Kitabı oku: «Histe(ó)ricas»

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HISTE(Ó)RICAS

Gafas Moradas

Dana Hart

HISTE(Ó)RICAS

Virginia Woolf, Simone de Beauvoir

y Melanie Klein en el diván


Histe(ó)ricas

Virginia Woolf, Simone de Beauvoir y Melanie Klein al diván

© Dana Hart, 2020

De esta edición: © Editorial Gafas Moradas EIRL, 2020

Calle Navarra 277-301, Pueblo Libre

lizbeth@editorialgafasmoradas.com

Primera edición: julio de 2020

Imagen de la portada: Saúl Herrera en Istockphoto

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total

o parcialmente, sin permiso expreso de la editorial.

ISBN: 978-612-00-5233-4

Nota de la editora

El libro que está en tus manos es un texto escrito por Dana Hart, psicoterapeuta de mujeres y disidentes. Su experiencia profesional la ha llevado a escribir sobre las historias de muchas mujeres que han pasado por su consulta. Como buena y ética terapeuta, no puede revelar las identidades de sus pacientes, pero no es necesario que lo haga. Muchas de las historias que leerás en las siguientes páginas las hemos vivido las mujeres históricamente. Si eres mujer, seguramente te reconocerás en alguna de ellas.

Este texto es un diario de terapia. Las protagonistas (y pacientes) son la escritora británica Virginia Woolf, la filósofa francesa Simone de Beauvoir y la psicoanalista austriaca Melanie Klein, tres mujeres referentes del feminismo. Cada una de ellas se «reúne» con Dana y habla sobre sus miedos, sus frustaciones, sus relaciones, sus fortalezas y más.

Ponte las gafas moradas. Nosotras te acompañamos a mirar el mundo diferente.

Virginia

Lunes 23 de marzo, 18 horas

—¿Por dónde le gustaría comenzar? Generalmente, empiezo por el motivo de consulta, pero esta vez ambas lo tenemos bastante claro, ¿verdad? Usted intentó acabar con su vida y escogió, nada más y nada menos, llenarse los bolsillos de piedras y lanzarse al río.

Entiendo que, afortunadamente, pasó por allí una vecina justo a tiempo...

Me llama la atención que haya escogido el método con el que fracasó Mary Wollstonecraft. ¿Tal vez, inconscientemente, creyó que el abrigo largo podría salvarla?

—Permanentemente, he sentido el peso de una bota encima de mí: es esa sensación de caminar con un fardo inmenso sobre la espalda. A veces es tan pesado que no puedo andar. No me gobierno, no domino mis piernas.

Antes pensaba que era algo químico, físico, que me faltaba comer mejor, que tal vez con un poco de hierro en la alimentación mejoraría, pero no. No he mejorado ni con suplementos vitamínicos ni nada.

Es el peso del entorno social imponiendo sus cadenas desde hace tanto tiempo y de múltiples formas, pues he sido explotada de muchas maneras. Ya sé que mi condición confunde y parezco, a todas luces, una mujer burguesa que nada tiene de falta y de carencia, pero la verdad es que fui explotada toda la vida.

Yo nunca tuve dinero y, para colmo de males, me casé con un hombre que tampoco lo tenía. Al margen de esto, he sido exprimida desde mucho antes de casarme. Podría decir que desde que nací. Primero, lo fui sexualmente. Sí, en mis más tempranos años de la infancia. Luego, mi vida ha sido un constante desgaste por la cantidad de trabajo no remunerado que he realizado desde que mis manos pudieron agarrar una esponja.

Siempre estuve obligada a lavar, cocinar, barrer, pasar el trapo por cada objeto y mesa de la casa. Lo he hecho desde que tengo uso de razón. Ya no me acuerdo cómo era antes de eso. Esa rutina me convirtió en la mujer eficiente que soy ahora, ¿verdad?

El problema es el cansancio que no me deja respirar, que se apoya sobre mis hombros cuando miro, duermo, bebo, como y camino. ¡Qué se le va a hacer! Es un peso gigante.

Eso y, bueno, ya sabe, las perspectivas. Esa imposibilidad de despertar en la mañana y sentirme tranquila con lo que tengo, con lo que soy, pues como un espíritu impulsivo me arrojo inmediatamente por más, más, porque sé que hay algo más afuera, algo que debo alcanzar, algo que me espera.

