Kitabı oku: «Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II», sayfa 8

Yazı tipi:

¿CUÁLES SON LOS TIPOS BÁSICOS DE INTELIGENCIA Y RAZONAMIENTO HUMANOS?

Los humanos expresan su inteligencia bajo diferentes formas. En primer lugar, nos comunicamos a través del lenguaje en las narraciones, que vehiculan significado y sentido personal e interpersonal. Cada persona vive su propia historia personal, pero cada historia personal está entrelazada con sus narraciones familiares. Las narraciones familiares incluyen relatos de amigos y enemigos, así como de viajes que nos llevan lejos de casa y que nos devuelven a casa de nuevo. También existen narraciones cósmicas últimas, basadas en la fe, que comunican el conocimiento de la fuente de la vida, su significado actual y su realización final (Hauerwas, 1981a, 1981b). A lo largo de estas narraciones, existen narraciones o discursos básicos (filosóficos) y técnicos (científicos) que tienen gramáticas o formas particulares de utilizar la razón para alcanzar el conocimiento (MacIntyre, 1984, 1990, 1999). Estas gramáticas del discurso incluyen métodos inductivos, deductivos, y mixtos y aplicados.

FIGURA 15.1. Premisas filosóficas del Meta-Modelo Cristiano Católico de la Persona


Copyright © 2019 Universidad de la Divina Misericordia.

Quedan reservados todos los derechos.

Expresamos la racionalidad discursiva formal y conceptual cuando, en medio de experiencias de realización humana, captamos la realidad y formulamos conceptos, principios y teorías sobre cómo estimular la realización (Dewan, 1995; Seligman, 2004, 2012; Wojtyła, 1979, pp. 14-15). Por ejemplo, si observamos la realización de una pareja en la que cada uno se preocupa por el otro, son fieles, y se dedican atentamente a la familia, comprendemos rápidamente cuáles son las condiciones potenciales (como el compromiso público), los principios (como el cuidado amoroso y la fidelidad) y las teorías (como la teoría del apego) que ayudan a explicar la realización entre esos cónyuges y dentro de su familia.

Asimismo, razonamos deductivamente desde principios lógicos, preceptos de la ley moral natural, principios y preceptos basados en la fe, así como pruebas o principios basados en la experiencia, llegando fácilmente a las conclusiones sobre lo que es lógico, éticamente correcto o moralmente bueno, y cuáles son las prácticas terapéuticas válidas. Razonamos de manera deductiva partiendo de principios abstractos (como el principio de la no contradicción) hasta conclusiones más concretas (como en el caso de los argumentos no contradictorios). En el ámbito de la salud mental y la realización matrimonial, por ejemplo, partimos de los principios racionales que se encuentran en las tradiciones basadas en la fe, que están relacionadas con la institución del matrimonio, para guiar así nuestro discernimiento y acción sobre la fidelidad conyugal y la apertura a una nueva vida en familia. La aplicación de estos principios puede requerir otros medios terapéuticos, que favorezcan concretamente los objetivos del matrimonio, como, por ejemplo, el aumento de respeto y atención mutuos en una pareja concreta, mediante una terapia de mejora de las relaciones.

Estos métodos, o formas de pensar y comunicar —inducción, deducción y combinaciones de ambos— son simples como principios, pero producen tipos complejos de discursos y narrativas. Son útiles para distinguir cómo nuestras capacidades cognitivas, conscientes e inconscientes, e instintivas e intuitivas, identifican la revelación del ser (contemplación ontológica). Y de la misma forma, cómo nuestras capacidades emocionales responden a la bondad del ser (afirmación afectiva). Estas formas de pensar también contribuyen a comprender el propósito (tanto el descubrimiento de un significado como, en otro nivel, la creación de un significado), la dirección de nuestras acciones, y la responsabilidad por nuestras intenciones y motivos.

¿QUÉ APORTAN LAS CIENCIAS PSICOLÓGICAS Y LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA A LA COMPRENSIÓN DE LA INTELIGENCIA Y LA RAZÓN?

