Kitabı oku: «Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II», sayfa 11

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¿PUEDE EL PENSAMIENTO CUANDO SE ACERCA A LO TRASCENDENTE SATISFACER EL ANHELO HUMANO POR LA VERDAD Y EL SIGNIFICADO?

Juan Pablo II (1998) sostiene que cualquier filosofía verdadera que contribuya al conocimiento humano de la verdad no se cerrará a la realidad de lo trascendente (§81). No obstante, los argumentos a favor del relativismo moral, del determinismo materialista y del nihilismo, suelen basarse en retos sobre si los seres humanos pueden conocer la verdad y el significado trascendente y objetivo. Estos argumentos pueden atraer nuestra atención, especialmente cuando los expone un científico (por ejemplo, Dawkins, 2008) o un psicólogo (por ejemplo, Ellis, 1980). Pueden contener un núcleo de verdad y muchos datos científicos. Pero estos argumentos no son convincentes en última instancia para la mayoría de las personas, porque muestran una ignorancia o negligencia significativa de la naturaleza existencial, moral y espiritual del ser humano (Beauregard y O’Leary, 2008; Nagel, 2012; McGrath, 2004; Ratzinger, 2007). Frente a las interpretaciones materialistas, las personas anhelan un relato más completo de la naturaleza humana, que incluya la consideración de la realización, la responsabilidad y la libertad. Este anhelo constituye una respuesta a la insuficiencia de las interpretaciones materialistas (Nagel, 2012; Feser, 2008; Spitzer, 2010, 2015); y se expresa en amplias búsquedas metafísicas y religiosas para comprender el significado de nuestras vidas. Los datos científicos se limitan a determinados campos relativos a fenómenos observables o mensurables. De manera similar, los relatos de la experiencia subjetiva también son limitados (Kahneman, 2010). El interés de los datos científicos, de los estudios clínicos y la investigación estadística (hallazgos cuantitativos), junto con los relatos narrativos de la experiencia del cliente (informes cualitativos), no debe impedir que los humanos vean que existe más verdad que un comportamiento medido empíricamente o relatado a través de la narrativa (Bruner, 1986, 1990, 1991; Geertz, 1973; Hauerwas, 1981a, 1981b; MacIntyre, 1984, 1990, 1999). Lo que debe recuperarse es la comprensión de que la persona, como ser racional, puede ir más allá de la métrica y clasificación de fenómenos observables, pasando a un nivel más profundo de conocimiento de la realidad, que comprenda sus estructuras fundamentales (Vaticano II, 1965b, §15). En este sentido, existen profundidades de carácter interpersonal, moral y espiritual que pueden ser aprehendidas y comprendidas. Experimentamos un anticipo de significado más profundo, de verdad más plena (especialmente la verdad última), de libertad (particularmente la libertad por excelencia), así como de realización (incluso beatitud eterna), debido a que anhelamos más de lo que nuestra limitada experiencia nos ha dado. La verdad, la libertad y la realización nos motivan en este mundo. La verdad última, la libertad y la realización nos motivan en este mundo y nos dirigen hacia el siguiente.

TIPOS DE CREENCIAS

Como se ha mencionado anteriormente en el presente capítulo, la creencia es un tipo de conocimiento. Debe distinguirse de otros como la cognición sensorial-perceptiva y los conocimientos teóricos y prácticos. Además de esos tipos de asentimiento firme, las creencias también deben diferenciarse de la duda (es decir, de la falta de una inclinación cognoscitiva a afirmar un juicio u otro que lo contradiga), la sospecha (inclinarse a afirmar una opción pero con solo una ligera motivación) y la opinión (inclinarse a afirmar una opción pero sin dejar de temer que pueda ser errónea) (Aquino 1273/1981, II-II, 2.1; véase también, Aristóteles, ca. 350 a. C./1941c; Agustín, 401/2007; Popper, 1975; Zagzebski, 1996, 2009). En el caso de las creencias, es necesario atender no solo al objeto de conocimiento, sino también a los métodos de aproximación a los objetos de creencia particulares, así como a la autoridad de los testigos de la creencia. En esta sección ofreceremos una comprensión de la creencia, más amplia que la noción filosófica analítica contemporánea de creencia, que se define en esta escuela como la actitud que uno tiene cuando considera que algo es verdad (Schwitzgebel, 2015). Asimismo, aunque existen diferentes significados y matices del término «creencia», propondremos uno que puede aclarar un aspecto importante de este tipo de conocimiento humano multifacético.

