Kitabı oku: «El Robo del Niño», sayfa 2
Capítulo II
Donde revisan libros con guantes, conversan al lado de una ballena, más tarde Julia se ve a sí misma y una música la inspira.
Julia Delgado y Raúl Briceño entraron a la biblioteca y la encargada los miró con algo de sorpresa.
–Ya me tomaron declaraciones y anduvieron buscando pistas –dijo.
–Perfecto –respondió Julia–. Ahora necesitamos de su ayuda profesional. Queremos revisar toda la literatura sobre la víctima.
–¿Sobre quién?
–Sobre el Niño.
La bibliotecaria asintió y empezó a pasear de una estantería a otra sacando los documentos respectivos. Al parecer, se los sabía de memoria. Julia los iba a recibir pero Briceño la detuvo.
–Detective, los guantes –le dijo mientras él se ponía los suyos.
–Okey, a lavar loza.
Mientras estaban en eso, Briceño se adelantó y cogió un librito infantil de Ana María Pavez y Constanza Recart donde explicaban quién era y el significado del Niño del cerro El Plomo. La detective lo miró con cierto reproche, pero después le sonrió.
–Vale, pero después me revisas éste –dijo, y le pasó el estudio de Grete Mostny de 1957. El detective frunció el ceño.
Julia se detuvo en un artículo de 1992 de la Revista del museo, escrito por Silvia Quevedo y Eliana Durán. Anotó en su libreta algunos apuntes. Le costaba concentrarse, todavía no se perdonaba haber perdido a aquel personaje misterioso fuera del museo.
Estuvieron en eso un rato. De repente Julia tuvo una idea y fue donde la bibliotecaria. Le pidió un listado de todas las personas que habían solicitado esos documentos. La encargada se puso rápidamente a teclear en el computador. La detective llamó al criminalista Mora.
–Rodrigo, ¿puedes venir a la biblioteca un momento? –susurró.
–Eeeeh, dame un descanso, recién terminé lo de la basura…
–Ya pues, si es cortito.
–Sí, voy, voy. ¿Por qué hablas tan bajito?
–Porque estoy en la biblioteca, pues.
Se escuchó una pequeña risa antes que Mora cortara. Julia miró a Briceño, que ahora revisaba el libro de Mostny.
–¿Te acuerdas de la película Los siete pecados capitales? –preguntó ella.
Briceño la miró algo sorprendido.
–Bueno –continuó Julia–, ahí pillan al asesino gracias a las bibliotecas. Yo soy Morgan Freeman y tú eres Brad Pitt.
Hubo una risa breve pero intensa. Los detectives se voltearon hacia la bibliotecaria.
–Perdón –dijo ella.
En ese momento entró Mora. Antes que hablaran, Briceño le preguntó:
–¿Me parezco a Brad Pitt?
–Igualito –respondió el criminalista sin inmutarse.
–Ya, el parcito –interrumpió Julia–. Necesitamos que tomes huellas a estos libros.
–Lo hago, pero acá han estado los dedos de todo Chile.
–Nos basta con que encuentres a la gente del museo y a algún otro sospechoso.
–Te odio –respondió Mora.
–Yo también –dijo Julia.
Briceño notó que la bibliotecaria tenía el listado en sus manos y no sabía si interrumpir la escena o no. Él se levantó y tomó los papeles.
–Disculpe a mis colegas –le dijo sonriendo.
Los detectives dejaron a Mora algo fastidiado revisando los libros y revistas y salieron de la biblioteca.
–Veamos si Greta la ballena nos inspira –dijo Julia.
Se dirigieron hacia la nave central donde está expuesto el esqueleto del cetáceo.
–¿Qué me dices? –preguntó la detective.
–Emmm… el Niño es importante… es único en Chile, pero han encontrado otros entierros parecidos en el Aconcagua, El Toro y tres niños en el volcán Llullaillaco… Se trataría de una ofrenda. Al Niño se le adormeció y se le depositó vivo en una cámara donde murió por congelamiento y sufrió un proceso de momificación natural. Se trataba de un noble. Quien se lo robó buscaba el paquete completo, la momia con su vestuario y joyas.
–Muy bien. Estrellita para ti. Es un mensajero del pasado, una especie de viajero del tiempo...
Briceño le sonrió.
–¿Qué? –preguntó Julia.
–¿Algo así como Marty McFly? –dijo Briceño.
