Kitabı oku: «Limbo»

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Título:

Limbo

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

© De la traducción: Javier Calvo

Copyright © Dan Fox, 2018

Título original: Limbo

Edición original: Fitzcarraldo Editions, 2018 Great Britain

Primera edición: 2020

Diseño de la colección: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-55-3

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados.

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“Y allá donde llego, no hay luz alguna”.

DANTE ALIGHIERI, La divina comedia (c.1320)

“Empezar… empezar… ¿cómo empezar? Tengo hambre. Debería conseguir un café. El café me ayudaría a pensar. Quizás debería escribir algo primero y luego premiarme con café. Café y una magdalena. Muy bien, pues necesito decidir los temas. Quizás la de plátano y frutos secos. Es una buena magdalena”.

Adaptation (2001)


Una mañana de agosto de 1986 apareció un tiburón de ocho metros incrustado en el tejado de una casa adosada de Headington, una zona residencial de las afueras de Oxford. Parecía haber caído de cabeza desde las nubes, aunque no constaba que la noche anterior se hubiera producido ningún extraño diluvio donde cayeran chuzos y condrictios de punta. Como todos los tiburones, apareció de golpe y sin pedir permiso. Clavado en el tejado de pizarra, maldiciendo al cielo con la cola, aquel nuevo añadido a las soñadoras torres de Oxford dividió a los vecinos de la zona. “Ooh, me pone furiosa, es una puñetera monstruosidad”, dijo una vecina. “A ver, los tiburones no vuelan, ¿verdad que no?”. Tenía razón. No apareció ningún testigo de un tornado de tiburones.

El Ayuntamiento de Oxford intentó sacar de allí al depredador. Primero alegaron problemas de seguridad pública, luego cambiaron de táctica y acusaron al tiburón de violar las regulaciones de planificación urbana. El tiburón no dio su brazo a torcer. Entonces empezó una larga batalla. Al final el destino del pez fue puesto en manos del gobierno central y en 1992 el Departamento de Medio Ambiente, instado sorprendentemente por el ministro conservador Michael Heseltine, dictaminó que podía quedarse. “Como es comprensible, al Ayuntamiento le preocupa sentar precedentes”, escribió el inspector gubernamental Peter MacDonald. “En principio, nuestra preocupación es muy sencilla: que proliferasen tiburones (y Dios sabe qué más) clavados en los tejados por toda la ciudad. Pero es un miedo exagerado. En los cinco años transcurridos desde la erección del tiburón, no se han producido otros casos. Sólo ha habido una propuesta muy recientemente de instalar bebés tiburones gemelos en Iffley Road. Pero cualquier sistema de control debe dejar un poco de sitio a lo dinámico, a lo inesperado, a lo directamente excéntrico. Por consiguiente, recomiendo que se permita la permanencia del Tiburón de Headington”.

El monstruo –genus Sin título 1986– lo había construido con fibra de vidrio el artista local John Buckley. Había instalado su escultura al amparo de la noche, a modo de conmemoración del cuarenta y un aniversario de la detonación de la bomba atómica Fat Man sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Para Buckley se trataba de una expresión indirecta de indignación por la amenaza existencial de la aniquilación nuclear. Sin título 1986 llegó el mismo año en que Gorbachov mencionó por primera vez la Glásnost. Corrían los tiempos de Chernobyl, la Campaña para el Desarme Nuclear y el Campamento Pacifista de Mujeres de Greenham Common. Aquella primavera se había visto por los cielos de Oxfordshire un grupo de cazas Raven de la USAF despachados desde la cercana base aérea de Upper Heyford, de camino a bombardear Trípoli. “Sólo me viene una pregunta a la cabeza: ¿por qué?”, preguntó en la escena de los hechos un desconcertado reportero de la BBC. Bill Heine, personalidad radiofónica local y propietario de la casa, exclamó: “El tiburón quiere representar a alguien que se siente completamente impotente y hace un agujero en su tejado movido por una sensación de impotencia, rabia y desesperación”. Heine, expatriado estadounidense, ya tenía reputación previa de molestar a los residentes de Oxford. Había practicado esta disciplina en calidad de dueño de dos cines independientes, para cuyas fachadas había encargado esculturas de gran tamaño: un par de piernas en alto de bailarina de can-can en el Not the Moulin Rouge, a unos centenares de metros del tiburón, y, desafortunadamente, las manos enguantadas de Al Jolson sobre la entrada del Penultimate Picture Palace, en el cercano Cowley. Según un hombre de mediana edad al que la BBC entrevistó con motivo de Sin título 1986, estarían mejor sin Heine: “Crecí en esta ciudad y en mi opinión la mayoría de gente de aquí está completamente harta de las tretas publicitarias de ese tarado canadiense [sic], y si hay alguien en el Gran Público Británico que quiere que se lo mandemos gratis, se lo podemos mandar hoy mismo”.

