Kitabı oku: «Muerte en coslada», sayfa 3
—¿Nada te llamó la atención antes de entrar al aseo, Eva?
La aludida niega con la cabeza.
—¿Estaba todo tal y como lo dejasteis el sábado? —insiste.
—Todo normal, inspectora, tal cual lo dejamos y como debería estar.
—Entiendo… ¿Conocías a ese hombre? ¿Venía habitualmente por aquí?
—Sí, venía de vez en cuando, y últimamente cada vez más. Se sentaba siempre apartado de la gente y, curiosamente, no cogía libros, solo se ponía a trabajar con su ordenador. Era un hombre muy discreto pero también muy correcto: siempre saludaba y siempre se despedía, pero poco más. Una de esas personas que parece que quieren pasar desapercibidas.
—Entonces imagino que sabrás quién es —pregunta Leire—, tendrá carné de la biblioteca.
—Pues supongo que no… —Eva Rosiñol intenta pensar—. Creo que nunca pidió ningún libro en préstamo. Solo venía, se sentaba con su ordenador y se iba. Nada más. De todas maneras, cuando tengan su nombre lo podemos comprobar.
—¿Aquí puede entrar cualquiera sin carné? —pregunta algo sorprendida Martina.
—Así es. A una biblioteca puede acceder quien quiera a hojear libros, leer la prensa, estudiar… Lo que quieran hacer siempre que respeten las normas. El carné solo hace falta para llevarse libros en préstamo.
—¿Y esta mañana no estaban sus cosas por ningún lado? —cambia de tema la inspectora—. ¿El ordenador ese con el que dices que trabajaba?
—Nada… ¡Solo él! —exclama, hundiéndose de nuevo, la bibliotecaria.
Las dos policías interrumpen sus preguntas para no presionarla más. Está claro que la funcionaria no puede aportar más información. Justo cuando van a despedirse de ella, de la planta superior bajan con sus maletines los agentes de la científica liderados por su jefe, que es el único que se para y se dirige a la inspectora:
—Ya hemos terminado, Leire. Ahí he dejado a tus chicos hurgando en nuestros restos, y a la espera del juez. Por cierto, por si quieres apuntarlo, aunque te mandaré el primer informe esta misma mañana, el difunto se llamaba Gabriel Coscullela Ros; para que vayáis tirando ya de algún hilo.
El inspector Vich dice esto y, sin dejar que Leire pregunte nada más, abandona la biblioteca detrás de su equipo con ese aire dinámico y jovial que ha sorprendido tan agradablemente a Leire.
Capítulo 5
Un par de horas después, todo el equipo está nuevamente en la sala de reuniones, que parece va a ser su lugar de trabajo habitual dentro de la comisaría. Por orden de Leire, la subinspectora se ha encargado de que haya bocadillos de calamares y bebidas para los cinco; es la única manera —respetando el presupuesto— de compensar los extensos horarios de trabajo a los que se va a ver obligada a someter a sus compañeros.
Mientras se reparten la comida, Leire se fija en la dependencia donde se encuentran. Es una estancia austera. La única decoración que tiene, a parte de un viejo retrato del rey emérito, es una pizarra magnética todavía vacía de contenido, a la espera de la llegada de las fotos y los apuntes que ayuden resolver el caso.
Por fin están todos sentados, empezando a dar buena cuenta de sus viandas, excepto la inspectora, que aguanta el ayuno y la postura. Se sienta sobre el tablero de la mesa y empieza a hablar:
—Bien. Pues al menos ya tenemos algún dato y trabajo por delante. Ya sabéis que el muerto se llamaba Gabriel… —tiene que mirar la aplicación de notas de su teléfono móvil para decir el nombre completo— Coscullela Ros. Quiero saber quién era este tipo, a qué se dedicaba, dónde vivía, qué hacía en la biblioteca… Además, si tiene familia, habrá que avisarles de que ha fallecido, porque hasta ahora nadie lo ha debido de echar en falta.
Leire se queda mirando a sus compañeros para ver si se presenta algún voluntario para esa tarea, pues todavía desconoce en qué es fuerte cada uno de ellos. No tiene que esperar mucho porque todos dirigen su mirada hacia Jonatan, que se da por aludido.
—Yo me encargo, inspectora, se me da bien el rastreo de identidades.
—Perfecto, Cid, para lo que necesites nos pides ayuda.
