Kitabı oku: «Furia», sayfa 2

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Tómala, Juan, tú eres mi esposa.

Juan miraba a Lázaro mover la boca pero la boca no decía nada. Luchaba por hablar y su frente rezumaba sudor. En esas pequeñas gotas brillaba el fuego de la vela, la flama se movía como si tuviera huesos. Lázaro tenía demasiada fiebre. Espera un poco, le dijo Juan, mañana volvemos a cabalgar y algo encontraremos. Trató de mojar su boca con una tuna ácida, pero Lázaro dejó caer su lengua blanca y entornó sus ojos como si se mirase hacia adentro.

Muerto Lázaro, Juan monta en cólera y azota sus puños contra las piedras. Minutos más tarde, con jirones de carne colgando de sus nudillos, se preguntará si le serán necesarios para pelear con alguien. Si Lázaro hubiese muerto teniendo la razón, entonces la respuesta será sí: fue un grave error haber dejado los nudillos en las piedras. Si eso que Lázaro dijo antes de morir es cierto, habrá que luchar. Dos bandos enemigos se unirían sólo para torturarlo. Una vez muerto el perro se acabó la sarna, dirían. Los imagina atando la mitad superior de su cuerpo al torso de un caballo, la mitad inferior en una mula enloquecida que arde en deseos de salir disparada a colmar su hambre con el poco pasto verde que resguarda la sombra de las piedras. Imagina fuego en los pies, lajas de piedra abriéndole los costados, cuchillos sin filo haciendo torpes amputaciones. Un miembro cayendo en la tierra y haciendo un golpe seco de pájaro partido. Juan decide que tiene que irse. Por sí o por no, tiene que irse.

Entonces un fuerte sentido práctico se apodera de su mente.

Como si todo fuera mentira o una tenebrosa coreografía, guarda a Lázaro en una manta. Para que tarden en abrir su cuerpo los animales, se dice. Cuenta las monedas, prepara los trastos, se hace de agua suficiente para cabalgar sin descanso. Hay una gotera en algún sitio. Va con la veladora al fondo, donde Lázaro guardaba unos morrales. Es hora de deshacerse de todo en el fuego, de limpiar su rastro. Entonces encuentra un par de sacos de harina que nunca antes había visto. Dentro hay papeles, algunas cosas sin importancia, varios sobres.

Elige, Juan, lánzalos al fuego o abre los sacos.

Juan sabe que Lázaro tenía en aquellas bolsas lo que quedaba de su vida antes de ser soldado y antes de ser desertor. Una vida en la que Juan todavía no figuraba. La curiosidad lo domina, el sentido práctico desaparece. Date prisa, Juan, se dice a sí mismo, pero la voz del pensamiento se vuelve música torpe; tiene en la mente demasiadas preguntas. ¿A quién amó Lázaro antes que a mí? ¿Habrá rastro de él o ellos en estas bolsas? ¿Mien­tras venía conmigo pensaba en alguien más? Está tratando de mitigar un dolor con otro. Está tratando de odiar a Lázaro, de perderse en el rencor, trata de obligarse a pensar que antes de morir Lázaro, él ya había sido abandonado. Todavía siente que todo lo que sufre en el mundo, aunque suceda fuera de su cuerpo, le corresponde. Como esas liebres que abría haciendo un tajo justo del cuello al rabo y que al contacto con el fuego se iban doblando. Juan sigue sintiendo que su cuerpo, como el de ellas, ha quedado invertido. Si dentro de los sacos encontrase un indicio de que Lázaro no era quien decía ser, entonces sería liberado y todo volvería a su sitio. Lo dejaría ahí, sin más, se alejaría en su caballo pensando: había estado perdiendo mi tiempo.

Juan abre el saco.

Hay unas fotos humedecidas. Unas cartas. Un mapa. Le cuesta despegar una fotografía de otra, la humedad de la cueva las ha unido.

Al fondo por fin deja de sonar una gotera, esa agua quedará suspendida en la sombra durante eones; siglos, millares de años más allá de Juan y Lázaro, se volverá piedra.

