Kitabı oku: «Robinson Crusoe», sayfa 6

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Estas reflexiones me dejaron estupefacto, como atónito, y no sabía qué decir para responderme. Me levanté pensativo y triste y regresé a mi refugio y subí por mi muralla, como si fuera a irme a la cama pero mi espíritu estaba tristemente perturbado y no tenía sueño, así que me senté en mi silla y encendí mi lámpara, porque empezaba a oscurecer. Como temía que volviera el malestar, se me ocurrió que los brasileños no toman otra medicina que su tabaco para casi todas sus dolencias y que, en uno de mis arcones, tenía un trozo de un rollo de tabaco que estaba bastante curado y otro poco que aún estaba verde y menos curado.

Fui como guiado por el cielo, porque en ese arcón encontré la cura para mi alma y mi cuerpo. Abrí el arcón y encontré lo que estaba buscando, es decir, el tabaco y, como los libros que había rescatado estaban también allí, saqué una de las Biblias, que mencioné anteriormente y que, hasta entonces, no había tenido ni el tiempo ni la inclinación de mirar y la llevé a la mesa junto con el tabaco.

No sabía qué hacer con el tabaco para curarme ni si servía o no para ello pero hice varios experimentos con él, convencido de que funcionaría de un modo u otro. Primero me metí un pedazo de una hoja en la boca y la mastiqué, lo cual me provocó una especie de aturdimiento pues el tabaco estaba verde y fuerte y no estaba habituado a utilizarlo. Luego tomé otro poco y lo maceré en un poco de ron durante una o dos horas para tomarme una dosis cuando me acostara. Por último, quemé un poco en un brasero e inhalé el humo tanto tiempo como este y el calor me lo permitieron, hasta que me sentí sofocado.

Mientras realizaba estas operaciones, tomé la Biblia y comencé a leer pero el tabaco me tenía tan mareado que no pude proseguir, al menos por esta vez. Había abierto el libro al azar y las primeras palabras que hallé fueron estas: Invócame en el día de tu aflicción y yo te salvaré y tú me glorificarás.

Estas palabras me parecieron muy adecuadas para mi caso y me causaron cierta impresión cuando las leí, mas no tanto como lo hicieron posteriormente, porque la palabra salvado no me decía nada; me parecía algo tan remoto, tan imposible según mi forma de ver las cosas que comencé a decir, como los hijos de Israel cuando les ofrecieron carne para comer: ¿Puede Dios servir una mesa en el desierto?. Y así comencé a decir: «¿Puede Dios sacarme de este lugar?» Y como no habría de tener ninguna esperanza en muchos años, varias veces me hice esta pregunta. No obstante, estas palabras causaron una gran impresión en mí y las medité con frecuencia. Se hacía tarde y el tabaco, como he dicho, me había aturdido tanto que sentí deseos de dormir, de modo que dejé mi lámpara encendida en la cueva, por si necesitaba algo durante la noche, y me metí en la cama. Pero, antes de acostarme, hice algo que no había hecho en toda mi vida: me arrodillé y le rogué a Dios que cumpliera su promesa y me salvara si yo acudía a él en el día de mi aflicción. Una vez concluida mi torpe e imperfecta plegaria, bebí el ron en el que había macerado el tabaco, que estaba tan fuerte y tan cargado, que casi no podía tragarlo y acto seguido, me metí en la cama. Sentí que se me subía a la cabeza violentamente pero me quedé profundamente dormido y me desperté, a juzgar por el sol, a eso de las tres de la tarde del día siguiente. Sin embargo, aún creo que dormí todo ese día y toda esa noche, hasta casi las tres de la tarde del otro día pues, de lo contrario, no entiendo cómo pude perder un día en el cómputo de los días de la semana, cosa que comprendí unos años más tarde; pues si había cometido el error de trazar la misma línea dos veces, entonces debí perder más de un día. Lo cierto es que, según mis cálculos, perdí un día y nunca supe cómo.

En cualquier caso, al despertar me encontré mucho mejor y con el ánimo dispuesto y alegre. Al levantarme, me sentía más fuerte que el día anterior y tenía mejor el estómago pues estaba hambriento; en pocas palabras, no tuve fiebre al día siguiente y fui mejorando paulatinamente. Esto ocurrió el día 29.

