Kitabı oku: «El Grial Cátaro», sayfa 2
−¿Entonces, estás seguro de qué la losa hallada es del siglo XV? −pregunta el curioso Mario.
−Sí, sabes de sobra, como todo el mundo que ha podido seguir las informaciones publicadas en prensa, que consta en la misma que fue colocada en el lugar por mandato de Alfonso V para conmemorar la batalla de El Puig −replica Javier, en el mismo tono en el que un padre respondería a su hijo ante una pregunta cuya respuesta ya debería conocer.
Semanas antes, al poco de iniciarse los trabajos del equipo de arqueólogos dirigidos por Javier Claramunt en lo que fuera este campo de batalla del siglo XIII, se había anunciado en rueda de prensa el hallazgo de dicha pieza, una losa conmemorativa de esta contienda, depositada en el lugar por orden expresa del rey de Aragón, Alfonso V el Magnánimo, dos siglos más tarde.
−Nadie sospechaba de la existencia de una losa tallada así −se hacía saber a los numerosos periodistas que había en la sala.
−En la piedra, además de las palabras que sobre ella hay grabadas en relación a la batalla, hay una inscripción en latín, muy deteriorada, en la que se leen las palabras “Copa de Cristo” y unas líneas después la palabra “Santo” −anunciaba Javier Claramunt rodeado de micrófonos, al tiempo que mostraba unas fotografías de la inscripción, en las que también se observaba una destacada marca de cantería−. Iniciaremos en breve los trabajos para lograr leer completamente la frase, la cual, al tratarse de una inscripción epigráfica del siglo XV, época en la que el Santo Grial de la catedral de Valencia llegó a su destino actual, muy probablemente arrojará más luz sobre el origen de tan misteriosa reliquia −concluía el arqueólogo, en un tomo muy serio, incluso con voz temblorosa, lo que delataba la enorme emoción que debía recorrer todos los nervios de su organismo.
De camino al monasterio, Mario continúa incordiando al director de la excavación.
−¿Crees realmente que fue un fraile el que se cargó al guardia de seguridad? ¿Para qué destrozó la losa? ¿Por qué...?
−Mira, −interrumpe Javier de forma brusca a su colega, quien con tanta pregunta llega incluso a resultar, aunque esa no sea su intención, un poco impertinente− de lo que no me cabe la menor duda es de que se trataba de un maniaco.
−Ya, está claro que ha debido de ser un zumbado, pero ¿piensas que es casual que no solamente descargara su ira sobre la garganta del guardia, sino que, además, destrozara también la losa? Algo no me cuadra, pero puede que si colaboramos con la policía ayudemos a esclarecer los hechos −indica un Mario que parece lanzado a obtener respuestas para todas sus dudas.
−¡Chaval, estás mal de la cabeza, no estamos capacitados ni autorizados para ayudar a aclarar nada! − contesta Javier, subiendo considerablemente el tono de voz, un tanto ya molesto y presionado por el sepulturero.
−Insisto −replica Mario incansable, aún no obteniendo todas las respuestas que desearía oír−: ¿crees que un monje, mejor dicho, un austero y redentor monje mercedario, va a cometer un doble crimen como éste? Digo doble porque considero que destruir de esa forma la losa es un acto casi igual de despreciable que un asesinato, sobre todo si, como dice la prensa, nunca ya se podrá conocer qué decía exactamente la inscripción.