Un pájaro entra en la cueva porque había escuchado agua, vuela guiándose con la luz de la lámpara que Juan sostiene. Le aletea tan cerca y tan deprisa, que Juan se sobresalta y las fotografías caen sobre sus botas sucias. No las recoge. Mira las cartas, pero no las lee. No sabe hacerlo. Se avergüenza al suponer que Lázaro sí sabía. ¿Cómo aprendió? ¿Quién era Lázaro antes de ser el Lázaro que conocía? La idea de la vergüenza se aleja y él se apura a recoger las fotos. En la que está sobre su bota izquierda hay una mujer sentada en un sofá, el fondo de la fotografía es el papel tapiz de un cielo. Juan despega la foto que está detrás: la misma mujer y un niño en sus piernas. Un hombre en traje pero con sandalias posa su mano sobre el hombro de la mujer que está sentada. No se distingue el rostro del hombre, pero no porque se haya estropeado por la humedad, sino por el gesto de alguien que ha borrado su imagen con una moneda o con las uñas.

Las preguntas hacen fila. Es difícil para Juan adivinar si el niño en la foto es Lázaro. El niño regordete está vestido con una bata de cuello de encaje y no lleva zapatos. Su rostro no es el rostro de Lázaro, barbado, lleno de cicatrices, con esos ojos que siempre preguntaban. ¿Qué caso tiene vivir temiéndose uno mismo? Le preguntó una vez. Juan se burló de Lázaro, (¡Lázaro, qué tipo de pregunta pendeja es ésa!) pero no pudo dormir haciéndose a sí mismo esa pregunta. A Lázaro nunca le molestó tener dentro a una mujer, como él decía. Gozaba cuando, dentro de la cueva, podía ser él mismo, bailando con la música de una gotera y ese sonido extraño que hacía jugando su lengua en el paladar.

Quién era Lázaro en esa fotografía. ¿En algún momento había sido padre de un niño y había amado a una mujer? No puede creerlo. Lázaro, en todo caso, podría ser más bien esa mujer. Ni el niño, ni el hombre del rostro deshecho. Ninguno de los dos, eso imposible.

Juan ve al lado de su bota, sobre el piso, otra fotografía. Rápido, se inclina a tomarla.

En la fotografía aparece otra vez el mismo hombre, su rostro intacto. El niño ha crecido y la mujer no figura. El hombre le recuerda a alguien ¿A quién? No es Lázaro, pero si no es Lázaro, ¿de dónde lo conoce?

La mano que pesa sobre el hombro del niño lo inclina ligeramente hacia su lado izquierdo. Ese gesto, seguramente algo que el fotógrafo no pudo prevenir en el momento del disparo, es el gesto por el que reconoce que el niño sí es Lázaro. Siempre que alguien le incomodaba, el peso de su cuerpo se empeñaba en alejarlo y se quedaba inclinado. A Juan siempre le pareció que aquél era un movimiento que venía de su infancia. Y ahí estaba la constatación: en el reverso de la fotografía con una preciosa letra cursiva que empezaba a diluirse, se señalaba que Lázaro tenía seis años.

Mi padre vendía sus hilos por donde tú naciste, Juan, le dijo Lázaro un día. ¿Te imaginas que mi padre pudo conocerte antes que yo, cuando eras niño? ¿Te imaginas que mi padre le vendió a tu madre los hilos con los que cosía tu ropa? Ésa fue la única vez que Lázaro habló de su padre. Estaba borracho y mientras hablaba, jugaba a pasar sus manos sobre el fuego. Las pasaba tan rápido, que el aire que provenía de sus movimientos no lo dejaba quemarse. Mira, Juan, soy un brujo, le decía. La lumbre de la fogata ardía a sus pies y dibujaba en la pared de la cueva sus sombras descompuestas.

Cuando Lázaro era niño, su madre lo llevaba de la mano al panteón y la arena les quemaba las piernas, chisporroteaba en cada paso abrasando sus pantorrillas y sus muslos.