Crecí en el pueblo cercano de Wheatley, a unas millas al este de Oxford. El autobús 280 atravesaba Headington cada vez que iba y volvía de la ciudad, y en ambas direcciones pasaba frente al tiburón. El tiburón marcaba la distancia. Señalaba el momento de levantarse para tocar el timbre y pedir parada cuando te acercabas al centro, y cuando estabas volviendo a casa con el último autobús del viernes por la noche, medía el tiempo que te quedaba antes de que los borrachos repararan en ti y se dieran cuenta de que te intentabas escapar en Wheatley. Yo cumplía diez años en la época en que apareció la escultura de Buckley. Me pareció graciosa y creí que debería haber más gente que se instalara peces gigantes en los tejados. En la primera adolescencia, pasaba tantas veces por delante de aquel Tiburón de Spielberg de pueblo que se acabó volviendo algo común y corriente para mí, prácticamente invisible. A los veintipocos años ya estaba trabajando como crítico de arte profesional. Arrogante y lleno de opiniones firmes, las pocas veces en que me fijaba en el tiburón lo consideraba un simple chiste burdo y plano en forma de escultura. Me pasé años sin volver a pensar en él.

Durante una visita a mis padres a principios de 2018, cogí el autobús 280 de Wheatley a Oxford. Nada más entrar en Headington, sentí un impulso repentino de bajar a inspeccionar de cerca el tiburón y después recorrer a pie las dos millas restantes hasta la ciudad. Era como si estuviera respondiendo a una señal misteriosa que generaba la escultura. Como si los monolitos superinteligentes de 2001 Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, hubieran decidido que la técnica más convincente para guiar a la humanidad al siguiente nivel de la evolución era asaltar los pueblos residenciales en forma de peces surrealistas. Haciendo lo posible para aparentar despreocupación y no parecer un tarado, me planté delante de la casa y me quedé un rato mirando la obra de Buckley. Aquel rascacielos de Headington iba a cumplir treinta y dos años embutido entre las chimeneas, y a mí me faltaba poco para los cuarenta y dos. La década que había pasado viviendo en Nueva York me había desfamiliarizado con él. El símbolo de frustración de Buckley se había vuelto a hacer visible. Me acordé de otra escultura sin título que había visto, obra de un artista que sentía curiosidad acerca de por qué dejamos de prestar atención a las imágenes y los objetos cuanto más tiempo pasamos con ellos. En 2007, Simon Martin hizo una figura de bronce que sólo consideraba “activada” si le colocaba al lado un limón fresco de cultivo ecológico. Si no había limón, o bien si el cítrico se había podrido, Martin dictaminaba que la obra estaba incompleta. El acto de reemplazar la fruta todas las semanas o cada dos semanas era análogo al hecho de regar las plantas, un recordatorio para no permitir que lo familiar se volviera invisible y quedara abandonado. En 2018, el espectro del conflicto nuclear, las tensiones con Rusia, el resurgimiento de la derecha y las protestas lideradas por mujeres en las calles estaban de vuelta en las noticias. Limones frescos para la escultura de Buckley.