El 30 fue un buen día y salí con la escopeta aunque no me alejé demasiado. Maté un par de aves marinas, que parecían gansos, y las traje a casa pero no tenía muchas ganas de comerlas así que solo comí unos cuantos huevos de tortuga, que estaban muy buenos. Esa noche, renové el tratamiento al que le atribuí mi mejoría del día anterior, es decir, el tabaco macerado en ron, solo que no tomé tanta cantidad como la primera vez, ni mastiqué ninguna hoja, ni inhalé el humo. No obstante, al día siguiente, que era el primero de julio, no me sentí tan bien como esperaba y tuve algunos amagos de escalofríos, aunque no demasiado graves.

2 de julio. Repetí el tratamiento de las tres formas y me las administré como la primera vez. Tomé el doble del brebaje.

3. La fiebre pasó definitivamente aunque no recuperé todas mis fuerzas en varias semanas. Mientras reunía energías, pensé mucho en la frase te salvaré y la imposibilidad de mi salvación me impedía cultivar esperanza alguna. Pero, mientras me desanimaba con estos pensamientos, se me ocurrió que pensaba tanto en la liberación de mi mayor aflicción que no estaba viendo el favor que había recibido y comencé a hacerme las siguientes preguntas: ¿No he sido liberado, además, milagrosamente, de la enfermedad y de la situación más desesperada que puede haber y que tanto me asustaba? ¿Me he dado cuenta de esto? ¿He pagado mi parte? Dios me ha salvado pero yo no lo he glorificado, es decir, no me siento en deuda ni agradecido por esta salvación. ¿Cómo puedo esperar una salvación mayor?

Esto me conmovió el corazón e inmediatamente me arrodillé y le di gracias a Dios en voz alta por haberme salvado de la enfermedad.

4 de julio. Por la mañana cogí la Biblia y, comenzando por el Nuevo Testamento, me apliqué seriamente a su lectura. Me impuse leerla un rato todas las mañanas y todas las noches, sin obligarme a cubrir un número de capítulos específico sino obedeciendo al interés que me despertara la lectura. Al poco tiempo de observar esta práctica, sentí que mi corazón estaba más profunda y sinceramente contrito por la perversidad de mi vida pasada. Reviví la impresión que me había causado el sueño y las palabras ninguna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimiento resonaban fuertemente en mis pensamientos. Estaba rogándole fervorosamente a Dios que me concediera el arrepentimiento cuando, providencialmente, ese mismo día, mientras leía las escrituras me topé con las siguientes palabras: Él es exaltado como Príncipe y Salvador para dar el arrepentimiento y el perdón. Solté el libro y elevando mi corazón y mis manos, en una especie de éxtasis, exclamando: «¡Jesús, hijo de David, Jesús, tú que eres glorificado como Príncipe y Salvador, concédeme el arrepentimiento y el perdón!»

Podría decir que era la primera vez en mi vida que rezaba en el verdadero sentido de la palabra, pues lo hacía con plena conciencia de mi situación y con una esperanza, como la que se describe en las escrituras, fundada en el aliento de la palabra de Dios. Desde este momento, puedo decir que comencé a confiar en que Dios me escucharía.

Ahora empezaba a comprender las palabras mencionadas anteriormente, Invócame y te liberaré, en un sentido diferente al que lo había hecho antes, porque entonces no tenía la menor idea de nada que pudiese llamarse salvación, si no era de la condición de cautiverio en la que me encontraba; pues, si bien estaba libre en este lugar, la isla era una verdadera prisión para mí, en el peor sentido. Mas ahora había aprendido a ver las cosas de otro modo. Ahora miraba hacia mi pasado con tanto horror y mis pecados me parecían tan terribles, que mi alma no le pedía a Dios otra cosa que no fuera la liberación del peso de la culpa que me quitaba el sosiego. En cuanto a mi vida solitaria, ya no me parecía nada; ya no rogaba a Dios que me liberara de ella, ni siquiera pensaba en ello, pues no era tan importante como esto. Y añado lo siguiente para sugerir a quien lo lea que cuando se llega a entender el verdadero sentido de las cosas, el perdón por los pecados es una bendición mayor que la liberación de las aflicciones.