Es bastante difícil para mí alejarme del impulso grotesco de perseguir ese «algo más». Es una inquietud por afluir como el agua de un río,y en él está esa intensidad que me devora por dentro; aunque está limitada por mi cuerpo de mujer oprimida. Créame, no es fuego, porque no me quema; es agua, pues me ahoga.

Busco el consejo sobre cómo evitar el desborde, el hundimiento. Intento encontrar la manera de dejarme fluir sin barreras, de soltar la carga que me estanca, que me lleva directo al fondo.

—¿Las piedras en los bolsillos representan esa gran carga?

—Creí que me iba a hundir o, mejor dicho, que ya estaba hundida. Padezco de una doble ansiedad, ¿sabe usted? No solo ante el temor a la depredación como cualquier ser humano, sino una angustia ante la posibilidad permanente de violación, de abuso sexual. Doble pánico, doble ansiedad, doble temor.

Miro por la ventana y busco una sombra por los rincones oscuros del paisaje, un asechador, pues siempre creo que hay un espía, alguien capaz de producir un gran daño.

He tenido que colocarme un anillo cuyo reverso tiene un pedacito de madera para poder «tocar madera» constantemente ante cada pensamiento que me invade de manera abrupta y trágica. Algunos dicen que es tierra lo que hay que tocar como una forma de amainar las dolencias.

Me atacan todo tipo de pensamientos que no puedo controlar. Se expresan en palabras, pero también en imágenes. A veces, veo escenas que por supuesto nunca existieron en realidad, pero mi cabeza puede reproducirlas como si se tratara de una película de terror.

Puedo ver violaciones, sangre o actos horrendos sin que sea mi voluntad, sin que mi personalidad denote una característica que tenga que ver con la maldad.

¿Qué me pasa? ¿Por qué me acosan esas voces e imágenes aterradoras? ¿Por qué mis pensamientos se convierten en mi trampa no solo mientras estoy despierta, sino aun dormida?

—Para Freud coexistían, no necesariamente en armonía, tres partes en nuestra psiquis: una a la que llamaba «ello» y es expresada en los instintos; otra que es el «yo», que constituye la respuesta hacia los otros; y un «superyó» que refleja la cultura, el padre o la madre, dependiendo de la visión psicoterapéutica.

Las mujeres, sobre todo aquellas que somos feministas, no poseemos un «ello», ese instinto que generalmente suele ser descrito como agresivo, impulsivo y violento. Lo que nosotras tenemos y padecemos es una «ella». Es decir, el afluente de una niña/mujer con marcada connotación de género que se expresa de forma creativa, artística y, sobre todo, a través de la sexualidad y de nuestras cuerpas. Es una construcción social que no se sujeta necesariamente al cuerpo biológico de una hembra.

Nuestra «ella», o «elle», oprimida en el patriarcado, suele tener una voz trágica, porque en ella repercuten todas las trabas, privaciones y traumas de nuestra infancia.

Ese «ella» es la más impactada por nuestra historia. Te susurra al oído «eso te va a quemar», «ese auto te va a atropellar», «hoy no vas a llegar a casa». Son pensamientos que aparecen inconscientemente y son muy difíciles de manejar, pues reproducen imágenes terribles e involuntarias. Se trata de la respuesta instintiva emergente ante el mundo patriarcal.

La terapia tiene por objetivo descubrir y liberar el «ella», fortalecer el «yo» y suavizar el «superyó». Por eso, es muy importante identificar cuáles han sido las relaciones patriarcales que una persona ha vivido de niñe para poder analizar el presente.

Sí. El «ella» proyecta las ideas trágicas. También nos llena de visiones terribles, nos hace pensar en acontecimientos que tal vez nunca sucedan e incluso nos hace tener miedo en la oscuridad de la noche. ¿Por qué pasa esto? Pues, en parte, porque ese «ella» es como una niña, tiene miedo y fobias nocturnas.

El «ella» nos hace tener ideas que oscilan entre ser atrasadas y audaces al mismo tiempo. Incluso, a veces, nos entristecemos y al instante nos alegramos en exceso. ¡Esa bendita contradicción!