¿QUÉ TIPOS DE CREENCIAS SE ENCUENTRAN EN LA PSICOTERAPIA COGNITIVA?

Para preparar el estudio de las ideas filosóficas y teológicas sobre las creencias, en primer lugar distinguiremos entre las diversas nociones de creencia de la psicología cognitiva. Por ejemplo, dentro de la terapia cognitiva (TC), existen «creencias centrales» o esquemas cognitivos, y creencias beneficiosas frente a las disfuncionales y pensamientos automáticos que surgen de esos sistemas de creencias (Dobson, 2012, pp. 16-17, 56-57). Las creencias fundamentales están relacionadas con las convicciones sobre las características y el potencial de las personas, así como de la realidad (Young, Klosko y Weishaar, 2006). Subrayan la forma en que percibimos la realidad, nos entendemos a nosotros mismos e interpretamos a los demás. Esas personas y acontecimientos pueden interpretarse con precisión, o malinterpretarse (Dobson, 2012, pp. 64 y 65). La terapia cognitiva busca aprovechar las creencias centrales beneficiosas. Presupone que podemos modificar nuestras creencias fundamentales mediante intervenciones cognitivas. Esto puede describirse como «reestructuración cognitiva» o «cambio de esquema» (Dobson, 2012, p. 57, pp. 83 y 92; véase también Sperry y Sperry, 2012, pp. 71 y 72). Durante el tratamiento terapéutico de un cliente, tanto la terapia cognitiva como la terapia racional emotivo-conductual (TREC) evalúan la influencia de las creencias en las experiencias emocionales y en el comportamiento de una persona (para la TC, véase, por ejemplo, Young, Rygh, Weinberger y Beck, 2007, pp. 259-260; para la TREC, véase Ellis y Ellis, 2011). Esas creencias fundamentales pueden producir psicopatologías, como en el caso de las fobias (Beck, 1979, p. 168). Es posible que una persona no siempre sea consciente de la influencia en sus procesos de pensamiento y comportamiento, ya que las creencias pueden ser inconscientes en el sentido descrito anteriormente (Jones y Butman, 2011, p. 217). La terapia racional emotivo-conductual distingue las creencias racionales de las irracionales, ya que estas últimas se consideran cogniciones disfuncionales, sesgadas y erróneas (véase Ellis, 1980; Ellis, 2001, p. 81; Ellis y Ellis, 2011). Las intervenciones terapéuticas localizadas están dirigidas a alterar las creencias centrales distorsionadas que confirman el aislamiento social, el narcisismo, el pesimismo y la desconfianza. Por último, cabe señalar que algunos investigadores de la psicoterapia cognitiva emplean la noción de «sistemas de creencias automáticas» para describir lo que de otro modo podría denominarse instinto, intuiciones, juicios prediscursivos y disposiciones cognitivas (Martin y Santos, 2014).

¿QUÉ ES UNA CREENCIA?

Existen dos tipos principales de creencias que analizaremos aquí: las creencias cotidianas y las religiosas. Desde una perspectiva filosófica, una creencia es una acción compleja, que implica dimensiones conscientes e inconscientes de la persona, así como relaciones interpersonales. Es un tipo de conocimiento, pero también es más. Los diferentes tipos de creencias humanas emplean diversas formas de asentimiento, elección y juicio relacionados con un objeto, que de alguna manera es inseguro para nosotros en la actualidad. Distinguimos las «creencias» del conocimiento científico (aunque algunos conocimientos científicos sean teóricos o hipotéticos y como tales puedan considerarse como una «creencia científica»), y distinguimos esta noción filosófica de creencia de la de las «creencias centrales» psicológicas, que acabamos de mencionar.