Pero dejo esto y regreso a mi diario.

Ahora mi vida, si bien no menos miserable que antes, comenzaba a ser más llevadera y puesto que mis pensamientos estaban orientados, por la oración y la constante lectura de las escrituras, hacia cosas más elevadas, tenía una gran paz interior que no había conocido. Además, a medida que iba recuperando la salud y las fuerzas, me propuse procurarme todo lo que necesitaba y darle a mi vida la mayor regularidad posible.

Desde el 4 al 14 de julio, me dediqué, principalmente, a caminar con mi escopeta en mano, poco a poco, como un hombre que está juntando fuerzas después de la enferme dad, pues es difícil imaginar lo débil que me encontraba. El tratamiento que había utilizado era totalmente nuevo y, tal vez nunca haya servido para curar a nadie de la calentura, ni puedo recomendarlo para que sea puesto en práctica, pero, aunque sirvió para quitarme la fiebre, también me debilitó, pues durante un tiempo seguí padeciendo de frecuentes convulsiones en los nervios y las extremidades.

También aprendí que salir durante la estación de lluvias era de lo más pernicioso para mi salud, en especial, cuando las lluvias venían acompañadas de tempestades y huracanes. Como las lluvias de la estación seca siempre venían acompañadas de esas tormentas, eran más peligrosas que las que caían en septiembre y octubre.

Hacía más de diez meses que habitaba en esta desdichada isla y parecía que cualquier posibilidad de salvación de esta condición me hubiera sido totalmente negada. Además, estaba convencido de que ningún ser humano había puesto un pie en este lugar. Ya me había asegurado perfectamente la habitación y ahora tenía grandes deseos de explorar la isla más a fondo para ver qué cosas podía encontrar que aún no conocía.

El 15 de julio comencé la inspección minuciosa de la isla. Primero me dirigí hacia el río al que, como he dicho, llegué con mis balsas. Descubrí, después de andar río arriba casi dos millas, que la corriente no aumentaba y que no se trataba más que de una pequeña quebrada, muy fresca y muy buena; mas, por estar en la estación seca, apenas tenía agua en algunas partes, al menos, no la suficiente como para que se formara una corriente perceptible.

A orillas de esta quebrada encontré muchas sabanas o praderas placenteras, llanas, lisas y cubiertas de hierba. En la parte más elevada, próxima a las tierras altas, que el agua, al parecer, nunca inundaba, encontré gran cantidad de tabaco verde que crecía en tallos fuertes y robustos. Había muchas otras plantas que no conocía y que, tal vez, tenían propiedades que no era capaz de descubrir.

Busqué raíz de yuca, con la que los indios de esta región hacen su pan, pero no encontré ninguna. Vi enormes plantas de áloe pero no sabía lo que eran y varias cañas de azúcar que crecían silvestres e imperfectas a falta de cultivo. Me contenté con estos descubrimientos por esta vez y regresé pensando cómo hacer para conocer las virtudes y bondades de los frutos o plantas que fuera descubriendo pero no llegué a ninguna conclusión, pues, fue tan poco lo que observé cuando estaba en Brasil, que era escaso lo que sabía de las plantas silvestres, al menos muy poco que me sirviera en este momento.

Al día siguiente, el 16, subí por el mismo camino y, después de haber avanzado un poco más que el día anterior, descubrí que el río y la pradera terminaban y comenzaba un bosque. Aquí encontré diferentes frutas, en especial una gran cantidad de melones en el suelo y de uvas en los árboles. Las viñas se habían extendido sobre los árboles y los racimos de uvas estaban en su punto de maduración y sabor. Este sorprendente descubrimiento me llenó de alegría pero la experiencia me advirtió que las comiera con moderación pues, según recordaba, cuando estuve en Berbería, muchos de los ingleses que estaban allí como esclavos, murieron a causa de las uvas, que les provocaron fiebre y disentería. No obstante, descubrí que si las curaba y secaba al sol y las conservaba como se suelen conservar las uvas secas o pasas, serían, como en efecto ocurrió, un alimento agradable y sano cuando no hubiera uvas.