El desierto se alargaba al lado de los muertos, en el panteón no había más que piedras y algunos pastos; sólo la tierra se nutría con los cadáveres. Lázaro y su madre llevaban flores. Pocas, pero todavía medio frescas las flores. Y ese día, unos hombres cantaban en su idioma unos lamentos y tejían la palma del único techo que sombreaba el panteón. No voltearon a ver a Lázaro y a su madre entrar, porque no había puerta; el panteón era más bien un montón de cruces sin cerca, un panteón listo para crecer hacia todos lados, pero pequeño como había sido siempre el pueblo.

Los hombres nunca los miraron, tenían la cara sobre la palma como si la estuvieran oliendo. Sus sombreros cubrían sus orejas, sólo se veían sus manos negras saliendo de sus largos trajecitos blancos y esos dedos bordando, bordando a toda prisa.

La mamá caminó hacia la sombra del techo. Ella era grande, o así solía recordarla Lázaro, casi llegaba al cielo y aun así, más arriba, estaban los hombres que no dejaban de cantar sus lamentos. Lázaro nunca entendió lo que cantaban porque no había aprendido la lengua de su madre. Ella, muy seria, caminó escuchando atenta y se detuvo ante la tumba de Cástula, la muchacha que había muerto señorita.

Lázaro bajó la vista porque le quemaban las piernas y pensó que eran hormigas. Y en eso llegó el silencio. El silencio del desierto, atravesando sin parapetos toda la llanura. Lázaro miró hacia arriba para buscar a los hombres en el techo y ya no estaban. No había nadie, sólo su madre hablándoles a las flores y a Cástula.

Dijo: mamá, miré hacia arriba y ya no vi a los hombres que cantaban.

El silencio caía después de que hablaba, ni siquiera el viento hacía ruido.

Habló su madre: te voy a decir una cosa, pero no te me asustes, Lazarito, esos que viste eran los muertos construyendo una sombra.

Cuando salieron del panteón ya era de noche. Lázaro no lograba recordar si habían ido al panteón a la hora de la siriama, cuando el sol se pone y el cielo se tiñe de lila, o si aquella tarde habían estado cantándole a Cástula durante horas.

A su madre le gustaba cantarle a esa muchacha.

Cástula y su madre, que se supiera, nunca habían sido cercanas. Todos en el pueblo, incluida su madre, decían que Cástula estaba loca y le tenían miedo. Años más tarde del día del panteón y los muertos, a Lázaro llegarían los rumores de que su madre le había hecho una promesa a esa muchacha que, aunque era joven, parecía una anciana. Le había prometido que iría a cantarle cada día, si moría antes que ella y si guardaba un secreto. Nadie supo nunca qué secreto guardó Cástula, porque se lo llevó a la tumba. Lázaro ya buscaba por ese entonces un motivo para abandonar a su madre y cuando le llegó el rumor, algo dentro de él supo que tenía el plato servido, el gran pretexto. Decidió que resolvería el misterio porque, sin duda, lo que Cástula había ocultado le incumbía: él era casi todo con lo que tenía que ver su madre.

La madre, predecible como era, ingenua siempre, había escondido en el fondo falso de un cajón un par de sobres. Lázaro leyó las cartas que tenía dentro a escondidas. Durante varios años a él y a su madre les había enseñado a leer una extranjera muy anciana que se había quedado a vivir en el desierto en una extraña misión consigo misma. Su madre le pagaba con agua y comida. Por eso Lázaro supo leer esas cartas sin remitente. Todas eran breves y apenas se entendían:

Ayer vi a Vicente, iba de la mano con una niña y la besaba como si fuera una mujer, creo que viven en Boca de Perro. No está muerto, ni está en la guerra, el malnacido nomás te abandonó.

No puedo hacer lo que me pides porque va contra Dios. Si tanto te urge que esté muerto, ven tú a matarlo. Una eternidad en el infierno no vale unas monedas.