–¿Quién? –volvió a preguntar Delgado.
–Marty McFly, Michael J. Fox... el protagonista de Volver al futuro –explicó el detective.
Julia miró a Briceño, seria, y luego le pegó un manotazo en la cabeza.
–¡Ay!
–Fuera de bromas –dijo ella–, no es una obra de oro que puedan vender o fundir, no son piedras preciosas. Y no robaron nada más: había varias piezas y equipos en el laboratorio. Es obra de fanáticos; no se llevaron alguna otra cosa para ellos. Y al Niño hay que mantenerlo con temperatura controlada… eso me preocupa; no sé si esté bien conservado, justo ahora que empieza el calor. Creo que estamos contra el tiempo.
Julia vio pasar al Carlos González, el guardia, ordenó a Briceño que siguiera leyendo y fue donde él. Le pidió revisar las imágenes de las cámaras de seguridad. La llevó a la recepción y se sentó a un computador. Se veía la pantalla dividida en nueve, mostrando ángulos del interior y exterior del museo.
–Muéstreme desde ayer en la tarde.
El guardia ejecutó unas instrucciones con dificultad y mascullando groserías cuando no le funcionaban, hasta que logró ubicar el punto solicitado.
Miraron en silencio las imágenes. No se veía nada extraño. Duplicaron y luego cuadruplicaron la velocidad de reproducción al llegar la noche; solo se veían los corredores vacíos. La zona de acceso al laboratorio no mostraba nada más que la oscuridad de la noche. Llegaron al amanecer y luego se veía la entrada de los trabajadores. Tras eso, carreras y la llegada de la policía. Incluso Julia se vio paseando con su bicicleta. Nada sospechoso.
–Mire, mire, ahí llegan los peruanos –dijo el guardia.
–Están caminando.
–Pero mire ahí, ¿no le parece sospechoso?
–Están barriendo. Algo esperable del personal de limpieza.
–Mire, ahí se esconden.
–En la otra cámara se ve claramente –le indicó Julia–. Están saludando a un compañero.
González refunfuñó.
–¿No tienen alarmas? –preguntó la detective.
–Sí, para puertas, ventanas y algunas vitrinas. Ninguna sonó.
«Nadie entró, nadie salió…». Rápidamente Julia tomó su radio y llamó a Briceño.
–Detective, junta a todos al lado de la ballena, cambio.
–¿Incluyendo a los de criminalística?
–Afirmativo.
Julia caminó de vuelta hacia el esqueleto del cetáceo. La seguía el guardia González. En el trayecto se encontró con el antropólogo Rodrigo Castillo; ella lo recordaba porque había alterado el sitio del suceso al recoger los vidrios de la cámara.
–Necesito su ayuda –dijo la detective–. Reúna al personal. Ahora.
La detective no se atrevía a manifestarlo, pero tenía la esperanza de que el Niño siguiera aún en el lugar. Minutos después estaban en la galería principal los dos detectives novatos que habían sido comisionados para tomar declaraciones y el equipo de criminalística. Al lado, el personal del museo. Todos miraban a Julia con curiosidad mientras se paseaba entre ellos.
–Vamos a revisar todo el lugar –comenzó diciendo. Hubo murmullos de desaprobación, sobre todo por parte de la policía científica. Julia los ignoró–. Tenemos que hacerlo los que estamos porque, es posible que el Niño todavía no haya salido del museo –ahora los murmullos, pero de sorpresa, fueron de parte del personal del recinto.
Julia seguía caminando y hablando fuerte y pausado.
–Detectives, lamento decirles que esto no es un allanamiento –miró a Briceño–. No hay que romper nada. Este lugar está lleno de cosas viejas y delicadas. Por eso invité a los amigos del museo para que nos vayan diciendo cómo revisar cada sección. Adelante.
Durante la siguiente hora los detectives abrieron cajas con fósiles y esqueletos, debidamente supervisados por los encargados de cada área. Hallaron trilobites, meteoritos, huesos de milodón, coprolitos, conchas, y animales embalsamados. Pero nada que los llevara donde el Niño.
Julia se quedó pensando hasta que notó que el guardia la miraba amablemente con cara de pregunta.
–¿Quiere ver algo más?
–No, pero quisiera una copia de las imágenes.
La sonrisa se borró de la cara de González y se puso a luchar contra el computador para intentar bajar los archivos de video entre maldiciones. Julia buscó en su chaqueta y le entregó un pendrive.
