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¿Por dónde está la salida?: La vía institucional para enfrentar la crisis política y social en Chile
Gloria de la Fuente González5

Chile ostenta un récord no muy alentador, pero que sirve como metáfora para explicar lo que ha sucedido con el estallido social que se inaugura el 18/O. Somos uno de los países más sísmicos del mundo, la placa oceánica se va hundiendo bajo la continental de manera lenta, acumulando energía de manera imperceptible que cada cierto tiempo se libera y nos sacude con terremotos de magnitud, que ponen a prueba la capacidad de respuesta de nuestras instituciones y el temple de los ciudadanos del país para reconstruir. Algo similar ha ocurrido en este tiempo con la acumulación de malestar que varios estudios venían diagnosticando y que algunos ignoraron, pero que, finalmente, se ha traducido en una explosión social que evidencia una fractura profunda en la sociedad chilena, que dejará huellas relevantes en nuestro modelo de sociedad y, sin duda, que demoraremos muchos años en entender y encauzar.

Por cierto, no es la primera vez que ello ocurre ni en nuestra historia remota ni en la reciente. Ya en 2006 y en 2011 vimos como un movimiento multitudinario de estudiantes se manifestó a través de protestas masivas que expresaban el clamor por un cambio. Las movilizaciones de esos años trajeron en los años siguientes un conjunto de otras manifestaciones de carácter sectorial como el medioambiente, la previsión, género o diversidad sexual. Todas ellas, sin embargo, tenían como denominador común la denuncia hacia un sistema que propiciaba la desigualdad y relegaba a importantes sectores de la población. Estos movimientos son, sin duda, un antecedente de este malestar que encontramos en las calles y se expresa con fuerza, pero que, a diferencia de los anteriores, no tiene liderazgos nítidos ni una demanda concreta, más allá de la que está en el origen, que es una protesta por el alza del pasaje del Metro de Santiago (transporte de trenes subterráneos). Lo que se ha ido acumulando en Chile, conforme el estallido social ocurre y ha continuado en las manifestaciones, es la articulación de un discurso que tiene dos denominadores comunes: la justicia social como la contracara de la desigualdad objetiva y subjetiva que existe en Chile y el abuso de poder como una cuestión intolerable y que tiene como principal flanco el descrédito generalizado de las instituciones. Todo lo anterior, gatillado por una serie de fenómenos que las instituciones de la política fueron incapaces de atender y canalizar suficientemente desde la reinauguración democrática.

El presente capítulo desarrollará un análisis de los caminos de salida de la crisis político-social en Chile a partir de un diagnóstico sobre los elementos gatilladores del estallido social, el contenido de la demanda y como consecuencia de ello, el derrotero que debiera trazar una salida institucional del mismo.

1. El origen de la crisis

Es evidente que el estallido social del 18/O no fue un acto de generación espontánea. En efecto, como sucede con fenómenos sociales de esta magnitud, tenemos una multiplicidad de variables endógenas como exógenas a nuestro sistema político que lo explican, probablemente algunas más evidentes, otras que seguramente solo tendremos capacidad de mirar en la perspectiva del tiempo.

Desde el punto de vista de las variables exógenas, es decir, aquellas que afectan a los distintos sistemas políticos asumiendo también las particularidades de cada realidad local, la crisis de la democracia representativa es el telón de fondo del problema. Dicha realidad tiene que ver, por una parte, con las propias limitaciones que tiene la representación y la democracia liberal para hacer frente a un ciudadano cada vez más demandante y articulado en el espacio público. Sobre esto hay abundante literatura en la ciencia política que no es el caso desarrollar en este capítulo6 . No obstante, lo que sí es cierto es que este cuestionamiento a las formas de representación y la crítica creciente a las elites políticas es parte del mapa de democracias en transformación en el mundo entero7 .