Qué extraño debió de resultarle a la gente verla en 1986, cinco años antes de que Damien Hirst convirtiera un tiburón taxidermizado en una obra de arte icónica de la década de 1990, décadas antes de que aquella clase de obras pop-cómicas se hicieran más comunes, el típico espectáculo que te podías encontrar instalado en el Cuarto Pedestal de Trafalgar Square, en Londres, o ayudando a camuflar por medio del arte la propiedad privada de una plaza de Nueva York. Me vino a la cabeza una pregunta que me había hecho una vez un alumno: “¿Cuándo tiene lugar una obra de arte?”. En primer lugar, en el momento de su producción: primero en la mente, después en el estudio y por fin al exponerse, cuando sus partes constituyentes encajan en el contexto. En segundo lugar, cuando el arte se encuentra con su audiencia y emergen discordancias, productivas o no, entre la intención creativa y la recepción. Después la obra de arte puede seguir resonando, o bien puede dejar de suceder y caer en la obsolescencia estética e intelectual durante años, y quedarse cogiendo polvo en un estante hasta que cambian los tiempos, hasta que vuelve a estar de moda o regresa a la conversación seria. (Los relojes averiados dan la hora dos veces al día y todo eso). Si la obra de arte tiene suerte, algo en ella capta la atención de una generación más joven, que le quita las telarañas y, al quitárselas, descubre algo completamente nuevo que apreciar.

Quería entender porqué se había refrescado mi interés por el monstruo de Buckley. No se me ocurría ningún argumento para declararlo una Gran Obra de Arte. Y tampoco necesitaba mi defensa. El poder de Sin título 1986 residía en su terquedad. Un chiste cósmico sobre la responsabilidad política y la muerte que había sobrevivido los muchos cambios de ciclo como para empezar a resultar perversamente graciosa ahora que la historia se repetía.

Las señales a las que yo estaba reaccionando eran más personales.


El Tiburón de Headington marcaba otro hito además de la distancia a Wheatley y desde Wheatly. Se había quedado clavado en tierra casi exactamente un año después de que mi hermano mayor, Karl, se hiciera a la mar. Dieciséis años mayor que yo –mi otro hermano, Mark, me saca catorce–, Karl empezó a trabajar en barcos a principios de los 80, después de servir cuatro años en la Royal Navy. Ahorró dinero haciendo trabajillos en el pueblo hasta reunir lo bastante para llegar al Sur de Francia, donde encontró trabajo de tripulante de yates por el Mediterráneo y luego transportando veleros por el Atlántico. En 1985, cuando yo tenía nueve años, se unió al equipo del Norsk Data GB, uno de los participantes de la Vuelta al Mundo en Yate Whitbread (que ahora es la Travesía Oceánica Volvo). Hay una fotografía de mí tomada el día en que Karl zarpó de Portsmouth para iniciar el primer tramo de la competición. Después de los abrazos de despedida en el muelle, mi familia se metió a toda prisa en el coche para llegar a una playa cercana y poder presenciar el inicio de la carrera. En la foto llevo puesta una camiseta y unos pantalones cortos y estoy diciendo adiós con la mano al horizonte. La fotografía me la hicieron desde detrás. La costa es de un color blanco neblinoso quemado por el sol. En el mar se ven velas mayores y espináqueres. Esa imagen de mí visto desde fuera se convirtió en mi recuerdo principal de la última vez que Karl estuvo en aguas británicas.

Nuestra familia ya estaba acostumbrada a que mi hermano pasara temporadas largas fuera de casa. A principios de los 80, no todos los meses sabíamos dónde estaba, salvo por alguna que otra postal que nos mandaba. Un mapa en colores vivos de Antigua y Barbuda. Una ballena en el Atlántico, con matasellos de las Azores. Nos telefoneaba desde algún puerto del Mediterráneo pero se quedaba sin monedas para la cabina. “Eh, soy Karl, estoy en Espa---BIIIP BIIIP CLONK”. Seguíamos la vieja máxima de que la falta de noticias es una buena noticia, y nuestros padres predicaban con el ejemplo. Comprensivos e incansables, animaban a Karl a ver mundo porque no querían que ni él ni ninguno de nosotros se viera sometido al control de las instituciones ni de las expectativas sociales, como les había pasado a ellos. A mi padre le había pasado con el sacerdocio católico, que había dejado para casarse con mi madre a mediados de los 70. A mi madre, con las comunidades agrícolas rurales del norte metodista de Gales. La vida en un pueblo de Oxfordshire no estaba hecha para Karl.