La psicología ha tenido un gran interés en la capacidad humana de razonamiento, como se puede apreciar a través de las numerosas formas de medir la razón, conceptualizadas en el término inteligencia. Se han desarrollado varios tipos de medidas o pruebas de inteligencia. Algunos ejemplos de ello son la escala de evaluación de la capacidad cognitiva de Stanford-Binet y el cociente de inteligencia y la encuesta de inteligencia de adultos de Weschler (WAIS-III). Recientemente, los investigadores han tratado de medir distintos tipos de inteligencia (Deary, 2001), incluida la cognitiva (Neisser, 2014), la volitiva (Baumeister y Tierney, 2011), la emocional (Salovey y Mayer, 1989; Goleman, 1995, 2006; Siegel, 2012) y la social (Siegel, 2012). No obstante, existen diferentes tipos de inteligencia, como la interpersonal y espiritual, que evitan una métrica empírica y la reducción a actividades mentales o neuronales cuantificables (Aquino, 1265/2001, II.60.2). Se ha trazado un enfoque complejo de las capacidades y aptitudes individuales en términos de «inteligencias múltiples» (Gardner, 2006), no centrado únicamente en las capacidades mentales.

Por otra parte, la visión filosófica cristiana de la unidad personal y una comprensión más amplia de la racionalidad y la libertad responsable nos llevan a afirmar que nuestras capacidades intelectuales subyacen no solo al proceso de búsqueda personal de la verdad, sino también a la búsqueda interpersonal de una realización que solo es posible cuando se basa en la vida familiar y el compromiso comunitario (véase el capítulo 16, «Volitiva y libre», sobre la libertad de excelencia). Tal y como ya hemos mencionado, el nivel más amplio de inteligencia se refleja a lo largo de la historia de la humanidad, a través de la ciencia y la tecnología (Ashley, 2006, 2013); de sus sistemas económicos, culturales y artísticos; así como del trabajo y ocio con significado (Pieper, 1952/2009); y finalmente, en la contemplación, religión y culto divino (Aquino, 1273/1981; Agustín, 401/2007; Bellah, 2011).

La experiencia humana está llena de esfuerzos autoconscientes e inteligentes para comprender el significado de la vida de uno mismo y del cosmos. En el centro de estas experiencias, aunque a veces de forma inconsciente, se encuentra la inclinación por la existencia, la bondad, la verdad, las relaciones humanas y la belleza (Schmitz, 2009). Todo contribuye a nuestra realización, diaria y definitiva. Frecuentemente buscamos estas propiedades trascendentales del ser por su propio bien, más que por su utilidad. Por ejemplo, existe una gratuidad y una utilidad limitada —o incluso una responsabilidad añadida— en la búsqueda de la justicia (de la que uno no se beneficia visiblemente, sino que exige que uno dé al otro al que se le debe algo), a través de la contemplación de la verdad o en la resolución de fórmulas matemáticas (sin ningún beneficio práctico ni beneficio monetario). También en el reconocimiento de la dignidad de toda la humanidad (que aumenta las responsabilidades de uno hacia los demás); o en la búsqueda de experiencias trascendentales de la naturaleza (que proporcionan un asombro pasajero y unos momentos de alegría imperecedera). Incluso, a veces, buscamos estas propiedades bajo nuestro propio riesgo personal o incluso de la humanidad, por ejemplo, cuando buscamos la belleza (esquí en polvo fuera de pista), o en los descubrimientos (expediciones al Polo Sur), o el conocimiento (investigación nuclear).

Debido a nuestra inteligencia autoconsciente y a nuestro deseo de conocimiento, buscamos la verdad de hechos sobre el cosmos, y recibimos revelaciones personales hechas por otros seres humanos y también, para muchos, por Dios. Bajo una medida humana más completa, la inteligencia autoconsciente incluye diferentes tipos de conocimiento y amor, es decir, tanto sobre la cognición intelectual (intuición y razón) como sobre el afecto intelectual (voluntad). El surgimiento de la consciencia humana parece haber ocurrido más bien repentinamente, hace unos cincuenta mil años (Vitz, 2017). Es casi seguro que implicó el desarrollo de la capacidad humana para el lenguaje y aparentemente ha seguido desarrollándose hacia niveles más sofisticados desde su inicio. La singularidad de esta autoconsciencia humana, basada en el lenguaje, nos separa ampliamente incluso de los animales más avanzados (Berwick y Chomsky, 2016; Bikerton, 2014; Deacon, 1997; Klein, 1999; Suddendorf, 2013).

INCLINACIONES RACIONALES

Los humanos incorporan un deseo y una necesidad natural de conocimiento. Deseamos conocer el mundo, a otras personas, y, naturalmente, a nosotros mismos, de forma integrada con nuestra necesidad de amor, intencionalidad y libertad (Sherwin, 2005). Nos hacemos preguntas como ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Existe una finalidad en la vida en general? ¿Existe una finalidad o propósito y significado en mi vida? La sed de ciencia cuantificable forma parte de este anhelo, pero también lo es el deseo de conocimiento cualitativo de otras personas, de empatía interpersonal y autocomprensión.