En ese momento se escucharon unos sonidos aéreos y melodiosos. La detective vio a varios empleados del museo y al arqueólogo Herrera llegar y asomarse hacia afuera por la puerta principal. Julia se levantó y se dirigió al lugar y allí se topó con Briceño, que también se acercaba.
–Como todos venían, me pareció importante y vine –dijo el detective.
Julia reconoció los sonidos.
–Lakitas –dijo ella.
–¿Qué? –preguntó Briceño.
–Lakitas. Una tropa de zampoñas –respondió Julia mientras hacía la mímica de tocar ese instrumento.
Salieron, y efectivamente en la explanada frente al acceso principal se encontraba un grupo tocando y bailando, todos vestidos con trajes tradicionales del norte de Chile. Los detectives los miraron a distancia. En un momento detuvieron la música y la danza.
–Menos mal que terminó el recital de Los Jaivas –comentó Briceño.
–Cállate –respondió Julia, mientras le pegaba nuevamente en la cabeza.
Varios curiosos se habían acercado al lugar y muchos grababan la escena con sus teléfonos celulares. Del grupo se separó un hombre ataviado con poncho y chullo y empezó a leer una declaración.
–Hay que ver qué están diciendo... –musitó Julia.
Briceño se adelantó para acercarse al lugar, pero ella lo retuvo.
–Tranquilo –dijo ella–. Pueden entenderlo como una provocación. Andamos con chaquetas. El detective la miró con algo de fastidio pero se contuvo.
Se volvió hacia Herrera.
–¿Podría usted ir allá y conseguir una copia de lo que están leyendo?
El arqueólogo asintió y se dirigió a la explanada.
–Ya sé lo que piensas –le dijo Julia a Briceño–, es ilegal mandar a otro a recoger pistas. Esto también queda entre nosotros.
Ambos vieron que el arqueólogo se saludaba con cierta familiaridad con la gente que había estado tocando y bailando; le pasaron el papel, lo leyó y después lo devolvió. El grupo se aprestó a retomar la música y la danza. Julia y Briceño entraron. No era bueno que vieran a Herrera conversar con la policía. El arqueólogo los alcanzó en la nave principal del museo. Revisaba su teléfono.
–¿Se memorizó lo que leyeron? –preguntó Julia.
–No, lo leí pero me dijeron que lo habían publicado. Acá está.
El arqueólogo les mostró la página de internet del «Colectivo T’aki», que decía estar compuesto por personas de raíz quechua y aymara, además de gente interesada en el tema. Los detectives leyeron:
A LA OPINIÓN PÚBLICA
El Colectivo T’aki condena el robo del que fue víctima el Museo Nacional de Historia Natural, donde se sustrajo al Niño del cerro El Plomo, el Inti Wawa, Cauri Pacsa. Si bien consideramos que el Niño debe volver a ser reenterrado en un lugar especial, el museo siempre ha tenido una relación cordial y respetuosa con los pueblos originarios, distinta a la del Estado chileno que les ha quitado las tierras y el agua a los hermanos mapuche y de los pueblos coya, aymara, quechua, williche y licanantai, y los ha reprimido ferozmente. Esperamos que el Inti Wawa sea encontrado pronto y restituido íntegro al museo para que en un futuro pueda ser devuelto a un sitio sagrado. Que el próximo Machaq Mara lo podamos celebrar juntos.
Por la defensa de nuestra cultura y patrimonio
¡Jallalla!
Colectivo T’aki
Terminaban de leer cuando sonó el teléfono de Julia. Era un mensaje de la detective Rojas, encargada de monitorear las redes sociales de internet. Lo leyó y miró al grupo.
–Puede haber sido un coleccionista excéntrico –dijo ella–. Pero no podemos descartar a un grupito de fanáticos.
Capítulo III
Donde Julia y el comisario casi mueren ahogados. Ella medita frente a una fotografía y asusta a un anciano, aunque más tarde le ofrecen té y habla con un endeudado.
Horas después se reunían en el cuartel la detective Delgado con el jefe de la brigada, Ricardo Fuentes. Julia se había dirigido allá en su bicicleta desde el museo mientras los demás lo hacían en el vehículo institucional, y habían llegado todos al mismo tiempo; la ciudad de Santiago ya no soportaba tantos autos, pero siempre había espacios para la tracción humana.