En la Colinas de Chiltern, al otro lado de la frontera de Buckinghamshire con Oxfordshire, hay una torre de telecomunicaciones de 340 metros de alto. Construida a principios de los años 60, la Torre Stokenchurch BT es una columna de cemento marrón coronada de antenas, parabólicas y tambores de transmisión. Se eleva a once millas al este de Wheatley, dominando una escarpadura situada a un centenar de metros de la autopista M40, que conecta Oxford con Londres. Nuestra familia le puso a la torre el apodo “el Cohete de Karl”. Los vuelos espaciales, los cohetes y la aerodinámica se contaban entre los entusiasmos de adolescencia de mi hermano, que por lo demás se sentía alienado en la escuela. Yo escuchaba una y otra vez el disco de siete pulgadas de recuerdo del primer alunizaje que tenía Karl, y como fan preadolescente de la ciencia ficción que era, disfrutaba imaginando travesías espaciales. El Cohete de Karl funcionaba como explicación de su ausencia. Representaba un lugar distinto, una estación repetidora que le traía mensajes al Tiburón de Headington y devolvía sus respuestas. La tierra orbita alrededor del sol a una distancia que los astrónomos han apodado la “Zona Ricitos de Oro”, ni demasiado caliente ni demasiado fría. Me he preguntado a veces si ésa no será la zona en que Karl prefiere orbitar el lugar de donde viene: lo bastante lejos como para saber qué hay en el espacio profundo, pero todavía recibiendo el calor y la preocupación de su familia. Me imaginaba a Karl dentro del nido de antenas, pilotando la torre hasta planetas lejanos y mandándonos informes desde la Zona Ricitos de Oro. Yo consideraba que su dominio era el mar, pero para un niño del interior de Oxfordshire, lo mismo podría haber sido el espacio exterior.

El mismo mes en que el Tiburón de Headington me hizo una señal para que me bajara del autobús, yo tenía que estar escribiendo este libro. Y este libro tenía que ser otro libro. (¿Acaso todos los proyectos de escritura no se desvían de su rumbo y divagan hacia destinos nuevos? Las excepciones posibles son los manuales de uso de los coches, los textos médicos y los protocolos para lanzar misiles nucleares. En esos géneros es mejor no perder el hilo). Originalmente ésta iba a ser una colección de ensayos de viajes diseñada para arrojar luz colectivamente sobre una serie de Temas Importantes que se revelarían más tarde. Una gira por China con mi banda de música; seis semanas a bordo de un carguero, desde el Estuario del Támesis hasta Shanghai; mi visita a una comuna del Norte de California; y un puñado de postales más. El libro incluso tenía un título provisional, pero había cometido el error de ponerle nombre al bebé antes de mirarle a los ojos. Una Lisa a quien le quedaría mejor Luisa. Un Benny que debería haber sido un Lenny. Empezó la escritura y pronto quedó claro que era incapaz de añadir territorio nuevo a la literatura de viajes, como no fuera simple grava para tapar un vertedero. Luego vino una racha de crisis personales. Descarrilamientos significativos, aunque demasiado vulgares como para echarles tinta. La necesidad urgente de contar mis viajes se encogió hasta quedar minúscula.

La escritura renqueaba. La escritura se arrastraba. La escritura se detuvo. Las palabras se volvieron viscosas y encallaron. Durante un tiempo la única escritura que produje fueron mensajes de texto a una amiga íntima de Los Ángeles y un intercambio de postales con un escritor que vivía a media milla. Me habría gustado salir de mi depresión escribiendo, como Anthony Trollope, que afirmaba que empezaba el día a las 5:30 y escribía 250 palabras cada quince minutos durante tres horas. Ya era demasiado viejo para la metodología de “vivir rápido” de Robert Louis Stevenson, que había escrito 60.000 palabras de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde en seis días gracias a la cocaína. Al final decidí saquear unos cuantos pedazos del libro de viaje y abandonar el resto en un arcén de la carretera.