Creo que tuvieron una criatura. Acá abajo te apunto su dirección. No puedo hacer más por ti. Ya no me escribas. Piensa lo que vas a hacer, Sara. Dios castiga.

Lo único que le hubiera gustado evitar fue la sed que le dio antes de morir. Le hacía pensar en cuando llegó a Boca de Perro y bajó corriendo a buscar agua; golpeó, pateó, rogó, pero en el pueblo nadie salió a abrirle la puerta. La sed lo hacía dar vueltas alrededor de las mismas ideas: cuando la gente muere hay que esperar nueve días antes de enterrarla, para que el alma salga de su espanto y luego salga del cuerpo, para que no se pierda confundida. Nueve días, ése es el tiempo preciso.

La sed siempre le recordó la guerra. Empezó a hablar consigo mismo: hay que meter todos los cuerpos lo más pronto posible en una fosa. Hay que meterlos pronto.

Recordaba las fosas en el desierto que no se ven, porque están rellenas. De gente, de huesos que a veces el aire desentierra y que los animales mastican para limpiarse los dientes.

Yo también maté hombres. Y mujeres. Y niños. Quería honor. Quería comer. Quería encontrar a mi padre, dice para sí mismo Lázaro. Me habían dicho que era soldado y que se había ido a la guerra, pero un día encontré unas cartas y ahí una mujer que se llamaba Cástula le contaba a mi madre que mi padre nunca se había enlistado: vivía con otra familia en un pueblo que se llama Boca de Perro, lejos de donde nací. Cuando supe la verdad ya era tarde: me había unido al ejército. Pero decidí que antes de morir en esa guerra eterna que sólo cambiaba de nombre, tenía que encontrarlo, tenía que ver a ese hombre al que nunca olvidó mi madre.

Boca de Perro era un pueblo horrible, polvoso, lleno de enfermos. Logré llegar después de un largo camino caliente, logré llegar pero tenía mucha sed, así que lo primero que busqué fue un poco de agua. Todos me habían advertido que no bebiera del agua de ese pueblo porque estaba maldita y quien bebía de ella ya nunca podía salir de ahí. Puras mentiras, ¿ves? Los viejos se inventan cualquier cosa para divertirse. Tenía mucha sed y en el pueblo no había ningún árbol más o menos vivo que indicara que había agua cerca. Entonces encontré un jardín, en medio de un terreno que era pura polvareda, un jardín que crecía con sus rosas y sus árboles de mango. Corrí hacia allá para alcanzar algo, intenté subirme al árbol desde la barda de biznagas coloradas, pero es una planta que cuida con sus espinas y cuando estaba a punto de llegar, el brazo de árbol donde estaba subido se quebró y yo me caí en las espineras. Rapidísimo salió una muchacha de la casa con jardín y en lugar de regañarme, me miró piadosamente y me quitó las espinas del cuerpo mientras yo me comía un mango, unas tunas y bebía mucha agua. Era muy bonita, como esas muchachas del norte que tienen los ojos alargados y las pestañas bien tupidas. El pelo negro, negro y muy largo, amarrado en una trenza. ¿Qué buscas por aquí, hijo? Me preguntó. No entendía por qué esa mujer me hablaba como si fuera mayor que yo. Antes de que pudiera contestarle, escuché el llanto de un niño y ella de inmediato entró en la casa. Salió con él en brazos y, cubierta con un rebozo, le dio de comer. Era un niño ya grande para ser amamantado, yo escuchaba su estruendo, cómo paraba de chupar para no atragantarse con la leche, vi cómo el vestido de su madre empezó a mojarse. Su padre está allá adentro, me dijo la mujer, con los ojos temerosos, tapándose nerviosamente los senos. Tenía miedo de cómo la veía, pero a mí no me gustaron nunca las mujeres, yo sólo veía al niño con un poco de envidia de ser tratado así. Pasé a lo importante: busco a un hombre, quizá usted lo conozca, se llama Vicente Barrera. Aquí vive, me dijo la mujer. No me lo esperaba, las patas se me hicieron de atole. Le pedí a la mujer que me dejara ver a mi padre, pero sin decirle que era mi padre. Ella me dijo: eso no es posible, qué quiere y para qué lo busca, ¿ha escuchado lo que se dice por ahí, verdad? Pero le dejo desde ahorita muy clara una cosa: mi marido no es ninguna bestia de circo, muchacho, así que hágame el favor de irse. Luego se despegó al niño del pecho y me dijo: por su culpa se me va a amargar la leche, ya váyase. Pero no me fui. Le mentí a esa mujer y le dije que Vicente había sido un buen amigo de mi papá, que yo deseaba escuchar una historia para recordarlo y que por eso había ido a buscarlo desde tan lejos. Fueron amigos en la otra guerra, ¿sabe? Y la muchacha, confundida, me dijo muy pensativa: así que Vicente sí fue soldado. No entendía de qué hablaba, así que moví la cabeza diciendo que sí. Luego le dije que mi padre nos había dejado a mi madre y a mí para ir a la guerra y que yo casi no lo había conocido pero quería saber de él. Lloré un poco, pero no fingía, porque en el fondo yo sí me había creído esa historia, aunque estuviera ahí frente a la verdad y mi padre fuera un hijo de puta que nos había dejado por otra. A la joven se le hizo blandito el corazón y me dijo: quizá mi esposo no esté en condiciones de contarle nada. ¿Por qué? Le pregunté y ella me dijo: venga a verlo por usted mismo.