–Dígame qué encontró, detective –preguntó el comisario.
–Aparte de varios fósiles, incluso algunos que creían perdidos, y otras piezas de interés arqueológico, nada. Espero el informe de criminalística, eso sí. En realidad, algo apareció pero no en el museo. La detective Rojas, de informática, encontró esto en un blog:
RECUPERACIÓN DEL INTI WAWA
El grupo de acción Wila Mallku luchadores por la cultura e identidad ancestral proclaman la recuperación y liberación exitosa del Inti Wawa para devolverlo a su Apu ancestral y vuelva a vigilar con su presencia sagrada el valle del Mapocho nuestras presencias tutelares no merecen ser atracciones de feria ni objeto de curiosidad de científicos que nada saben de nuestra cosmovisión haciendo que se pierda la trascendencia de la ofrenda de Inti Wawa Cauri Pacsa informamos a la comunidad preocupada por cualquier daño que pueda haber sufrido el Niño sagrado que él está bien resguardado y protegido en espera de su pronto retorno a la montaña pero que si la policía intenta intervenir no dudaremos un segundo en destruirlo pues preferimos verlo desaparecido que de vuelta a una indigna bodega de un museo despojado de su grandeza y sus tocados.
Por la dignidad del hombre y la mujer andina,
Grupo de Acción Wila Mallku.
–Es un secuestro. Y la redacción sin puntos ni comas es para morir ahogada. ¿Le suena convincente? –preguntó Julia.
–Recuerde que toda amenaza debe ser considerada cierta –respondió el comisario.
–Hay otra declaración, pero de un colectivo afín al museo y más amistosa.
–La revisaremos después. Que rastreen este mensaje. Redacte el informe y me lo muestra a mí para visto bueno antes de pasárselo al fiscal.
–A la orden, señor comisario.
–Un solo detalle, detective –dijo Fuentes.
–¿Cuál sería?
–Somos una brigada de patrimonio cultural y natural. No imprima declaraciones si no es necesario, bastaba mostrármela en un computador.
Julia se ruborizó y asintió.
–Voy a contactarme con la brigada de robos por si saben algo –agregó Fuentes, y luego se retiró.
Durante las siguientes horas Julia se dedicó a escribir el informe. Se preocupó de dejar en claro el valor simbólico del Niño y que no se trataba de una simple pieza antigua. Intentó hacerlo lo más breve posible y, además, conociendo los hábitos de lectura de muchos, trataba de colocar toda la información esencial en las cinco primeras líneas de cada página. «Si pudiera agregarle colores o dibujitos, lo haría», pensó. Esa era una de las cosas que añoraba de su época de profesora de Arte. Podía preparar las presentaciones como mejor le parecía que se vieran. Recordó eso, y entre el lote de datos aprovechó de ingresar cierta información que más adelante le podría ser de utilidad.
La detective hizo un resumen de las declaraciones del personal del museo, tomadas por Briceño y los dos aspirantes que habían asignado. En términos generales, no aportaban ningún dato de importancia. No habían encontrado nada extraño los días anteriores, hoy habían llegado a la hora como siempre y estaba todo normal hasta que el arqueólogo Luis Herrera descubrió el robo. Posteriormente el antropólogo Rodrigo Castillo alteró el sitio del suceso, aparentemente de buena fe. Aún faltaban los informes de criminalística, pero los podía adjuntar en la segunda entrega. También quedaba pendiente interrogar al director del museo, Luis Felipe Iturriaga. Pero Julia deseaba que al fiscal le quedara claro que el caso debía tener prioridad; un Niño congelado hace quinientos años, mantenido en una vitrina de atmósfera controlada, podía estar sufriendo daños irreversibles y había que actuar de inmediato. Ella siempre tenía esa desagradable sensación de que nadie entendía sus preocupaciones.
Estaba ya terminando el informe cuando recibió el llamado de la detective Vanessa Rojas, la asesora de informática. Julia acudió a su puesto de trabajo.
–Cuéntame –dijo Julia.
–Encontré el lugar de donde se escribió la proclama de Wila Mallku.
–¿Los tenemos?
–No, es un cibercafé. Puede haber sido cualquiera. Pero me di el trabajo de revisar todas las entradas de su blog hacia atrás.
–¿Y descubriste algo?
–Tranquila, detective. Todas han sido hechas de distintos cibercafés del centro de Santiago.