Gene Fowler –periodista y guionista, prolífico en ambas actividades– decía: “Escribir es fácil. Lo único que tienes que hacer es mirar fijamente una página en blanco hasta que se te formen gotas de sangre en la frente”. Mientras pasaba los días esperando a que se me abrieran las heridas de la frente –era demasiado aprensivo para acelerar el proceso mediante la autotrepanación–, me puse a tocar el piano. Practicaba escalas y revisitaba piezas musicales que había aprendido de adolescente. Una composición sencilla de Claude Debussy, dos o tres éxitos antiguos de Bowie. Intenté destrozar un par de temas de un cancionero de Kurt Weill, pero lo dejé antes de que el fantasma de Lotte Lenya pudiera vengarse y me pasé a la pintura. Después de licenciarme en la facultad de Bellas Artes en el 98, había pintado muy poco. Estaba oxidado, y decidí confinar mis pinceladas puertas adentro, una actividad estrictamente privada. La pintura me ofreció oxígeno cuando la escala 1:1 de reproducción de las palabras de la mente a la página me estaba resultando asfixiante. Estimulaba operaciones arbitrarias entre la mano y el ojo. Todo un bálsamo. Pinté imágenes de follaje vegetal y retratos malos a partir de fotografías del iPhone. La mente afligida encuentra consuelo en rincones extraños.

Me sentía a la deriva. ¿Pero acaso esa parálisis no se llamaba “bloqueo”? “El término mismo es pomposo”, nos dice Joan Acocella. “Sugiere que los escritores tienen dentro pozos enormes de creatividad a los que simplemente se ha tapado el acceso”. Geoff Dyer dice que el bloqueo del escritor es un topicazo perezoso, incluso escatológico. Prefiere el término “miedo del escritor”. “Ése sí que es un tema para un ensayo, si alguien se atreviera a escribirlo”. Me acordé de Everett, el protagonista de Amnesia Moon, de Jonathan Lethem, que atraviesa una América postapocalíptica en la que nadie se pone de acuerdo en cómo ha tenido lugar la catástrofe que ha terminado con el mundo. Ciudades sin ley aterrorizadas por señores de la guerra pirados por los coches. Un paisaje cubierto de densa niebla verde. Una comunidad gobernada por la suerte. Mucho para elegir. Me daba la sensación de estar en la Tierra de Nadie, en la Dimensión Desconocida, en el Mundo del Revés, en el yermo, el desierto y el páramo. En el banquillo, entre bastidores, en espera, aparcado, en hibernación, criogenizado, cogiendo polvo, cogiendo moho. Empantanado y moribundo, enfangado en aguas cenagosas. Atascado, atorado, congestionado, atragantado, encallado, emparedado, impedido y obstaculizado. Perplejo, estupefacto y bloqueado. Con un hueso atascado en la garganta. Con un calcetín en la boca. Y también: dando tumbos, a la deriva, sin ancla, sin amarrar, desamarrado, arrastrado por la brisa. Entre la espada de los tropos y la pared de los topicazos. Atrapado en el limbo.


Me imagino el limbo como una extraterritorialidad sin muros, sin esquinas, ventanas, entradas ni salidas. También me lo puedo representar como un océano y un páramo desierto. O como un vacío completamente negro que se ha tragado toda la luz y toda la materia, y amenaza con una muerte sublime. “¡Qué extraño lugar, este limbo!”. Samuel Coleridge se imagina “tiempo y espacio baldío / con atroz deseo de huida, incapaces de moverse / pugnan por una postrera media existencia crepuscular”. (Tal como advertía al público el Alien de Ridley Scott, “En el espacio nadie puede oírte gritar”). El limbo puede recordar a una gran zona de nada blanca. Un espacio de perfección minimalista con aspecto de ciclorama infinito gigante o de interior de museo de arte contemporáneo. En su ensayo “Dentro del cubo blanco”, el artista y crítico Brian O’Doherty describe los efectos de los espacios “sin sombras, blancos, limpios, artificiales” de la galería de arte, donde las obras “existen en una especie de despliegue en la eternidad, y aunque hay mucho ‘periodo’ (moderno tardío) no hay tiempo. Esta eternidad le confiere a la galería una condición similar al limbo. Hay que haber muerto ya para estar ahí”. El limbo ocupa el ápice de la sofisticación visual: un loft extradimensional decorado en tonos grises minimalistas de Jil Sander. Vacío y plácido, sin una sola réplica de butaca Eames que interrumpa la elegancia anodina. Ni desorden ni color ni vida. Ni rastro de ornamentos recalcitrantes; a Adolf Loos le habría encantado el limbo. En palabras de Harold Pinter, “una tierra de nadie, que nunca se mueve, que nunca cambia, que nunca envejece, que permanece siempre helada y silenciosa”. (Y llena de temor: “Nomaneslond” era como se llamaba en el Siglo XIV a los lugares de ajusticiamientos que había al norte de las murallas de la ciudad de Londres). Sin días ni noches ni estaciones. “Lánguido espacio”, lo llamó Coleridge. ¿Pero lo es? Por definición representa un espacio intermedio. El limbo aparece al borde mismo del alba y del crepúsculo. Es una palabra-umbral que se usa en las conversaciones que uno tiene en la hora mágica.