En un cuarto oscuro hecho de tierra y caca de burro, estaba mi padre. Entramos despacio, creo que para no despertarlo. Ella alumbró con una vela. Sólo el fuego no le lastima los ojos, me dijo. Y entonces reconocí al viejo: el cabello canoso, la cara rajada, el cuerpo agarrotado. Sus manos estaban atadas y sus pies también. ¿Por qué lo amarran? Le pregunté con un grito a la mujer. Ella me contestó sollozando: es que está loco.

El viejo abrió los ojos. Me vio y empezó a gruñir como un animal rabioso. Sacaba espuma por la boca, se mordía la lengua y la saliva con sangre le escurría de la boca a goterones. Así que me fui y no le dije nada. No le escupí a la cara, no le reclamé. Dije: gracias por la fruta y el agua, señora, y me di la vuelta mientras ella cerraba la puerta con un candado, llorando y diciendo con una voz que apenas y podía oírse: se me va a amargar la leche, se me va a amargar la leche.

II

ANATOMÍA DE LA SOMBRA

Antes de morir, a Cástula la volvieron loca sus fantasmas. Siempre había sido una mujer errante, huyendo de la guerra y llegando sin querer al lugar donde se libraban las peores batallas. Así, huyendo, había vuelto a refugiarse a su pueblo, donde ya no quedaba nadie y donde nadie le dijo que había terminado la guerra.

Volvió cuando empezó a sentir cerca a la muerte y decidió que quería terminar en el lugar en el que había nacido, como si eso fuera a desenredar de alguna forma esa enorme madeja en la que se sabía enredada.

Aunque era joven, ya parecía muy vieja Cástula. Dicen que había hecho algo de nunca perdonarse y que por eso se había ido marchitando. Parecía una frutita arrugada.

Cástula era tan negra que cuando se ponía en la oscuridad espiaba a los novios y ellos no la veían. Ya te me estás calentando, ¿verdad Rosita? Decía el muchacho sobándole el pezón a la muchacha, pero ella contestaba: pensé que eras tú quien respiraba tan fuerte.

Lo blanco del ojo de Cástula “la que murió señorita”, se alejaba en la oscuridad y allá a lo lejos se escuchaba azotar una puerta.

Fue a muchos a los que les pasó, pero nadie pudo cerciorarse de que se tratara de ella.

Todos creían que Cástula había muerto sin que la tocara un hombre porque había dejado el pueblo muchos años y, aunque ahí nunca pasaba nada y todos creían que las personas que se iban no cambiaban, a Cástula siempre la persiguió la guerra.