Desde el punto de vista de las variables endógenas, no hay duda de que el punto de inflexión de nuestra democracia se sitúa en el movimiento estudiantil que surge en 2006 y que resurge en 2011. Ambas situaciones, consideradas para estos efectos “coyunturas críticas”, es decir, momentos formativos que alteran definitivamente ciertos componentes al interior de la democracia chilena (Capoccia and Kelemen, 2007, Pierson y Sckocpol, 2008), son a su vez consecuencia de procesos políticos de más largo aliento en Chile. Señalamos, entonces, que es este el momento fundante de un nuevo tipo de movimiento social que viene a cambiar de manera definitiva el mapa de la democracia chilena reinaugurada en 1990 (Avendaño, 2014; Ruiz, 2015)8. En efecto, refiriéndose al movimiento estudiantil, Avendaño (2014) señala: “Pese a las diferencias y a las disputas internas, el movimiento estudiantil del 2011 logró influir en el cambio de agenda por parte del gobierno, e incluso llegó a provocar tensiones en el propio gobierno. Adicionalmente, sacó a relucir el déficit de representación y las limitaciones que el ‘pacto de la transición’ había permitido mantener hasta ese momento. Frente al debilitamiento de la oposición, y en especial la pasividad que tuvieron los partidos de la Concertación, el movimiento estudiantil asumió una ‘oposición social’ y pudo desarrollar acciones de contención ante medidas que el gobierno pretendía adoptar”.

La emergencia de este movimiento social generó una nueva forma de articulación en el espacio público que no había tenido lugar en Chile desde la recuperación de la democracia en 1990 y, antes de ello, en la organización de las manifestaciones contra la dictadura. En efecto, tal como muestra el estudio de PNUD (2020) Auditoría a la Democracia para el periodo 2008-2018, desde el año 2012 se observa un aumento significativo de la participación en acciones políticas como: donar dinero para una actividad social o política, participar en una huelga, asistir a una marcha o manifestación política, usar redes sociales para expresar opinión en temas políticos o firmar una petición.

El movimiento estudiantil en Chile ocurre, tal como señala Sydney Tarrow (1994), “como resultado de la creación o expansión de oportunidades. Son un signo de la vulnerabilidad del Estado ante la acción colectiva y generan oportunidades para los demás”. En efecto, debates no resueltos desde la recuperación de la democracia en Chile y la ausencia de mecanismos institucionales de participación para canalizar demandas, generaron condiciones propicias para la emergencia de esta movilización, como variables endógenas de la democracia chilena. Aunque, por cierto, es preciso reconocer que se vio amplificada, por cuanto su emergencia coincide con el movimiento global de los indignados que tiene lugar en varios puntos del globo (De la Fuente, 2013). Siguiendo a Arditi (2012) lo cierto es que la existencia de estas “insurgencias” pueden cambiar las prácticas políticas y los ejercicios de formulación de las políticas públicas, tal como ocurrió con posterioridad en el caso chileno.

Parte importante de la disputa que emerge con el estallido social es la interpretación sobre el legado político institucional después de tres décadas de reinaugurada la democracia. En efecto, la consigna de “no son 30 pesos, son 30 años” alude a esa realidad que encuentra una diversidad de interpretaciones incluso en los actores, sectores y partidos que fueron parte de los gobiernos de la Concertación.

Por un lado, hay quienes reconocen en la evolución de la democracia chilena avances importantes aun en condiciones en que parte importante del entramado institucional sobre la cual se construyó fue diseñado por una Constitución política resuelta en dictadura. En efecto, se señala que de las complejas condiciones que generaron una transición a una democracia “protegida” o limitada —tal como señalaban los propios partidarios del texto constitucional de 1980— pasamos a una democracia en forma, como señala Agustín Squella (2019) “no plena y menos todavía perfecta”, pero que, con bemoles, goza de salud y también de síntomas preocupantes que es necesario atender. Esta democracia generó mecanismos de corrección, como aquellos derivados de las reformas constitucionales de 2005 que, entre otras cosas, significaron eliminar dos de los enclaves autoritarios más relevantes como la subordinación del poder militar al poder civil y la eliminación de los senadores designados. Del mismo modo, producto de las movilizaciones sociales que tuvieron lugar hace una década en Chile, se generaron también las condiciones institucionales para impulsar reformas tan relevantes como la del sistema electoral que, entre otras cosas, permitieron un cambio relevante de la representación parlamentaria en la elección que tuvo lugar en 2017.