Limbo: esa primera consonante sólida, seguida de la nada anular y simbólica al final de la segunda, y el sonido deliciosamente mudo que ambas cantan juntas en inglés. ¿Cómo se define una nada secular a la que se puede arrojar cualquier cosa? Son muchas las permutaciones de esta zona verde. Para los fans de los cómics, el Limbo de los Comics es donde los editores de DC arrojan a los personajes ya viejos o a los no deseados: Animal Man, Merryman, Ace el Bati-Sabueso, The Gay Ghost. En la última entrega de la trilogía Matrix, de las Hermanas Wachowski, el limbo aparece en forma de anagrama en la estación de metro de la Avenida Mobil, y en la película de acción Origen, de Christopher Nolan, es el nombre de un “espacio onírico sin reconstruir” al que se retira una pareja de amantes. El espíritu libre que da título a la novela surrealista de 1928 de André Bretón, Nadja, anuncia: “soy el alma en el limbo”. Cuando está recluida en el sanatorio de Vaucluse, el narrador comenta: “Lo esencial es que no creo que para Nadja haya mucha diferencia entre el interior de un manicomio y el exterior”. The Man From Limbo es una novela que escribió en 1930 el guionista de Hollywood Guy Endore, más tarde incluido en las listas negras por comunista; su limbo es la pobreza de la que trata de escapar el héroe del libro, y donde más adelante Endore vería terminar su carrera. The Man From Limbo también es el título del relato negro detectivesco de 1950 de John D. MacDonald, en el que un veterano del ejército trastornado y sin blanca, coaccionado por su psiquiatra para que se haga viajante, se ve atrapado en un escándalo de corrupción política: el limbo es el lugar donde el trauma de guerra del antihéroe ha confinado su dignidad.

Para los diseñadores de juegos daneses Playdead, Limbo es un videojuego de resolución de rompecabezas silencioso y centrado en el tema de la pérdida. En la película de 1998 de Hirokazu Koreeda, After Life, un centro administrativo y estudio de cine gris procesa a las almas de los que han muerto de camino al cielo. En dicho centro hay trabajadores sociales que ayudan a las almas a identificar sus recuerdos más felices. Luego los muertos esperan con paciencia en el limbo a que les recreen esos recuerdos para poder seguir viviéndolos durante el resto de la eternidad. El subtítulo del libro El limbo de lo perdido, de John Wallance Spencer, promete “Historias reales de misterios marinos”. Limbo District fue el nombre de una banda de corto recorrido pero influyente de Athens, Georgia, durante la década de 1990. Me cuentan que en Marsella hay un bar de barrio que tiene un letrero en el escaparate que declara: “Bienvenue dans les limbes”. Para la compañía cervecera Long Trail del estado americano de Vermont, Limbo es el nombre de una cerveza tipo India Pale Ale. En la etiqueta de la botella hay un esqueleto sentado bajo un árbol de color rojo sangre, que recuerda al del chiste, que entra en un bar y pide una pinta de cerveza y una fregona.

Un problema técnico que presenta estar “en el limbo” es que lo abolieron en 2007. Supuestamente fue por el bien de los niños. Como quien lo abolió fue la iglesia católica, los niños os podrán decir que esto no fue garantía de nada. El limbo ya había sido tachado del catecismo católico en 1997, pero el concepto en sí no había sido oficialmente desmantelado. Después de una consulta de tres años autorizada en 2004 por el papa Benedicto XVI, la Iglesia le entabló las puertas y ventanas de manera definitiva por medio de un informe de 41 páginas de la Comisión Teológica Internacional del Vaticano, de título escueto: “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo”.