Existen dos elementos comunes que distinguen esta comprensión de las creencias filosóficas. Según Pieper (1997), «creer siempre significa creer en alguien y creer en algo» (p. 29). Comúnmente, experimentamos dentro de nosotros mismos, y dentro de los demás, el deseo de hablar de forma verdadera sobre lo que sabemos. Creemos y confiamos en los testimonios personales. Esta capacidad de creer subyace a casi toda la interacción social. La creencia requiere la convicción en la veracidad y el conocimiento de alguien, lo cual es necesario para determinar la verdad que se tiene al alcance, así como para asentir a ella. Asimismo, cuando creemos en alguien y en algo, nos comprometemos con todo nuestro ser consciente, expresando un reclamo sobre el conocimiento aceptado por el libre albedrío e incluso por las emociones. Tales creencias implican un amor que «va hacia delante», un compromiso que nos mueve a través de una conexión empática con el otro (Pieper, 1997, p. 35). La duda, por el contrario, constituye una vacilación sobre la veracidad o el conocimiento presentado por el otro, y pone en duda la comunicación humana normal. Según Ratzinger (2004), la creencia y la duda están estrechamente relacionadas en la persona: el creyente siempre lleva consigo una brizna de duda, y los que no creen también llevan su brizna de duda (pp. 46 y 47). La duda no debe confundirse con una sana reflexión sobre la realidad o la contemplación de la verdad. Asimismo, las falsas creencias, es decir, las que están en contradicción con la realidad y con los propios compromisos, pueden ser destructivas para la realización, por ejemplo, la falsa creencia de que la mentira contribuye más a la realización que la honestidad.

¿QUÉ ES UNA CREENCIA HABITUAL?

Podemos distinguir las creencias habituales, cotidianas, de las religiosas. Una creencia habitual no es empíricamente verificable como lo es el conocimiento de la tabla periódica de elementos, ni es identificable ni tan formalmente válida como lo es una ecuación matemática, como 2 + 2 = 4. Las creencias cotidianas, más bien, implican realizar una afirmación que no se puede validar sin confiar en algún testigo con autoridad (Ratzinger, 2006, pp. 79-82), por ejemplo, es como cuando alguien afirma «la cena me revuelve el estómago». La fuente de esa creencia suele ser la credibilidad del testigo o el ejemplo de otra persona. Por ejemplo, tengo confianza en Juan, lo creeré cuando diga «estoy sufriendo» o «lo siento». Esas creencias cotidianas, o habituales, también pueden surgir de la capacidad de cada persona para evaluar la experiencia personal, como cuando uno aprehende la intención de otra persona basándose en signos y comportamientos percibidos (por ejemplo, juzgar, basándose en el lenguaje corporal, que alguien está siendo deshonesto y, por lo tanto, no creer sus afirmaciones cuando explica que ha sido lesionado por otra persona). Las creencias cotidianas, o habituales, se refieren a toda una gama de conocimientos y dependen del tipo de autoridad que se atribuya a un determinado testigo, incluida la propia autoridad como intérprete de la experiencia personal. El desarrollo de las virtudes ayuda a las personas a evaluar reflexivamente tales creencias. Por ejemplo, la prudencia ayuda a las personas a evaluar los mejores medios que creen que les llevarán a conseguir sus objetivos (CIC, 2000, §1806), mientras que la caridad guía a las personas a dar interpretaciones favorables a las intenciones de los demás (CIC, 2000, §2478).

¿EN QUÉ CONSISTE UNA CREENCIA RELIGIOSA?

Las creencias religiosas surgen de una manera similar al desarrollo de las creencias cotidianas, pero existen diferencias importantes. Una de estas diferencias es que las creencias religiosas no están orientadas a asuntos cotidianos, sino que abordan cuestiones últimas sobre la realidad y el propósito humano. En general, las creencias religiosas guían la atención de la mente de la persona hacia lo trascendente. En las religiones teístas, esto puede implicar entrar en una relación con Dios, que trasciende la historia humana.