Pasé allí toda la tarde y no regresé a mi habitación. Esta fue, dicho sea de paso, la primera noche que pasé fuera de casa. Al anochecer tomé mi antigua precaución y me subí a un árbol donde dormí bien y, a la mañana siguiente, proseguí mi exploración. Caminé casi cuatro millas hacia el norte, según pude juzgar por la longitud del valle, con una cadena de montañas por el sur y otra por el norte.

Al final de esta caminata, llegué a un claro donde el terreno parecía descender hacia el oeste y donde había un pequeño manantial de agua dulce que brotaba de la ladera de una colina cercana hacia el este. La tierra parecía tan fresca, verde y floreciente y todo tenía un aspecto tan primaveral que semejaba un jardín cultivado.

Descendí un trecho por el costado de ese delicioso valle, observándolo con una especie de secreto placer, aunque mezclado con otras reflexiones dolorosas, al pensar que todo aquello era mío, que era el rey y señor irrevocable de todo este lugar, sobre el que tenía pleno derecho de posesión; y que si hubiera podido transmitirlo, sería un bien hereditario tan sólido como el de cualquier señor de Inglaterra. Vi muchos árboles de cacao, naranjos, limoneros y cidros, todos silvestres y con poca o ninguna fruta, al menos en ese momento. Sin embargo, recogí unas limas que, no sólo estaban sabrosas sino que eran muy saludables. Más tarde mezclé su zumo con agua y obtuve una bebida muy sana y refrescante.

Me di cuenta de que tenía mucho que transportar a casa, así que decidí separar una provisión de uvas, limas y limones para disponer de ellos durante la estación húmeda, que como sabía, se aproximaba.

Con este propósito, hice un gran montón de uvas en un sitio y luego uno más pequeño en otro y, finalmente, uno mayor de limas y limones en otra parte. Entonces cogí un poco de cada montón y me encaminé a casa con la resolución de volver de nuevo pero con una bolsa, saco o algo similar para llevarme el resto.

Al cabo de tres días de viaje regresé a casa, que así debo llamar a mi tienda y a mi cueva. Pero antes de llegar, las uvas se habían echado a perder, pues, como estaban tan maduras y jugosas, se magullaron por su propio peso y no servían para nada. Las limas estaban en buen estado pero solo pude transportar unas pocas.

Al día siguiente, el 19, regresé con dos sacos pequeños que me había hecho para traer a casa mi cosecha pero al llegar al montón de uvas, que estaban tan apetitosas y maduras cuando las recogí, me quedé sorprendido de encontrarlas desparramadas, deshechas y tiradas por aquí y por allá, muchas de ellas mordidas o devoradas. Deduje que algún animal salvaje había hecho esto pero no sabía cuál.

Sin embargo, cuando descubrí que no podía amontonarlas ni llevarlas en un saco porque de una forma se destruirían y de la otra se aplastarían por su propio peso, tomé otra decisión: colgué de las ramas de los árboles una gran cantidad de racimos de uvas para que se curaran y secaran al sol y me llevé tantas limas y limones como pude.

Cuando regresé a casa de este viaje, pensé con gran placer en la fecundidad de aquel valle y su placentera situación, protegido de las tormentas, cercano al río y al bosque y llegué a la conclusión de que había establecido mi morada en la peor parte de la isla. En consecuencia, empecé a considerar la idea de mudar mi habitación y buscar un lugar, tan seguro como el que tenía, situado, preferiblemente, en aquella parte fértil y placentera de la isla.

Esta idea me rondó la cabeza por mucho tiempo pues sentía una gran atracción por ese lugar, cuyo encanto me tentaba. Pero cuando lo pensé más detenidamente, me di cuenta de que ahora estaba cerca del mar, donde al menos había una posibilidad de que me ocurriera algo favorable y que el mismo destino cruel que me había llevado hasta aquí, trajera a otros náufragos desgraciados. Aunque era poco probable que algo así ocurriera, recluirme entre las montañas o en los bosques del centro de la isla, era asegurarme el cautiverio y hacer que un hecho poco probable se volviera imposible. Por lo tanto, decidí que no me mudaría bajo ningún concepto.