¿QUÉ PAPEL JUEGAN NUESTRAS INCLINACIONES NATURALES EN EL CONOCIMIENTO Y LA RAZÓN?

Entre las inclinaciones naturales que experimentan los seres humanos, el deseo natural de conocimiento sirve como semillero de virtudes intelectuales, morales y teológicas relacionadas tanto con el conocimiento como con el amor (véase el capítulo 11, «Realizada en la virtud»). Nuestra curiosidad está ligada a nuestro sentido natural de responsabilidad por nuestros pensamientos y acciones. Fundamenta el deseo de saber qué hacer éticamente, así como el juicio de la consciencia (guiado en parte por la virtud moral de la prudencia; Aquino, I-II, qq. 47-56; Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 2000, §§1783-1789, §1806). Y la conciencia necesita ser entrenada. Por ejemplo, es natural que queramos saber no solo qué somos las personas (debido a nuestra naturaleza humana) y cómo nos realizamos como personas y en familia y comunidad (experiencia personal y vocaciones). También queremos saber qué es lo que estamos llamados a hacer (qué debemos hacer éticamente), y por qué a veces actuamos de manera que herimos a los demás y a nosotros mismos, e incluso a aquellos a quienes más amamos.

Estas experiencias humanas, de intentar conocer más para conseguir la realización, demuestran que la mente humana no solo está interesada en la supervivencia (aunque, por supuesto, existan actividades humanas conscientes e inconscientes —de los sistemas neuronales, hormonales, así como de otros sistemas humanos— que hacen posible la supervivencia), sino que, asimismo, la mente está interesada en el conocimiento del mundo, de uno mismo y de los demás. Además, estamos interesados en la trascendencia final y en Dios. Si la mente fuese simplemente un subproducto de la supervivencia, o un epifenómeno del «gen egoísta» (Dawkins, 1976/2016), solo haría cálculos estadísticos del valor o utilidad de la supervivencia de cada acción y persona.

No solo buscamos el conocimiento para prolongar la vida y lograr la sanación física y psicológica, sino que también trabajamos al servicio de la libertad, la paz, la prosperidad económica, así como de la sanación espiritual y la reconciliación. Estas cualidades, no obstante, no pueden reducirse a la supervivencia, incluso cuando tienen valor de supervivencia (Nagel, 2012). Mientras que nos preocupamos por la supervivencia del individuo, la familia o el patrimonio genético, a la vez dedicamos nuestras vidas a la exploración del significado de la vida de manera teórica, práctica y personal. Buscamos verdades comúnmente conocidas sobre el mundo y la verdad última que van más allá de cualquier utilidad. Buscamos la belleza más allá de su valor de supervivencia y de su verdad ética, incluso cuando otros se oponen fuertemente a nuestra búsqueda, y aunque pueda tener un coste emocional para nosotros. Asimismo, los humanos dan sus vidas, a pesar del precio a pagar, por ejemplo como padres de sus hijos, como soldados de un país y como mártires de su fe.

Bajo la luz de una posición filosófica católica cristiana, entendemos que esta inclinación natural por el conocimiento y la verdad (junto con los aspectos cognitivos de otras inclinaciones naturales, como hemos visto en los dos últimos capítulos y veremos en siguiente) desempeñan un papel constructivo no solo desde el punto de vista del conocimiento y la contemplación humana, sino a través de la motivación y la libre agencia, en el sentido y la estética, así como en la ética y responsabilidad. Asimismo, las inclinaciones racionales están presentes en nuestra búsqueda de realización cotidiana y de beatitud última (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2; Levering, 2008; Pinckaers, 1995; Schmitz, 2009). Buscamos conocer la verdad, que no es simplemente una relación exacta entre la mente y la realidad. La verdad también la encontramos a través de la revelación del ser y del descubrimiento del significado de la existencia, así como del conocimiento personal de otros humanos, del conocimiento metafísico de la fuente última de toda existencia y verdad (que es Dios), así como de la exigencia ética engendrada por la naturaleza concreta de cada persona y sus compromisos vocacionales. Una parte importante de nuestra dedicación a la verdad y el conocimiento es nuestro deseo y esfuerzo por su preservación y enseñanza, dirigidos hacia el bien de los demás y de la sociedad.