El agente asiente, pero no se mueve de su sitio y se espera para conocer el trabajo de sus compañeros. Leire sigue adelante:
—Por otro lado, algo más que sabemos es que este señor solía ir con un ordenador a la biblioteca, aparentemente a escribir, y no ha aparecido ningún objeto personal suyo, ni por supuesto dicho ordenador. O bien el sábado fue a contemplar el ambiente literario o alguien se ha llevado esas pertenencias, y tiene todas las papeletas de haberlo hecho quien se lo haya cargado.
—Porque damos por hecho que no ha sido una muerte natural —le interrumpe el Abuelo.
—¿Perdón? —Leire se sorprende de la afirmación del agente.
—Que estamos dando por hecho que lo han matado, sin tener todavía los resultados de la autopsia —continúa el agente Lamata—, y digo yo que a lo mejor se ha muerto él solo, porque le ha llegado la hora.
—A ver, Abuelo… —interviene la subinspectora, en defensa del trabajo de su jefa—. ¿De verdad piensas que se ha muerto solito?, ¿así, sin más?, ¿le dio por ir el sábado a la biblioteca, no habló ni se relacionó con nadie, sufrió un parreque en el baño justo a última hora y tuvo la mala suerte de quedarse allí tirado, de esa manera tan forzada que hemos visto, sin que nadie se diera cuenta?
—Solo era una idea, jefa.
—Pues, como es tan buena idea, si a la inspectora le parece bien, te vas a encargar tú de comprobarla preguntando a los sabuesos por su trabajo, ya sabes que les encanta tenernos encima metiéndoles prisa.
Martina mira a Leire buscando su aprobación, quien se la otorga con un asentimiento de cabeza y le permite seguir.
—Te vas a ir a las dependencias de la científica, o al Anatómico Forense si están allí todavía, te tragas la autopsia si es el caso y te traes de vuelta el primer informe, oral y escrito, a ver si te dan la razón o te convencen de que alguien se lo ha cargado.
—Vale, vale —se resigna el Abuelo, algo molesto por la reprimenda—, yo me encargo.
De los tres agentes, solo Elisenda está todavía sin misión, por lo que se revuelve en su asiento. Leire aprecia su discreción, siempre le ha gustado la gente prudente, así que se esfuerza en asignarle rápido una tarea.
—Eli, si no te importa, tú vuelves a Coslada. Me interesa una prospección de lo zona… Ya sabes: cámaras de seguridad de locales cercanas, trabajadores de la zona que estuvieron por allí ese día, cualquier cosa que pueda ser de utilidad. Además, como la noticia ya habrá corrido de boca en boca, seguro que algún vecino quiere aportar su versión de los hechos. Nos vendrá muy bien todo lo que saques en claro para que, cuando sepamos más sobre el difunto, volvamos de nuevo por allí.
—¡Así da gusto! —exclama Martina—. Ya tenemos todos ocupación, por lo que estamos tardando en terminarnos el bocata y empezar a currar. ¡Vamos, equipo!
Los tres agentes, en vez de dar los últimos bocados en la sala, salen con sus bocadillos en la mano, rumbo a sus destinos. Una vez a solas, Martina se vuelve hacia su jefa, quien está mirando, distraída, la pizarra en blanco, como si ya tuvieran allí la solución al caso.
—Bueno, jefa, no he querido decirlo delante de todos, pero… ¿y nosotras?, porque algo tendremos que hacer, ¡que hay que dar ejemplo! —dice con cachondeo.
Leire sonríe ante la actitud de su segunda.
—Nosotras vamos a que nos diga Cid dónde vivía el hombre y nos acercaremos al domicilio.
Encuentran al agente ya absorto en la pantalla de su ordenador. Le piden la primera información que encuentre sobre Gabriel Coscullela Ros, y Cid se pone enseguida a ello. Al minuto comparte los primeros datos, bastante escasos, que aparecen en internet sobre el difunto.
—Normalmente —les explica Cid—, es teclear cualquier nombre en un buscador de internet y aparecen, además de sus posibles logros o cargos profesionales, todas las redes sociales donde esa persona airea habitualmente su vida.
Eso es algo que Leire nunca ha entendido, como sabe cuánto te desnuda ante cualquier amenaza el publicar constantemente tu actividad en las redes sociales, no usa ninguna de ellas a nivel personal. Es verdad que, al ser policía, lo hace por seguridad, pero también porque nunca ha tenido la necesidad de publicar en ningún sitio si está de vacaciones por ahí, o tomando café con su madre, o que a su gato Carmelo le ha gustado la última latita de gambas que le ha comprado. Ella considera que su vida privada es eso, privada, y la comparte de palabra y solo con quien ella quiere o le pueda interesar. Pero, por otro lado, el hecho de que la gente se empeñe en hacer lo que ella evita le viene muy bien para su trabajo como investigadora, es el primer sitio donde cualquier policía busca información para empezar a recabar datos de una persona.