Por otro lado, los sectores más críticos han señalado que las condiciones en que se produjo una transición pactada con “acuerdos adaptativos y pragmáticos” (Garretón; 1999) dio lugar a una democracia semisoberana que optó por un camino de reforma, manteniendo algunas de las instituciones del antiguo régimen (Huneeus; 2014), que fueron la Constitución Política de 1980 y la permanencia de Pinochet como comandante en jefe del Ejército hasta 1998. Esto no solo determinó de manera sustantiva las formas institucionales de nuestra democracia (reglas del juego), sino que también, condicionó las creencias, los valores y el comportamiento de los sujetos que, habiéndose movilizado para presionar por el fin de la dictadura, no fueron después considerados para ser parte de los acuerdos en la instalación de la democracia.

Lo anterior, produjo no solo un distanciamiento relevante entre la ciudadanía y las instituciones políticas, que se tradujo en grados crecientes de desconfianza en instituciones como el Parlamento y los partidos políticos, sino que también, un debilitamiento en general del estatus y relevancia de lo público (De la Fuente, 2013); por cierto, este fenómeno fue acelerado por diversos escándalos de corrupción que solo contribuyeron a agudizar la crisis. Lo que se agota, en este contexto, es un orden institucional que es fruto de una transición que generó múltiples huellas en la democracia. Es esto lo que en parte plantea cierta paradoja en las mediciones sobre el desarrollo o la calidad de la democracia, que han catalogado desde hace décadas a la democracia chilena como una de las más desarrolladas de la región, junto con Costa Rica y Uruguay, no obstante, escondía bajo la superficie una serie de déficit relevantes, especialmente en la fractura de la relación entre los ciudadanos y las estructuras de representación9 . Tal como señala Garretón (1999): “…los problemas fundamentales del país post-transición tienen que ver con la organización de la polis, de la capacidad de conducción, de hacer que en la política se expresen los problemas culturales y sociales… Lo que hay es una crisis de la capacidad y de la actividad política para dar cuenta de lo político y no girar en torno a sí misma. A la larga el riesgo es que ello lleve a una crisis de legitimidad”.

El reemplazo de la Ley Orgánica Constitucional de Educación (una de las leyes de amarre de la dictadura) por la Ley General de Educación en Chile —propiciada a partir de la movilización de estudiantes secundarios el año 2006— solo modificó en parte la institucionalidad de educación en Chile, pero no generó un cambio relevante para los altos niveles de segregación en el sistema, ni ayudó a corregir tanto la desigualdad de ingreso como de resultado al sistema educativo. Ello explica —más allá de la perplejidad del mundo político sobre las movilizaciones estudiantiles de 2011 y el inusitado apoyo que alcanzaron sus demandas— que los temas de agenda pública que instaló el movimiento estudiantil coincidieran con la idea de justicia social, de “fin al lucro” o, incluso, de cambio a la Constitución (De la Fuente, 2013). Se trata, en otras palabras, de un debate que permanecerá vigente en tanto, se refiere a una dimensión de proyecto de la sociedad (enjeu) que se sostiene en una pugna de carácter ideológico y que se sustenta en base a una resistencia contra la inspiración de un modelo que se impuso en otro contexto político y social en Chile, incluso más allá de sus correcciones durante los gobiernos democráticos. Ese punto de inflexión no atendido con la profundidad de su contenido aún, cuando en el segundo gobierno de la ex presidenta Bachelet hubo un intento, a partir de un programa que abordaba una serie de reformas estructurales, está en la base del origen de este malestar que se expresa con posterioridad en el estallido social.

