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FURIA

Clyo Mendoza

FURIA

Clyo Mendoza


Almadía

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2021 Clyo Mendoza Herrera

© 2021 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

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Edición digital: 2021

ISBN: 978-607-8764-55-6

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Aquello que ves cuando te miras en la superficie del agua, o de un espejo, no eres tú y ni siquiera es humano.

PALABRAS QUE UN NATIVO DE NUEVA GUINEA LE DIJO A ROY WAGNER

¿De quién es ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?

SALVADOR ELIZONDO, Farabeuf

Far safer, of a midnight meeting External Ghost Than its interior Confronting—That cooler Host.

EMILY DICKINSON, “ONE NEED NOT BE A CHAMBER”

A Roselia Marcial

a Julián, en Cuba

a la memoria de Víctor García Domínguez

mis tres maestros.

I

LA IDEA DEL CUERPO

Soldado Uno y Soldado Dos se encontraron frente a un cadáver en cuyos ojos abiertos no se proyectaba el cielo espeso de la guerra, sino una luz que daba la sensación de la negrura.

Soldado Uno y Soldado Dos se habían aproximado al cadáver, uno para reconocer si era un colega muerto, el otro para saber si había atinado su disparo. El cuerpo del niño refulgía la luz que se desprende al morir y su rostro estaba empañado por toda la sangre evaporada. Una costra que había sido inmediata rodeaba el calor de la bala en medio de sus ojos abiertos.

Soldado Uno y Soldado Dos, todavía idiotizados por la escena (como si fuera la primera muerte en la que eran cómplices o testigos), se dieron la vuelta para mirarse, mientras los ojos de sus armas, listos para el disparo, también se miraban.

Rodeados de amigos y enemigos muertos, Soldado Uno y Soldado Dos no sabían transmitir firmemente la amenaza. Estaban horrorizados. Y el miedo que veía uno, lo veía el otro. Esa mirada a punto de matarse fue la comunión. Sin mediar palabra, Soldado Dos hizo pasar al otro como su rehén para salir del campo de batalla, y una vez estando fuera, en el mira­dor desde donde le había disparado al niño, conversaron.

¿Quiénes eran? Hacía meses que ninguno de los dos recordaba quién era. Las órdenes les habían quitado la voluntad y sin ella ambos se habían convertido en asesinos, asesinos de sí mismos también.

La luna menguaba y fue bajo su cuerno de luz cuando Soldado Uno y Soldado Dos se dijeron sus verdaderos nombres (Yo soy Lázaro, Yo Juan) y decidieron que huirían.

Tuvieron que hablarle al cuerpo para que se rindiera. Le dijeron: ya está bien, relaja ese mentón y deja de fruncir el ceño, se ha acabado. Pero el niño estaba todavía en guerra y el rictus en su mano atoraba sus huesos en un puño. Déjanos vestirte de blanco, pequeño, le dijeron, suelta el puño. Tardaron horas en lograr que el cadáver del niño relajara las manos y les mostrara las palmas. En sus quicios, lo que guardaba el puño eran cientos de líneas trazando los caballos que significan la muerte prematura. Tenía las líneas de una mano deshechas por el tacto de su arma y en la otra le crecían cientos de arrugas hechas por empuñar la nada, dejando adivinar que, más temprano que tarde, morir de aquella forma era desde hacía mucho su suerte.

Tuvieron que cantarle para que quisiera abrir las manos. Ellos, especialistas en recoger a los hombres caídos, sabían que sólo ante la muerte valía la pena rendirse. Por eso a él, para que se rindiera, le cantaron una canción de cuna. El niño dejó de fruncir el ceño y entonces pudieron sacar la bala. El niño abrió las manos, el niño dejó de apretar los dientes y, cuando al fin relajó el esqueleto, pudieron meterlo en la camisa blanca.

Luego se lo llevaron.

Uno de los hombres dijo que aquel niño era tan conmovedor que de no haber habido un hueco le habría besado la frente.