En el caso del muerto, Cid solo encuentra a su nombre una página —muy poco actualizada por cierto— de Facebook. Saben que es del Gabriel a quien investigan por la foto de perfil —que también es la única que hay publicada en la red social—. La imprimen para empezar a rellenar la pizarra blanca. No figura ninguna red social más a nombre de Gabriel Coscullela Ros. A parte de eso, también encuentran, en una página de información empresarial, el nombramiento hace años de Gabriel Coscullela Ros como directivo de una multinacional dedicada a la consultoría y que ellos no conocen.
El resto del trabajo de rastreo informático de una persona ya es un proceso mucho más largo y tedioso, que requiere mucho ir y venir por diferentes páginas de internet. Por eso, las dos policías, para no quedarse allí mirando a su compañero y sin hacer nada, deciden dejar a Cid haciendo su trabajo, no sin antes pedirle que busque, en la base de datos policial del documento nacional de identidad, el último domicilio conocido del difunto.
Se sorprenden al comprobar que Gabriel figura con residencia en Madrid, y no en Coslada, como se podría suponer al haber aparecido muerto en su Biblioteca Municipal. Al no tener todavía ningún dato más relevante, siguen con su intención de desplazarse —con pocas expectativas de que la visita vaya a ser muy fructífera— hasta la dirección del domicilio habitual.
De nuevo se montan en el BMW Serie 1, al que ya se están acostumbrando, y salen del garaje de la comisaría. Martina conduce cantando. Esta vez, junto a Jarabe de Palo la canción de «La Flaca», lo que permite a Leire ir sumida en sus pensamientos y disfrutando de la belleza de la zona centro de Madrid, ya que la dirección que les ha facilitado Cid es en la calle Abtao, cerca del parque del Retiro, y para llegar allí desde la comisaría tienen que atravesar las calles más emblemáticas de la ciudad: la Gran Vía casi en su totalidad, la Plaza de Cibeles, el Paseo del Prado, la Plaza de Neptuno y la estación de Atocha con su monumento a las víctimas del terrible atentado del 11-M. Martina parece entender que su jefa está disfrutando del viaje y respeta su momento. Leire agradece su actitud y sonríe disimuladamente porque se ha percatado de que, cada cierto tiempo, la subinspectora la mira de reojo.
Por fin llegan a su destino: una estrecha calle de edificios medianos, típica de un barrio de clase media y en la que se les hace una difícil proeza aparcar. Martina, harta de dar vueltas decide dejar el coche en un vado permanente, delante del garaje de la finca donde figura el domicilio de Gabriel. Sin dar tiempo a Leire para que comente dicha decisión, saca una vez más la sirena de la guantera y la coloca en el salpicadero del vehículo, apagada pero bien visible, para que a cualquiera que le moleste el coche allí estacionado se lo piense dos veces antes de protestar; o por si pasa por allí algún agente de la Policía Municipal con ganas de apuntarse una multa a su cuenta personal, que sepa que el tanto no se le va a sumar a su balance de resultados.
Las dos policías bajan del BMW e, ignorando las miradas de los transeúntes que se han dado cuenta de su profesión y las observan sin discreción —incluso alguno prepara su teléfono móvil para documentar una posible actuación policial—, entran directamente en el portal del edificio.
Les cuesta un poco acostumbrar la vista a la penumbra interior, y cuando lo hacen se ven delante de un hombre mayor, algo encorvado y vestido con un mono de trabajo azul oscuro que las mira tranquilamente, sin levantarse de la vieja silla de oficina donde está sentado y que tiene estratégicamente colocada para, desde allí, poder controlar a todo el que entra o sale de sus dominios. Ante el silencio del que evidentemente es el conserje de la comunidad, Leire muestra su placa e inicia la conversación:
—Buenos días, señor.
El aludido no responde ni muestra sorpresa ante la entrada de las dos policías, como si fuera algo que pasara allí a menudo. A la inspectora no le queda otra que seguir hablando:
—Venimos preguntando por el señor Gabriel Coscullela —decide no desvelar todavía que están investigando su muerte—, creo que vive aquí.
El portero de la finca se toma su tiempo antes de responder con un marcado acento gallego:
—Vivir… vive, aunque hace tiempo que no lo veo.
—¿Y eso? —interviene Martina.
—Pues se marchó hace unos meses, y todavía no ha vuelto.
—¿Y su familia? —Leire retoma la iniciativa, dando a entender a la subinspectora que la deje a ella.
El conserje vuelve a meditar antes de responder:
—Yo nunca le conocí familia.