¿Alguna vez has escuchado a una mujer hablar de otra con frases hirientes? Sí, como si estuviera en una competencia interminable de quién es mejor. Por ejemplo, sin que sea intención o voluntad del «yo», escuchamos recurrentemente «qué gorda es esa chica», «qué cejas más feas tiene», «así nunca va a conseguir un novio» y otros comentarios de este tipo. Esto sucede, porque impactaron en el «ella» las interacciones patriarcales a lo largo de los años.

Pero no todo es negativo. También nos regala fortalezas como la fuerza inconmensurable en las mujeres disidentes, la capacidad de resiliencia y de sobrevivir a la barbarie, el impulso solidario o la virtud para alzar la voz cuando todos se quedan absolutamente callados.

El «ella» o «elle» es trágica, teme y anuncia catástrofes, pero a su vez es insurgente, rebelde e indomable. Así como nos puede hacer despertar con comentarios terribles como «qué fea estoy hoy», «qué deprimida me veo» u otras imágenes que amainen más y más el estado de ánimo, puede levantarnos con la voracidad de quien toma el mundo por asalto.

—La palabra depresión es algo que no comprendo. Quisiera no tener que decir que he estado o estoy deprimida. Creo que preferiría no oír a nadie nunca decirlo, porque, sencillamente, no creo que tal estado exista.

Sí, pienso que tal vez sea posible que el «ella» sea esa voz que escucho todo el tiempo. En mi caso, me habla de todo aquello que ha sido reprimido.

Mi estómago ha empezado a rugir, se ha pasado la hora del té y sí que se me ha abierto el apetito...

¿Se puede extrañar una época que no se ha vivido? A veces siento que soy toda reminiscencia, toda reviviscencia, melancolía.

Me despierto bien o me despierto mal. Días buenos, días malos, sin razones. Como si no dependiera de mí esa decisión, como si el estado de ánimo fuese un elemento que me es totalmente ajeno, indomable, algo que se añade o se quita por la noche.

Mi ánimo es como la incontrolable gota de lluvia que cae sin tener abrigo en la madrugada. Fluye en mi cabeza cual nube negra y me percibo como una autómata de mi propio estado de ánimo.

—Hay algunos métodos que pueden ayudarte a fortalecer el control sobre el ánimo y darle peso a esa voz, la propia, que puja por emerger. Por ejemplo, audioleer un libro para cambiar el contenido de nuestra voz, fortalecerla y educarla. Imagínate hacerlo los domingos cuando empieza a oscurecer: escuchar a una escritora feminista que penetre en tu inconsciente la voz de las mujeres que han logrado problematizar sobre nuestro mundo cotidiano.

Karen Horney decía que nuestros malestares son construcciones sociales propias de la cultura. Sufrimos por los males impuestos del patriarcado, no por ríos biológicos de hormonas galopantes intestinas.

Padecemos, porque hemos sido explotadas. Muchas de nosotras hemos sido abusadas, violadas, obligadas a trabajar sin retribución, desprestigiadas, porque los techos de cristal con los que nos hemos topado han sido extremadamente dolorosos en todas las áreas.

Se abre un camino para solucionar nuestras dolencias que no es una pastilla. Lo increíble es creer que en un frasquito vendrá la resolución de un drama histórico que nos aqueja a todes.

Es muy común que las mujeres estén actualmente diagnosticadas con un trastorno de ansiedad, depresión o de personalidad en distintos grados. Más allá de que existan o no estas patologías u otras enfermedades, lo que llama la atención es la elevada extensión de estos diagnósticos.

Si desglosamos y analizamos esta realidad, la mayor parte de los problemas tienen un mismo origen que no suele ser neurológico: el patriarcado. Es decir, la sucesión de experiencias traumáticas realizadas al interior de una sociedad opresiva. ¿Qué hacer?

Simone

Miércoles 25 de marzo, 18 horas

—¿Por qué tomó la decisión de cambiar de terapeuta? ¿Pasó algo malo?

—Hay muchas cosas que necesito discutir, analizar y reflexionar. Muchas de mis contradicciones me invaden en los laberintos del pensamiento. A veces sueño que lo asesino. Tomo un cuchillo y se lo entierro tan profundo que elimino el malestar.

¿Qué tan malo es eso? No lo sé. No creo que soñar con ver morir a alguien es alargarle la vida.

Ya sé que las estadísticas van absolutamente en un sentido opuesto y son los hombres los feminicidas, los que asesinan a cuchillazos a las mujeres, pero siento tanto placer al pensar en enterrarle el cuchillo y verlo caer.

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