–Eso nos deja donde mismo.
–Casi. Pero se me ocurrió revisar la IP de la creación del blog. Y ahí aparece una dirección particular. Fue desde un computador de escritorio.
Julia miró el nombre y la dirección en la pantalla. Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa. Le pareció recordarla. El propietario era Esteban Castillo.
–Necesito saber todo el tráfico de esa dirección –dijo Julia.
Quizá era una pista falsa pero era el único hilo del que podían tirar. Vanessa quedó de enviarle la información cuanto antes, pero además debía atender otros casos. Antes de despedirse, Julia le entregó la otra declaración, del colectivo T’aki, para que la rastreara.
Julia volvió a su escritorio y se quedó mirando una foto del Niño. Estaba ataviado con su traje ceremonial, sus joyas, el ajuar funerario y el tocado de plumas de cóndor. Quinientos años y seguía siendo una criatura víctima de los avatares de los adultos. «¿Dónde andas?», le preguntó. «¿Te despertaron?». Hubo un silencio. «Un Niño noble y viajero que nos trae un mensaje que no sé si entendemos. Igual que El Principito de De Saint-Exupéry», pensó.
Luego volvió a concentrarse y se acordó de la dirección asociada a la creación del blog. Era de un departamento en la comuna de Ñuñoa. No recordaba a nadie del ambiente cultural que viviera en ese edificio. El domicilio estaba a nombre de Esteban Castillo. Buscó en la base de datos; era un señor de más de setenta años y solo registraba una detención por desórdenes en 1987. Para Julia eso no era tener antecedentes, pues miles de personas fueron detenidas por esa causa en aquellos años. El hombre figuraba casado con María del Carmen Briones. En ese momento recordó algo, revisó las declaraciones del personal y buscó el nombre del antropólogo:
Castillo Briones Rodrigo Martín
Y la dirección:
Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa
Julia revolvió entre sus papeles y revisó el listado de las personas que habían solicitado literatura sobre el Niño de El Plomo en la biblioteca del museo. Rodrigo Castillo figuraba varias veces. «Ajá», se dijo. Llamó al fiscal para solicitar autorización y éste se la dio, algo despreocupado.
Una hora después, Esteban Castillo escuchó que llamaban a su citófono. Se dirigió a él con dificultad y su corazón se aceleró cuando escuchó su nombre y «Policía». Miró a su esposa que se había acercado. Dejó entreabierta la puerta y ambos esperaron allí.
Delgado y Rojas llegaron a la entrada del departamento, pero no ingresaron. Julia golpeó la puerta.
–Adelante –dijo el anciano.
Las detectives se mantuvieron en su sitio; podía estar esperando a otra persona y asustarse.
–¡Adelante! –insistió Esteban.
–Policía... –dijo Julia, con cierta cautela y suavemente, asomando apenas la cabeza por la puerta entreabierta.
–Sí sé, pasen.
Las detectives ingresaron. Vieron a una pareja de ancianos muy juntos, tomados de la mano. El caballero estaba muy pálido. Era normal que la gente adquiriera un aire de temor y desconfianza cuando se presentaban como policías, pero el hombre se veía asustado.
–En mi época no se veían mujeres policía –les dijo, a modo de saludo.
–Detectives Julia Delgado y Vanessa Rojas. Brigada de Delitos contra el Patrimonio –se presentó la primera, y ambas exhibieron sus respectivas placas.
La pareja ahora pasó del susto a la curiosidad.
–Esta mañana se descubrió un robo en el Museo de Historia Natural… –comenzó a explicar Julia.
–El Rodri –interrumpió la señora.
–¿No está? –preguntó Delgado.
–No vive aquí. Somos sus padres –respondió el anciano.
–No venimos por nada malo, solo queremos chequear información –dijo Julia.
–¿Tienen internet aquí? –preguntó Rojas.
Los ancianos se miraron extrañados.
–¿Qué es eso? –preguntó la señora.
–¿Es lo del computador? Internet no tenemos, pero sí tenemos correo electrónico y Facebook –agregó Esteban.
–¿Tenemos Facebook? –volvió a preguntar María del Carmen.
–Sí pues –respondió el padre volviéndose hacia su esposa–. Donde vemos las fotos del Antonio y el Martín.
–¿Pero ese no era el correo electrónico?