2. La tormenta perfecta y el estallido social

Lo primero que es relevante reconocer es que en lo más profundo de la protesta aquello que hemos llamado “malestar” es, en realidad, una profunda sensación de desigualdad y de injusticia social que se expresa no solo en datos objetivos de desigualdad (medida por el Gini) y una mala distribución del ingreso (el 1% de la población concentra casi el 25% del PIB), sino que en la percepción subjetiva de maltrato y de un modelo de desarrollo que si bien ha logrado derrotar la pobreza y otorgar mayor bienestar, a partir de un conjunto de políticas públicas implementadas por los distintos gobiernos desde que se recuperara la democracia en 1990, no ha logrado en varios aspectos, superar las desventajas de un modelo altamente concentrador e individualista, que tiene como telón de fondo, además, una crisis de confianza en todas las instituciones relevantes de la sociedad chilena (ver gráfico N°1), que en su mayoría han enfrentado escándalos de corrupción en los últimos años. Por eso la crisis social es también una crisis de la política y de liderazgo, no hay actores legitimados con la suficiente fuerza para enfrentar adecuadamente este momento.

Gráfico N°1: Evolución confianza en las instituciones.


Fuente: Elaboración propia en base a encuesta CEP.

Por su parte, el estudio Desiguales de PNUD de 2017 nos mostraba que en Chile el problema no es solo el dato evidente de la desigualdad objetiva, es decir, aquella asociada a la distribución del ingreso, sino que existe también, una percepción de desigualdad subjetiva que se asocia al trato que reciben las personas por su condición, tal como muestra el Gráfico N°2. Esto es un diagnóstico que también han realizado otros estudios en algunos ámbitos específicos y que dan cuenta que la promesa de una sociedad que provee bienestar para todos es una quimera, más aún en un país donde el 50% de la población tiene una remuneración de menos de 350 mil pesos y donde la jubilación para el 80% de las personas es inferior al sueldo mínimo.

Gráfico N°2: Desigualdad subjetiva según trato.


Fuente: Elaboración propia en base a estudio Desiguales de PNUD (2017).

Por su parte, hay que considerar además que esta situación ocurre en un país donde la desconfianza en las instituciones se ha hecho presente de manera creciente, especialmente a partir de casos de corrupción que, entre otras cosas, ha alejado a los ciudadanos de las urnas y del diálogo político en general (la participación electoral en la última elección fue de 47%). De hecho, tal como muestra la encuesta CEP de diciembre de 2019, las personas creen de manera creciente que la democracia es preferible a cualquier otra alternativa de gobierno (el apoyo crece en 12 puntos desde mayo de 2017, instalándose con una opción mayoritaria en el 64%), pero tienen un juicio muy negativo respecto de cómo esta funciona (el 44% de las personas considera que funciona regular y el 47% mal o muy mal), resultados que coinciden también con otras encuestas.

Los datos respecto a la corrupción parecen ser parte relevante del problema. De acuerdo con la evolución del Estudio Nacional de Transparencia del Consejo para la Transparencia entre los años 2012-2019 se ha mantenido, con algunas variaciones, una alta percepción sobre la corrupción en los organismos públicos, que se acentúa en personas del segmento socioeconómico bajo y en las mujeres, que tienen juicios más críticos respecto al resto de la población (ver gráfico N°3)10.

Gráfico N°3: Percepción de corrupción en los organismos públicos.


Fuente: Elaboración propia en base a datos del Estudio Nacional de Transparencia. Pregunta: En una escala de 1 a 10, donde 1 es “nada corrupto” y 10 “muy corrupto”, ¿cuán corrupto cree ud. que son los organismos públicos en Chile?