La psicología positiva (Peterson y Seligman, 2004) reconoce que las creencias y prácticas religiosas están enraizadas en la trascendencia humana y que «constituyen la base de los tipos de atribuciones que las personas hacen, de los significados que construyen y de las formas en que llevan a cabo sus relaciones» (p. 600). Esta influencia beneficiosa general de las creencias y prácticas religiosas comprometidas ha sido bien documentada en los últimos decenios (Koenig, King y Carson, 2012; Ross y Wagner, 2012; VanderWeele, 2017a, 2017b).

Considerada desde una perspectiva cristiana, la creencia religiosa o la fe son dones de la gracia (que es una virtud teológica) a través de la cual los seres humanos asumen la existencia de Dios y entran en relación con él (CIC, 2000, §1814; Francisco, 2013; véase «Fe» en el capítulo 19, «Redimida»). La fe religiosa, sustentada por la caridad, lleva a reflexionar sobre Dios con amoroso asentimiento, confiando en su autoridad (Agustín, 429/1992, 2.5; Pieper, 1997, p. 50). En particular, la persona que busca una comprensión de las realidades afirmadas a través de la creencia religiosa continúa «pensando mientras afirma» la naturaleza y existencia de Dios, así como las verdades reveladas por Dios (Aquino, 1273/1981, II-II, 2.1; CIC, 2000, §158). Esto sucede cuando alguien acepta voluntariamente la veracidad de la revelación de Dios y cree en Jesucristo como el Hijo de Dios y en la cabeza del cuerpo místico, la Iglesia, o cree que la persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. El consentimiento de la persona a través de sus creencias religiosas y la experiencia es posible directamente a través de la gracia infusa de la fe, apoyada por los dones del Espíritu Santo que conecta a la persona con Cristo (CIC, 2000, §152).

El contenido de la fe se comunica indirectamente a través de testigos humanos (Rom 10:17). Existen diferentes tipos de testigos: las Sagradas Escrituras, la tradición apostólica, el magisterio de la Iglesia, la vida de los creyentes y las palabras de los amigos. No obstante, incluso con el apoyo de tales testigos, existe una distancia que permanece entre el asentimiento del intelecto a través de la creencia, y el conocimiento directo de algo por parte del intelecto. En esta vida, el conocimiento de Dios es indirecto, procediendo a través de la naturaleza (Sab 13:5; Rom 1:20) y mediante del asentimiento bajo la gracia a la revelación (CIC, 2000, §153). Seguimos reflexionando sobre Dios, pero podemos tener dudas sobre el grado en que comprendemos a Dios, aunque no tengamos ninguna duda sobre la existencia de Dios o de su amor por nosotros (Ratzinger, 2004).

La distancia entre la reflexión de la fe y nuestra recepción de la visión beatífica directa de Dios crea el anhelo de una comprensión más completa de la verdad (Agustín, 401/2007). Como Aquino indica, «la cognición aportada por la creencia no calma el ansia sino que la enciende» (1265/1975, 40,5; citado en Pieper, 1997, p. 53). Así como las creencias cotidianas pueden verse afectadas por psicopatologías y pecados, en la fe teológica se pueden encontrar diferentes tipos de inquietud de la mente y del corazón. Asimismo, la inquietud y ansiedad de la psicopatología pueden producirse debido a que una persona duda de la bondad de otras personas.

Según Juan Pablo II (2006), un tipo de duda sobre la naturaleza del don de Dios está en el corazón del pecado original. El Génesis (capítulo 3) relata cómo Adán y Eva eligieron desobedecer a Dios una vez que fueron llevados a sospechar que Dios les estaba ocultando algo. En el orden de la redención, desde una perspectiva cristiana, la verdadera paz se encuentra solo en Dios, aunque existan dudas e inquietud. El viaje hacia esa paz puede implicar un tipo constructivo de desajustes temporales, pero no la desconfianza en Dios. Esta inquietud puede utilizarse de manera constructiva, al proporcionar una vía para numerosos tipos de crecimiento y sanación, que se hacen posibles a través de la fe y de la apertura al movimiento del Espíritu Santo (véase la sección ¿Cuáles son los dones del Espíritu Santo? en el capítulo 19, «Redimida»). Los fenómenos de sufrimiento espiritual, incluyendo «las noches oscuras del alma», como las de san Juan de la Cruz (1579/2010) o santa Teresa de Calcuta (2007), muestran cómo se puede forjar una conexión más profunda con Dios, incluso bajo la incertidumbre o en la sequedad y oscuridad espiritual.