–Por ahí también la Catita y el Jean-Claude nos mandan fotos de ellos.
–¿Y entonces cuál es el e-mail?
–Ese no lo conozco –finalmente el marido se volvió a las detectives, que miraban algo extrañadas la escena–. ¿Tendrá que ver eso con internet?
Rojas intentó formular una explicación, pero Julia se le adelantó:
–¿Tienen un computador donde ven todo eso? –preguntó ella.
–Por supuesto. ¿Hay algún problema con el computador? –dijo Esteban.
Rojas usó la respuesta de manual:
–Necesitamos ir descartando sospechosos.
Al ver que las detectives no los buscaban a ellos ni a su hijo, los ancianos se fueron relajando. Ellas sólo querían revisar un aparato.
–¿Podemos ver el computador? –insistió sutilmente Rojas.
Los padres intercambiaron una mirada.
–Por supuesto, pasen –respondió Esteban.
Los guió por un pasillo hasta una pequeña leonera donde se amontonaban revistas, libros, diarios, fotografìas y otros papeles. Las paredes estaban cubiertas de fotos de distinta antigüedad donde se veían niños. Julia creyó reconocer en algunas al antropólogo Rodrigo Castillo. De no ser por la presencia del computador, arrinconado entre las pilas de cachivaches, se diría que el lugar pertenecía a la década de 1980. De todos modos, el artefacto parecía ser un modelo bastante antiguo. Rojas se adelantó, y tras una breve revisión presionó el botón de encendido. Julia se le acercó y le susurró al oído:
–La fecha que buscamos es mayo de 2013.
Pasaron un par de minutos en los que se escuchó funcionar al computador, pero aún no se veía nada en la pantalla. Los cuatro miraban el aparato en silencio.
–Siempre se demora un poquito –comentó María del Carmen.
Como aún el artefacto no terminaba de arrancar, Julia se dedicó a otra de sus preocupaciones.
–¿Conoce la dirección de Rodrigo? –le preguntó a María del Carmen.
–Si quiere lo llamo para que venga.
–No creo que sea necesario, no nos vamos a quedar tanto rato…
La señora ignoró las palabras de Julia y se devolvió al living, donde había un teléfono. Marcó y esperó.
–Hijo –habló la señora–, acá hay gente que quiere hablar con usted. No, son de la policía –luego colgó y se dirigió a Julia–. Ya viene. Vive en el piso de arriba.
La detective asintió. Volvió al cuarto donde estaba Rojas. La especialista la miró con cara de fastidio; el computador seguía en proceso de encendido. Ahora señalaba que descargaba actualizaciones y que llevaba un uno por ciento de progreso.
–Siempre hace eso cada vez que lo prendo –comentó Esteban.
–¿Se sirven un tecito? –les preguntó María del Carmen. Rojas se negó; el padre y Julia aceptaron. La detective la acompañó a la cocina: mirar a su colega encender un computador perezoso no era un espectáculo muy apasionante.
–Nos asustamos un poquito –le comentó la señora mientras ponía a hervir el agua–. Fíjese que Esteban cayó detenido en 1985, 1986, por ahí… y no se le ha olvidado. Lo pasamos mal en esa época.
–Las cosas han cambiado –respondió Julia con una sonrisa amistosa.
–No sé, pero usted se ve muy dije.
En ese momento se escuchó la chapa de la puerta de entrada e ingresó el antropólogo Rodrigo Castillo con aire preocupado. Saludó a su madre, que se adelantó a recibirlo, y luego a Julia.
–¿Qué pasa? –preguntó él.
–Buscábamos un computador. O hacerle un par de preguntas. O ambas. Bueno, pero por algún motivo caímos donde sus padres.
–¿Qué tiene que ver el computador?
Julia pensó su respuesta por un segundo antes de decir:
–Creemos que desde acá hubo alguna actividad relacionada con mensajes que tienen que ver con el robo.
La detective esperó una reacción de molestia pero Rodrigo se quedó pensando.
–¿Y han encontrado algo? –preguntó.
–No sé –respondió Julia–. Recién lo encendemos. Hace casi media hora. Mire.
Se dirigieron al cuarto y se encontraron a Vanessa, que seguía con el mentón apoyado en un puño. A su lado, Esteban leía una revista. 5% de avance. Padre e hijo se saludaron.
–No sé qué buscan, pero algo quieren ver acá. Les dijimos que sí –explicó el anciano.