La primera vez que salió del pueblo, huyendo de los soldados, iba caminando en una tarde bonita mientras trataba de ver el sol sin cerrar los ojos, cuando se la robó un hombre en su caballo. La dejó ir, pero se fue preñada.

Cástula tuvo al niño. Ella odiaba al hombre pero adoraba al niño, así que su vida transcurría sin reproches. Hasta que la alcanzó nuevamente la guerra.

Cástula despertó por fin dos días después de que entraran los bandidos. La habían dejado herida de todas partes, pero estaba viva. Con demasiado dolor encontró en el suelo a su hijo: se había muerto de hambre.

Tal vez por eso Cástula empezó a querer mucho a Lazarito, el hijo de su vecina Sara. Un día Sara la encontró amamantando al niño, se lo quitó de los brazos y la llamó cochina. Era muy grosera Sara, estaba demasiado triste porque se había enamorado de un vendedor de hilos y él se había ido. Por eso le gustaba desquitarse con Cástula. Le jalaba las trenzas hacia abajo para que se cayera, pero también la dejaba amamantar a Lázaro y le volvía a trenzar el largo pelo después de que se lo jaloneaba. Dicen que algunas veces las vieron bañarse juntas, que una le lavaba con saponaria los senos a otra y que después parecían amamantarse mutuamente. En el pueblo rumoraban que Sara le pidió a Cástula un favor: la mandó a vender unas cabras a otro pueblo en el que le habían dicho que estaba el ejército de su marido Vicente, el vendedor de hilos. Le había llegado el rumor de que era un honorable soldado ocupado en matar al enemigo y sin tiempo para visitar a su familia, pero ella no lo había creído.

Cástula fue.

Aunque su fama en el pueblo era el de la castidad, fuera de ahí se acostó con algunos soldados pensando en ayudar a Sara, pero ningún soldado conocía o había conocido a Vicente Barrera. Fue en ese entonces, mientras caminaba por la plaza del pueblo, que una mujer muy sucia que hacía un minuto pare­cía dormir recargada sobre un muro se fue contra sus piernas y las mordió y las mordió hasta que alguien se la quitó de encima para amarrarla contra un árbol. Y ahí dejaron a esa mujer gruñendo hasta que se durmió parada.

Cástula le contó a los niños que desde aquel día le gustaban más las mujeres y que por eso, cuando ellos la encontraban poniendo la mano debajo de alguna falda, la culpa la tenía aquella mujer que la había mordido.

Pronto todos en el pueblo al que había llegado supieron que era una señorita muy extraña y cuando la echaron y caminaba derrotada de vuelta hacia Sara, una mujer enjoyada la detuvo en la oscuridad. Súbete al caballo, le dijo, y Cástula se había subido.

En la oscuridad de la casa, Cástula sintió la opulencia de los muebles. La mujer sólo llevaba encendida una vela. La seda de la cama brillaba en la oscuridad cuando pasaba cerca la gota de fuego.

¿Quién es usted? Preguntó Cástula mientras la mujer le abría el sexo como si fuera a revisar el fondo de una rosa. La mujer se metió la mano de Cástula en la boca sin decir nada. Le dijo: tu piel, negrita, parece al tacto cáscara de mango.

Cástula contó que luego esa señora tomó de súbito sus pechos y los exprimió hasta que empezó a salir de ellos la leche que ella le daba a Lazarito. Dijo que no la pudo detener y que gracias a la gota de fuego de la vela pudo ver cómo se bebía la leche y se la ponía dentro de los ojos. Soy ciega, le dijo la mujer entre gemidos, la leche materna cura la ceguera. Y cuando le hablaba vio Cástula que la boca de esa mujer no tenía dientes. La mordía fuerte y a encía limpia y la leche les resbalaba a ambas hasta los muslos. Mira lo que tengo aquí, dijo la ciega, y acercando la vela al triángulo oscuro de sus vellos y esculcando ahí como si fueran matorrales, sacó un pequeño falo y lo clavó en la pobre Cástula que al instante sintió que concebía. Así que también es usted un hombre, dijo suspirando como si le doliera.