Cuando formó parte de la multitud de la guerra, como cuando avanzaba a paso veloz para cruzar la calle más transitada de la ciudad y otros humanos le rozaban las ropas dejando a su alrededor una estela con olor a bocas, alcoholes y otras cosas insospechadas, sentía que formaba parte de una maquinaria, que él era un minúsculo engrane y que los otros también. Aunque pensar eso lo hacía sentir insignificante, se sentía también parte de un todo. Quizá sentir esto es Dios, pensaba, pero la primera vez que su cuerpo se unió al de alguien más tuvo esa misma sensación, la de bullir junto a otro cuerpo hasta formar parte los dos de un único brebaje. La parte del sudor ayudaba, el líquido que se untaban mutuamente cuando uno entraba en el otro y a veces viceversa; porque en su caso prefería a los de su mismo sexo. Ése era su gran secreto. Había elegido ser soldado para limpiar su nombre, aunque nadie supiera su falta. Sus padres siempre sospecharon, ese movimiento que hacía con la mano y la cadencia innata en sus caderas dejaban a la vista un niño afeminado.

Un día su padre se fue y él y su madre al principio ni siquiera lo notaron. De cualquier manera el señor nunca estaba o siempre tardaba mucho en volver. Era vendedor de hilos ambulante. Un trabajo no tan mal pagado en esos años en los que el hilo era fundamental y no llegaba a los pueblos lejanos, un negocio con un público femenino, propicio para el mujeriego que siempre fue su padre.

La madre le decía a su hijo: eso fue tu culpa, se fue porque en el fondo sabe que quieres ser una muchacha. Y él, harto de las acusaciones, contestaba con palabras punzantes: tú eres la culpable, eres fea, nunca lo dejaste satisfecho en la cama, no lo atendiste como merecía. Así creció el rencor, alimentándose por la diaria convivencia. Volaban los palos y sonaban fuerte las cachetadas. Él le pegó también y varias veces.

Igual madre e hijo eran inseparables. Las circunstancias los obligaban, porque cuando llegó la guerra la situación empeoró. Una mujer sola era presa fácil y los bandidos iban por ahí secuestrando viudas y solteras. También se metían con las mujeres casadas, pero había cierto código de honor y plomo entre hombres que a las esposas las hacía ligeramente menos accesibles. También por eso él se volvió soldado, porque un soldado era algo así como “más que un hombre”. Y el corte de pelo de casquete engañaba bien a los que no lo conocían. Se amarró las manos y las caderas con un hilo imaginario, trabajó en engrosar su voz, en caminar erguido, en ridiculizar a los hombres con los que más empatizaba. La madre no estuvo orgullosa, le dijo: hijo, quédate. Hijo, mejor vamos a morirnos juntos, no me dejes aquí sola. Pero el rencor ya era un monstruo de una masa espesa, impenetrable. Él le dijo que volvería, le puso un beso frío en la frente y partió a pelear una guerra en la que no sabía qué defendía, a quién, ni por qué causas.

Eso contó Lázaro en el destartalado edificio desde donde se había matado a un niño, mientras Juan, atónito, recordaba después de mucho tiempo su propia vida.

Haciéndose pasar por dos arrieros hermanos, Lázaro y Juan recorrieron a caballo el desierto huyendo de ser reconocidos. Sus ropas de hombre nunca delataron lo que hacían por las noches o los días en los que encontraban un lugar solitario y propicio. Ni siquiera el pájaro que se suspendía diariamente frente a la cueva donde vivían había descubierto, al mirarlos sostenerse el uno al otro como si se cabalgaran, algo que desafiara la naturaleza. Apenas los gritos lo hacían volar hacia otro sitio y amarilleado por la luz del sol, el pequeño pájaro hundía el pico en algún fruto que colgaba. La pulpa blanca había madurado bien alrededor de las heridas que el sol había hecho en esos escasos frutos del desierto, había un sabor especial en los pequeños pliegues de carne que separaban lo podrido de lo fresco, el dulzor de la madurez los hacía sólo ahí más exquisitos.

Del pico del pájaro salía su lengua delgada como un pistilo. Minúsculas gotas de jugo le humedecían el pecho y, complacido, volaba tan alto que veía el esplendor del sol en el camino vacío.