Y entre tanta pregunta, la pareja de arqueólogos llega a la entrada del monasterio. Es a partir de ese momento cuando Mario se queda extasiado y para incluso prácticamente de hablar, lo que no deja de ser motivo también de cierta relajación para Javier. No es la primera vez que Mario visita el monasterio, pero este tipo de colosales construcciones siempre provocan en él el mismo efecto. Los dos colegas entran por la puerta de acceso a las visitas y desde el atrio dejan a la izquierda el Museo de la Imprenta, sito en este edifico histórico, para ascender por la amplia escalera situada en la parte derecha, hasta que llegan al claustro bajo. A partir de aquí los arqueólogos se hallan prestos para dirigirse ya directamente a visitar lo que más interesa a ambos, es decir, aquellas estancias donde puede respirarse aún a día de hoy los hechos de la batalla de El Puig y las gestas de Jaime I y sus caballeros. Es ese el motivo también por el que están dispuestos a entrar en aquellas salas donde se hallan los orígenes del monasterio y de la orden de la Merced, pues, a su entender, para cualquier persona debería de resultar impresionante transitar por los amplios corredores de esta emblemática construcción, pasillos en los que impera el silencio, donde puede gozarse en verano del frescor, o en invierno de la calidez, de los muros góticos de sillería que todavía se conservan, en algunas de cuyas piedras labradas pueden apreciarse marcas medievales de cantería aun en el presente. La visita al monasterio permite, además, recorrer sus múltiples estancias, tales como el conocido Salón Gótico, el refectorio o el vestíbulo que da acceso a las dependencias privadas que constituyen la residencia oficial de los reyes de España en Valencia.
Javier está tan entusiasmado o más incluso que Mario con la visita y, cuando acceden a la iglesia a través de la sacristía, ya en el claustro alto, concretamente en el ala norte del mismo, el primero está deseoso por enseñar a su colega la tumba de Bernardo Guillermo de Entenza, presto a narrarle la historia de este personaje. Pero antes de arribar a la capilla en la que se localiza el sepulcro, cuando se encuentran junto al altar mayor, pueden observar a un conjunto de visitantes acompañados por una chica que les sirve de guía, al tiempo que aprecian a un operario, hombre muy menudo, con el pelo totalmente cubierto de canas, de cerca de sesenta años, que está encargándose de preparar yeso para faltar una losa de piedra que da entrada a una cripta.
−La cripta no es visitable −comenta la guía al grupo de personas cuando buena parte de sus componentes no puede evitar, al igual que los dos arqueólogos, dejar de mirar hacia el acceso subterráneo localizado justo detrás del altar. Acto seguido, la chica se separa unos metros de todos ellos, extasiados aún por el irresistible halo de misterio que parece desprender ese lúgubre y estrecho paso que parece conducir directamente hacia el pasado.
Mario y Javier, al unísono, como si lo hubieran pactado previamente, se aproximan a la guía, una atractiva joven de largos cabellos teñidos de rubio y largas piernas estilizadas, además, por unos zapatos que la elevan bastantes centímetros del suelo. Los dos colegas reclaman su atención, mediante gestos y, a continuación, Mario deja que Javier hable y que se presente ante la muchacha como director de la excavación arqueológica localizada en el lugar de la batalla. Presentadas sus credenciales, el paso siguiente para Javier es insistir, de forma discreta, ante la chica para que les permita acceder a la cripta. Ante el curriculum acreditado por Javier, la guía, muy amable, no puede negarse a autorizarles.
−El otro día un curioso se coló ahí y por suerte no tocó nada. ¿No seréis amigos suyos? −advierte la guía, bromeando y en voz muy baja−. Que mi compañero espere un poco −justo ahora guiña un ojo− a que subáis de nuevo al siglo XXI y proceda entonces a cerrarla definitivamente ¿Sabéis que vais a caminar entre tumbas de ilustres personajes de la Baja Edad Media? −y vuelve a susurrar, en un tono cuasi inaudible−. Os dejo, me llevo a los “guiris”.
Finalmente se despide, diciendo adiós con la mano, sin dejar de sonreír ni el más mínimo instante. A los dos colegas casi se les cae la baba ante aquella encantadora mujer, que se aleja con hipnótico caminar y con el armónico movimiento de su cabellera. Mientras tanto, el peón que hay en la entrada también les saluda gesticulando, a la vez que parece invitarles a bajar. Cuando llegan a su altura, el pequeño hombre le da a Javier un portalámparas con un larguísimo cable para que puedan alumbrarse en el interior de la cavidad subterránea, al tiempo que el director de la excavación arqueológica de El Puig y Mario alcanzan a apreciar cómo su boca parece sostener a duras penas una colilla mínima de puro caliqueño, cigarro que curiosamente se encuentra apagado, pero aun a pesar de esto el fuerte olor a tabaco que desprende el sujeto en cuestión debe de delatar, a juicio de los dos colegas, que se trata de un fumador empedernido.