¿CÓMO INFLUYE NUESTRO IMPULSO BÁSICO POR EL CONOCIMIENTO EN LA CONDUCTA INTERPERSONAL?

Nuestra curiosidad natural por conocer la verdad no se satisface con respuestas teóricas sobre la naturaleza humana, o teorías sobre el valor de la supervivencia o informaciones científicas sobre la función cerebral. Buscamos no solo conocer el mundo y a los seres humanos, sino también interactuar con ellos. Este deseo no es un simple despliegue de conocimiento innato, ni se satisface con datos científicos y explicaciones parciales. En realidad, este deseo subyace en la búsqueda para descubrir quiénes son las personas, el significado de nuestra relación con ellas, y el propósito de nuestras vidas. El deseo natural de conocimiento y verdad nos conduce hacia un significado más completo de la vida humana, a nivel racional, interpersonal, ético, metafísico y místico. Al hacerlo, nos afirmamos sobre cómo actuamos, cómo nos comprometemos y en quiénes nos convertimos (Wojtyła, 1979, 1993). Este deseo natural funciona como una semilla de virtud y como una forma de conocer la dirección que nos ofrece la ley moral natural. Nuestro deseo natural va creciendo. Partiendo de inclinaciones no desarrolladas, llegamos a la intuición de lo que es bueno y correcto y lo que no lo es, a qué constituye nuestro fin, así como al discernimiento sobre los medios para conseguir ese fin, y a los actos responsables, a las disposiciones virtuosas, a la madurez moral y espiritual. Este deseo es también profundamente interpersonal, ya que el conocimiento se adquiere tanto a través de las relaciones interpersonales, como en nuestras comunidades y sus narrativas.

Filosóficamente hablando, llegamos a la ley moral natural a través de nuestra participación racional humana en una realidad objetiva ordenada. Teológicamente hablando, la participación racional en la ley moral natural constituye asimismo una participación racional en la ley eterna (Rom 1:19-20 y 2:14-15; Aquino, 1273/1981, I-II, 91.2). Su origen divino se afirma y clarifica a través de la revelación divina, que se encuentra, por ejemplo, en las dos tablas del Decálogo (Ex 20, 1-17; véase asimismo el capítulo 17, «Creada a imagen y semejanza de Dios», en particular el apartado «Orden divino y moral»). San Juan Pablo II (1993) identifica cómo en la creación Dios da a la humanidad sabiduría y amor, así como un «fin último, por medio de la ley inscrita en el corazón» (1993, §12; cf. Rom 2:15); y la denomina, de acuerdo con la tradición clásica, ley natural.

El conocimiento de la ley moral natural tiene una influencia directa sobre nuestra agencia humana. Este conocimiento es transformador y performativo. Conocer la verdad de la realidad nos muestra los verdaderos bienes a perseguir, y favorece los actos virtuosos, así como la verdadera realización. La ley natural subyace en el deseo de las virtudes morales o espirituales, que construyen positivamente las relaciones con los demás y con la fuente de la realidad (capítulo 11, «Realizada en la virtud», especialmente el apartado «Inclinaciones naturales, ley natural y norma personalista»). Nuestro impulso por saber está entrelazado con el impulso de hacer lo que es bueno, así como de nuestra realización, de acuerdo con la naturaleza de la persona. El precepto básico de la ley moral natural es este: hacer el bien y evitar el mal (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2). Los preceptos secundarios comprenden aquellos deberes y virtudes que prohíben el asesinato y protegen la vida, prohíben el adulterio o la promiscuidad y favorecen la fidelidad. Impiden el abandono de los padres y respaldan el honrarlos, etc. Estos preceptos están confirmados por la tradición católica cristiana, tal y como se encuentra en el Decálogo (Ex 20:1-17), en el sermón de la montaña (Mt 5:6) y en las exhortaciones morales de san Pablo (Gál 5; Ef 5), así como en fuentes magisteriales, como los documentos del Concilio Vaticano II (1965b) y las encíclicas de san Juan Pablo II (1993). A nivel teológico, los preceptos secundarios (deberes y virtudes) que conciernen a Dios incluyen no descuidar la adoración a Dios, sino lo contrario: reconocer a Dios; no tomar el nombre de Dios en vano, sino honrarlo; no desatender el domingo o el día de descanso del sábado, sino usarlo para buscar un ocio con significado, incluyendo, especialmente, la adoración a Dios.