El sol estremecía a los animales.

Unas cigarras cantaban allá, un sapo liberaba el aire contenido en su cuello de burbuja, una gotera murmuraba un salmo húmedo, los caballos sacudían su cuero espantando a las moscas y buscaban la sombra.

Fue en esas fechas de sol y frutos cuando Juan y Lázaro le compraron a un ranchero una vieja carreta que medía, según dijo, el tamaño de dos ataúdes.

Un viejo mercader al que encontraron a mitad de un camino junto a su mula, que había muerto de sed, les contó la historia del hombre de un pueblo cercano que había vendido su alma al Diablo para saber “toda la verdad”. Se trepó de un salto a la carreta y empezó en ese momento mismo la historia: aquel hombre se había obsesionado con la idea de que su hijo no era realmente su hijo, sino el hijo del vecino. Antes de firmar el contrato, el Diablo le había dicho que a veces la mentira hacía la vida más llevadera, pero el hombre, pensando que aquello era algo que el Diablo diría en su infinita maldad y asumiendo que la verdad lo liberaría, decidió apresurar la firma del contrato. ¿Estás seguro? Le dijo el Diablo, que era un hombre elegantísimo, con sombrero y unos zapatos negros y lustrosos que nunca se ensuciaban. No necesito tu alma, hombre, ya tengo muchos discípulos que vienen a mí por voluntad; no sé por qué prefieres darme la mitad de tu vida por una tontería, pero bueno, firma aquí con tu sangre y estará cerrado.

El hombre firmó como si aquello le fuese a traer una gran fortuna. En el fondo descreía de que él fuera realmente el Diablo. Quizá por eso había firmado con tanta gracia aquel contrato: dudaba de su eficacia y de que ese trajeado que había aparecido en un cruce de caminos fuera realmente quien decía.

El Diablo, muerto de risa, le dio una moneda de oro y le dijo: no la vendas, te traerá suerte.

Luego le dijo al oído “toda la verdad”: aquel muchacho no era su hijo y aquella mujer no era su esposa. Él ni siquiera era un hombre, era un perro. Había sido un pobre enloquecido al que una maldición había llenado de malos sueños incluso en la vigilia. Sus visiones lo habían devuelto a un estado salvaje; gruñía y por las noches aullaba.

Al recordar el hombre su verdadero cuerpo, recordó su dolor y entonces volvió a sí mismo. Estaba desnudo en una jaula, encadenado. Otro hombre lo miraba a los ojos y vio el momento justo en que una pizca de entendimiento asomó en los ojos de la bestia.

Era un curioso, dijo el mercader. Aquel curioso que había ido a presenciar la existencia de un hombre salvaje. Y lo pagó caro, porque después de mirarlo a los ojos aquella maldición se propagó también en él, y después de que viviera casi toda su vida sobre dos piernas, también a él se le vio correr en cuatro patas y alargar su cadena hasta tronarse el cuello.

El mercader terminó la historia con un chiste que no tenía na da que ver. Riéndose solo, dijo: es una locura que la gente siempre crea que el Diablo viste de manera elegante.

Antes de bajarse de la carreta, y después de gritar ¡aquí me quedo!, les regaló a Juan y a Lázaro una moneda dorada. Es una moneda antigua y les va a dar buena suerte.

Como en su historia, dijeron ellos. Y el mercader, muerto de risa, bajó y se perdió caminando en la nada.

¿Te acuerdas del niño que mataste?

Juan no contestó.

Juan, te hablo.

Estás borracho, Lázaro, no quiero hablarte.

Yo sí me acuerdo, Juan. Le dejaste la bala justo entre los ojos...

¡Cállate, maldito borracho!

¿Quieres saber cómo se llamaba?

¡Cállate! Estás borracho, cállate o te parto la cara.

Lázaro cantaba una canción incomprensible, se le pegaban los labios y en las comisuras de su boca se secaba su saliva en una masa blanca.