−Dejamos a esa belleza bien perfumada ahí arriba con los domingueros esos y al abuelete con olor a tabaco y fermento para adentramos en el fétido mundo del rancio subsuelo. ¡Esto es lo que más me gusta de mi trabajo, tierra, polvo y suciedad por doquier! −bromea Javier, un tipo cuyo carácter puede resultar bastante seco, antes de adentrarse en la cripta a través de una escalera de mano.
Mario ríe entonces a carcajadas, pero pronto deja de hacerlo cuando comprueba cómo un estruendoso eco eleva su voz a la enésima potencia. Y es más, de forma casi inmediata el sepulturero cambia totalmente la expresión de su cara, mostrando ahora un gesto reflexivo, a pesar de que cada vez empatiza más con Javier, pues intuye que están a punto de tratar asuntos bien serios y, por supuesto, como consecuencia del profundo respeto que siente por aquellas personas que están fallecidas, aunque pertenezcan a épocas muy remotas.
Al iniciar el descenso hacia la cripta por la escalera, Javier alcanza a observar en la pared de piedra que queda justo enfrente un relieve antiguo que representa una copa y bajo el mismo la siguiente inscripción en latín: Anfortius Dei Gratia Rex.
−¡Vaya, qué casualidad, si queríamos hallar alguna pista sobre el Santo Grial parece que estamos llegando al lugar más adecuado. Estos viejos muros hacen referencia a Anfortas, el Rey Pescador de la leyenda artúrica! −comenta Javier, en tono de sorna, nada más leer las palabras allí grabadas, mientras que Mario, anonadado por la emoción que le produce visitar tan misterioso lugar no alcanza a entender nada de lo que su colega comenta, motivo por el cual únicamente ríe y asiente con la cabeza.
Finalmente, llegan a lo más profundo de la cripta, una cavidad construida durante el periodo medieval y que se halla prácticamente intacta desde que fue descubierta de forma casual en los años sesenta del pasado siglo. Los dos colegas observan perplejos y en silencio durante unos minutos las tumbas de piedra que les rodean. Hasta que, por fin, nuevamente como sí de relojes suizos se tratara, ambos se aproximan sincronizados y con paso ligero hacia uno de los sepulcros que llama poderosamente su atención.
−¡La misma marca de cantero! −exclaman al unísono los dos colegas señalando la losa que cubre uno de los sepulcros.
−¡Si, si, dos triángulos unidos, invertido el uno con respecto al otro, con sendas cruces en su interior y debajo las letras S y G! −replica Mario con voz entrecortada y con su pulso y su respiración muy acelerados.
Sumamente excitados los arqueólogos se apresuran a soplar para quitar la suciedad que hay depositada sobre la losa, sorprendentemente escasa para un lugar tan descuidado como aquel, y al poco pueden leer claramente en latín la siguiente inscripción:
SCYPHUM CHRISTUS MYSTERIUM REUELATUM ERAT OREMUS IN NOMINE IUDAS APOSTOLUS
FALSUM PAENITENDUS EST QUOD IAM SANCTUM
EST
Javier y Mario están alucinando. Se hallan ante un sepulcro de piedra del siglo XV construido por el mismo maestro cantero que cinceló la losa conmemorativa de la batalla de El Puig hallada recientemente por el equipo de arqueólogos de Javier Claramunt. Y es más, si bien el grabado sobre la copa de Cristo que había en la losa conmemorativa es ya irrecuperable y nunca se podrá leer en su totalidad, en esta otra piedra cincelada por el mismo autor aparece un mensaje muy similar, es más, probablemente se trate incluso del mismo texto.
−¡El secreto de la copa de Cristo fue revelado, oremos en el nombre de Judas, falso apóstol finalmente arrepentido que por ello ahora santo es! −grita Javier, muy excitado, tras leer el texto en latín mirando fijamente a Mario, en estos momentos más impetuoso incluso que el inquieto sepulturero− ¡Ese era el mensaje oculto en la losa conmemorativa!