Cuando Cástula volvió a Sara, sonriente y lozana lo primero que hizo fue extender las manos con el dinero que había obtenido de las cabras y con la moneda de oro que le había dado una ciega. Es para Lazarito, Sara. ¿De dónde la sacaste? Me la dio una mujer.

A Cástula, aunque era muy negra, se le pintaron las mejillas de rojo, pero luego de rojo oscuro cuando Sara le lanzó una cachetada. Eres una puerca, Cástula, le dijo, tomando la moneda, envolviéndola en un pedazo de tela y aprestándose ya a buscar una pala para cavar un hoyo. ¿Supiste algo de Vicente? Cástula, avergonzada o temerosa, bajó el rostro. No, Sara. Sólo te fuiste de putería ¿no, Cástula? La llevaba de las trenzas y Lazarito lo veía todo.

Fíjate muy bien, Lázaro, le dijo su madre quitándose cabellos de las manos. Aquí bajo este árbol estará la moneda que va a salvarte la vida. Tómala cuando encuentres mujer y haya que dar una dote. Cuando termine la guerra, con esta moneda tendrás dinero para casarte.

Cástula estaba despeinada en la entradita de la casa.

Te juro que voy a encontrar a Vicente, después de tener a mi hijo puedo ir a donde tú quieras.

Sara le dijo: tú no puedes estar embarazada, Cástula, es puro aire eso que tienes en la panza.

Fueron pasando los meses y Cástula engordaba, se le hincharon los pechos y la barriga le crecía hacia adelante y hacia los lados como si estuviera engendrando a un hombre adulto.

Sara la llevó con la partera.

Aquella mujer de pelos blancos que recibía a los niños del desierto afiló las manos, las estiró como si quisiera imitar con ellas dos piedras de lanza y luego, con la parte carnosa de sus palmas buscó en el vientre de Cástula. Buscó y buscó entre la carne de la panza pero parecía que no encontraba nada. Voy a meter mis dedos, dijo. Cástula sudaba y apretaba la boca mientras la mujer trataba de encontrar al niño. Finalmente la vieja fue por la palangana y se lavó las manos absorta en sus pensamientos. Después de un rato viendo el agua, le pidió con la mano a Sara que se acercara.

Cástula no tiene niño adentro, le dijo.

Pero y el vientre.

¡No hay nada ahí, está vacía, te estoy diciendo!

Le sale leche de los pechos...

Pero no hay nada, Sara, te lo puedo jurar. No sé qué es lo que está engendrando Cástula, pero alguien de carne no es.

Qué me está queriendo decir.

Cástula no está embarazada, le está pasando lo que les pasa a las perras cuando quieren tener perritos y no las dejan. Se inflan, se llenan de leche, se tiran con los ojos viendo al cielo, como si realmente esperaran...

Como a las perras.

Ten piedad de ella, Sarita, esa muchacha está muy triste. Se inventó que un bebé le crece dentro, imagínate cuando sepa que nunca va a nacer...

Sara dejó a la mujer hincada en el suelo, se sacudió la falda y dirigiéndose a Cástula, que seguía recostada en el suelo viendo hacia la nada, dijo: ¡vámonos!

Le dejó unos pesos a la viejita antes de irse y al tomarlos ella le dijo al oído: te lo ruego, Sarita, compadécete de Cástula.

Sara no caminó hacia su casa, caminó hacia el monte y más allá de donde terminaba el pueblo, siguió caminando.

Sara, Lazarito está solo, a dónde vamos.

Sara no le contestaba.

Lazarito va a tener miedo, Sara. ¿Por qué no regresamos?

Cástula acariciaba su vientre con la mano abierta y Sara la miraba de reojo con asco. Sara, si tengo una niña, ¿me dejarías ponerle tu nombre?

Sara seguía caminando rápido y en silencio.