Se había enlistado por amor a una mujer, o eso nos dijo, aunque un día lo descubrí mirándome el pito...

Entonces, sin demora, a Lázaro un puño le abrió los labios y un grito suave, que parecía más un rezo, se arrastró para salir entre su carne.

Te dije que te callaras, mira lo que me hiciste hacer, mira lo que has hecho...

Lázaro dejaba caer una saliva roja que absorbía rápidamente la tierra. Juan se acurrucó sobre él y le sostuvo la cabeza para que no se atragantara. Le susurró:

Puto borracho, te odio.

Lázaro entornó los ojos. Parecía que trataba de mirarse la oscuridad del cráneo y Juan tuvo miedo; lo sacudió hasta que devolvió las pupilas al centro y, después de enfocar, sintió cómo Lázaro lo alcanzaba con su mirada vidriosa como un filo.

Estamos malditos. Tú y yo estamos malditos por lo que hemos hecho.

Luego de escucharlo, Lázaro volvió a cerrar los ojos o se quedó dormido.

Quiero que me hables de ti, Juan, que me cuentes algo para que pueda dormir. Que me digas algo de cuando eras niño, que me cuentes quién eras tú antes de la guerra, pensó Lázaro mien­tras lo miraba fijamente.

¿Qué miras? Preguntó Juan. Ya duérmete.

Tengo un mal presentimiento, tengo la sensación de que Dios nos ve ¿no te lo has preguntado, Juan? Quizá sea verdad que estamos pecando y que lo que sigue después de esta guerra es otra peor. Estoy cansado de matar, el sabor de la carne me da asco. Siento que la carne sabe al miedo de los animales que cazamos, pensó Lázaro sin dejar de mirarlo.

Qué te pasa, Lázaro, deja de mirarme de esa forma, no me dejas descansar.

Juan se dio la vuelta, mostrando su espalda llena de tajos, cicatrices, marcas de cuerdas, se levantó, sopló la vela y cuando se quedó dormido, Lázaro siguió despierto.

Esa noche Lázaro tuvo la sensación de ser otra vez un niño, en la oscuridad de la cueva era imposible mirarse las manos. Sentía que se había encogido, que era pequeñito, que si intentaba pararse, sus huesos no sabrían soportar su propio peso y se caería.

Tengo un mal presentimiento, Juan, tengo un mal presentimiento, murmuraba. Hacía mucho tiempo que Juan era su único escucha. Incluso cuando hablaba consigo mismo, el interlocutor llevaba su nombre.

La noche se alargó, él se encogía. Voy a desaparecer, se dijo. Una sensación de alivio ocupó el lugar del espanto. Y entonces se dio cuenta de que por unos segundos se había olvidado de la existencia de Juan y otra vez una terrible culpa, un peso, le empezó a amargar el aire en los pulmones. No puedo irme sin él, no puedo desaparecer, volvió a decirse, y así pasó la noche. Una alucinación seguía a otra: el cuerpo de Juan se volvía el cuerpo de un animal agonizante, el cuerpo de Juan era una masa gigantesca, el cuerpo de Juan se mezclaba con la oscuridad de la cueva y la densidad de su carne pesaba el aire.

El mercader ambulante les contó de una muchacha que se abalanzaba sobre las mujeres y las mordía y con su saliva sembraba también el deseo de esas mujeres por otras. Les contó que cuando mordió a la primera, la víctima dijo haber sentido cómo su corazón cambiaba: iba detrás de las largas cabelleras siguiendo un perfume que sólo ella percibía. Andaba como un perro perdido entre las señoras hasta que alguna la tomaba de la mano y se la llevaba. Una vez una ciega ya madura se la llevó y no la trajo de vuelta ese día.

A su regreso la muchacha contó que esa mujer, aunque no veía, andaba perfectamente: la había conducido a una alcoba donde las mantas estaban rodeadas de un encaje finísimo, trenzado no por manojos de hilos, sino por hilos solos, y que ahí le había desabotonado la blusa y empezado a morder y a succionar los senos hasta que de ellos nació una leche clara que le corrió por el vientre hasta la entrepierna.