−¿Estás seguro? −replica con cierto nerviosismo Mario, quien, curiosamente, parece ahora mostrarse mucho más prudente que Javier, al contrario de lo que debería ser habitual.
−Sí, mira la foto −dice Javier mostrándole la pantalla de su teléfono móvil a Mario mientras busca en sus archivos− ¡Fíjate, las palabras que no pueden leerse encajan a la perfección con las de la losa sepulcral! ¡No puede ser de otra forma, lo tenemos!
−Lo tienes, has dado con el mensaje oculto en cuestión de días, mi enhorabuena −dice Mario con tristeza, demostrando con ello su extremada humildad.
−Si no hubiera sido por ti jamás hubiera hallado la respuesta −responde Javier, al tiempo que no para de sacar fotografías de los párrafos grabados en la losa, con las manos muy temblorosas a consecuencia de la emoción que le invade−. Aunque el mensaje poco parece esclarecer sobre el Grial de la catedral de Valencia...
Javier no puede acabar esta última frase, ya que un fuerte ruido procedente de la entrada a la cripta y la más absoluta oscuridad se adueñan en esos instantes de la escena ¡Se encuentran sin luz alguna y además están encerrados!
Mientras tanto, en la superficie la losa de piedra bloquea la entrada de la cripta y un pesado altar de mármol ha sido colocado justo encima, así como el cable del portalámparas que ilumina a los dos arqueólogos ha sido desenchufado. Sangre en el empedrado piso y otra garganta más cortada. El operario permanece tumbado en el suelo, con convulsiones, al tiempo que su boca emite curiosos sonidos que hacen parecer que este pobre desgraciado está haciendo gárgaras de fluidos corporales. Pero pronto callará para siempre.
Paralelamente, la guía despide a la visita en las proximidades de la salida. Se ha quedado ya sola y trata de regresar con premura a la iglesia, a la vez que no para de tocarse el pelo y de retirarse el flequillo de la cara. Sube escaleras aceleradamente y surca corredores a toda prisa. El sonido de sus zapatos de tacón parece retumbar por todo el edificio como si se tratara de una especie de alarma que anunciara su llegada. Pero no consigue alcanzar su destino, pues nada más doblar la esquina de uno de los pasillos del claustro alto choca de bruces con un misterioso fraile. Ambos se quedan entonces cogidos por los brazos.
−Perdón −exclama ella.
Él nada dice.
−¿Qué extraño? −piensa la chica− ¿Un hábito de monje sin mangas?
Baja la vista y cuando comienza a apreciar en tan peculiar individuo unas pequeñas manchas rojas a la altura de su abdomen, que le suben también por su tórax, él sujeta firmemente su boca con una mano, mientras que con la otra le asesta un sinfín de puñaladas. Poco más que el sonido del frío acero penetrando en la turgente piel y en los músculos de la pobre guía puede llegar a escucharse. Su vida se apaga en cuestión de segundos sin que llegue a emitir ni tan siquiera un gemido.
La desgraciada chica no ha podido regresar a las proximidades de la cripta, como era su intención. Nadie hay ya, por lo tanto, en la iglesia y no mucha más gente cruzará hoy las puertas del monasterio de El Puig, esa joya arquitectónica que, a día de hoy, prácticamente permanece en el olvido para la mayoría de los mortales. La cripta medieval es profunda y sus paredes son gruesas. Por todo ello pasan los minutos y aunque los dos arqueólogos no han parado en un principio de vociferar y dar golpes en la losa de la entrada para que les permitan salir de su encierro nadie parece escucharles, motivo por el cual acaban por comprender, a la luz de sus teléfonos móviles, que tardarán en abandonar aquella húmeda cavidad del subsuelo del monasterio. Están indudablemente perplejos, a la vez que asustados ¿Por qué les habrán encerrado? Se preguntan.
−Un momento, un momento −comenta Mario una vez que su cabeza es capaz de comenzar a ordenar ideas en medio de la confusión generada como consecuencia de su forzado aislamiento−. Acabo de caer en un detalle, que no creo que tenga que ver nada con nuestro encierro, pero que me resulta bastante curioso. Lo decías como en plan guasa pero va a resultar que tanto la pared de entrada a la cripta como este sepulcro nos indican que aquí podemos hallar información relevante relacionada con el Grial, con la losa de tu excavación, cuyo autor es el mismo cantero que aquí también firma, así como con el misterioso asesinato. No obstante, ¿qué narices era eso del rey Anfortas y la leyenda artúrica qué antes me has comentado?