CONTROL RACIONAL Y PÉRDIDA DE CONTROL

Existen numerosas influencias negativas que desvían nuestros pensamientos y acciones de nuestros objetivos. Experimentamos solo un rango limitado de acciones libres y consistencias en la cognición, debido a las influencias internas y externas. Por ejemplo, nuestras emociones pueden influir en nuestros pensamientos sobre otras personas. Gottman (1999) menciona la «anulación del sentimiento negativo», que sucede cuando emociones negativas como el odio o la desconfianza filtran la interacción positiva en nuestras relaciones interpersonales. Por ejemplo, estas emociones pueden enturbiar la comunicación entre cónyuges, o entre padres e hijos. De esta manera, una persona no vería las dimensiones positivas de las palabras, hechos o intenciones, de su esposa o esposo. En casos graves, incluso los recuerdos pueden distorsionarse. También se produce una «anulación del sentimiento positivo» cuando las emociones positivas filtran las interacciones interpersonales negativas. Asimismo, los desórdenes biológicos, psicológicos o sociológicos pueden llevar a la pérdida o disminución de la capacidad racional de una persona para conseguir controlar sus emociones, cogniciones o acciones. Esta pérdida o reducción del control es también el resultado de lo que los cristianos reconocen como los efectos persistentes del pecado personal, social y original.

¿CUÁLES SON LOS LÍMITES Y VENTAJAS DEL AUTOCONTROL?

Debido a la caída del ser humano, la adquisición de virtudes que nos permiten dominar nuestras acciones también requiere la ayuda de las otras capacidades. Mientras que la sabiduría práctica se completa solo a través de la acción racional, también necesita el apoyo de las virtudes de la voluntad y las virtudes de las capacidades emocionales. Por ejemplo, las virtudes de las emociones (como la templanza o el autocontrol) requieren no solo tiempo y esfuerzo para desarrollarse sino también la ayuda de la razón, así como de la voluntad, la emoción, junto con la ayuda de los demás. Aunque el crecimiento en la virtud es ayudado por la gracia de Dios (CIC 2000, §1811), el desarrollo del autocontrol suele ir acompañado de una continua lucha interior (Rom 7:15-25). No obstante, es una experiencia común percibir que los seres humanos podemos desarrollar la capacidad de ejercer pensamientos responsables y llevar a cabo actos libres. Guiados por la razón correcta (pero no sin el esfuerzo ni sin el apoyo de la voluntad y la emoción), las personas podemos controlar directa e indirectamente nuestros pensamientos y acciones. Fuentes bíblicas y clásicas (Rom 1-2; Aristóteles, ca. 350 a. C./1941c; Platón, ca. 360 a. C./1961a), así como estudios recientes (Bandura, 1997; Damasio, 2010; Kahneman, Slovic y Tversky, 1982) coinciden en que los seres humanos pueden regularse a sí mismos de esta manera, aunque el autocontrol pueda ser incompleto y no satisfaga las expectativas propias, o de los demás. Además, por otra parte, la capacidad de control de uno mismo no es necesariamente proporcional a las medidas de inteligencia. Por ejemplo, un estudio empírico sobre la «autodisciplina» en los adolescentes (Duckworth y Seligman, 2005) determinó que los niveles de autocontrol entre los estudiantes de octavo grado eran un mejor predictor del rendimiento escolar que el coeficiente intelectual. El estudio llegó a la conclusión de que los niños que no hacían ejercicio de autodisciplina lograban un desarrollo más limitado de su potencial intelectual.