La ciega le empuñaba los senos y, al amasarlos, tomaba de esa leche para sí misma y se llenaba los ojos de su líquido mientras gemía. Contó que entonces, casi de pronto, la ciega sacó de su falda un miembro que seguía con la punta el cielo, que se empinó entre las piernas de Cástula y que al entrar ahí ella sintió claramente el momento en el que concebía.

Regresó preñada y cuando contó aquella historia, su familia avergonzada fue a abandonarla a mitad del desierto para que nunca volviera.

¿De dónde saca usted esos cuentos? Le preguntó Juan al mercader, que ese día había aparecido de la nada y ya sin excusarse por su mula muerta había entrado de un salto a la carreta; parecía haberlos esperado en el mismo lugar del camino.

Me lo contó un pajarito, dijo sin dejar de reírse.

Después de que Juan pensara otra vez en la muerte, irritado por el curso violento de sus pensamientos, se encontró a Lázaro y le dijo: me gustaría que fueras una mujer, Lázaro. Así yo sería un hombre normal. Luego se retiró nuevamente a mirar el fuego pensando en los hombres que, según él, habitaban ahí y que eran, tenían que ser, cicatrices andantes. Lázaro no hacía nada. Lázaro no decía nada. Algunas veces transcurría el día en silencio, pero ese día abrió finalmente la boca y le dijo: soñé a mi padre, Juan, y no me azotaba, más bien estaba en la esquina de una casa, en cuclillas, como un niño espantado. Yo me acercaba a él para saber qué tenía, pero cuando lograba quitarle las manos del rostro, me veía como si hubiese visto al Diablo. Gritaba, su grito era agudo. Todo lo que decía salía con baba. No recuerdo el resto del sueño pero tengo la sensación de que algo va mal. Tengo mucho miedo. Ni siquiera en la guerra tuve tanto miedo.

De pronto una voz interrumpió la voz de Lázaro.

Ahí estaba el mercader de nuevo, en el umbral de la cueva, sosteniendo una antorcha. Hola, muchachos, dijo. Los he estado buscando.

Juan siempre preparaba los puños cuando tenía miedo. El mercader dijo: vine a contarles una historia. Es la historia de un hombre que vendía hilos en las montañas y de paso se cogió a algunas viudas. Abundan las mujeres solas por aquí y todos los hombres están en la guerra. O ya estuvieron, ¿no es así? Déjenme contarles este bonito cuento.

El mercader entró en la cueva y Juan, asustado, intentó atravesarlo con su puño pero su cuerpo se esfumó al instante en la penumbra.

Lázaro parpadeó y al abrir los ojos vio a Juan mirando otra vez el fuego. Contaba a los hombres que veía en la lumbre. Cuando se percató de que Lázaro había despertado, le dijo: los gritos de tus pesadillas no me dejaron dormir. Sólo cuando te mueras voy a poder descansar, ¿verdad?

Se frotaba las manos. Estaban pintadas de negro.

¿Qué te pasó en las manos?, le dijo Lázaro.

Estuve jugando con las cenizas, le contestó.

Después del acto, se miraban con aquellos pequeños ojos rezumando su agua blanca. Se miraban con los ojos superiores también, los oscuros y almendrados.

Si tan sólo fuéramos un solo hombre, diría Juan ya borracho, seríamos más hombre que cualquiera, si hasta siendo lo que somos le dábamos miedo a los otros reclutas. Lázaro se reía. Cariño, le dijo, pero si a vista de pájaro tú eres una señorita. Y caminó meneando las caderas desnudas. Juan lo alcanzó rodeándolo por la espalda, lo puso frente a él y le soltó una bofetada. No vuelvas a decir eso, Lázaro. Somos hombres, aunque te cueste. Bueno y qué más da qué seamos: putos, hombres, mujeres; a nadie le importa, no somos nadie, Juan, puta madre, le contestó Lázaro mientras se aupaba al caballo.

Juan lo miró partir, le punzaba la mano derecha por el golpe.

Volverá, se dijo. No se puede ir muy lejos.