No obstante, estaba tan enamorado de ese lugar que pasé allí gran parte del resto del mes de julio y, a pesar de haber decidido que no me mudaría, me construí una especie de emparrado que rodeé, a cierta distancia, con una fuerte verja de dos filas de estacas, tan altas como me fue posible, bien enterradas y rellenas de maleza. Allí dormía seguro dos o tres noches seguidas, pasando por encima de la valla con una escalera, como antes, y ahora me figuraba que tenía una casa en el campo y otra en la costa. En estas labores estuve hasta principios del mes de agosto.

Acababa de terminar mi valla y comenzaba a disfrutar de la labor realizada, cuando vinieron las lluvias y me forzaron a quedarme en mi primera vivienda, pues aunque me había hecho una tienda como la otra, con un pedazo de vela bien extendido, no tenía la protección de la montaña en caso de tormenta, ni una cueva, donde podía refugiarme si llovía excesivamente.

A principios de agosto, como he mencionado, había terminado mi emparrado y comenzaba a sentirme a gusto. El tercer día de agosto, vi que las uvas que había colgado estaban perfectamente secas y, de hecho, eran excelentes pasas, así que empecé a descolgarlas. Esto fue una verdadera fortuna pues las lluvias que cayeron las habrían estropeado y, de ese modo, habría perdido lo mejor de mi alimento invernal, ya que tenía más de doscientos racimos. Apenas las hube descolgado y transportado a casa, comenzó a llover y desde ese día, que era el 14 de agosto, hasta mediados de octubre, llovió casi todos los días, a veces, con tanta fuerza que no podía salir de mi cueva durante varios días.

En este tiempo tuve la sorpresa de ver aumentada mi familia. Estaba preocupado por la desaparición de una de mis gatas que, supuse, se había escapado o había muerto, pues no volví a saber de ella, cuando, para mi asombro, regresó a casa a finales de agosto con tres gatitos. Esto me pareció muy extraño pues, aunque había matado un gato salvaje con mi escopeta, creía que eran de una especie muy distinta a nuestros gatos europeos. Sin embargo, los gatitos eran iguales a los gatos domésticos, mas como los dos que yo tenía eran hembras, todo el asunto me pareció muy raro. Más tarde, de estos tres gatos salió una auténtica plaga de gatos, por lo que me vi forzado a matarlos como si fueran sabandijas o alimañas y a llevarlos tan lejos de casa como me fuera posible.

Desde el 14 de agosto hasta el 26 llovió incesantemente, de modo que no pude salir pero, esta vez, me cuidé muy bien de la humedad. Durante este encierro, mis víveres comenzaron a mermar por lo que tuve que salir dos veces. La primera vez, maté una cabra y la segunda, que fue el 26, encontré una gran tortuga, lo cual fue una auténtica fiesta. De este modo regularicé mis comidas: comía un racimo de uvas en el desayuno, un trozo de carne de cabra o tortuga asada en el almuerzo, pues, para mi desgracia no tenía vasijas para hervirla o guisarla, y dos o tres huevos de tortuga para la cena.

Durante esta reclusión a causa de la lluvia, trabajaba dos o tres horas diarias en la ampliación de mi cueva. Gradualmente, la fui profundizando en una dirección hasta llegar al exterior, donde hice una puerta por la que pudiera entrar y salir. Sin embargo, no me sentía cómodo estando tan al descubierto ya que antes estaba perfectamente encerrado, mientras que ahora me hallaba expuesto a cualquier ataque; aunque, en realidad, no había visto ninguna criatura viviente que pudiese atemorizarme puesto que los animales más grandes que había en la isla eran las cabras.

30 de septiembre. Este día se celebraba el desgraciado aniversario de mi llegada. Conté las marcas de mi poste y constaté que llevaba trescientos sesenta y cinco días en la isla. Guardé una solemne abstinencia todo el día, que dediqué a hacer ejercicios religiosos. Me postré humildemente y confesé a Dios todos mis pecados, reconociendo su justicia y rogándole que tuviera misericordia de mí en el nombre de Jesucristo. No probé ningún alimento durante doce horas, hasta que se puso el sol. Entonces comí una galleta y un racimo de uvas y me acosté, terminando el día como lo había comenzado.