Como cualquier religión, a la iglesia de Roma le gusta considerarse el Único Departamento Verdadero de Planificación de la eternidad. Sin embargo, las suyas no son las únicas leyes de zonificación teológicas. Los zoroastrianos promulgan la existencia del hamistagan, un redil para las almas cuyas buenas y malas acciones tienen el mismo peso, y los budistas tibetanos creen en el bardo, un estado de transición entre la muerte y la reencarnación. En el islam, está el barzakh (que viene del término persa que significa “barrera” o “partición”), un periodo intersticial que uno pasa entre la muerte y el Bihar al-Anwar, el Día del Juicio. Según el académico Meir Lubetski, la palabra “lmn”, en sus primeros usos en el seno de las culturas mediterráneas de la Edad del Bronce, significaba un punto en que se encuentran la tierra y el mar o bien un puerto. En latín la palabra limbus, que significa “borde” o “reborde”, describía originalmente las fronteras del Imperio Romano. La palabra evolucionó hasta significar espacios de transición e intermedio. En el uso común de hoy en día, se refiere más habitualmente a un periodo intersticial de incertidumbre mientras se espera una decisión. En ese sentido es otra forma de denominar al misterio. Geografías de puntos ciegos: el Triángulo de las Bermudas, el Área 51. El limbo puede ser la parálisis que provoca ver los antagonismos de la vida desde perspectivas múltiples. También es una estación de paso para el exiliado. O peor, un estado de abandono. La palabra abarca desde la cautividad existencial hasta los estados reales de encarcelamiento. El limbo es un país limítrofe donde esperar con incertidumbre algo, o bien donde pudrirse en la certidumbre de nada.

El cierre de la rama Católica Romana del limbo no trajo cambios discernibles a los asuntos terrenales. La eliminación del limbo del más allá pandimensional por parte del Papa Benedicto en 2007 no provocó que se esfumaran las largas colas de la Oficina de Correos, ni puso fin a las horas de espera en los aeropuertos intentando encontrar la comodidad en unos asientos diseñados por gente que creía que la “ergonomía” se escribía “p-u-r-g-a-t-o-r-i-o”. Todavía hoy en día los autobuses siguen sin llegar a su hora cuando llueve y llegas tarde al trabajo. El mensaje automatizado “Estamos sufriendo un volumen alto de llamadas” sigue otorgándonos el papel de héroes en nuestra aventura personal de Franz Kafka. (Me pregunto qué música para amenizar las esperas te ponen en el limbo. Un dron solitario y sin cambios. Una tipo pasaje-puente perpetuo que nunca da paso al estribillo. Un bucle encallado del tema Windmills of Your Mind: “Round like a circle in spiral, like a wheel within a wheel / Never ending or beginning on an ever spinning reel…”). Las decisiones pendientes sobre relaciones, solicitudes de empleo, exámenes de la escuela, plebiscitos, peticiones de tarjetas de crédito, extensiones de descubiertos bancarios, pruebas médicas, investigaciones gubernamentales, reclamaciones al seguro, comprar una casa, salir del armario, tener hijos, divorciarse, cambiar de sexo, vistas judiciales, vistas de libertad condicional, casos de eutanasia, autopsias y condenas a muerte siguen estando pendientes.

Mientras los teólogos católicos del Papa Benedicto empezaban a cuestionarse su fe y sus ideas metafísicas, Mehran Karimi Nasseri estaba iniciando su decimoquinto año consecutivo de vida en la Terminal 1 del aeropuerto Charles de Gaulle, atrapado sin papeles y sin forma de entrar en Francia ni de regresar a Irán, su país de origen. (Por fin lo admitieron a un futuro incierto en París en 2007, pocos meses después de la abolición del limbo. Quizá el Vaticano supiera algo). En 2013, el soplón de la inteligencia americana Edward Snowden se pasó cuarenta días en el aeropuerto de Sheremetyevo mientras escapaba de las autoridades americanas. La desaparición del limbo tampoco permitió a Constantin Reliu escapar de la suspensión de la ley. El hombre de 63 años regresó a su Rumanía natal después de veinte años viviendo en Turquía para descubrir que lo habían declarado oficialmente muerto, a pesar de presentarse ante un tribunal para disputar su propio certificado de defunción en marzo de 2018.

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