Pero hacia la noche, Lázaro no había vuelto.

Al día siguiente, bajo un sol tan fuerte que blanqueaba las alas de los pájaros, a Juan una preocupación insistente le taladraba los sesos. Se aupó al caballo, se echó al camino. Recorrió la pampa hasta que se azuló el monte y el frío empezó a calarle los huesos.

Un grupo de caballos salvajes le empujó un aire con olor a hierba y bestia a las narices. Detrás de esos caballos iba corriendo el de Lázaro. Juan logró lazarlo. ¿A dónde fue Lázaro, animal? No tuvo respuesta. Tenía miedo de ir hacia el pueblo, tenía miedo de los bandidos, en el fondo tenía miedo de todos los hombres. Al principio no gritaba, pero luego el nombre de Lázaro se le salió de la boca y fue llevado por el viento hasta una pastora. La pastora siguió el grito desconsolado y encontró a Juan subido en su caballo. ¿A quién busca? Busco a mi hermano, le dijo él. ¿No será un hombre más o menos de esta altura, con una cicatriz en la cara? Sí, debe de ser ése. Juan sentía que se caía del caballo, que moriría ahí mismo. La muchacha le dijo: encontramos a un hombre así.

¿Está vivo? Preguntó él. Y ella le dijo: sígame.

Nos encontraron, Juan, decía Lázaro.

Alguien les dijo que dos hombres habían llegado hasta aquí, alguien les dijo que siendo enemigos y hombres los dos, habíamos decidido unirnos. Dicen que somos rebeldes, que estamos planeando un nuevo escuadrón, que conspiramos. Hui cuando me vieron, pero saben que estamos aquí, Juan. Tenemos que irnos.

Lázaro intentaba ponerse de pie y una fuerza invisible le empujaba la cabeza al suelo. Estaba acostado y el fuego de la estufa de tierra llegaba hasta él y lo alumbraba.

Juan no sabía si Lázaro alucinaba por la fiebre, o si aquello que relataba era cierto.

Lo encontramos esta mañana tirado en el camino, le dijo la pastora, lo trajo mi madre, y señaló hacia la esquina el cuerpo de una mujer encorvada que contemplaba la lumbre. Por poco y se muere su hermano, joven, anoche hizo mucho frío. No sabíamos qué hacer, pero no se deja a un buen samaritano morir solo a mitad de la nada.

La muchacha se acercó para apretar un pañuelo mojado en agua sobre la boca de Lázaro. Su hermano arde en fiebre, joven, lléveselo, nosotras no podemos hacernos cargo. Ya no queremos más hombres muertos en esta casa.

Juan amarró a Lázaro a su caballo, dio las gracias. La anciana volteó hacia él justo en el momento en que un leño cayó sobre otro leño, dejando volar algunas pavesas. Se inició un fuego más espeso, llenando de luz la boca de esa anciana sin dientes. Juan creyó que sonreía, pero lo mismo pudo haber sido el gesto de alguien a quien un grito se le pegó para siempre en el rostro. La anciana levantó la mano. Para despedirse, su palma arrugadísima se estiraba allá en la esquina, la mano se mantuvo arriba sólo para abrirse, estática.

Juan volvió a dar las gracias, y galopó hasta el escondite.

Lázaro, dime a quién viste, Lázaro. ¿Quiénes nos encontraron? ¿Dónde estaban?

Lázaro no miraba a nadie, tenía los ojos en blanco y una pátina clara le crecía en la lengua. Por favor, dime algo, Lázaro ¿a quién te encontraste esa noche? Lázaro, por favor, contéstame, te lo ruego, mírame, di cualquier cosa.

Las moscas volaban alrededor de las heridas de las frutas.

Lázaro, tengo miedo, ¿puedes esforzarte un poco más? No me puedes dejar aquí solo.

¿Te acuerdas de cuando íbamos a matarnos? Tú me apun­taste al pecho y yo apunté al tuyo. Te juro que iba a matarte, pero tenía miedo. Un miedo igual al que tengo ahora. No puedes irte, ¿entiendes? Eres todo lo que tengo, Lázaro.