Hasta ese momento no había celebrado los domingos ya que, al principio, carecía de sentimientos religiosos. Al cabo de un tiempo, había dejado de hacer una marca más larga los domingos para diferenciar las semanas, de manera que no sabía en qué día vivía. Pero ahora, después de haber contado los días, como he dicho, y de haber comprobado que había pasado un año, lo dividí en semanas, señalando cada siete días el domingo. Al final, me di cuenta de que había perdido uno o dos días en mis cómputos.

Poco tiempo después, mi tinta comenzó a escasear, así que me limité a usarla con mucho cuidado y no escribía sino los acontecimientos más importantes de mi vida, abandonando el recuento diario de otras menudencias.

Comencé a observar los cambios de estación y aprendí a prever el paso de la estación seca a la húmeda, a fin de abastecerme adecuadamente. Más tuve que pagar muy cara mi experiencia pues lo que voy a relatar, fue uno de los acontecimientos más desalentadores que me ocurrieron en toda la vida. Anteriormente, he dicho que guardé algunas de las espigas de cebada y de arroz, que tan milagrosamente habían brotado. Tenía como treinta espigas de arroz y veinte de cebada y pensé que, pasadas las lluvias, era el mejor momento para sembrarlas pues el sol estaba más hacia el sur respecto de mí.

Preparé un trozo de tierra lo mejor que pude con mi pala de madera, lo dividí en dos partes y sembré las semillas pero, mientras lo hacía, se me ocurrió que no debía sembrarlas todas la primera vez ya que no sabía cuál era el mejor momento para hacerlo. De este modo, sembré dos terceras partes de las semillas y guardé un puñado de cada una. Más tarde, me alegré de haberlo hecho así pues ni uno solo de los granos que sembré produjo nada, puesto que se aproximaba la estación seca, y no volvió a llover después de la siembra. Por tanto la tierra no tenía humedad para que las semillas germinaran y, no lo hicieron hasta que volvieron las lluvias; entonces germinaron como si estuviesen recién sembradas.

Cuando me di cuenta de que las semillas no germinaban, pude intuir fácilmente que era a causa de la sequía, de modo que busqué un terreno más húmedo para hacer otro experimento. Aré un trozo de tierra cerca de mi emparrado y sembré el resto de las semillas en febrero, un poco antes del equinoccio de primavera. Las lluvias de marzo y abril las hicieron brotar perfectamente y dieron una buena cosecha, mas, como no me atreví a sembrar toda la que había guardado, tan solo obtuve una pequeña cosecha, que no ascendía a más de un celemín de cada grano.

Este experimento me hizo experto en la materia y ahora sabía, exactamente, cuál era la estación propicia para sembrar y, además, que podía sembrar y cosechar dos veces al año.

Mientras crecía el grano hice un pequeño descubrimiento que luego me rindió gran provecho. Tan pronto como cesaron las lluvias y el tiempo mejoró, lo cual ocurrió hacia el mes de noviembre, fui a mi emparrado del campo, al cual no iba desde hacía varios meses, y encontré todo tal y como lo había dejado. El cerco o doble empalizada que había construido estaba completo y fuerte y de algunos troncos habían brotado ramas largas, como las de un sauce llorón, al año siguiente de la poda, pero no sabía de qué árbol había cortado las estacas. Sorprendido y complacido de ver aquellos retoños, los podé para que crecieran tan uniformemente como fuese posible y resulta casi increíble que en tres años crecieran tan maravillosamente, de forma que, si la empalizada formaba un círculo de casi veinticinco yardas de diámetro, los árboles -que así podía llamarlos- la cubrieron completamente, dando suficiente sombra como para refugiarme durante toda la estación seca.

Decidí entonces cortar otras estacas para hacer una empalizada como esta alrededor de mi muro, me refiero al de mi primera vivienda, y así lo hice. Coloqué los árboles o troncos en doble fila, a unas ocho yardas de mi primer muro y crecieron en poco tiempo, formando, al principio, un buen techado para mi morada y, luego, una buena defensa, como se verá en su momento.

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