−¡Es cierto, ya no me acordaba de la inscripción de la entrada a la cripta! ¡Lo decía bromeando pero ahora estoy convencido de que esta tumba puede aportarnos muchos datos acerca del Santo Cáliz que en la actualidad se encuentra en la catedral de Valencia! −contesta Javier visiblemente excitado, aunque con ello continúa sin dar respuesta a la cuestión planteada por su colega.
−Sigo sin entender quién es ese rey Anfortas, Javier −le replica Mario, en voz muy baja, receloso por si su ignorancia con respecto a este tema le deja en ridículo ante la eminente figura del director del yacimiento arqueológico de El Puig.
−¡Me refiero al Parsifal de Eschenbach, Mario! ¿Ya caes ahora? −responde Javier a grito pelado al tiempo que esboza una sonrisa de oreja a oreja.
−Veamos, por favor, centrémonos, no conozco nada relacionado con todo lo que me estás contando −reconoce al fin Mario, empleando para ello ya un timbre de voz mucho más sonoro−. Es más, no sé qué narices hacemos encerrados en este lugar en el que ya me está incluso costando respirar por culpa de su enrarecida atmósfera −esto último lo dice al tiempo que presiona con intensidad con los dedos pulgar e índice de su mano derecha sobre las cuencas de sus ojos−. Si al principio me sentía abrumado por este impresionante entorno y no alcanzaba a poder mantener contigo una conversación totalmente coherente ahora me ocurre lo mismo pero por motivos bien distintos. Vamos, que me estoy empezando a sentir mareado y es en parte por ello por lo que no doy pie con bola −concluye el sepulturero, notablemente apesadumbrado.
−No te preocupes −intenta animar Javier a Mario−, que pronto saldremos de aquí. Seguramente se le habrán cruzado los cables a ese vejete de ahí arriba y pensando que ya habíamos salido ha cerrado la entrada. Pronto la chica se percatará del error y levantarán la losa. Mientras tanto trataré de amenizar nuestra ya de por sí agradable “velada” contándote algunas de las leyendas medievales que existen sobre el Grial, especialmente aquellas en las que en ocasiones el mito puede que haya surgido de la realidad de tiempos pretéritos. De todos modos me niego a creer que no sepas nada acerca de la poesía épica medieval, del ciclo artúrico, o cuanto menos de... −Javier no puede finalizar su última frase, ya que es interrumpido abruptamente por Mario.
−No Javier, no sé nada, lo poco que conozco, y no te rías por ello, procede de la película Excalibur −contesta un tanto afligido Mario, volviendo a emplear otra vez una voz cuasi inaudible, a la par que desliza con delicadeza la mano derecha sobre su sudorosa frente.
−Bueno Mario, no te lamentes por ello, ahora te contaré un poco acerca del mito medieval del Grial. Por cierto, muy buen film el de John Boorman, ya que si no pasamos por alto los extravagantes vestuarios y las anacrónicas armaduras de placas que lucen sus personajes lo cierto es que se adapta bastante bien a El cuento del Grial de Chrétien de Troyes. No obstante, prefiero hablarte de la versión de Wolfram von Eschenbach, que es la historia medieval del Cáliz de Cristo que más nos interesa. Este literato alemán del siglo XIII sin duda basó su relato en el poema épico de Chrétien de Troyes. Eschenbach debió conocer, a su vez, las historias que circulaban acerca de la presencia de una misteriosa copa ritual en el Pirineo oscense, pero de eso mejor hablaremos al final −sentencia Javier, al tiempo que realiza una pausa considerable para poder observar mejor la expresión de la cara de Mario ante la escasa iluminación de la que disponen−.¿Qué tal ese mareo?
−No es nada, estoy bien. Continúa por favor, continúa −insiste a su colega un impaciente e interesado Mario ante lo que él considera un parón innecesario.