Juan le exprimía un fruto mosqueado dentro de la boca. El jugo corría a través de la lengua, oscureciendo unos segundos esa plasta blanca que le crecía por la sed de la fiebre. Ardía de fiebre. Juan sentía calor cuando acercaba sus manos a su cuerpo. Se me va a morir Lázaro, decía. ¿Y qué haré ahora?

La muerte le crecía como una idea parecida a la del horizonte largo, desértico. Un gran espacio negro y cúbico, algo que no alcanzaban a dimensionar sus ojos. No entendía cómo podía caber el dolor dentro de su cuerpo. Era como si, para acoger el sufrimiento, su cuerpo se hubiera vuelto de la piel para afuera. Sentía que todo él se había invertido, que llevaba expuestas las vísceras. Que su cuerpo y su dolor lo abarcaban todo.

Las moscas volaban alrededor de las heridas de las frutas, chocaban contra las cosas, sus patas viscosas empezaban a posarse en el cuerpo del enfermo.

Juan se arrodillaba nuevamente sobre Lázaro.

Por favor, escúchame, tienes que aguantar otro poquito. No puedo ir a buscar a alguien que nos ayude si nos están buscando, y no sé quién podría ayudarnos. No tenemos a nadie, no conocemos a nadie. Por favor, Lázaro, resiste un poco. Cuéntame algo, anda, cuéntame algo para que no te duermas.

Las moscas se acercaban a la cara de Juan confundiendo sus lágrimas con agua, las moscas chocaban contra las manos heridas de esos hombres, contra el cuerpo de los caballos, las moscas chocaban contra las moscas.

Juan, dijo entonces Lázaro.

Algunas palabras inconexas empezaron a salir de su boca. También se escuchaba en algún lugar una gotera.

Juan, dijo otra vez Lázaro. Tengo miedo, Juan, ya vienen, ya vienen por nosotros los negros.

En eso gastaba Lázaro su última saliva: ya vienen, Juan, ya vienen por nosotros los negros. Tengo miedo, abrázame, ¿quién es esta mujer? ¿También van por ella los negros? Juan. Ven por mí, hace frío.

Las moscas confundían el espacio blanco entre sus pár pados con las heridas de la fruta.

Era una tristeza que justo mientras lo amamantaba se le hubiera muerto...

Otra vez está contando esa historia mi madre, pensó Lázaro. Hablaba de los perros que habían rescatado. Su madre les daba leche de las cabras con el meñique. Pobres perritos, le decía ella a sus amigas (estaban todas sentadas alrededor, dán­dole la espalda a Lázaro), yo pensé que los salvaría, aunque ya tenían larvas de mosca encima. Todos me dijeron: ya ni lo intentes, mujer.

Pero se quedaron conmigo cinco días, cinco días hice que me duraran los perritos. Me decían: si la hembra los dejó, pues fue por algo. Pero yo sí creí que iba a salvarlos, les sobaba la pancita por las noches, les daba más leche. Les llenaba unos cuenquitos con agua caliente y se los ponía al lado para que creyeran que ahí estaba su madre. Y mira que nosotros no tenemos nunca leche, pero hay que hacer lo que se puede por las criaturas. ¿O no, Lázaro?

Lázaro tenía la sensación de que algo estaba raro.

¿O no, Lázaro, que hay que hacer lo que se puede? ¿Lázaro, me escuchas? ¿Lázaro?

Lázaro no alcanzaba a ver a su madre, era como si una gota de leche le hubiera entrado en los ojos, una bruma blanca le crecía en el iris.

¿No es verdad, hijo, que una gota de leche de mujer que acaba de dar a luz es capaz de devolverle la vista a los ciegos? ¿Hijo? ¿Lázaro? ¿Me oyes?

Las mujeres que estaban sentadas alrededor de la madre voltearon a mirar a Lázaro. No tenían ojos. Abrieron la boca y no tenían dientes.

¿Lázaro, me escuchas? Lázaro, resiste, Lázaro. Lázaro, no me dejes aquí.