El hecho de que los preceptos de la ley queden enraizados en inclinaciones naturales no implica que los preceptos sean obvios para todos (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.4; Austriaco, 2011). No obstante, la posible existencia de una ignorancia culpable (no tener el conocimiento moral que deberíamos tener), los malentendidos, la negación de la verdad, los esquemas cognitivos disfuncionales, así como otros desórdenes de la razón, no refutan ni el hecho de que los humanos tengan una inclinación natural a conocer la verdad de su realización moral, ni el hecho de que este conocimiento suponga ventajas sobre cómo actuamos ética y espiritualmente. Estos contra ejemplos nos llevan a la conclusión de que debemos centrar nuestra atención en las causas físicas, psicológicas, sociales, así como en las éticas y espirituales del desarrollo y del declive personal, de la sanación, el desorden, y la cognición y la ignorancia.

¿EL CONOCIMIENTO HUMANO ES SIMPLEMENTE UNA CUESTIÓN NEUROLÓGICA?

Las neurociencias cognitivas han hecho recientemente importantes descubrimientos acerca de la correlación entre la actividad de las regiones cerebrales y la experiencia humana, incluida la acción moral. Uno de los descubrimientos más significativos ha sido que los diferentes circuitos del cerebro apoyan una intuición rápida (percepción, intuición y emoción) en oposición a la cognición reflexiva (discursiva racional) más lenta (Kahneman, 2011). Así, las neurociencias han identificado cómo la emoción se entrelaza con la cognición, y la cognición con la emoción. Por ejemplo, durante el desarrollo en la infancia y la edad adulta, recientes estudios muestran que los circuitos neuronales particulares y globales subyacentes para la agencia moral incluyen no solo cogniciones de orden superior, sino también empatía y emociones (Decety y Howard, 2013). Existen estudios particularmente significativos sobre el desarrollo, en la infancia, tanto de la cognición moral como de la emoción. Por ejemplo, es fácil observar que incluso los niños pequeños tienen nociones de justicia y compromiso en sus juegos e interacciones interpersonales (Hamlin, 2013). Las neurociencias continuarán inevitablemente identificando conexiones: la forma en que nuestro sistema neurológico se integra en todo el cerebro y cuerpo (Siegel, 2012); las regiones del cerebro que soportan la expresión de la intuición intelectual, la cognición moral y la emoción moralmente relevante (Siegel, 2012); e incluso, las neuronas que se correlacionan con la oración y las creencias infusas (Beauregard, 2012).

Aunque es útil de diversas maneras, la correlación de las regiones neuronales y el conocimiento se ha expresado a veces de manera latentemente reduccionista (Damasio, 2010). Esta tendencia sostiene que un modelo cerebral explica la totalidad de la persona y sus experiencias de percepción, emoción, pensamiento y voluntad (Churchland, 2001). Esta tendencia atribuye erróneamente a una parte del organismo (el cerebro) lo que propiamente solo puede atribuirse al todo (la persona). Este error lógico ha sido llamado la falacia mereológica (Bennett y Hacker, 2003, p. 73). ¿Cuáles son algunos de los indicios de que existe algo más en los humanos que la mera función biológica y neurológica? Algunos neurocientíficos reconocen que el cerebro no explica completamente el comportamiento o inteligencia de la humanidad. Por ejemplo, Gazzaniga (2006) dice: «La neurociencia nunca encontrará el cerebro al que corresponde la responsabilidad, debido a que eso es algo que atribuimos a los humanos —a las personas— no a los cerebros» (p. 101). Además de no poder explicar la autocomprensión y la libertad de la persona, las actividades neuronales por sí solas no pueden explicar la influencia de la gracia divina en estas actividades (Beauregard y O’Leary, 2008; Egnor, 2017). Asimismo, se observa el fracaso del naturalismo y del determinismo mecanicista (Życiński, 2006) para explicar la autoconsciencia humana, así como la inteligencia racional, el libre albedrío y la intencionalidad moral, el valor y el significado, y la mente misma. Ese fracaso ha llevado a algunos filósofos a buscar principios de orden en el cosmos, que son teológicos en la forma más que mecanicistas (Nagel, 2012). Admitir que el conocimiento humano no es simplemente una cuestión de neurociencia, no desacredita las ciencias biológicas y neurológicas. Más bien, establece un principio que abre un diálogo, a la luz de la comprensión de la totalidad de la persona, así como de sus capacidades racionales humanas.