−De acuerdo. Veamos, los Evangelios nos dicen −da por fin Javier inicio a su relato− que durante la conmemoración de una de las Pascuas judías, que tuvo lugar en torno al año 30, Jesús de Nazaret se dispuso a celebrar una tradicional cena junto a sus discípulos más allegados, es decir, los conocidos como doce apóstoles, probablemente en la casa del acaudalado hebreo José de Arimatea, aunque el Nuevo Testamento no da demasiados detalles acerca de este último dato. Cuenta una leyenda que tal y como manda la tradición para este evento se utilizaría la mejor de las vajillas que poseía este rico personaje, piezas de delicada cerámica entre las cuales destacaba una copa de ágata de muy bella factura, recipiente que se mostró en aquella ocasión como objeto principal del ceremonial allí empleado, rito que se erigiría, a su vez, en la primera eucaristía. Tanto es así que José de Arimatea guardó celosamente este cáliz aquella misma noche y al día siguiente lo emplearía para recoger la sangre derramada por la herida que presentaba en el costado el Hijo de Dios cuando estaba siendo crucificado.
−Poco de leyenda desconocida hay en lo que hasta ahora me has contado, −protesta Mario ante su colega− pues prácticamente todo está descrito en el Nuevo Testamento o, en su efecto, en los Evangelios apócrifos.
−Vaya, vaya −responde Javier en tono de sorna−. Veo que eres un buen católico.
−Más bien “cristiano viejo” −replica Mario también bromeando−. Soy católico, de cultura católica, vamos, como la mayoría de españoles, aunque no por ello dejo de ser ateo como mi abuelo. Perdón, quise decir más bien agnóstico.
−De acuerdo −comenta Javier riendo a carcajadas−, pero lo que te voy a contar a partir de ahora no fue escrito por ningún evangelista. El caso es que una vez muerto el Mesías, José de Arimatea se haría cargo del sepelio, para lo cual empleó un sepulcro de su propiedad... −Javier es nuevamente interrumpido por su compañero de cautiverio.
−Un momento, un momento, no sé a ciencia cierta si eso lo dicen los Evangelios canónicos pero estoy seguro de que esto que comentas lo conoce prácticamente todo el mundo, aunque proceda de textos apócrifos −replica Mario.
−Tranquilo Mario, no seas impaciente −responde Javier sonriendo−. Tienes razón en que esto fue escrito por los evangelistas, pero no te preocupes que a su debido tiempo llegaremos al meollo de la cuestión. Sea como sea, como tú bien dices, todo el mundo sabe que según cuenta la tradición al tercer día de producirse la muerte de Jesucristo éste resucitó y fue entonces cuando los miembros del Sanedrín, el consejo de jueces judíos presidido por el sacerdote Caifás, acusaron a José de Arimatea de haber robado el cadáver de tan popular reo. José fue por ello encarcelado, no sólo porque según el Sanedrín con esto pretendiera hacer creer a ojos de todos que Jesús había vuelto a la vida, sino porque, además, la ortodoxia judía considera impuro el contacto con los muertos. Su encierro transcurriría en una torre, lugar en el que permanecería privado de su libertad durante mucho tiempo, totalmente aislado de cualquier contacto con el exterior. Durante su encarcelamiento los judíos no le proporcionaban agua ni tampoco alimento alguno, pues era deseo de sus sacerdotes que pereciera en estas míseras condiciones. Fueron al parecer las autoridades romanas quienes ordenaron que lo liberaran al enterarse de que este inocente e influyente personaje estaba encerrado por los propios judíos. Lo cierto es que los evangelistas San Marcos y San Lucas llegan incluso a afirmar que José era decurión, o, como se ha traducido en algunas versiones de la Biblia, senador. Pero esto último no nos importa demasiado. El caso es que cuando el de Arimatea salió de su encierro, por sorprendente que parezca, estaba todavía vivo y gozaba tanto de buena salud física como mental. Este milagro fue posible solamente porque José de Arimatea tenía consigo el Grial, objeto sagrado que llegó hasta él misteriosamente cuando estaba encerrado y que le proporcionaba sustento inagotable, así como le daba la fuerza necesaria y le proporcionada la imprescindible fe para vencer sus temores y poder hacer frente al sufrimiento que padecía en prisión.