–Está bien, papá.

El computador ya mostraba la pantalla de escritorio pero estaba descargando los íconos de los programas y cada cierto tiempo desplegaba ventanas que anunciaban que se abrían o actualizaban los programas más variados y curiosos, como emoticones animados para mensajería, creadores de álbumes de fotos, editores de tarjetas de saludo musicales, reproductores alternativos de audio y video, juegos de ingenio, juegos de azar, diversos tipos de antivirus, programas de descarga de archivos, etcétera.
–Son programas que el computador me dice que los instale, y los instalo –explicó Esteban.
Las miradas de los detectives se cruzaron, Rojas demostraba algo de fastidio y Julia compasión.
Llegó María del Carmen con los tés. Le ofreció uno a Rodrigo pero éste no quiso. Julia saboreó el suyo; era de jazmín, su favorito. No todo podía ir tan mal.
–¿Por qué nos dio la dirección de sus padres? –preguntó Julia como con descuido. Notó una cierta inquietud entre Esteban y María del Carmen.
–Lo lamento. Hasta hace poco vivía aquí y por costumbre suelo dar su número de departamento en lugar del mío.
–Qué suerte. Porque el té está muy rico. ¿De verdad no quiere, detective? –Julia le preguntó a Vanessa.
–No –respondió ella, aburrida. Su paciencia empezaba a acabarse. Ahora intentaba abrir el navegador de internet pero también resultaba ser un proceso tortuoso; el programa tenía agregados una serie de complementos: noticias, barras de Altavista, Yahoo, Starmedia, Google y otras más.
–Aparte de ustedes, ¿quién más ha ocupado internet desde aquí? –preguntó Julia a los padres.
–Nadie últimamente… –dijo Esteban.
–¿Y hace, digamos, unos dos años?
–Lo ocupaba a veces Rodriguito y solo él –dijo la madre.
–Tenemos dos hijos más, Catalina, que vive en Canadá, y Ernesto, que vive su vida. No lo vemos casi nunca–Esteban suspiró al decir la última frase.
«Eso convierte en sospechoso a Rodrigo» pensó Julia. «Estos dos viejitos que se mueren de susto al ver a la policía no se van a embarcar en un robo como éste».
Luego de una agonizante espera, Rojas logró rescatar el historial de navegación. Julia ya había terminado su té.
–Nos vamos –anunció.
–¿Encontraron algo? –preguntó Rodrigo.
–Lo vamos a analizar primero –respondió Julia.
Se disponían a retirarse cuando Esteban, con cierto embarazo, se dirigió a Rojas:
–Detective, usted que parece que sabe harto de estos artefactos…
–¿Sí? –preguntó.
–Este… ¿me podría arreglar el computador?
La policía miró divertida a Julia, quien sonrió.
–Adelante, autorizada –respondió–. Si ya terminó nuestra jornada.
La detective Delgado dejó a su colega lidiando con la lentitud del aparato y bajó a sacar su bicicleta para volver a casa. Rodrigo la acompañó hasta la salida.
–¿Soy sospechoso? –preguntó– Conozco el lugar, la importancia del Niño, mentí sobre mi dirección y en el computador de mis padres hay algo que me vincula al robo.
–Si lo fuera, no se lo diría. Y si no fuera, tampoco se lo diría –respondió Julia.
–Respecto a mi dirección…
–¿Sí?
–La verdad es que lo hice porque al empezar a trabajar conocí las tarjetas de crédito y me volví loco comprando, endeudándome. Después no tenía cómo pagar, así que para esconderme de las empresas de cobranza comencé a dar el domicilio de mis padres y ellos me cubrían las espaldas. Ahora ya estoy saliendo de las deudas, pero siempre por costumbre doy la dirección de ellos.
–Esa explicación me parece mejor –dijo la detective.
–Pero le juro que no tengo nada que ver con el robo. Ojalá recuperen luego al Niñito. Lo queremos mucho en el museo.
–No dudo que lo quieran. Un menor de edad de quinientos años no deja de tener su encanto –dijo Julia mientras se montaba en su bicicleta.
Pedaleó bajando por Santiago. En casa la esperaban su marido y su hijo, otras preocupaciones. Arriba en el edificio quedaba Vanessa luchando contra el computador tortuga, y en algún lugar de la ciudad, el Niño del Plomo que seguía oculto conforme se hacía de noche.
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