Lázaro recordó a un hombre, un hombre que le apuntaba al pecho con un arma, un hombre que lo miraba horrorizado. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía ahí?

Madre, dijo Lázaro, no puedo verte. Sólo veo a un hombre, ¿quién es él, madre?

Todo lo que sé de ti, lo sé porque me hablas de los otros. Nunca me has contado: me pasó esto. Cuentas una anécdota sobre alguien, sin referirte nunca a ti. Aunque yo te reconozco en to do lo que cuentas. Cuando me hablas, siento que tú siempre estuviste en tu propia vida como una sombra, observando como un espía a todos esos que estuvieron en tu vida antes que yo. Y ellos son fantasmas. Personas que amaste a las que nunca conoceré.

No me has contado tu primer recuerdo, pero siento que conozco bien las cosas de las que sólo me hablas. Eres bueno para contar las cosas, Juan, te he creído todo. Y si yo tampoco he querido contarte demasiado es para seguir tu juego, quizá por eso hemos sido felices, si es que la felicidad es esto que se dio entre nosotros en medio del hambre y de la guerra. Hemos andado estos últimos años buscando los caminos donde no hubiera más revolución que la que ya teníamos en la cabeza y finalmente el mejor lugar para nosotros fue el desierto. Pero aquí también llegó la guerra. Quizá el amor no sea suficiente, Juan, por ejemplo: no puede contra la muerte. ¿De parte de quién estoy ahora? Siempre peleamos en el bando de quien más nos convino. Cuando te conocí ya no sabía a qué patria pertenecía, ya no sabía cuál era la verdadera justicia, ya ni siquiera sabía cómo había empezado esta maldita guerra. Ahora no sé si ha terminado, ni sé cuándo se supone que nosotros ganamos. Hemos sido muy hombres porque siempre hemos estado peleando, ¿no es eso lo que se les exige a los hombres? Hemos cumplido esa parte. Y además, hasta ahora hemos venci do porque no estamos muertos. Pero ya no puedo más. Te pido que me dejes aquí y que te vayas. No voy a curarme. Mírame bien, sé que puedes ver que lo que sigue es mi muerte. No estoy triste, Juan, te juro que no hay por qué estarlo. Fui feliz, aunque vine de una raza en la que todos murieron lamentándose. Tuve un compañero en el mundo, en estos tiempos en los que el humo de la guerra se nos metió por los ojos, nos ha dañado la cabeza y el cerebro ya no nos permite imaginarnos el futuro. Yo no necesito el cerebro, te lo juro, Juan. Siento que me estoy poniendo liviano. Pronto me iré, y me gustaría que supieras que a pesar del dolor, la vida fue buena conmigo. Tú fuiste bueno conmigo. Déjame aquí y vete. Sigue el camino de Las Ánimas, allá donde se mira la presa y sigue recto, sin cansarte. Antes había un corral de piedra guardando el camino, síguelo. Vas a encontrar en algún momento la casa de mi madre. Quiebra la chapa, si es que queda algo de ella. Las cosas aquí se mueren con más sosiego, pero se oxidan rápido los metales. Te bastarán un clavo grande y una piedra. No creo que nadie haya entrado, porque esa casa estaba maldita y todos le tenían miedo. Si alguien se atrevió a romper la chapa, mi madre la volvió a pegar con su saliva de muerta. Antes de que alguien pudiera saber que dentro había un tesoro, habría huido. Sé que mi madre escondió esa moneda en alguna parte, Juan, quizá bajo el altar a la Virgen o en un hueco. Rompe sus santos si es necesario, porque la moneda puede estar dentro. Cuando la encuentres tómala y vete. Yo no puedo seguir, estoy cansado, estoy muy cansado. Esa moneda la guardó mi madre para quien fuera mi esposa, eso me dijo. La vieja siempre tuvo la esperanza de tener un nieto y para la madre de ese nieto imposible guardó toda su vida una moneda de oro. Ni cuando tuvo hambre vendió esa moneda la vieja.

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181 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9786078764556
Telif hakkı:
Bookwire
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