A la inspectora le queda claro lo poco explícito que va a ser su interlocutor y que, si quiere sacar algo provechoso de la visita, va a tener que ser muy directa.
—Perdone que no le haya preguntado ni su nombre —intenta acercarse a él emocionalmente.
—Paulino —responde el portero, sin darle más datos.
—Verá, Paulino, creemos que ha podido pasarle algo al señor Coscullela, por eso estamos aquí.
Por toda respuesta, la inspectora recibe una mirada inexpresiva.
—Necesitamos hablar con alguien que nos dé datos de él, o si es posible entrar en su domicilio —decide arriesgarse aún sabiendo que no tiene ninguna orden judicial para acceder a la vivienda.
Tras otra pausa desesperante, el conserje responde:
—Solo se relacionaba con el señor Gabicacogeaskoa, del tercero derecha.
—¡Perfecto! ¿Y podemos hablar con él?
—Tampoco está. Se fue también.
Leire empieza a alterarse con la actitud del portero. Martina se tiene que morder los labios para no intervenir y hacer que el hombrecillo sea más explícito; para relajarse, sale un momento a la calle y dispersa al grupo de gente que todavía está pendiente de ellas esperando que les den algo de entretenimiento.
—Entiendo —responde pacientemente la inspectora—. ¿Tiene usted la llave de su casa?
—Claro. De todas las viviendas.
—¿Y podemos entrar? Entienda que igual le ha pasado algo al señor Coscullela y necesita nuestra ayuda.
La pausa del hombre es más larga de lo habitual, finalmente contesta:
—¿Me enseña otra vez esa placa?
Cuando Paulino comprueba que efectivamente Leire es policía, y Martina también, se levanta y entra en un cuartucho —peor iluminado que la portería—, situado a la espalda de donde está sentado. Sale de él con un gran manojo de llaves y les indica que le sigan.
La extraña comitiva sube andando hasta el segundo piso, y una vez allí se paran delante de la vivienda izquierda. El conserje vuelve a dudar, pero finalmente escarba entre todas las llaves y abre la puerta, la empuja y se hace a un lado dejando bien claro que él no piensa entrar en la vivienda sin el permiso del propietario.
Leire y Martina se miran, dándose el beneplácito mutuamente para cometer lo que saben es una ilegalidad y, cuando comprueban que a ninguna de ellas les supone un problema, se deciden y acceden a la casa del muerto. El ambiente en el interior, cargado y con partículas de polvo en suspensión, evidencia una dilatada falta de ventilación. Nada más pasar al interior se ven directamente en el salón, que es de los que hacen también la función de recibidor. En él no aprecian nada especial; hay un sofá, un sillón —cuyas marcas de desgaste de la tapicería indican que es el preferido por quien vive allí—, un viejo televisor y una estantería llena de libros que cubre toda una pared. Avanzan por un oscuro pasillo y perciben la misma sensación de abandono en el resto de las estancias a las que entran, incluida la cocina y el pequeño cuarto de baño. Nada indica que por allí haya pasado alguien recientemente. La nevera incluso está desenchufada, lo que demuestra que Gabriel, antes de dejar la vivienda, sabía que iba a estar fuera el tiempo suficiente como para no dejar comida en la misma.
Las policías solo se detienen un poco más en el dormitorio principal, donde la cama está perfectamente hecha y el armario parcialmente vacío; es evidente que falta ropa, lo que les vuelve a dejar claro que, cuando Gabriel dejó la casa, lo hizo de manera voluntaria y preparado para estar un tiempo ausente.
—¿Todo bien ahí dentro?
La voz del conserje les hace ser conscientes de que la excusa para entrar a la vivienda era ver si estaba Gabriel o necesitaba ayuda, no registrarla. Leire vuelve rápida a la entrada mientras Martina aprovecha para hurgar en el dormitorio un poco más.
—Todo bien, Paulino, no se preocupe —tranquiliza al portero la inspectora—. El señor Coscullela no está aquí.
—Eso ya se lo he dicho yo antes —responde él mientras mira por detrás de Leire, buscando a Martina.
—Teníamos que asegurarnos. Nunca se sabe.
—Ya…
El conserje no se relaja hasta que aparece en su campo visual la subinspectora y salen las dos de la casa que él les ha abierto sin el permiso del propietario.
Sin mediar más palabras, el pequeño grupo vuelve a la portería y allí, tras una escueta despedida y agradecimiento, las investigadoras salen a la calle, donde ya nadie espera el espectáculo policial.
Capítulo 6
Juan y yo hemos llevado una vida muy parecida, casi en paralelo.