Durante el anochecer en la gran planicie sólo se escuchaban sus respiraciones. Algunos ojos brillaban aquí y allá entre los matorrales y un enorme matojo de ramas claras rodaba a lo lejos. Eso parece una mujer gorda saltando, dijo Cástula, acariciando nerviosamente su panza. ¿Podemos volver ya? ¿A dónde me llevas? No hay luna llena en estos días, Sara, podemos perdernos.

Sara todavía no había caminado lo suficientemente lejos y además conocía a la perfección ese camino. Se lo había enseñado Vicente; era ahí a donde iban a escondidas en noches como ésa. Seguramente, pensó Sara un instante, por ahí mismo habría quedado encinta de Lázaro.

Cástula cantaba, le decía cosas a su barriga, le decía cosas a Sara, pero Sara no le contestaba.

En la noche rotunda, Sara dejó de respirar y comenzó a caminar lentamente hacia atrás, se ocultó junto a un agave y Cástula siguió caminando.

¿Qué estás haciendo, Sara? No te veo.

Sara no decía nada. No se sentía capaz de decir nada, absolutamente nada.

Cástula seguía avanzando y Sara fue escuchando su voz cada vez más lejos.

Aquello se sentía como hacer una travesura. Es un juego, finalmente, se dijo, es sólo un juego.

Sara tengo miedo, ¿dónde estás? Estiro mi mano pero no estás aquí al lado. Ya no quiero jugar, decía Cástula como una niña sollozante. ¡Sara!

Sara se había quedado atrás, bajo el agave, respirando apenas.

Cástula se aleja ya y parece que flota un vestido rosa, porque ella es negra, pensaba Sara, una puta negra.

El vestido rosa de Cástula pronto dejó de verse. Sara esperó un rato y luego, cuando no escuchaba más a la muchacha, regresó tropezando con las espineras hasta la casa.

El tiempo se hizo largo cuando terminó la guerra, pocos soldados habían vuelto y el momento más álgido del día era cuando tenían pesadillas en el lecho nupcial.

Uno de esos días en que Sara jalaba una silla frente a la puerta y se quedaba ahí hasta la noche, llegó una carta y fue el gran suceso. Anunciaba que el niño de Cástula había nacido. Anunciaba, sobre todo, que Cástula había encontrado a Vicente, el marido de Sara. Habían pasado más de dos años y Sara la había dado por muerta, pero en las cartas, aunque eran bastante cortas, Cástula sonaba alegre y liviana.

Sara le pidió saber más, celebraba largamente el nacimiento del niño para distraerla, pero al final de la carta le pedía los datos de Vicente. Dónde vivía, con quién, a qué se dedicaba. Lo preguntaba como si nada hubiera pasado, como si aquella noche en que supo que Cástula no iba a tener a ese hijo tan esperado no la hubiera abandonado a su dolor y a su suerte.

Cástula tardó mucho en contestar porque sabía que Sara viviría en ascuas el tiempo de espera. Ya había esperado mucho, sabría tener paciencia.

El hijo de Cástula había nacido, eso era verdad. Día y noche se regocijaba imaginando la cara de Sara cuando supiera que el niño existía, cuando le viera la cara y descubriera en ella los rasgos de alguien amado, alguien ya lejano, de quien lo único que insistía en la memoria eran esos dos ojos negros.

El fantasma de Vicente, como la memoria que se tiene de los muertos, era una idea limpia y buena; era el tabique que habría completado la casa y habría tapado el hueco por el que se había escapado todo en esos años, pensaba Sara. Tanto había esperado por él que se había olvidado de poner los cimientos. Y ahora, Cástula lo sabía, cuando el tabique de Vicente llegara, la casa no sabría soportar ese peso y se caería.

Las noches son frías en el desierto, el agua se congela en las palanganas. La negra piel de Cástula era una piel curtida pero suave y cubría bien la víscera caliente a la que se aferraba. Apretando su panza se acurrucó en la falda de un cerro y se quedó dormida. Una mano la despertó en la hora en la que el frío empezaba a matarla.

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