Datos recientes muestran, además, que el 54% de las personas cree que la corrupción ha aumentado en el último año (Transparencia internacional, 2019). En esta percepción han influido no solo escándalos de corrupción vinculados a la política, sino que también diversos casos asociados a fraudes de las empresas por colusión de precios como medicamentos, pañales, pollos, entre otros, cuyas sanciones han dejado una sensación de impunidad que se refleja en los estudios antes citados. En efecto, el Informe Auditoría a la Democracia (PNUD, 2020) muestra que no solo ha aumentado la desafección y la no identificación en el espectro político, ha aumentado también la desconfianza generalizada en las instituciones asociada a los escándalos de corrupción, en un país que hasta hace poco parecía una honrosa excepción en la región. Así, este estudio destaca el aumento de los “demócratas escépticos”, es decir, ciudadanos que valoran la democracia, pero desconfían de todas sus instituciones11 .

La multiplicidad de fenómenos antes descritos, se asocian también a fenómenos coyunturales que terminaron generando una tormenta perfecta. Así, la intervención de algunas autoridades llamando a “levantarse más temprano” para aprovechar la rebaja en ciertos horarios del valor del Metro o la sugerencia para “los románticos” de comprar flores dada la baja del precio en el IPC, unido a la negativa de escuchar la demanda estudiantil por el alza del pasaje del Metro (que fue el origen de la manifestación juvenil que abrió paso al estallido) y la desafección de hechos tan graves como la muerte de un lactante en La Pintana, producto de una “bala loca” y los malos resultados en materia de victimización que han hecho patente la desigualdad territorial, fueron generando un clima de malestar creciente que desencadenaron en un estallido social como del que hemos sido testigos12 .

Con todo, si bien era difícil anticipar la manera en que este estallido social sucedería, no es extraño que ello ocurra en momentos donde la política, que es la llamada a generar soluciones a problemas complejos, ostenta los más bajos niveles de credibilidad de los últimos años.

Por cierto, parte importante de la masividad que han alcanzado las manifestaciones han estado también asociadas a la falta de respuestas concretas de las autoridades para ofrecer un camino de salida para esta situación. A la marcha de millones, a las manifestaciones en las calles y a los múltiples cabildos que se han autoconvocado en distintos lugares (asambleas de diálogo), se han sumado también disturbios importantes en lugares públicos, que han traído saqueos, incendios de comercio y violaciones a los derechos humanos (más de 4.000 personas detenidas, más de 1.500 personas heridas, más de 300 personas con daños oculares, más de 20 personas muertas y múltiples acusaciones de torturas y violencia sexual). El camino de salida implica, en primera instancia, abordar un pilar fundamental de la democracia que es el Estado de derecho. Si no se resuelve adecuadamente la situación de orden público, la violencia y la defensa de los derechos humanos (con las sanciones que implica para quienes han cometido delitos), es difícil pensar en dotar al proceso institucional de las condiciones mínimas para llegar a puerto con éxito, tanto en el proceso constituyente como, en la discusión de una agenda social, contra los abusos y las reformas estructurales que sea necesario emprender para poder atender las demandas ciudadanas.

En suma, la paradoja del “modelo” chileno es que parecía que desde la recuperación de la democracia habíamos construido un país ejemplar en la región, pero que venía subterráneamente escondiendo un malestar que se expuso mediante un estallido social que no habíamos divisado en muchas décadas y que tiene un apoyo transversal en la sociedad chilena13 . Probablemente, el primer antecedente de este gran movimiento en el país son las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, que fueron el primer síntoma de un problema no resuelto en la sociedad respecto al modelo de desarrollo y a la promesa de bienestar social, es por ello por lo que reconocemos en ese fenómeno una coyuntura crítica que significó una inflexión significativa en las dinámicas políticas conocidas desde la reinauguración de la democracia en 1990. En este contexto es que se ha instalado con fuerza la idea de un nuevo “pacto social” en Chile, como un horizonte de llegada que tiene un largo camino que recorrer.

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