−Bueno, bueno, estabas en lo cierto cuando has afirmado que no iba a conocer esta historia −indica a su colega un cada vez más interesado Mario.
Javier se limita únicamente a sonreír de nuevo y prosigue con sus disertaciones.
−El evangelio que mejor describe los hechos relacionados con el entierro de Jesucristo es a mi entender el de San Mateo. Bueno, mejor dicho, me refiero al evangelio que normalmente es atribuido al apóstol Mateo, que lo más probable es que sea de anónima autoría. Creo que concretamente la parte que nos interesa comienza en Mateo 27:57. A ver si lo encuentro −comenta Javier mientras trata de acceder a Internet con su teléfono móvil−. ¡Esto es increíble, cada vez qué me encierro en algún lugar no me funciona el 3G!
−No te preocupes, yo sí tengo bastante cobertura −dice Mario mientras comienza a utilizar el navegador de su teléfono celular y a los pocos segundos añade−. Lo tengo, Mateo 27:57 y siguientes versículos− y acto seguido el sepulturero comienza a leer este fragmento del Nuevo Testamento.
−27:57 Cuando llegó la noche, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también había sido discípulo de Jesús.
−27:58 Este fue a Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilatos mandó que se le diese el cuerpo.
−27:59 Y tomando José el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia,
−27:60 y lo puso en su sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue.
−27:61 Y estaban allí María Magdalena, y la otra María, sentadas delante del sepulcro.
-27:62 Al día siguiente, que es después de la preparación, se reunieron los principales sacerdotes y los fariseos ante Pilatos,
−27:63 diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.
−27:64 Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.
−27:65 Y Pilatos les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.
−27:66 Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia.
−28:1 Pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María, a ver el sepulcro.
−28:2 Y hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella.
−28:3 Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve.
−28:4 Y de miedo de él los guardas temblaron y se quedaron como muertos.
−28:5 Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado.
−28:6 No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.
−28:7 E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho.
−28:8 Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos. Y mientras iban a dar las nuevas a los discípulos,
−28:9 he aquí, Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron.
−28:10 Entonces Jesús les dijo: No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán.
−28:11 Mientras ellas iban, he aquí unos de la guardia fueron a la ciudad, y dieron aviso a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían acontecido.
−28:12 Y reunidos con los ancianos, y habido consejo, dieron mucho dinero a los soldados,
28:13 diciendo: Decid vosotros: Sus discípulos vinieron de noche, y lo hurtaron, estando nosotros dormidos.
−28:14 Y si esto lo oyere el gobernador, nosotros le persuadiremos, y os pondremos a salvo.
−28:15 Y ellos, tomando el dinero, hicieron como se les había instruido. Este dicho se ha divulgado entre los judíos hasta el día de hoy.
−28:16 Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado.
−28:17 Y cuando le vieron, le adoraron; pero algunos dudaban.
−28:18 Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.
−28:19 Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
−28:20 enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.
Con ello Mario concluye la lectura del Evangelio y con un gesto parece invitar a Javier a que realice sus propios comentarios.
−Bueno, queda claro que en esta parte del Evangelio de San Mateo, José de Arimatea es uno de los principales protagonistas al dar sepultura al Hijo de Dios y que como consecuencia de ser el propietario de la tumba recaerían sobre él, con toda probabilidad, las principales acusaciones de robo del cadáver del supuesto resucitado −retoma Javier su intervención−. Sigamos pues hablando de nuestro interesante personaje, aunque lo que ahora voy a decir solamente consta en documentos apócrifos. Cuando José de Arimatea era ya de nuevo libre fue, al parecer, muy consciente de los múltiples enemigos que se había ganado y puesto que no deseaba ser de nuevo capturado acabó huyendo con otros seguidores de Cristo hacia el oeste. Es así como, al cabo de un tiempo, José desembarcó, junto a su preciada reliquia y su séquito de acompañantes, en algún lugar del sur de Francia y a partir de aquí es cuando tanto el Cáliz como él desaparecerían para el resto del mundo.
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