Por casualidad entramos, bastante jóvenes y al mismo tiempo, a la misma empresa a trabajar; eso hizo que, al tener que luchar y prosperar a la vez, nos uniéramos mucho, y la verdad es que nos fue bien. La juventud y la ambición nos hicieron progresar, quizá demasiado rápido; lo cual redobló nuestro esfuerzo para seguir ascendiendo en el escalafón directivo y nos llevó a pensar que todo iba a ser posible: el mundo estaba a nuestros pies.
En aquellos años éramos todo ganas y dedicación al trabajo; bueno, al trabajo y a disfrutar, antes de tiempo, de la vida a la que aspirábamos llegar con la madurez. El floreciente estatus social que nos permitía el salario que ganábamos en la multinacional, unido a la falta de responsabilidades o cargas familiares, hizo posible una vida de cierto desenfreno: jornadas laborales exhaustivas seguidas por noches con fiestas, alcohol y mujeres; todo ello acompañado de algún coqueteo con las drogas para poder soportar tal ritmo de vida. De todos modos, pronto se demostró que aquella situación no se podía prolongar mucho en el tiempo ni estaba hecha para nosotros.
En cuanto tuvimos la oportunidad, cansados de habitar en pensiones baratas, buscamos residencia fija en Madrid. Encontramos dos pisos, uno encima del otro, en el distrito madrileño de Retiro, al lado del pequeño pulmón urbano que en aquellos tiempos otorgaba clase a quien viviera en él. Sin pensarlo demasiado los adquirimos y con ello forjamos todavía más nuestra unión. Íbamos juntos a trabajar, comíamos juntos, incluso tomábamos las copas del after también juntos y, eso sí, dependiendo de los éxitos de cada uno, nos retirábamos nuevamente juntos o cada uno por su lado y con su propia compañía. Solo nos separábamos cuando la empresa nos imponía viajar, pero incluso en esos momentos, el que se quedaba en Madrid velaba por los intereses del que se ausentaba.
Si algún día uno de los dos tenía un problema, el otro le cubría sin dudarlo. Hoy por ti y mañana por mí. Éramos como dos mosqueteros.
Pero pasó el tiempo y, antes de que nos quisiéramos dar cuenta, los nuevos gabrieles y juanes que venían empujando por detrás nos colocaron donde nosotros habíamos puesto a nuestros antecesores: en el armario laboral de los costes salariales demasiado altos para un trabajo que podía hacer cualquier recién llegado con un máster bajo el brazo y por mucho menos dinero, deseoso de conseguir nuestro estilo de vida.
Juan y yo quedamos relegados a tareas cada vez más superfluas o incluso a la formación de nuestros propios depredadores; así, hasta que llegó la hora de bajarnos del tren laboral.
Abandonamos la empresa en contra de nuestra voluntad y, como no podía ser de otra manera, una vez más, juntos. Ante esa nueva situación vital fue la primera vez que mi amigo y yo reaccionamos de manera distinta.
A mí me supuso cierto descanso. Me sentía fatigado por la actividad defensiva de los últimos años y, el verme liberado de todo aquello, junto con una buena situación económica, me permitió vivir tranquilo e intentando disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Pero Juan siempre había sido más inseguro que yo o más inestable, no sé cómo definirlo. Tras el despido, ambos nos habíamos quedado en igualdad de condiciones, pero pronto entendí que él dependía demasiado de los demás; para él fue más importante el aislamiento social en el que desembocó tras el abandono de la empresa que su propio bienestar. Después de toda una vida que giraba alrededor del trabajo, al estar fuera de ese mundo se dio cuenta de que había perdido su forma de vida y, ante la elección de reinventarse o dejarse llevar por el hastío, eligió la segunda opción, que le hundió emocionalmente.
Nuestros amigos —Juan así los consideraba— se transformaron en conocidos; muchos continuaron con sus vidas y empezaron a formar familias, y con ello abandonaron la intensa actividad social que nos había unido hasta entonces. Quienes no lo hicieron tuvieron que adaptarse a las normas impuestas por las nuevas generaciones, asumiendo unas novedades y un estilo de vida que no estaba hecho para nosotros, y del cual nos quedamos fuera, ya que nunca invitaron a dos viejas glorias del mundo empresarial como nosotros.
Juan y yo nos quedamos solos, como al principio, con la diferencia de que él nunca volvió a ser el mismo, y yo tardé en reaccionar a la ayuda que pedía a gritos mi único amigo. Este cambio no fue repentino, fue gradual, muy gradual y, a pesar de todo lo que vivimos tras nuestro despido, fue la causa del final de Juan.