfico considerable. Creía, incluso, que llevaban a cabo una abierta misión proselitista. Tras cada insulto a los judíos vislumbraba la comprobación de la impotencia eclesiástica por evitar la influencia judía.
Los planteos de Simon fueron muy bien recibidos y, desde aquel 1948, marcó la agenda de los estudios sobre la literatura adversus Iudaeos. Con el tiempo, no obstante, varios de sus postulados fueron problematizados. Hay consenso, hoy, de que los judíos no llevaron a cabo proselitismo. Pudieron haber generado atracción con su mera existencia, pero no hubo una misión judía. En cuanto al filojudaísmo popular, en la actualidad nos permitimos poner en duda la uniformidad del fenómeno. Es decir, hubo cristianos que festejaron junto a los judíos pero también hubo cristianos que formaron parte de las turbas que incendiaron sinagogas.
En relación a la vitalidad del judaísmo los planteos de Simon son, aún, aceptados por la mayoría de la crítica. Es cierto que vivían en una situación subordinada y que cada colectivo corrió su propia suerte. No obstante, el panorama general dista de haber sido tan desolador como lo había planteado –si bien no de un modo tan tajante como se suele creer– Harnack.
En lo que respecta a las motivaciones de los tópicos adversus Iudaeos, Simon también acuñó otra frase memorable: “¿Es posible ensañarse tanto con un cadáver?”110. Respondía, así, a las lecturas que consideraban que la iteración de tópicos contra los judíos no era más que la reiteración de la tradición, sin contexto específico que la motivara. Para Simon, en cambio, si los tópicos se repetían tanto era, precisamente, por la imposibilidad eclesiástica de refrenar el contacto entre judíos y cristianos.
Este último punto fue el que recibió más atención y llevó al establecimiento de una nueva línea que, aunque recuperaba algunos aspectos de Harnack, representaba una innovación. Ya en la cita que presentamos de Langmuir se adivina que el antijudaísmo pudo haber sido motivado, en parte, por la propia necesidad cristiana de explicar por qué el Nuevo Testamento implica la continuidad con el Antiguo o, en otras palabras, por qué si Jesús era el mesías anunciado en las escrituras judías, había sido (y continuaba siendo) obviado por los judíos. Pero quién formuló más categóricamente la idea de que el antijudaísmo cristiano estaba inextricablemente ligado a la teología cristiana fue Rosemary Ruether, teóloga con la cual iniciamos este capítulo. Para ella las motivaciones eran claras: “Para el cristianismo, el antijudaísmo no fue una mera defensa ante un ataque sino una necesidad intrínseca de auto-afirmación. El antijudaísmo es una parte de la exégesis cristiana”111. Los primeros cristianos debían ser antijudíos para explicarle a su población (y a sí mismos) por qué Dios había elegido al pueblo de Israel y luego lo había abandonado112. Años más tarde Stephen Wilson –quien, sin embargo, también aceptaba parte de los postulados de Simon– lo puso en palabras aún más claras: